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Nadando entre tiburones

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Mi vida era un desastre, pero la providencia, el azar, o el destino, la iba a cambiar.

Estaba sentado delante de mi jefe, con la expresión boba y ausente de un cordero. Acababa de finalizar mi turno de nueve horas y sólo deseaba regresar a mi hogar. Don Ricardo, un tipo educado, abierto y cercano, bien parecido, siempre elegante, me miraba en silencio, con el puro humeante colgado de sus labios. Sonreía como una hiena, para ocultar sus intenciones. Porque era taimado hasta la médula, tan cruel como vanidoso, y puede que profundamente perverso; un auténtico depredador en los negocios.

Necesitaba de mis servicios, me dijo con tono amistoso y falso: un favor personal que en el futuro tendría en cuenta. Asentí aterrado. Al día siguiente, me confesó, tenía una reunión importante en su apartamento de la costa, un asunto vital que no admitía demora. Pero había un problema: su señora, quería asistir a un concierto de cámara. Por supuesto, ella no salía sola de casa, y apenas sabía conducir. Terrible dilema el suyo, pensé. Me pedía que hiciese de chófer y de acompañante, en domingo, en mi tiempo libre, y gratis.

―Pero el lunes tengo turno de mañana. Si al menos me pudiera cambiar para la tarde.

―No seas llorón. ¿A tu edad? Se aguanta eso y más. Te tomas un par de cafés y listo.

Asentí con fingido orgullo. Don Ricardo me detalló lo que tenía que hacer. Luego se dignó estrecharme la mano con afecto, e incluso me sonrió enseñándome sus colmillos. Cuando quería sabía cómo ser zalamero sin dejar de ser un bribón.   

―Confío en que no me falles. No quiero llegar a casa y tener que escuchar las quejas de mi señora. Bastante tengo con dejarme la piel en mis empresas.

―Sí, Don Ricardo. Llegaré puntual y cuidaré que no le pase nada.

Salí del despacho aturdido e indignado. La vida, me dije, es así: unos chingan y otros son chingados; tonto el último. La secretaria, Yoli, me ofreció una sonrisa infantil. Era una chica rubia, estirada y lisa como una tabla. Nadie sabía cómo había logrado ese puesto, pues no tenía ni formación, ni experiencia, ni aptitudes. ¡Qué nulidad para el orden y la diligencia! Eso sí, venía siempre muy arreglada, a menudo con mini falda, enseñando unas piernas de garza huesudas y frágiles. Parecía tonta, o se lo hacía, pero tenía un buen corazón. Pobre criatura, pensé para consolarme de mi desgracia; no podía ni imaginarse la de bromas que se hacían su costa. Yo también las hacía. Lo que no sabía entonces, ironías del destino, es que acabaría convirtiéndose en mi mujer antes de que pasara un lustro. Gracias a ella descubriría que unos pechos como ciruelas pueden dar mucho juego, además soportan mejor el paso del tiempo, y que no siembre las delgaditas son frías y distantes, o viceversa.  

―¿Malas noticias? ―su voz aguda me traspasó como una puñalada.

―Nada que no se pueda arreglar―. Sonreí para ocultar mi desesperación.

―¿Es por la de reunión de mañana? ¿Te ha pedido que fueras con él?

―No, no es eso. ¡Es mucho peor! Tengo que pasear a su señora.

―Ah, sí ―suspiró con alivio―. Créeme, es mejor que vayas con su señora que con él ―fue bajando el tono de su voz―. Aléjate de sus “negocios”; o lo lamentarías, mucho.

Me quedé perplejo, sin comprender muy bien qué quería decir. Lo atribuí a su cortedad mental. Luego, dos años más tarde, me enteré de lo que hacía Don Ricardo en esas reuniones de negocios: organizaba encuentros apasionados con jovencitos, a ser posible universitarios, de cuerpos esbeltos y delicados; los sodomizaba durante horas, hasta dejarlos exhaustos, secos. No es que fuera gay, porque en ocasiones admitía chicas, siempre que tuvieran las caderas estrechas, y con su señora había cumplido sobradamente, cuando ésta era más joven y lozana. Lo que le sucedía es que había desarrollado un tipo de perversión que exigía cuerpos fibrosos y flexibles. Necesitaba criaturas de apariencia débil a las que someter de las más diversas formas, a las que castrar simbólicamente. Además, sólo le satisfacían los orificios estrechos y frescos. En fin, que ese prohombre de éxito, vivía para el vicio más depravado.   

