Nuevos relatos publicados: 13

Orestes y su esclava. Episodio 1 (versión en película)

  • 6
  • 11.261
  • 9,18 (39 Val.)
  • 0

EPISODIO 1

 

El incremento de la delincuencia y la proliferación de bandas armadas, unido a las terribles consecuencias sociales producidas por las malformaciones físicas y psíquicas derivadas de la gran catástrofe, trajeron consigo, como siempre ha sucedido en la historia del género humano, un miedo generalizado en las mayoritarias clases medias.

Si unimos a ello la drástica disminución de impuestos y tasas para contentar a esa masa mayoritaria, aún con la práctica desaparición de servicios sociales, las ciudades autónomas se vieron obligadas a buscar nuevos cauces de financiación para los gastos comunitarios. No es de extrañar pues que la casta dirigente, cuyo autoritarismo estaba sostenido por esa masa media, ausente de toda ética y moral que no fuera su bienestar y el hedonismo, ideara en algunas ciudades-estado, medidas contundentes para solucionar ambos problemas. Ante el aplauso de la inmensa mayoría de la población con derecho al voto, se proclamó la conocida como Ley McLapendon, promulgada a instancias de la legendaria alcaldesa, que restauraba de facto la esclavitud.

A su entrada en vigor, los que eran acusados de cometer delitos contra la propiedad privada o la integridad física de esas amplias capas sociales, si eran definitivamente condenados tras un juicio express, perdían su condición de personas libres, ellos y su familia directa, pasando automáticamente a ser propiedad de la ciudad autónoma. Los hombres en condiciones pasaban a trabajos forzados no menos de 20 años y las mujeres y niños se veían convertidos en esclavos. La administración obtenía pingües beneficios vendiendo a las mujeres y adolescentes de ambos sexos en las ciudades de Oriente. Los niños pequeños también eran objeto de negocio para oscuros fines. Las personas que no podían cumplir esos requisitos se destinaban a trabajos comunitarios. Los inservibles eran sacrificados.

Cada día Orestes buscaba cualquier excusa para salir a la calle y ver pasar a Zoé camino del instituto. Era la hija única de su vecino, un ejecutivo del mayor banco de la cuidad, una pecosa adolescente alta y delgada, de escasos pechos, culo respingón y largas piernas, generosamente exhibidas tras subirse las faldas nada más traspasar la puerta de su casa. Sus lacios cabellos castaño-rojizos enmarcaban una cara aparentemente angelical, pero Orestes creía ver claramente en ese bello rostro la inconfundible faz del vicio. Un protocolario "hola" contestado con un leve movimiento de cabeza de Orestes era lo habitual en ese encuentro matinal.

Viudo y sin hijos, desde su retiro como alto cargo del ayuntamiento vivía cómodamente dedicado a su pasión favorita: recuperar y clasificar libros en papel. Impresionado por la visión de una película muy anterior a esta Era, ante el abandono generalizado de todo lo que significaba cultura no digital, difícil de manipular por la casta dominante, se dedicó en cuerpo y alma a almacenar cuantos ejemplares fuera posible. Cuando sabia de alguna biblioteca, institución o centro que se desprendía de sus antiguas pertenencias, allá se dirigía con su viejo buick para librarlos de la hoguera y traérselos a su casa. Cervantes, Shakespeare, Homero, Dante, whittmann, García Márquez... Todo entraba en su cruzada. Siempre había alguna ciudad-estado donde era necesaria su presencia en esa, su misión contra el fuego. Después, en su casa, los inventariaba con un ex-libris y los iba disponiendo ordenadamente en el almacén construido ex-profeso anexo a su casa.

Hubo otro tiempo, aún en activo, que mayoritariamente dirigía sus esfuerzos a satisfacer ciertas perversiones. La oscura muerte de su esposa, nunca suficientemente aclarada, obligó a su prematuro pase a una bien remunerada jubilación. Solo él sabe lo que ocurrió aquella noche en el sótano artificialmente lóbrego de su casa cuando "jugaba" con Clara, su esposa, quince años más joven, con la que se desposó en una vecina ciudad, librándola de una pena de diez años de trabajos forzados por prostituta. Cuando haciendo uso de su derecho marital impidió la autopsia, la poderosa TJ, caporal de la Policía, no movió un dedo para investigar la sospechosa herida en el vientre que el cadáver presentaba y que Orestes atribuyó a un accidente doméstico. Tres días después de que incineraran el cuerpo, su gran amiga, la alcaldesa, le recomendó que dejara el cargo de alto asesor consultivo y pasara a su actual dorado exilio.

Desde la desaparición de su mujer hacía ya cinco años, Orestes llevaba una vida ausente de cualquier experiencia física con aquellas aficiones más obscenas y atávicas. No lo necesitaba. Ninguna como Clara, aquella muchacha desvalida a la que obligaron a servirle de compañía, había conseguido excitar sus instintos más satánicos. Prostituta de profesión, osó ofrecer sus servicios en terreno vedado. Fue detenida, y tras un juicio rápido fue condenada a diez años de trabajos forzados, o lo que es lo mismo, puta para visitantes ilustres y personal del gobierno de la ciudad. Orestes disfruto de su belleza durante los tres días de su misión como enviado especial de la Excma. Alcaldesa Rita McLapendon para asesorarse sobre la Ley Esclavista recientemente allí promulgada. No le costó mucho esfuerzo llevársela y desposarla una vez de vuelta a Wolverinsville, más por motivos prácticos que románticos. De esta forma el derecho de propiedad por matrimonio le garantizaba, como por suerte o por desgracia acabó sucediendo, una impunidad casi total. Desde su llegada, Clara vivía prácticamente enclaustrada en la cómoda casa de su marido situada en Suburbia, uno de los barrios residenciales más exclusivos. Cuando los compromisos sociales de su influyente esposo la obligaban a salir, lo hacía con carísimos vestidos largos que apenas dejaban a la vista manos y cuello. Maledicentes lenguas hablan de una dama que vio en el baño de señoras sus piernas desnudas hasta los muslos, quedando impresionada por las señales y cicatrices que en un descuido ella mostró fugazmente. Cuando falleció solo Orestes estuvo presente en el crematorio. Nadie sabe dónde reposan sus cenizas.

Le despertó la zarabanda de sirenas. Se puso la bata y salió a la calle a ver qué pasaba. Frente a la casa vecina estaban estacionados cuatro coches policiales y un furgón de los geos. Con sorpresa vio como salían esposados todavía en pijama Zoé y sus padres, los introducían en los coches, y salían pitando calle abajo.

Tres semanas más tarde dos agentes la llevaron a su casa. Orestes firmó unos papeles y los guardias se fueron. Cerró la puerta. Ella todavía llevaba lo que quedaba del pijama con que fue detenida, harapiento y hecho jirones...

— siéntate.

 

continuará…

(9,18)