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Un chico lindo, demasiado lindo

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Don Benito no le quitaba los ojos de encima y cada vez que se cruzaban, si el jovencito giraba un poco la cabeza, lo sorprendía siempre mirándole la cola.

Era un chico de cabello castaño, espeso y enrulado; grandes ojos oscuros, facciones delicadas y un cuerpo delgadito y esbelto de largas y suaves curvas casi femeninas: cintura alta y estrecha que realzaba la comba leve y armoniosa de las caderas; cola empinada, de nalguitas redondas, carnosas y firmes; piernas de rodillas finas y muslos largos, mórbidos, bien torneados y cubiertos por una suave pelusita apenas perceptible sobre la piel clara y tersa. Su “admirador” andaba por los 75 años. Era nacido en Galicia y estaba jubilado como albañil. Su mujer, doña Pilar, había fallecido poco tiempo antes. Don Benito era de baja estatura, calvo y con un rostro de facciones ratoniles: larga nariz y barbilla escasa.

Pero ese viejo no era el único al que el chico llamaba la atención. También la dueña de casa, una solterona de sesenta y seis años a la que todos llamaban, ridículamente, señorita Rosa, había empezado a mirarlo de forma rara e inquietante.

El chico entendía al viejo: estaba caliente y quería cogerlo, pero ¿y la vieja? ¿qué podía querer de él?

El chico siempre le había tenido un poco de miedo. Le veía cara de bruja, con su pelo canoso peinado con rodete y su cara redonda, sus orejas grandes y salientes y su nariz ganchuda. Su temor de ella aumentó, claro, desde el momento en que comenzó a comérselo con los ojos y a llamarlo “bomboncito”, “precioso”, “cosita rica” y otras “lindezas” por el estilo.

¿Y qué podían querer de él Ermelinda y Pola? Eran dos viejas que vivían en la cuadra y que casi todas las noches se juntaban a charlar en la puerta de la casa de Ermelinda.

El chico las veía allí cuando por la noche volvía de dar una vuelta por la avenida del barrio. Al pasar junto a ellas se daba cuenta de que interrumpían la conversación y lo miraban. Sentía esos ojos envolviéndolo en una especie de viscosidad que lo perturbaba.

Cierta noche en que el chico volvía de su acostumbrado paseo las dos le cerraron el paso entre risitas.

No atinó a otra cosa que balbucear un buenas noches y trató de esquivarlas, pero ellas se lo impidieron con rudeza. Lo pusieron contra la pared y Ermelinda dijo mientras entre ambas lo sujetaban de los brazos:

-Mirá, Pola, mirá lo que es este culito. –y le apoyó una mano en las nalgas para comenzar a estrujarlas entre sus dedos.

-¡Tocalo, Pola! ¡Qué carnes duras tiene! –Pola lo tocó y estuvieron manoseándolo durante un rato. El chico sentía las respiraciones agitadas en su nuca y oía sus frases obscenas y humillantes:

-Sos una nena de tan lindo…

-¡No tener una buena pija para metértela en este culo!

El chico no podía más de la angustia y el miedo y suplicaba que lo dejaran ir.

De pronto Ermelinda le dio un chirlo cuya fuerza aminoró el jean y dijo:

-Para eso está hecho este culito, ricura, para ser nalgueado. –y repitió el golpe. Pola la imitó y después del tercer chirlo le estrujó la nalga derecha entre sus dedos, que el pobrecito notó duros como garfios.

-Nalgueado y cogido, jejeje. –agregó Ermelinda y sus palabras llevaron la angustia del chico a límites extremos, al punto que movido por ese sentimiento logró zafarse de las viejas y correr hacia su casa, cuya puerta de calle abrió con mano temblorosa. Sus padres ya estaban durmiendo, “gracias a Dios”, se dijo, porque no hubiera sabido cómo explicarles sus lágrimas y su estado de nervios. Una vez en la cama siguió sollozando un largo rato en medio de fantasías terribles hasta que, por fin, después de un largo tiempo, pudo dormirse no sin antes comprender que la señorita Rosa debía verlo de la misma manera morbosa y pervertida que Ermelinda y Pola.

