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¿Eres tú, papa noel?

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-Bien, Néstor, hemos tenido quince sesiones y no hemos logrado dar con la causa de su fobia a la Navidad. Ciertamente estoy desconcertado.

Néstor, tumbado en el diván, miraba al psiquiatra con igual desconcierto. No sólo porque él tampoco comprendiese por qué no hallaban la raíz de su mal, sino porque en aquella sesión se había colado un hombre desconocido, de aspecto serio y circunspecto. El psiquiatra se lo presentó enseguida, para aplacar el enrarecimiento progresivo del clima dentro de la consulta.

-Néstor, le presento al señor Alfonso Ortegosa. Es un experto en hipnosis. Le he explicado ya que sufre usted cuadros de ansiedad aguda conforme se acercan las fechas navideñas. Creo que la hipnosis es una puerta que debemos explorar, toda vez que hemos fracasado con las terapias anteriores.

En otras circunstancias, Néstor habría desconfiado de un hipnotizador, ya que es más fácil tacharles de charlatanes que de personas serias. Pero el psiquiatra tenía razón. Habían hecho, psiquiátricamente hablando, de todo y seguían sin explicarse por qué los belenes, los villancicos, los papás noeles, los árboles decorados y los turrones provocaban en Néstor ataques de ansiedad, vértigos, mareos y en general una incapacidad para salir de casa o conectarse con el mundo en esas fechas. El único año que pudo pasar un mes de diciembre tranquilo fue aquel en que invirtió lo que le había dado una modesta quiniela de trece aciertos para irse a pasar la Navidad a la isla de Okinawa. Decidió ir al psiquiatra a los cuarenta años, cuando comprendió que ni podía pasarse todos los diciembres de su vida metido debajo de las sábanas, ni podría permitirse un mes entero en Japón cada año.

-Néstor, necesito que despeje la mente de pensamientos, ideas y prejuicios- dijo el hipnotizador-. Si no lo hace así, no tendremos la menor posibilidad de éxito.

Néstor obedeció y procuró dejar la mente en blanco, convertir su cerebro en un lienzo vacío en el que el hipnotizador y el psiquiatra pudieran pintar hasta que llegara el momento de entregarle el pincel al propio Néstor. Cada vez más lejana, oía la voz del hipnotizador.

-Su cuerpo pesa, sus párpados pesan, se sume en un sueño profundo Néstor... profundo sueño...- repitió esta letanía y otras similares durante unos minutos, hasta que efectivamente Néstor dio muestras de hallarse en un nivel intermedio entre la consciencia y la inconsciencia- Bien, Néstor, llévenos hasta ese momento en el que se creó el trauma que le hace odiar la Navidad.

Néstor se revolvió un poco en el diván, como si se estuviera desperezando. De repente alzó las cejas, aunque siguió con los ojos cerrados. El hipnotizador hizo una seña al psiquiatra, como indicándole que podía tomar el rumbo de la conversación.

-Néstor, ¿dónde está?

-Estoy en mi cama, con Peluchín- la voz de Néstor había subido unas cuantas octavas y su pronunciación se había vuelto claramente infantil, de forma que el psiquiatra, que ya sospechaba de un trauma en la niñez, le preguntó cuántos años tenía-. Cuatro- dijo Néstor, levantando a la vez cuatro dedos para reafirmar sus palabras.

-¿Y qué haces despierto, Néstor? ¿Por qué no estás durmiendo?

-Porque hoy viene Santa Claus y me va a traer juguetes. He sido muy bueno y me he portado bien. Y soy un niño muy guapo. Santa Claus me va a traer juguetes.

-Pero, ¿no deberías estar dormido?

-No puedo, es que estoy nervioso. Me voy a levantar a ver si lo veo. Yo quiero ver a Santa Claus, mamá me dijo que iba a venir.

Néstor guardó silencio; siguió tumbado pero debajo de sus párpados, los ojos se movían inquietos.

-¿A dónde vas, Néstor?- preguntó el psiquiatra.

-Voy al árbol de Navidad. Yo ayudé a decorarlo- otro intervalo silencioso-. ¡Jo! No hay regalos en el árbol. Yo quiero mis juguetes. Voy a decírselo a mamá.

El hipnotizador seguía la sesión con un enorme interés.

-¿Qué estás haciendo ahora, Néstor?

-Voy al cuarto de papá y mamá, a decirles que Santa Claus no ha venido. ¡Mira! Están despiertos porque hay luz, yo la veo, la luz de su cuarto- de repente, Néstor enarcó exageradamente las cejas y se llevó una mano a la boca-. ¡Ay Dios!

-¿Qué pasa, Néstor? ¿Qué ocurre?

-Santa Claus está en el cuarto con mi mamá. Y papá no está.

El psiquiatra y el hipnotizador intercambiaron una mirada, mitad guasona, mitad cómplice.

