Nuevos relatos publicados: 13

Hombres marcados. Cap.8. La marca de una antigua cicatriz

  • 21
  • 11.847
  • 10,00 (1 Val.)
  • 0

Capítulo 8

La marca de una antigua cicatriz

 

Después de aquel meneo ambidextro, Jack decidió seguir más tiempo dentro de la sauna, quería intentar sacarle alguna información al tipo que le acababa de pajear y que permanecía allí sentado, junto a él, despatarrado y desnudo, con aquella polla gruesa y corta que se asomaba como una nutria de entre unos huevos bastante gordos y peludos. Como los dos eran los únicos que estaban allí y como lo que acababa de pasar les había otorgado cierto carácter de camaradería, Jack decidió permanecer también desnudo, es decir, sin la preceptiva toalla en la cintura, dejando, como había dicho el propio forastero, que el calor y la humedad le penetraran por todo el cuerpo. La polla de Jack había vuelto a su estado natural, un estado en el que aún destacaba por su largura y su buen aspecto, máxime cuando el reciente meneo le había dado un mayor lustre y grosor.

– Perdona– dijo Jack–, pero creo que no me dijiste tu nombre...

El forastero entreabrió los ojos y giró un poco la cabeza hacia donde se encontraba Jack, un metro escaso a su derecha.

– ¿No?– respondió entre dientes.

Jack lo observaba detenidamente, con la confianza que daba lo que él suponía había sido un acto de compañerismo. Su torso amplio y velludo subía y bajaba al ritmo de su respiración con un movimiento que acababa contagiando al lustroso nabo, ese que descansaba en dos gruesos y peludos huevos. La mano del forastero, la misma que lo había pajeado, y que posiblemente aún conservaba algún resto de aquel acto se extendía de nuevo en dirección a Jack, pero no para reanudar aquella tarea, sino a modo de saludo.

– Edward Forrester– dijo el tipo con su tono grave de voz.

– Jack Diamond– respondió este, sintiendo el fuerte apretón de manos del forastero.

En estos dos últimos días no había parado de conocer gente, pensó Jack.

Separaron las manos y Edward Forrester pareció seguir sumido en sus pensamientos.

– Si no tienes inconveniente– prosiguió el apuesto vaquero– puedo hablarle esta misma noche de ti al patrón Brighton, así, mañana, cuando te presentes ya tendrás eso ganado.

El forastero entreabrió los ojos y los clavó en el rostro afilado y fino del vaquero. Le hacía gracia aquel tipo y sobre todo le hacía gracia el modo como tenía de intentar sonsacarle información. Decidió que ya era hora de cambiar un poco la estrategia. Una sonrisa se dibujó en su barbudo rostro.

– ¿De veras harías eso por mí, Jack?– le preguntó mientras se acomodaba uno de sus peludos huevos–, ¿harías eso por un desconocido?

Jack sintió cierto nerviosismo, pero no se amilanó ni por la mirada que el forastero le había lanzado ni por el movimiento que este, quizás no había tenido bastante, le estaba dando ahora a aquellos huevos peludos.

– No tan desconocido, Edward, no tan desconocido– y aquellas palabras y aquella mirada que Jack le lanzó a su entrepierna hicieron que el forastero soltara una carcajada que resonó en toda la sala.

– Me gustas, vaquero– dijo al fin– , de veras que me gustas. Y sería bueno que le hablaras esta noche de mí al patrón Brighton. Si todos los vaqueros de Brighton son como tú, seguro que permaneceré mucho tiempo en esta ciudad.

– No lo dudes, Edward, no lo dudes– repitió Jack, satisfecho con la confianza que había conseguido de Edward.

– Por cierto, Jack– vino de nuevo la voz profunda de Edward, a interrumpir el silencio–, me pareció ver un tipo conocido ahí dentro, en el bar. Un tipo que estaba con un chico negro, sentado en la barra...

Al oír aquello de chico negro, a Jack le dio un vuelco el corazón. ¿Qué interés podía tener Edward en Albert Anderssen?

– ¿Te refieres a Albert Anderssen?– preguntó Jack, sabiendo que aquel podía ser el cebo que él estaba necesitando para atrapar aquel pescado grande que se le escapaba,

– ¿Albert Anderssen?– repitió Edward– ¿El teniente Anderssen?

– Sí, por lo visto luchó en la guerra.

– Ya decía yo– añadió el forastero mientras una de sus manos masajeaba suavemente su velludo pecho, entretenida en uno de sus sonrosados pezones.