…………….

Al día siguiente creyó que iba a volverse loco cuando sus padres le dieron la noticia de que, en febrero, dentro de muy pocos días, se irían de vacaciones a Córdoba durante todo el mes. Trató de disimular lo mejor posible su terror al saber que iba a quedarse solo e indefenso en manos de don Benito y las viejas, ya que no podía hacer ese viaje porque estaba preparándose para el ingreso a la universidad. Su extrema timidez le venía impidiendo contarles lo que estaba viviendo y tampoco se lo permitió ante el riesgo cierto de ser abusado impunemente por ese grupo de degenerados.

Sus padres trabajaban, ella en una boutique y el papá en una compañía de seguros y sus horarios eran prácticamente iguales: se iban a las 11 y volvían alrededor de las ocho de la noche. Ese día oyó que el papá, antes de irse a trabajar, le contaba del viaje a la señorita Rosa y sintió como que por un segundo el corazón se le paralizaba al tiempo que el miedo se hacía una pelota en su estómago.

No habían pasado ni diez minutos de la ida del matrimonio a sus trabajos cuando al ir al baño vio a la señorita Rosa y a don Benito conversando en el fondo. Al verlo interrumpieron la charla, lo miraron sonriendo malévolamente y entonces tuvo la certeza de que sus temores no eran infundados: iban a aprovechar la ausencia de sus padres para abusar de él.

Cuando salió del baño la vieja lo interceptó en el pasillo y con más cara de bruja que nunca le dijo:

-Así que te dejan solito, ¿eh, precioso?

Mirando al piso y con la garganta oprimida por la angustia, contestó balbuceando:

-Sí… es que… es que yo no puedo… no puedo viajar porque me estoy preparando para…

-¿Y no tenés miedo de quedarte solito? –interrumpió la vieja.

-No, señorita Rosa… ¿De qué voy a… a tener miedo? –dijo con un hilo de voz mientras sentía que sus piernas habían empezado a temblar.

-No sé, sos tan lindo que alguien podría querer hacerte algo. –dijo la solterona con cinismo.

Ante semejante frase tragó saliva y no pudo articular ni una palabra. Ella se apartó y el chico salió caminando muy ligero hacia el comedor mientras escuchaba las carcajadas de la vieja a sus espaldas.

…………..

Todas las noches, antes de dormirse, se prometía que al día siguiente le contaría todo a sus padres, pero siempre la timidez terminaba ganándole y creía morir de vergüenza de sólo imaginar semejante confesión. Mientras tanto, don Benito lo acosaba cada vez más y a veces, cuando pasaba al lado de él le decía con su cerrado acento gallego:

-Ya te voy a agarrar, niño…

Lo mismo la señorita Rosa, que cierta tarde volvió a interceptarlo en el pasillo y mientras lo mantenía apretado contra ella de frente, rodeándolo con sus brazos, le puso una mano en las nalgas y mientras las sobaba le dijo mordiendo las palabras:

-Qué de chirlos te voy a dar en esta colita de nena que tenés.

Desesperado intentó librarse, pero ella lo retuvo más fuerte aún:

-Entre Ermelinda, Pola y yo te vamos a dejar el culito rojo y ardiendo, precioso… Y Benito te lo va a romper, jejeje… -le adelantó.

El terror del chico era indescriptible ahora que sabía lo que le esperaba en cuanto sus padres se fueran.

Por fin llegó el día de la partida. La mamá lo llenó de indicaciones y le dejó un poco de plata en el cajón superior del ropero para sus escasos gastos. Con el carnicero había arreglado que le fiara la carne y la verdura durante ese mes y en el almacén de don Carlos podía comprar también al fiado. El chico la había escuchado tratando de concentrar su atención en lo que le decía, pero sin poder evitar la idea aterrorizante de que minutos después quedaría en la casa solo e indefenso.