Llegó el domingo. La tarde languidecía, sin una nube. Tomé el tranvía para acercarme al lujoso barrio de mi jefe, donde sólo había apartamentos individuales. Pulsé el timbre del nº 36 con decisión y nerviosismo. Tras abrirse el portal automático, la propia Doña María Eugenia De Palacios me recibió en la puerta del vestíbulo. Era una mujer más alta que yo, de curvas marcadas y algunas carnes ociosas; el cabello, de un rubio apagado, lo enroscaba trenzado tras la corilla. Tenía una frente amplia y una mandíbula cuadrada, rasgos propios de un carácter fuerte. En su juventud seguramente había sido bella y deseable; pero pasados los cuarenta, se esforzaba por disimular el paso de los años. La vista se me fue hacia su pecho, voluminoso, y luego descendió por sus piernas. Llevaba puesto un vestido negro de satén que la tapaba hasta la altura de las rodillas. Se ceñía a su cuerpo como un guante, y daba una imagen fiel de su figura. Enrojecí al darme cuenta de mi impúdica osadía.

¡Vaya mozo que me manda mi marido! me dijo, no sé si en tono de burla. No soy tan joven, señora, respondí. Me miró con severidad, como dando a entender que no debía replicar a una “dama”. Aún tienes mucho que aprender, me dijo. Doña Eugenia no se andaba con medias tintas; decía lo que pensaba, aunque resultase ofensivo. Le sobraba orgullo; la vanidad era calculada. Pero no parecía una estúpida, ni una ignorante. Me pidió que esperara un momento, mientras terminaba de arreglarse. Al girarse y entrar, me regaló con un gracioso bamboleo de sus posaderas; las de una yegua poderosa y altiva, pensé.

Regresó al cuarto de hora, adornada con sus joyas, y la cara cargada de maquillaje. Se puso también una chaqueta corta de pieles, y zapatos de tacón alto. Me entregó las llaves de su coche. Doña Eugenia se sentó detrás, seria. Arranqué emocionado como un niño con su juguete nuevo. Sólo por conducir semejante “máquina” me sentía recompensado: los asientos eran una gozada; el volante giraba solo, con suavidad; el motor ronroneaba como un león. Doña Eugenia me miraba maniobrar con complacencia. Durante la travesía me sometió a un interrogatorio exhaustivo, preguntándome si vivía solo, si tenía novia, si pensaba casarme y tener hijos (me recomendaba que no lo hiciera), si me interesaba el arte, etc. Enlazaba una pregunta con la siguiente sin darme tregua. Yo me defendía respondiendo con brevedad y mi natural prudencia. A la señora le hacía gracia mi inocencia y mi humildad. Me daba la impresión de que se reía con cierta voluptuosidad. Y eso me desconcertaba aún más. 

Conseguí aparcar cerca del Teatro Nacional. Cruzamos la calle y nos detuvimos delante de la entrada; apenas había gente esperando. Le dije, con tono servicial y respetuoso, que la esperaría en el bar de enfrente hasta que terminara la función. Doña Eugenia se me quedó mirando con disgusto e incomprensión.

―Te vienes conmigo ―me espetó contrariada―. Para eso te mandó mi marino, ¿no?

―Si señora Eugenia. Pero, entienda, que con éste atuendo. 

―Tonterías ―dijo con aire de superioridad― y se enganchó de mi brazo.

Subimos por unas escaleras en curva, tapizadas de rojo. Doña Eugenia me agarraba como si le fuera la vida en ello. Volvía a sonreír y su mirada era serena; sus repentinos cambios de humor me resultaban desconcertantes. Por eso había aumentado mi nerviosismo; algo que no pasó indiferente para ella. Entramos en un lujoso palco cerrado con cuatro asientos delante y seis detrás. No había nadie más, estábamos los dos solos. Si no han llegado, me aseguro entre risas, es que no vendrán. Quise sentarme detrás, pero ella me miró de un modo severo. Tuve que acomodarme a su lado, en la esquina de la derecha, junto a la cortina.