– ¿Lo conoces?– preguntó Jack.

– Lo conocí– respondió Edward– lo conocí– repitió– .Y mucho– concluyó.

Y era la primera vez, podía asegurar Jack, que no había percibido él ese tono de arrogancia y superioridad que siempre parecía impregnar todas sus palabras. Seguro que ahí había una historia, pensó Jack, dispuesto a averiguarla.

Después de un buen rato Edward decidió que ya que había conseguido lo que se había propuesto, nada más le retenía allí dentro, así que atándose de nuevo la toalla a la cintura y despidiéndose de Jack salió de la sauna, volviendo a entrar en el bar que seguía tan animado como él lo había dejado. Echó un rápido vistazo a la barra, hacia el lugar donde había permanecido todo el tiempo Albert Anderssen y al no verlo, se sintió algo intranquilo. ¿Se habría marchado ya? Abriéndose paso entre los demás clientes llegó a la zona de los baños y de esta pasó al vestuario. Su corazón y su respiración se ralentizaron, al ver al exteniente que charlaba animadamente con aquel muchacho negro que siempre le acompañaba. Era ahora o nunca, pensó Edward mientras se dirigía hacia donde había dejado colgada su ropa, cerca de Albert y Tommy pero no lo suficiente para lo que él se proponía.

Cuando lo vio entrar hacía un par de horas, lo reconoció de inmediato, apenas había cambiado de su etapa en la academia militar; sí, estaba más hecho, más hombre, como él, supuso Edward, pero seguía siendo el mismo tipo esbelto y de porte gentil. Su primer impulso fue salir del local, no podía estar tan cerca de él, pero luego decidió que no tenía tampoco que huir de nadie, que él, Edward Forrester, no huía de nadie, así que decidió quedarse y disfrutar de un buen baño. Pero en el transcurso de la noche, quizás fuera por la bebida o por la charla con el tipo aquel de la sauna, algo se había removido en su interior que había decidido poner a prueba a su viejo amigo, y para ello necesitaba acercarse, acercarse adonde ahora el exteniente sentado en el banco, los pantalones ya puestos, se colocaba sus botos. Y hacia allí fue Edward, aún la toalla liada en torno a la cintura, el corazón bombeando dentro de su amplio y velludo pecho. Cuando estaba a poco menos de un metro de Albert, se quitó la toalla, levantó la pierna izquierda, colocó el pie sobre el banco y empezó a secarse. Albert, que hasta ese momento no se había dado cuenta de la presencia del forastero, al sentir a alguien a su derecha, giró la cabeza instintivamente. Lo primero que vio fue aquella polla gorda y gruesa que cabalgaba sobre unos huevos bamboleantes y peludos, y luego, aquella marca sobre el muslo izquierdo tan cerca de la ingle, y entonces dejó lo que estaba haciendo, levantó la vista y sus ojos castaños chocaron con los ojos negros de aquel tipo barbado que también había detenido sus movimientos.

– ¿Eddie?

– ¿Albert?

Muchos años hacía que ninguno de los dos pronunciaba el nombre del otro.

Se levantó Albert y fue a abrazar a su antiguo compañero de Academia; al abrazarlo sintió no solo el calor que desprendía aquel torso poderoso y peludo, sino también una oleada de recuerdos agridulces. Tommy, a medio vestir, contemplaba el abrazo de aquellos dos hombres tan distintos, y una sonrisa se le dibujó en su rostro cuando se dio cuenta de que para distintos ya estaban Li y él.

Después de pagar en recepción y salir a la calle los tres hombres, decidieron buscar un buen sitio donde saciar no solo su hambre sino también su curiosidad, habían sido muchos años sin saber el uno del otro, tenían muchas cosas que contarse.

Acabaron entrando en una conocida casa de comidas, la única que no pertenecía al todopoderoso Sean Brighton. Durante toda la cena los dos hombres no pararon de hablar y de beber. Tommy a veces seguía la conversación, aunque de poco se enteraba,pues no le interesaban las batallitas de jóvenes blancos de buena familia que con tanta pasión hablaban de aquellas academias militares, criaderos la mayoría, al menos así pensaba el joven negro, de tipos presuntuosos.

Cuando terminaron la cena, Albert le preguntó a Edward que dónde estaba parando, y este le dijo que aún no había encontrado un sitio, pues acababa de llegar a Goodland aquella misma tarde. Al oír esto, le exigió que les acompañara a su rancho, donde podía quedarse todo el tiempo que quisiera. Se resistió un poco Edward pero acabó aceptando la invitación de su viejo camarada. Los tres jinetes montaron sus cabalgaduras y pusieron rumbo hacia el rancho del exteniente.