Habían pasado muy pocos minutos desde la ida del matrimonio cuando le cayeron encima. El chico estaba en el comedor tratando de distraerse viendo televisión cuando entraron la señorita Rosa y don Benito. Giró al oír la puerta y trató de escapar por el dormitorio, pero quedó paralizado al ver que allí estaban Ermelinda y Pola, sonriendo diabólicamente, como los otros dos.

-Caíste, mocoso… -dijo a sus espaldas la señorita Rosa con una risita que le heló la sangre y más cuando don Benito agregó:

-Por fin serás mío, niño… Voy a follarte hasta por las orejas.

Los tenía detrás de él y un segundo después la señorita ya lo sujetaba con los brazos en la espalda. Sentía su respiración agitaba en la nuca mientras el viejo, Ermelinda y Pola se le acercaban lentamente, con expresiones que hablaban a las claras del goce perverso que estaban experimentando.

-Por favor… No me hagan nada… soy… soy un chico, por favor… -suplicó con la voz ahogada por la angustia y el miedo.

-Un chico muy lindo sos. –dijo Ermelinda pegando su cara a la del jovencito. –El chico más lindo que he visto en toda mi vida, un manjar muy apetecible.

Don Benito la desplazó con un brazo y plantándose ante el chico le tomó firmemente la barbilla entre el pulgar y el índice de su mano derecha.

-Dame ese morro tan lindo que tienes, niño. –le dijo mordiendo cada palabra. El chico entendió que se refería a su boca y que quería un beso y entonces movió la cabeza con violencia y se liberó de sus dedos. Esto enojó al viejo y le pegó una fuerte bofetada que le llenó los ojos de lágrimas.

-Hay que enseñarle cómo debe comportarse, viejo, y nosotras lo haremos. Te lo vamos a dejar mansito como un perrito faldero. –dijo la señorita y Ermelinda y Pola asintieron entusiasmadas.

-Ya lo creo que sí. Cuando le hagamos sentir el cinto en ese culito hermoso que tiene entenderá que le conviene portarse bien. –dijo Pola.

El chico se largó a llorar y no paró de hacerlo mientras lo arrastraban hacia el fondo de la casa, a la habitación de don Benito.

-No me hagan nada… ¡Por favor, no me hagan nada!… –rogaba el pobrecito con la voz quebrada por los sollozos mientras las viejas lo desnudaban y don Benito se iba sacando la ropa.

Ya en cueros, don Benito se le echó encima con la verga semidura, pero la señorita Rosa lo detuvo extendiendo un brazo:

-No, viejo, primero tenemos que zurrarlo para enseñarle a ser obediente. –dijo mientras el chico miraba como hipnotizado el pene del viejo, porque nunca hasta ese momento había visto el pene de un adulto y ése le causaba una gran impresión.

La señorita se sentó en el borde de la cama y Ermelinda y Pola echaron al chico boca abajo sobre las rodillas de la dueña de casa.

-Te voy a dar una buena lección de obediencia, mocoso. -dijo la señorita antes de dejar caer el primer chirlo sobre la cola del atribulado muchachito.

Inmediatamente el chico advirtió lo pesada que era esa mano. Chilló y en mitad del grito le cayó el segundo chirlo. Ermelinda y Pola lo tenían sujeto por las muñecas, de modo que la pobre colita estaba indefensa a merced de la otra vieja. Pronto, a medida que el dolor aumentaba, perdió el chico la cuenta de las nalgadas que iba recibiendo. La señorita comenzó a acelerar el ritmo de los golpes y eso hacía que los gritos de la víctima se confundieran en uno solo que no conmovía a las viejas, sino que las excitaba más, a juzgar por lo agitado de sus respiraciones que incluso a veces se transformaba en jadeos y algún gemido. Mientras tanto el chico sentía que la respiración se le hacía difícil. Abría mucho la boca y tragaba aire desesperadamente, pero le parecía que ese aire llegaba apenas a sus pulmones. Era muy fuerte lo que estaba viviendo. Por fin, cuando era ya muy intenso el doloroso ardor de sus nalgas, la señorita Rosa dio por finalizada la paliza y le ordenó que se arrodillara. El chico lo hizo y quedó ante las tres viejas con don Benito a la derecha. Lo miró y al ver que su pija ya estaba completamente dura y parada tuvo el pobrecito tal estremecimiento que estuvo a punto de perder el equilibrio y caer al piso.