Los siguientes diez minutos se me hicieron interminables. Doña Eugenia señalaba con discreción a los palcos de enfrente, para contarme quién había venido y quién estaba ausente. Yo asentía, mientras de reojo miraba como se hinchaba su pecho, que asomaba por un escote ajustado en pico. Al parecer, le gustaba lucir sus encantos. Dos o tres veces interceptó mi mirada furtiva. Pero no mostró síntomas de estar ofendida. Al contrario, incluso le subió el color a sus mejillas, tan recargadas de crema.

Por fin se apagaron las luces generales, las del techo. Salió el director de orquesta. Hubo una ovación. En cuanto se hizo el silencio absoluto, la música comenzó a sonar. Al principio me quedé impresionado. Era todo un espectáculo ver cómo los arcos de los violines se movían al unísono. Podía incluso sentir como la música llegaba en oleadas y rebotaba contra mi piel. Me sentía como un tambor al que estuvieran aporreando. Miré de reojo a doña Eugenia. Parecía haber entrado en un estado de trance. Tenía la cabeza algo inclinada hacia un lado, los ojos a medio cerrar. Está como una cabra de feria, pensé.

No habían pasado ni quince minutos y ya empezaba a aburrirme. Sin querer, o puede que, queriéndolo, bajé la vista y miré con disimulo sus piernas. Las tenía cruzadas, y el vestido se había subido lo suficiente para dejar a la vista media pantorrilla. No eran muy largas, ni estilizadas, más bien rollizas; pero si atractivas, y más con esas medias finas. Observé como las descruzaba y las volvía a cruzar en el otro sentido. Lo hizo varias veces. En cada ocasión el vestido parecía querer alzarse para mostrar más de lo que ya enseñaba. Pero lo máximo que podía atisbar era el comienzo de la liga, gruesa y de rombos. Nada más. Con eso tenía suficiente para entretenerme. Me olvidé de la música de cámara.

Hubo una pausa, ésta más larga. Se encendieron algunos focos del techo.

― ¿Te han gustado? ―preguntó doña Eugenia inclinándose hacia mí.

― ¿Qué? ―dije sorprendido―. Sí, mucho. Me impresionaron los violines.

―Me refería a mis piernas ―dijo, sin dejar de mirarme de reojo.

―Oh, no, señora. Yo no pretendía…

―No sé lo que pretendías ―me interrumpió con brusquedad―, pero sí que las mirabas.

―Sí, se me fue la vista ―reconocí al fin, humillado―. Lo lamento.

―No pasa nada. Y dime, ¿te parecen bonitas?

¡Qué podía decir en una situación así! Estaba colorado como el tomate maduro, y asustado como una gallina vieja. Sí, susurré cohibido, son lindos. Ella soltó unas risitas, como de chiquilla impertinente. Intenté sonreír sin conseguirlo. Entonces Doña Eugenia me puso una mano en la pierna y con aires de complicidad me susurró, muy cerca del oído, que esto quedaba entre los dos; nadie tenía porqué enterarse.

― Pensabas en acariciarlas ―continuó al poco de soltarme y enderezarse en su asiento.

―Oh, no. Claro que no. Pero señora. No piense usted mal de mí, pero yo…

―Chssst, silencio. Que va a empezar el tercer acto. Ésta es una de mis piezas favoritas. 

Comenzaron a sonar las flautas; era una melodía dulce y lenta. Entonces vi, o, mejor dicho, noté como Doña Eugenia se recostaba un poco y descruzaba sus piernas. Mi corazón latía descompasado. Me veía al día siguiente en la calle, sin empleo, y con la reputación hundida. Pero no sólo sentía miedo sino también una excitación en ciernes que no lograba apaciguar. La situación empeoro cuando ella agarró mi mano y la llevó hasta su muslo, sin que yo osara ofrecer resistencia. Primero percibí el tacto suave de las medias de seda, y después la firmeza de sus pantorrillas. No sabía si llorar o congratularme por mi ventura. En todo caso, no podía escapar a mi destino. Decidí seguirle el juego; si ya estaba perdido, al menos quería sacar algún provecho. Separó las piernas ligeramente; el vestido se le subió. Avancé con mi mano, pasando sobre la liga. Por fin toqué su piel directamente, de una suavidad embriagadora. Me detuve antes de dar el paso definitivo. Ella separó se abrió un poco más; era una clara invitación a seguir. De modo que hundí mis dedos en su sexo, cálido y húmedo. La braga, fina y delicada cedió sin dificultad, y la eché a un lado. Me deslicé entre los pliegues carnosos de una vulva ancha y esponjosa. Noté un bulto duro y rugoso del tamaño de una cereza, que parecía tener vida propia. Doña Eugenia cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Se estremecía, pero no a causa de la música.  