Cuando llegaron, bien avanzada la noche, los recibió el viejo Heinz, escopeta en mano, pues temía que fueran tres hombres de Brighton, ya que él esperaba a dos jinetes, al señor Anderssen y a Tommy, por eso su sorpresa cuando, ya en tierra, vio quién era el tercer hombre. No lo reconoció al principio, pues había cambiado bastante, aquel pelo largo, aquellas barbas, aquella corpulencia, pero no dudó, cuando oyó su nombre, que aquel tipo que ahora le tendía la mano, no era otra que el joven Eddie Forrester, el mejor amigo que durante unos años había tenido el señorito Albert. Fijó sus viejos ojos en los negros ojos del vaquero y vaciló en estrechar o no aquella mano que este le ofrecía, mano que al final estrechó. A pesar de que él no olvidaba, también era consciente de que si el señorito Albert lo había traído a casa ¿quién era él para despreciarlo?

Entraron los cuatro hombres al fin en la señorial casa, algo bebidos el dueño y su invitado, más serenos los dos hombres de confianza.

– Heinz, ¿está preparada la habitación del fondo?– preguntó Albert.

– Subiré a echar un vistazo– contestó el viejo, mientras se encaminaba hacia las amplias escaleras.

– ¿Qué tal un último whisky mientras esperamos?– preguntó Albert a Eddie indicándole un salón que había a la derecha.

– Por mí, estupendo.

– Yo me voy a acostar ya– contestó Tommy, a quien la charla de aquellos dos y las emociones vividas aquella noche le estaban pasando factura.

– Pues buenas noches, Tommy– se despidió Albert del muchacho.

– Buenas noches, tengas... tengáis– se corrigió el chico– los dos.

Y diciendo esto siguió los pasos del viejo Heinz.

Entraron en el salón, y mientras Albert llenaba dos vasos de whisky, Eddie se había desabrochado los botones de su camisa, pues la noche estaba muy calurosa, y en aquel salón, cerrado durante tres días, el calor se notaba aún más. Se acercó Albert con dos vasos en las manos y sus ojos no pudieron dejar de fijarse en el peludo torso de su excamarada. No lo recordaba tan velludo, bien es verdad que cuando se conocieron casi todavía eran unos adolescentes. Eddie, a su vez, tenía fijada la mirada en el retrato de una bella mujer, la madre del exteniente. En esta contemplación estaba cuando sintió acercarse a Albert, quien le alargaba ahora uno de los vasos.

– ¿Te acuerdas de ella?

– ¿Qué hombre puede olvidar una belleza como esta?– contestó Eddie mientras se volvía a su antiguo camarada y chocaba su vaso con el de este–. Por la señora Anderssen– añadió, apurando de un trago el vaso.

Se giraron y se sentaron en dos amplias butacas, los vasos otra vez llenos. Hasta aquel momento el reencuentro había sido cálido y afectuoso, y más cálido y afectuoso lo sentía Albert, quizás llevado por la embriaguez de todo el alcohol ingerido aquella noche que ya le estaba haciendo efecto. Por eso quizás o por que se sentía extrañamente turbado ante la vista del poderoso torso del excamarada, no supo reaccionar cuando oyó el comentario de Eddie.

– Me hace gracia que vayas siempre con ese chico, ese Tommy– empezó diciendo.

Al ver que Albert seguía mirándolo con cierta expresión casi bovina, decidió continuar.

– No es habitual ver a un tipo blanco de,digamos, nuestra edad, con un chico negro que más que un criado parece un, digamos, colega.

Albert mantenía la mirada fija en los ojos negros de su amigo, la cabeza quizás perdida en alguno de los episodios que vivieron juntos.

– Y no pienses que te lo estoy censurando, ya me conoces, Albert, o al menos me conocías. Supongo que todos tenemos nuestras necesidades y ya se sabe...– se interrumpió Eddie– para ciertas, digamos, cosas algunos piensan que los tipos como ese Tommy son los mejores– concluyó la frase.

Pero Albert, a pesar de que había oído el nombre de Tommy, no lograba descifrar lo que su antiguo camarada quería decirle, tan embotada empezaba a tener la cabeza, y no solo la cabeza, pues la presencia tan cercana de aquel viejo compañero, también había empezado a embotarle lo que ya hormigueaba dentro de sus pantalones. Sintió entonces también una ola de calor y decidió imitar al excamarada, desbrochándose la camisa. Eddie contempló el torso fino y blanco de Albert, que a diferencia del suyo, aparte de la natural transformación, apenas si había cambiado algo en aquellos años.

