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Sexo en la vieja hidroeléctrica −2− Mediado septiembre

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En el local donde radica el puesto de mando de la Policía Rural. Media tarde.

El administrativo está sentado frente al uniformado; este, ataviado con una camisa de verano reglamentaria, enseña sus brazos robustos de anchas muñecas.

Una mesa de trabajo les separa mientras conversan.

-Me he cruzado con su esposa. La he visto crispada, con facciones de disgusto. ¿Algún problema?

-Cosas del matrimonio.

-¿Tensión en la alcoba?

-Nada que un buen polvo no pueda solucionar.

-Pues, si me lo permite, le diré que su esposa tenía cara de estar jodida que no follada.

-Debería de abrir un gabinete de consultas matrimoniales.

-Me falta experiencia. Lo mío, ya sabe, es sólo chingar y chingar sin vicisitudes molestas.

-Ha venido soez.

-Es a causa del síndrome de abstinencia.

-¿Sexo escaso?

-Dominó ausente. Necesito sentirme apabullado por usted y su juego caníbal.

-Ya le dije las condiciones. ¿Las ha cumplido?

-No hasta la fecha. Verá: en cuanto me siento a solas y en la oscuridad con quien usted sabe, el deseo me puede y no me sale la negativa.

-¿Alguna solución?

-No se me ocurre ninguna.

-¿Sabe lo que eso significa?

-El destierro de su compañía. Y no gozar del favor de la autoridad.

El agente se pone serio:

-Menudencias.

-¿Qué me oculta?

-Clasificado.

Los dos hombres se miden.

-¿Por qué está disgustada su esposa? Cuéntemelo y le prometo que buscaré una solución a mi debilidad frente a mi contacto.

El rural, después de unos segundos jugueteando con un bolígrafo, se sincera:

-Lo intenté.

-¿Qué intentó?

-La felación hasta sus últimas consecuencias.

-¿Con su esposa?

-Evidente.

-¿Le rechazó?

-Se lo impuse.

En la cara del administrativo se abre una curiosidad malsana.

-No debería de escuchar nada de todo esto. Pero deme detalles.

-Usted tuvo la culpa -contesta el representante de la autoridad con dedo acusador- Metió ese demonio en mi cuerpo.

-Yo sólo dije que no concibo el sexo oral de otra manera.

-Me habló de sus fantasías conmigo.

-Porque las tengo.

-Pues guárdelas y no las comparta. Aunque ya es tarde. El daño ya se ha causado. La obligué y el gozo que experimenté trae amarga resaca.

-¿Se siente culpable?

-¿Culpable?¡Lo que necesito es más! ¡Fue una verdadera maravilla!

Pero mi matrimonio corre peligro como insista por esa senda.

-¿Tan “desagradable” fue?

-Ella me dijo “ven cariño, ponla aquí, entre mis pechos”. Lo habitual cuando quiere complacerme porque me va a pedir que nos gastemos el dinero en alguna estupidez para el hogar; unas cortinas, por ejemplo, porque su hermana se ha comprado unas nuevas y ella no va a ser menos...

-Descorra las cortinas y vaya al grano.

El agente ha bajado las manos hasta su entrepierna. Parece que se esté manoseando mientras evoca el suceso.

-Puse mi sexo en el lugar indicado de su abundante anatomía. Pero una vez allí su boca me llamó, por así decirlo. Y en mi mente no escuchaba más que las palabras de usted, esas taimadas palabras que hablaban de sexo oral hasta engullir el esperma.

-¿Y?

-Me lancé. No fui yo. Quiero decir que hubo fuerzas ajenas a mí, algo que podríamos calificar de “posesión”.

-¿Cómo Linda Blair en El exorcista?

-No sé si el símil me entusiasma. 

-Lo que importa es que usted, o la entidad que le poseía, se atrevió.

-Clavé mi sexo en su boca, lo llevé hasta que mis huevos alcanzaron su barbilla.

-¡Jesús!

-Casi la ahogo.

-¡Pobrecilla! Pero ¿cómo se sintió usted?

-Animalmente satisfecho, dominante sin concesiones, amo de mi costilla, cargado de razones irracionales para escupir en su garganta hasta la última gota de lo que mis colgantes son capaces de excretar.

-¿Y ella?

-Amoratada de rostro, furiosa de impotencia.

-¿Tragó?

-Tragó.

Y fui feliz.

Después vinieron las amenazas, los lloros... Y el precio.

-¿Elevado?

-Una vitrocerámica.

-¡Jesús!

Conmigo le hubiera salido gratis.

-Lo malo es que ahora ya está en guardia y no sé si podré repetir la hazaña.

-Usted no se achante. Hágale saber que el matrimonio tiene esos servilismos. Recurra a aquello de “si tú no lo haces, otra lo hará”.

-¿Qué otra?

-Descubra mi lado femenino. Puedo comportarme como una jovencita estrecha, si lo desea, a la que someter a vejaciones inconfesables. Me sale muy bien llorar si con ello obtiene una emoción suplementaria.

-Me suena a fantochada.

-Cuando la desesperación llame a su puerta, recuérdeme.

Por cierto, y ya que nos decimos frases de habitual vetadas: ¿es usted de semen abundante?

Regáleme una confesión para mis fantasías.

-Goteo bastante cuando me excito.

-¿Del uno al diez?

-Ocho y setenta y cinco.

-Emocionante.

-Y tiene olor intenso.

-No siga, por favor. Estoy poniéndome enfermo.

El policía, animado por el juego que se ha creado, hurga donde le interesa.