No sé cuánto tiempo estuve así, hurgando en sus interioridades, oyéndola jadear con disimulo. Debieron ser más de diez minutos. Pero o no llegó a correrse o, si lo hizo, yo no me di cuenta. De lo que no tenía duda ninguna es de lo mucho que disfrutaba la señora. De repente, la gente comenzó a aplaudir, algunos con ímpetu. La pieza se había terminado. Aparté mi mano y me recompuse como pude. Mi mano despedía un fuerte olor a mar caldeado. Doña Eugenia aplaudía despacio, con elegancia. No estaba enfada, ni sorprendida, ni turbada.

―Ha sido sublime, ¿no crees? ―dijo sin mirarme.

―Sí, mucho ―respondí, sin saber muy bien a qué se refería.

―Ven, ¡vámonos! ―se levantó de un salto―. Las últimas sonatas no me interesan.

La seguí como un perrito faldero. La chaqueta larga disimulaba el bulto que tenía entre las piernas. Lo tenía alzado, rígido, palpitante. Y no daba síntomas de ceder. Lo maldije: ¡serás tozudo! Fue en vano. Al llegar junto al coche, Doña Eugenia esperó a que le abriese la puerta. La ayudé a entrar, porque con ese vestido tampoco era fácil. Estaba tan pegada a mí, que al girarse me rozó, o más bien chocó, contra mi palo tieso. Debió notarlo claramente.  

El viaje de regreso fue incómodo y tenso. Doña Eugenia no dejaba de mirarme en silencio; la podía ver, toda rígida y seria, a través del retrovisor. ¿Qué estaría tramando? Disgustada no parecía; pero satisfecha tampoco. Mi erección fue menguando paulatinamente, pero no así mi excitación. Tenía el ánimo alterado. Cuando al fin aparqué en el garaje de su casa sentí un gran alivio. Le abrí la puerta y la ayudé a salir. Al sacar la primera pierna fuera el vestido se le subió tanto que pude distinguir su minúscula braga, de rejilla, amarillo pálido.

Doña Eugenia había recuperado la sonrisa y la entereza. Se apresuró a decirme que entrara a tomar algo. Por la inflexión de su voz deduje que no era una invitación sino una orden velada. Estaba a su merced, y ella lo sabía; no me iba a dejar escapar tan fácilmente. De modo que acepté fingiendo un gran entusiasmo. Es cierto que me resultaba una mujer atractiva, a pesar de su edad, y que la deseaba. Pero no dejaba de pensar en mi empleo y en mi jefe. 

Una vez dentro me llevó al salón que daba a la parte de atrás, más íntimo y acogedor, y donde había un mueble bar. Sirvió champán en unas copas. Brindamos una primera vez. Se arrimó a mí y me dijo de un modo elegante que estaba muy necesitada, que llevaba meses sin “tragarse nada duro”. Su marido, me comentó, la tenía como abandonada; la miraba poco y con desdén o aburrimiento. En mí había notado ese deseo que es capaz de encender la pasión. Sirvió más champán, que bebimos de un trago, por orden suya. Tiró su copa. Se acercó a mí y pasó sus manos por detrás para palparme las nalgas. Me las apretó con fuerza sin dejar de mirarme a los ojos. Sus pechos se aplastaron contra mí. Y me besó.