– Y no creas que no me hago cargo– prosiguió su monólogo, aquel monólogo de oscuros propósitos– , de las necesidades, digamos, fisiológicas que todos tenemos, sobre todo cuando uno vive, como tú, aquí, en un gran rancho, con la dura vida que ello conlleva...

Por más que Albert lo intentaba, no podía seguir la charla del amigo, solo le llegaban palabras sueltas a las que él no lograba encontrarles la conexión, ya que su mente, desde no sabía cuándo, navegaba enredada por los vellos oscuros del torso de Eddie, quien había empezado a darse cuenta del estado de Albert y, sobre todo, de adónde se dirigía aquella mirada acuosa y como perdida, bueno, no, no tan perdida.

– Una vida demasiado dura, Albert, una vida sin la compañía de un buen amigo, un verdadero colega, digamos, un igual... que te entienda, que te apoye, que se preocupe por tí, no ese chico negro y ese viejo que tienes ahí.

Fue oír aquellas palabras, las palabras amigo, colega, igual, que algo hizo conexión en la mente de Albert, una conexión que llevó a que apareciera en su cabeza la imagen de Johnyboy, aquel joven forajido que había arriesgado su cabeza yendo a visitarlo hacía cuatro días. Johnyboy, pronunció mentalmente Albert, sintiendo un estremecimiento en su pecho.

Notó algo Eddie en la actitud de su excamarada, algo que le hizo avanzar un paso en su improvisada estrategia.

– ¡Qué calor hace en tu casa, cojones!– exclamó mientras acababa de quitarse la camisa que quedó en uno de los brazos de la butaca.

Se repantigó Eddie en la butaca y con aquel movimiento logró lo que se proponía: que los pantalones se le subieran un poco de tal manera que la tela acabara por ceñir aún más no solo sus recios muslos sino también lo que en medio de ellos ahora abultaba más.

Fue consciente de ello Albert, y a pesar de que aquella visión le resultaba muy estimulante, el recuerdo de Johnyboy se había hecho dueño de su pensamiento, en una curiosa batalla interior por ver cuál, de las dos imágenes, la presente de Eddie, la pasada de Johnyboy, acababa venciendo.

Estaba a punto de desabrocharse los pantalones Eddie, en un intento de poner toda la carne en el asador, cuando la voz del viejo Heinz vino a frustrar su intención.

– Ya está la habitación preparada.

Un rápido vistazo al salón le hizo más o menos ver al viejo criado lo que allí quizás empezaba a cocerse, y el recuerdo del impertinente joven Forrester apareció de nuevo en su memoria. Por eso permaneció en la puerta, de la que no se apartó hasta no ver cómo el señor Anderssen se levantaba y subía las amplias escaleras camino de su habitación, seguido de su excompañero Eddie. Confiaba el viejo Heinz en haber evitado algo de lo que, si sucumbía, seguramente se iba a arrepentir mucho su patrón.

Despabilado por la voz de Heinz, y sacudida ya cierta modorra, se encaminó Albert a su dormitorio, seguido de la corpulenta presencia de su excamarada, quien seguía con el torso desnudo, la camisa de cuadros atada a la cintura, el vaso de whisky en la mano izquierda, y la derecha, aplicada en despertar lo que entre sus muslos ya empezaba a responder. Si no había podido ser en el salón, podía ser en el dormitorio, qué mejor sitio para cumplir aquel primer paso, pensaba el vaquero mientras seguía al dueño de la casa.

Cuando Albert llegó a su puerta, se detuvo y se giró.

– Buenas noches, Eddie. Me alegro mucho de que nos hayamos encontrado esta noche. De verdad.

– Yo también, Albert, ya ves todo lo que me he alegrado.

Eddie se había apoyado en la pared vecina de la puerta, el torso velludo desnudo, en una mano el whisky, la otra en la trabilla del cinturón, entretenida en golpear con suaves dedos la bragueta, que cada vez estaba más hinchada. El exteniente, ya más fresco, era consciente de la situación pero a pesar de lo que su cabeza y su corazón le decían, había algo que bullía dentro de sus pantalones, algo que empezaba a cabecear con el recuerdo de dos chicos en una academia militar.