-Hablemos de sus citas en la vieja hidroeléctrica. Necesito que se muestre reacio con él.

El administrativo, sopesa la propuesta mientras se recrea en la anatomía de su verdugo al dominó.

-Entonces, ayúdeme.

-¿De qué modo?

-Argumentos. Quizás no me pueda sustraer a la tentación, pero...

-Le escucho.

-Una vez terminado lo mío con él, puedo fingir que hay algo que me aturde, y ese algo puede ser... otro amante.

-¿Fingir que ha encontrado un suplente?

-Exacto. Y esperar su reacción.

-No es mal plan.

-Salvo que... Mire: si voy a interpretar el papel se me hacen imprescindibles argumentos. Firmes argumentos.

-¿Argumentos?

-Una fantasía erótica plausible con, por ejemplo, usted.

El policía frunce el ceño. No se muestra demasiado entusiasmado con lo que oye.

Pese a ello, el empleado municipal conjetura una posible fantasía:

-Imagine que usted ha bebido de más, que su esposa lo tiene en completa abstinencia coital, y que me hallo detenido en su minúsculo calabozo porque me he mofado de su autoridad. Le brindo motivos: sed de venganza y urgencia en la entrepierna.

Dígame: ¿qué me haría?

-Descerrajarle un par de tiros.

-¿Y ya está?

-Puedo mutilar después su cadáver.

-Nada de lo que me propone me motiva en mi papel de amante infiel.

-Vea porno por internet y fabríquese “firmes argumentos”.

-Necesito posibilidades ciertas. O no hay nada que hacer.

¿Rompemos para siempre?

En el aire, la incertidumbre de la negociación.

-¿Sabe? Empiezo a odiarle. 

-Es un comienzo.

Esfuércese conmigo si tanto le interesa la celada. Sólo es un ejercicio de imaginación. ¿Qué hay de malo en ello? Le brindo la posibilidad de visitar sus más bajas pasiones sin otra consecuencia que mi degradación hasta donde usted quiera... en el relato.

El agente se levanta de su puesto. Con pasos lentos se aproxima al administrativo y se sienta en el borde de la mesa cerca de él. Su entrepierna aparenta, de ese modo, muy llamativa.

-Bien, le tengo preso... -habla sin quitar los ojos del empleado, quien se siente íntimamente encantado con la cercanía del hombre por el que vendería un imperio (si lo tuviera).

-¿En qué condiciones?

-No me fío de usted. Le he atado... con mis esposas.

Le muestra las que lleva al cinto.

-¿Y el lugar?

-El que usted prefiera.

-Su calabozo, por ejemplo.

-Como guste.

-¿Y mi falta?

El agente le golpea levemente con los dedos en una mejilla.

-Se mostró... irreverente. Se hartó de perder al dominó. Se alzó como un loco y dijo en voz alta todos los insultos imaginables contra mí y mi familia. Acusó a mi esposa de ser una puta y gritó que mis hijos son víctimas de nuestra lascivia en oscuras noches de sexo abyecto.

-Me sobrecoge. ¿Podemos visitar el calabozo?

-¿Está seguro?

-¡Más que nunca!

El policía toma las llaves que cuelgan de un clavo de la pared y abre una puerta lateral cuyos goznes chirrían al ceder.

-Pase -invita al empleado.

Una vez dentro, el administrativo se encuentra en una estancia pequeña con un camastro, y pintada en color gris de media pared hacia abajo. El resto es blanco. Un ventanuco por donde apenas entraría la cabeza de un hombre es la única ventilación y fuente de luz diurna.

-¿Qué le parece?

-Me lo esperaba... más lúgubre.

-No estamos en el medievo.

El administrativo se sienta en el camastro.

-Aquí me encuentro, esposado y a su disposición. ¿Qué se le ocurre?

El policía se agacha hasta que su rostro queda a igual altura que la del visitante.

-Darle estopa hasta que me harte. ¿Quiere que empecemos?

-¿Y si nos saltamos esa parte de la fantasía?

-Hay quien la considera esencial.

-No me hallo en esa lista. Vale, yo estoy aquí, jadeante, vapuleado y medio desnudo. ¿Me quito la ropa?

-Si no hubo vapuleo, no sé por qué ha de haber destape.

-Quizás le ayude.

-O no.

Vuelve la tensión y la incertidumbre entre ambos.

-Nos estamos atascando -opina el administrativo- Con tanta medida preventiva, la libido no me despega del tacón de los zapatos. Y con lo fácil que me sube en cuanto poso mis ojos en sus manos de venas marcadas. Las imagino acariciando su sexo a punto de eyacular. El mejor material para mis propias complacencias.

Se ha creado un extraño clima entre ambos.

-Si le basta, no sé qué hacemos aquí.

El agente se levanta. Desde su posición alzada se sitúa correctamente el sexo que ha ganado volumen en la conversación.

El administrativo, incitado, acerca una mano al bulto. Pero el agente la detiene.

-Haga lo que le he solicitado.

El agente abre la puerta del calabozo y ambos salen.

-¿Me pide que se lo entregue todo a cambio de un indicio... lejano? -argumenta enojado el administrativo- Perdone pero yo soy como santo Tomás, tocar y creer.

-Obedezca y hablamos de posibles contrapartidas.

-¿Qué clase de contrapartidas?

-Las dejo a su imaginación.

En ese instante son interrumpidos por un hombre que quiere poner una denuncia porque asegura que le han robado fruta de su huerto.

El empleado municipal sale del puesto de la Rural con evidente disgusto en el semblante.

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