-Mira, niño. –le dijo el vejete con una sonrisa perversa y envolviéndolo en una mirada que ardía de lascivia. –Mira el trozo que te vas a comer.

El chico creyó que se le echaría encima en ese mismo momento, pero la señorita dijo:

-Sí, claro que se va a comer tu pedazo, pero primero que sepa bien lo que le espera y lo que queremos de él.

Y entonces le dijo:

-Oíme bien, mocoso. A partir de ahora vas a hacer todo lo que te ordenemos. Todo lo que te ordene yo, Ermelinda, Pola y Benito. Ya sabés lo que el viejo quiere, jejeje, cogerte bien cogido, y lo que queremos nosotras es darte como te di yo recién, pero no sólo con la mano sino también con un buen cinto y otras cositas. A las tres nos excita eso, así que preparate a andar siempre con el culito rojo y ardiendo, pero igual te va a convenir portarte bien y obedecernos, porque si te retobás vas a saber lo crueles que podemos ser. ¿Entendido hasta acá, mocoso?

-Sí… sí, señorita Rosa… -contestó el pobrecito con un hilo de voz.

-Muy bien, sigo. Vas a ser la nenita de Benito y nuestra sirvientita. Te vas a ocupar de barrer, de limpiar los dos baños, de baldear la galería y el patio de atrás, de barrer mi dormitorio y el de Benito, de limpiar mi cocina y la de Benito, de servirnos la comida, en fin, de todo lo que hace una sirvienta.

El chico la oía sin poder dominar el temblor que lo agitaba mientras la piel se le erizaba. Tragó saliva y dijo:

-Sí, señorita Rosa…

-Bueno, Benito, ahora sí es todo tuyo. –dijo ella y el viejo se trepó a la cama y desde allí dijo:

-Vamos, niño, aquí, échate aquí de costado, mirándome. –El chico recordó la paliza que la señorita le había dado y obedeció. En cuanto estuvo en la posición indicada, don Benito lo atrajo hacia él rodeándole la cintura con su brazo derecho y empezó a sobarle las nalgas, las caderas, los muslos. Sus dedos oprimían, pellizcaban, se deslizaban por esas zonas que parecían obsesionarlo. Al mismo tiempo, lo besaba en el cuello, en los hombros, en las mejillas y cuando su boca le buscaba los labios el chico movía la cabeza esquivándolo. De pronto sintió que le sujetaban los brazos y un dedo se introducía en su culo después de que desde atrás controlaran los corcovos con que intentaba evitar la penetración. Tenía un dedo bien metido y todos reían, incluido don Benito. Pronto supo que era la señorita quien lo estaba penetrando, porque dijo entre risas nerviosas:

-¡Te lo estoy explorando, viejo sátiro! ¡Qué cerradito lo tiene! ¡Jajajajajaja!

-Ya se lo voy a abrir. –contestó el viejo con una risita siniestra.

-Noooooo, por favor no me lo haga, don Benito, noooooo… -suplicó el pobrecito al darse cuenta de que la violación era inminente.

Las viejas lo pusieron en cuatro patas y así quedó, sujeto por ellas con el viejo arrodillado detrás de él.

-¿Tenés la vaselina? –preguntó la señorita Rosa.