A pesar de que aquel cuerpo rotundo que apoyaba toda su virilidad en la pared le resultaba sumamente apetecible, Albert decidió que lo mejor era que cada uno se fuera para su cuarto. Le esperaba una dura jornada, y además no podía hacerle eso a Johnyboy.

– Creo que los dos hemos bebido mucho– le dijo al fin a Eddie, quien seguía fijando su mirada en los ojos castaños del exteniente– . Y ya sabemos los dos, por experiencias pasadas, que cuando uno está borracho a veces se hacen cosas de las que luego uno se arrepiente.

Aquellas palabras sentaron a Eddie como un jarro de agua fría. ¿Qué le había pasado en aquellos años a su antiguo camarada para que ahora rechazara lo que muchas veces había tomado?

– Peor es arrepentirse de no hacerlo– contestó con gesto serio.

Y diciendo aquellas palabras se dio media vuelta encaminándose para su habitación. Albert siguió con sus ojos los andares rudos de aquel tipo, su espalda ancha, el culo embutido en la tela burda de los pantalones. Y no se arrepintió de su decisión. Entró en su cuarto. Como pudo se desnudó, el contacto de las sábanas limpias, después de tres días de incomodidad, le trajo el sueño que tanto estaba esperando.

Cuando Eddie entró en su habitación, apenas si podía contener la furia que le roía por dentro. Seguía bastante excitado, quizás más, pues siempre le había puesto mucho encontrar resistencia en el cumplimiento de sus deseos, no en vano, la marca que tenía en sus muslos era un buen ejemplo de ello.

El cabrón de Albert, el niño mimado de Albert, así eran los pensamientos de Eddie, llevado por una ira que necesitaba descargar de alguna manera. ¡Y aquel calor tan insoportable!. Arrojó la camisa a un rincón y se descalzó las botas de un par de patadas. Se había sentado en la cama, el pantalón aún puesto dejaba entrever un bulto en la entrepierna. Tenía que hacer algo, tenía que hacer algo si no quería reventar. Giró su corpulento torso y agarró la almohada, empezó a darle puñetazos con toda la rabia de que era capaz de sacar. Pero aquello no le bastaba. Se levantó y empezó a andar por la habitación, a pesar de que la ventana estaba abierta no corría nada de aire, no sabía si el calor que le estaba asfixiando venía de fuera o de dentro. En una pequeña mesa había una jarra de porcelana con agua y una palangana, se la echó por encima, aquello le calmó un poco, pero aún se sentía muy nervioso, le había jodido tanto aquel desprecio de Albert. ¿Qué coño se creía aquel niño mimado? ¿aquel cabrón que tanta culpa tenía en que lo hubieran expulsado de la academia militar? Él y la zorra de su madre. El recuerdo de la madre de Albert encendió aún más la ira de Eddie, y no solo la ira, también su deseo.

Se tumbó en la cama y con ágil movimiento se bajó los pantalones, la tela blanca de los calzones parecía estallar, levantando las piernas logró quitárselos, allí estaba la que nunca le había fallado, aquella polla gorda que boqueaba ahora como un pez de las profundidades abismales, rodeadas de unos vellos oscuros que se extendían por dos huevos peludos. Se escupió Eddie en una mano y empezó a frotarse el miembro, descargando con aquellos vaivenes toda la furia que llevaba dentro, en su cabeza la imagen del cuerpo desnudo de la madre de Albert, cuando él la espiaba en el cuarto de baño, aquel verano, el último que pasó en aquella casa, en aquella misma habitación en la que ahora se pajeaba. Las gotas de agua caían de su pelo negro y empapaban los vellos de su pecho, confundiéndose con su propio sudor. Paró un instante su frenética tarea y volvió a escupir pero ahora directamente en el capullo rojo que brillaba allí debajo, para volver a empezar aquella furiosa pelea. En esas estaba cuando se sintió ridículo, ¿qué coño hacía él allí pajeándose cuando a menos de cuatro metros, en la habitación de al lado podía conseguir lo que tanto estaba deseando? Lo había intentado por las buenas y no había salido, ¿qué opción le había dejado el siempre presuntuoso Albert? El mimado Albert...