-¿Y dónde estás tú, Néstor? ¿Qué ves?

-Estoy escondido detrás de la puerta. Veo a Santa Claus que está sentado en la cama, con los pantalones bajados. ¡Haaala! Su cosita del pipí es mucho más grande que la mía. Mi mamá está de rodillas delante de él. Y mi mamá se está llevando su cosita a la boca, puaj, qué asco.

El hipnotizador dejó escapar una sonrisa, que contagió pronto al psiquiatra, aunque éste le reprochó lo poco profesional de su actitud.

-Sigue contando qué más ves, Néstor.

-Puaj, qué cochinada. Mi mamá sigue con la cosita de Santa Claus en la boca, a veces dentro y a veces fuera. Santa Claus le pone la mano en la cabeza a mi mamá, y respira muy fuerte- Néstor torció la boca en un gesto de asco, y permaneció en silencio unos largos segundos-. Ahora mi mamá se pone a caballito sobre la cama. Santa Claus le levanta el camisón, y se ve que mi mamá no lleva braguitas. Qué raro. Ella siempre me dice que hay que llevar ropita debajo de la ropa. Santa Claus se pone detrás de ella, y ¡ahí va!, le mete su cosita del pipí en la cosita del pipí de mamá. Pero no parece que le duele.

Tanto el psiquiatra como el hipnotizador se habían llevado ya las manos a la boca, evitando así que las risas llegaran a oídos de Néstor y lo sacaran del trance. Néstor siguió hablando.

-Santa Claus y mi mamá gritan un poco y respiran muy fuerte, como yo cuando he corrido mucho y estoy cansado. Mi mamá dice algo.

-¿Qué dice tu mamá?

-A ver... no la oigo bien... ¡Ah, sí! Dice "dámelo todo, Carmelo". Qué raro, Santa Claus se llama Carmelo. Como mi papá.

-¿Y Santa Claus no dice nada, Néstor?- preguntó el psiquiatra, con las mejillas coloradas de tanto aguantar la risa.

-Sí. Dice unas cosas muy raras. Dice "tómalo, putita mía" y "¿te gusta que te lo haga como a una perrita?". Santa Claus dice unas cosas muy raras. Y no veo su saca de los regalos, ni su trineo.

-Bueno, Néstor, igual Santa Claus le está dando su regalo a mamá- comentó el psiquiatra, para desaforo del hipnotizador, que ya rodaba por el suelo sujetándose la barriga para mitigar el dolor del ataque de risa.

-Santa Claus le está empujando muy fuerte a mi mamá. ¡Uy! Ahora le está dando más fuerte, y ya para. Mi mamá se cae en la cama. Y Santa Claus se arregla la ropa otra vez- de súbito, Néstor pareció asustarse-. ¡Hala! Santa Claus le ha dado un beso a mi mamá y ahora viene a la puerta. Me voy corriendo a mi cuarto. Si me ve levantado, no me da mis regalos.

El psiquiatra y el hipnotizador estuvieron de acuerdo en no despertar a Néstor hasta que ambos recuperaran la compostura. Eso tardó en ocurrir unos quince minutos, al cabo de los cuales, el paciente fue lentamente sacado del trance. Néstor y el psiquiatra despidieron al hipnotizador en aras de mantener una cierta (aunque a estas alturas paradójica) intimidad.

-¿Y bien?- preguntó Néstor- ¿Ha servido esto para algo?

-Yo diría que sí. ¿Recuerda usted, Néstor, si su padre se disfrazó alguna vez de Santa Claus para darle sus regalos?

-No lo recuerdo, pero sé que pasó. Yo tenía cuatro o cinco años, y mi madre nos hizo unas fotos. Dice que estaba muy asustado, y que le pregunté a Santa Claus si quería mucho a mi madre. ¿Por qué lo pregunta? ¿Tiene algo que ver?

-Durante la sesión de hipnosis hemos averiguado que, esa noche, usted descubrió a su madre y a su padre, disfrazado de Santa Claus, en pleno acto sexual, del que fue testigo. Es posible que su fobia a la Navidad haya arraigado en su subconsciente en aquel momento y que se haya manifestado al cabo de tantos años.

-Con razón me cae tan mal ese gordo- dijo Néstor, comprendiendo al fin el origen de su problema con aquella estúpida época del año. Miró al psiquiatra y le preguntó-: ¿qué debo hacer ahora?

El psiquiatra alzó las cejas y resopló.

-Ahora que sabemos de dónde viene su mal, nos será más fácil combatirlo, ¿no cree? Esperaremos a la próxima sesión para iniciar un tratamiento. Hoy se nos ha acabado el tiempo.

Néstor salió de la consulta sintiéndose más ligero, consciente de que se había aliviado de un peso. Por primera vez en muchos años, la iluminación de las calles no le provocó arcadas ni sintió los sudores fríos habituales de los primeros compases del ‘jingle bells’.

 

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