-Sí, en la mesita de luz. –contestó don Benito, que se había arrodillado detrás del chico. La vieja abrió el pote de vaselina y untó con ella el orificio del ano del chico y la verga del viejo. Inmediatamente después el chico sintió, aterrorizado, la punta de la pija presionando para entrar. Corcoveó para impedirlo y la señorita Rosa le dijo enojada: -Como sigas moviéndote, después de que el viejo te coja te voy a despellejar las nalgas a cintarazos, mocoso.

Ante semejante amenaza optó por resignarse, dándose cuenta de que nada lo libraría de ser violado. La punta seguía presionando hasta que después de algunos intentos el chico sintió que entraba, provocándome un intenso dolor. Don Benito exhaló un largo y ronco suspiro de satisfacción y se la metió toda mientras las viejas lo sujetaban con más fuerza para neutralizar sus desesperados corcovos. Esa cosa dura avanzaba y retrocedía dentro de él haciéndolo sufrir mucho, como si lo estuviera desgarrando por dentro. Se puso a llorar y no paró hasta que, después de acelerar por un momento el ritmo de la penetración, el viejo lanzó un bufido animal y se derrumbó sobre su espalda mientras el chico sentía como un chorro caliente en el interior de su cola. El vejete permaneció unos segundos echado sobre su víctima, quemándole la nuca con su aliento, y cayó después de costado sobre la cama, donde quedó jadeando fuertemente.

El chico no podía dejar de llorar de vergüenza, de rabia y por ese intenso dolor en su pobre cola. Escuchó a Ermelinda decir: -Miren, miren, che, le rompió el culito.

Las tres rieron y el pobre chico sintió algo líquido que resbalaba lentamente por su muslo derecho. La señorita dijo: -Sí, está largando un hilito de sangre. A ver. –Y se inclinó sobre esa maltratada cola. El chico estaba acostado boca abajo y en esa posición sintió que la vieja le entreabría las nalgas:

-Sí, tiene una herida chiquita. Voy a limpiársela. –anunció para después salir de la habitación. Volvió enseguida y limpió el pequeño desgarro con agua oxigenada, restañó el hilito sanguíneo y siguió limpiando hasta que la sangre dejó de salir mientras el chico gemía por el ardor que le provocaba el agua oxigenada.

-No te lo vas a poder coger por tres o cuatro días, viejo. –dijo Ermelinda.

-No importa, le usaré esa linda boquita que tiene. –contestó don Benito con voz somnolienta, y el chico se estremeció al imaginar esa situación.

-Bueno, vamos. Dejémoslo dormir a Benito. –dijo la dueña de casa y entre las tres se llevaron al chico.

-¿Dónde lo vamos a tener? –quiso saber Pola.

La señora Rosa pensó durante unos segundos y finalmente dijo:

-Ahí, en el baño de la familia. –dijo. –Lo encerramos ahí con llave y lo sacamos cuando tenga que hacer de sirvientita y cuando el viejo se lo quiera coger.

-¿Qué duerma en el baño también? –preguntó Ermelinda.

-Claro, va a dormir y a comer ahí. –contestó Rosa.

-Ay, pobrecito el bebé. –fingió compadecerse Pola mientras entre las tres lo metían en el bañó.

-Hasta luego, bomboncito. Esta noche te traigo la cena. –se despidió Rosa para después cerrar la puerta con llave.

Acompañó a Ermelinda y a Pola hasta la puerta de calle y mientras iban por el pasillo dijo:

-Bueno, a divertirse en grande todo un mes, jejeje…

-Hay que darle con cinto, Rosa, dejarle bien rojo ese culito tan lindo que tiene. –dijo Pola.

Ermelinda estuvo de acuerdo y entonces la dueña de casa dijo:

-Tengo un buen cinto para eso, ¿y ustedes?

-Yo tengo uno muy apropiado, ancho y grueso. –dijo Pola.

-Yo también tengo uno muy bueno. –agregó Ermelinda.

-Bueno, mañana traigan esos cintos y le damos una buena zurra. –propuso Rosa.

-Che, yo muero por verlo chupándole la pija al viejo. –se entusiasmó Pola.