Lo que sucedió pasó muy rápido. De un salto salió de la cama, y así, tal como estaba, no podía perder tiempo, abrió la puerta de su habitación, comprobó que todo estaba en silencio, y con cuidado se dirigió a la puerta de la habitación de Albert que no tenía por costumbre cerrarla. Se asomó y allí lo vio, tumbado en la cama, durmiendo plácidamente. La visión del cuerpo delgado y blanco del excamarada y sobre todo la visión de aquel culo en el que la luz trazaba unas curvas deliciosas encendió aún más el voraz apetito de aquel corpulento vaquero que sintió la punzada dolorosa de su erecto miembro apuntando su objetivo. Avanzó lentamente y cerró la puerta tras él. Tenía que actuar rápido, anulando a su presa, para que esta no pudiera revolverse ni solicitar ayuda; conocía él bien la estrategia militar. Cuando por fin llegó a la altura de la cama, se arrojó sobre el cuerpo del dormido Albert, quien despertó al sentir cómo una mano le apretaba la boca impidiendo cualquier grito, mientras que la corpulencia y el peso de un cuerpo le inmovilizaba el suyo. Intentó removerse pero no podía, cualquier intento era en vano, pues el tipo aquel conocía la manera de bloquear todos sus miembros, miembros que poco a poco iban cediendo a la presión que sufrían.

– Ahora sí que no te vas a arrepentir– oyó la voz aguardentosa de su excamarada que le susurraba en el oído mientras notaba cómo este con sus rodillas le obligaba a abrir las piernas.

Por la mente de Albert el recuerdo de algunas tardes de verano, en aquella misma cama o en la rivera del arroyo que cruzaba el rancho. No, nada tenía que ver aquel muchacho con este tipo que ahora seguía haciendo presión con sus rodillas hasta lograr que él quedara así de expuesto. Mordió Albert la almohada pues el tipo con una de sus manos apretaba contra esta su cabeza, y sintió cómo lágrimas de impotencia subían a sus ojos, cuando unos dedos, con movimientos bruscos, empezaron a rebuscar allí donde más dolor empezaba a notar. Tenía que hacer algo, tenía que hacer algo, pero lo que se le ocurría, en aquellas circunstancias era imposible, pues imposible era mover un solo brazo, lo único que necesitaba.

Eddie levantó la cabeza de su excamarada, con un brusco tirón de pelo, su boca a escasos centímetros de su oído le volvía a susurrar aquella frase:

– Ahora sí que no te vas a arrepentir.

Volvió el tipo a hundir la cabeza de Albert en la almohada y volvió a restregar aquellos dedos en el culo a la fuerza dilatado del exteniente, quien al notar que Eddie liberaba la presión de uno de sus brazos para poder acometer la embestida que se proponía realizar, pudo por fin echar mano de lo único que podía salvarle, aquel pequeño revólver que por precaución siempre tenía bajo la almohada. Levantó la cadera, para que Eddie pensara que al fin había accedido a sus lúbricos deseos y se relajara un poco, cosa que este aprovechó para empujar su rojo cipote en aquel culo herido, convencido de que por fin había rendido a la presa, pero aún no estaba lo suficientemente dilatado.

– Levanta, levanta más– dijo con voz ronca.

Momento que Albert aprovechó para, con toda la fuerza que era capaz de reunir, cambiar en una milésima de segundo el movimiento de sus caderas y hacerlas girar con la fuerza de sus piernas de tal manera que pudo en una prodigiosa llave cambiar las tornas.

 

Ahora era Eddie quien estaba debajo del cuerpo desnudo de Albert quien, con el rostro encendido por la ira, apuntaba con un pequeño revólver justo a aquello que hasta hacía un momento tan tieso se mostraba en la rotunda anatomía del vaquero y que ahora permanecía encogido entre sus piernas. Con ojos de cordero asustado, casi sin creérselo, miraba Eddie a su excamarada, que seguía apuntándole con la pistola, sin el más mínimo temblor en sus manos.

– No lo hagas, Albert, no lo hagas– suplicó el acobardado vaquero–. No sé lo que me ha pasado, te lo juro, Albert, no sé lo que me ha pasado.

– Dame una razón para no disparar.

Los ojos de Eddie iban de los ojos de Albert a la pistola que no dejaba de apuntarle mientras buscaba una razón que darle a aquel tipo que estaba a punto de terminar con su vida.

– Una razón, Eddie, una razón– repitió Albert.

Algo se estremeció en el pecho de Eddie, algo que tenía que ver con aquel mismo cuarto, con aquel cálido verano que pasó allí, el último, aquel verano de exploraciones y descubrimientos, aquel verano en que probó la dulce fruta que su amigo le había ofrecido, aquella dulce fruta que ahora le había negado. Fue lo único que recordó, lo único por lo que merecía la pena vivir. O quizás morir. Y se arriesgó.

(continuará)

(10,00)