-Síiiii, con esa boquita tan linda que tiene… esos labios carnositos… ¡Mmmmhhhh! –se excitó Ermelinda.

-Bueno, che, basta, mañana la seguimos. –cortó la señorita Rosa.

Dos horas después le llevó al chico un sándwich de jamón y queso y un vaso de agua. Lo encontró sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el inodoro y una expresión de angustia en la bella carita.

-Tomá, comé. –le dijo mientras dejaba el vaso en el piso.

-No tengo hambre. –murmuró el chico sin mirarla. La vieja sintió entonces, muy claramente, el deseo de dominarlo, de lograr que el mocoso hiciera lo que ella quisiese. Entonces dejó el sándwich sobre la tapa del inodoro, se inclinó un poco hacia delante, tomó al pobrecito por el pelo y tras enderezarle la cabeza le cruzó el rostro de una bofetada.

-¡Acá mando yo, mocoso! ¡¿Vas a comer o querés que te siga dando?! –dijo sin soltarle el pelo.

-Por favor, señorita… por… –rogó el chico con los ojos llenos de lágrimas, pero la vieja interrumpió la súplica con otra cachetada, y le siguió dando mientras el pobrecito profería gritos de dolor y ruegos inútiles al tiempo que ambas mejillas se le iban poniendo cada vez más encarnadas.

-Voy a comer, señorita Rosa, voy a comer, no me pegue más… por favor… dijo por fin el chico deshecho en llanto.

-Muy bien, precioso, muy bien, así me gusta, que me obedezcas, que te portes bien. Ahora calmate, dejá de llorar y comé.

Pasaron algunos segundos durante los cuales la solterona disfrutó en silencio de ese goce sádico que había sentido golpeando al chico e imponiéndole su voluntad. Ella, las otras dos viejas y Benito habían pasado meses fantaseando con esa situación, confabulándose y planeando apoderarse del chico apenas tuvieran la oportunidad y ahora que tenían a la codiciada presa en su poder y podía darse el gusto de ejercer toda su perversión, comprobó que el placer era aún mayor que el imaginado. El chico pudo por fin, con un gran esfuerzo para tragar cada bocado hasta dar cuenta del sándwich.

-Tomá el agua, toda. –le ordenó la vieja. El chico obedeció y después dijo:

-Señorita, por favor se lo pido, ¿puedo traer el colchón de mi cama acá?… No voy a poder dormirme en el piso… Por favor…

La solterona pensó el asunto. Negarle lo que pedía era una forma de mostrarle su poder sobre él, pero también lo era permitiéndole que trajera el colchón al baño, porque de ella, exclusivamente de ella dependía que el chico pudiera dormir o no.

-Está bien. –dijo. –Vamos a buscar ese colchón y lo traés para acá. Tenés que dormir bien para que puedas hacer tu trabajo de sirvientita. –y emitió una risotada malévola y burlona.

Salieron y la vieja hizo ir adelante al chico, para poder deleitarse morbosamente mirándole el culo y esas caderas de curvas leves y armoniosas realzadas por lo estrecho de la cintura, y esas piernas largas, deliciosamente torneadas.

“Tenemos que darle con el cinto también en los muslos. “–se dijo. “¡Son increíbles las piernas que tiene este turrito!”.

De pronto se sintió compartiendo ese deseo que Ermelinda y Pola le habían expresado alguna vez, cuando empezaban a pensar en apoderarse del chico: “No tener una pija para metérsela en ese culito.”
Movió la cabeza como para alejar esa suerte de frustración y ya en el comedor, donde el chico tenía su sofá cama, esperó que quitara el colchón y lo cargara con alguna dificultad para finalmente depositarlo en el piso del baño, entre la bañera y el lavatorio.

Ésta era la clase de seres pervertidos en cuyas manos el chico había caído, pagando un altísimo precio por su ambigua y turbadora belleza. Sus padecimientos recién comenzaban.

 

(Continuará)

(9,17)