Acabamos sobre el sofá, devorándonos con la boca. ¡Qué pasión le ponía en sus besos! Me metía la lengua hasta la glotis. Yo me dejaba hacer. Había decido disfrutar al máximo, una vez que todo estaba perdido. Enseguida me bajó los pantalones en busca de mi pene, endurecido; más largo de lo normal, pero no tan grueso. ¡Cómo lo sobaba! Se lo metió casi entero dentro de la boca. Poco después, ella misma se bajó la cremallera y tiró el vestido al suelo. Tenía algo de tripita, pero a su edad era de esperar. Por lo demás, no podía quejarme. A su lado, yo parecía un juguete con mi cuerpo enclenque. Luego se sacó el sujetador ¡Qué pedazo de tetas! ¡Como dos melones! Y los pezones eran dos discos violáceos de dos pulgadas de ancho. Yo mismo le bajé la braga, tan apretada que las tiras le dejaban marcas sobre su piel. Se quedó sólo con las medias puestas. La admiré, extasiado, enloquecido, sin poder creérmelo.

―No te intimides ―me dijo―. ¡Tienes que darlo todo!

―Mucha yegua para este potrillo ―pensé. Decírselo hubiera sido una grosería.

Doña Eugenia se echó sobre mí. Nos besamos apasionadamente. Tenía una boca fresca y una lengua gruesa y juguetona. Yo estaba entusiasmado y crecido. Besé sus pechos; pero no fue una tarea fácil, pues tendían a escaparse de mis labios. Luego ella volvió a ensalivar mi pene, tan rígido que se había curvado como un arco. Me quedé boca arriba, totalmente inerte, sonriendo como un bobo feliz. Poco después se lo metió dentro, sin apenas fricción, y se puso a cabalgar entre risas contenidas. Fueron minutos gloriosos, sobre todo para ella. Se dejaba caer con violencia, ahogando jadeos e incluso gritos. Acabamos rodando por el suelo. Nos quedamos enroscados sobre la alfombra. Me puse encima y volví a penetrarla. Se me ocurrió usar una estilográfica de metal que tenía en mi chaqueta. Separé con ella los labios de su vulva y acaricié un clítoris de tamaño considerable. Ella comenzó a reírse como una loca. De repente se revolvió y se tragó mi pene. Seguimos con esos juegos durante unos veinte minutos.

―Tú sí que me rindes, machito ―me dijo entre jadeos, mientras tomaba aire.

Doña Eugenia sudaba y su cuerpo húmedo se escurría de mis abrazos. Ella parecía agotada y yo necesitaba respirar. Se puso a cuatro patas, moviendo la “colita”, como para incitarme. Me coloqué detrás y la penetré una vez más. Aguanté poco más de un minuto dándole con ímpetu. Me paré para tomar aire. Ella me urgió a seguir entre jadeos. Pero yo no me sentía capaz de continuar así. El problema era que tenía una vagina tan ensanchada, y tan lubricada, que no conseguía estimularme lo suficiente. Además, mi pene había perdido tensión y rigidez.  

―No te pares, sigue ¡maldito! ―me regañó agitando sus nalgas delante de mí. Me miró con odio desde su postura de postración. Enfada me parecía más atractiva, más deseable. Mi pene empezó a recuperar su dureza. Estaba listo para un último y definitivo esfuerzo.

Entonces observé el minúsculo agujerito de su trasero, algo morado, pero tan prieto que hasta mi dedo meñique tendría dificultad para introducirse. Lo admiré fascinado. ¡Tan limpio y virginal! Un impulso irrefrenable, o más bien una inspiración, me dominó. Merecía la pena intentarlo. Así que, mientras ella reposaba con la frente en la alfombra y dejaba la cadera en alto, coloqué el glande sobre el orificio y, antes de que llegase a decir “ahí no”, se la metí entera de un solo empujón. Entró con dificultad, abriéndose paso como una barrera de perforación. La sensación fue soberbia, de desvarío; única diría. Doña Eugenia se arqueó hacia atrás, ahogando un grito de dolor, como si le hubieran clavado una estaca (en el corazón, pensé). Mis manos la sujetaban firmemente por la cintura. El glande, a punto de estallar, palpitaba oprimido en su interior. Luego ella, vencida, se dejó caer; creo que mordió la alfombra para ahogar sus alaridos. Sin pensarlo, me puse en movimiento. Pero sólo pude dar seis o siete acometidas, brutales y profundas, antes de correrme con profusión.

Cuando me salí, Doña Eugenia se dio la vuelta y me soltó una tremenda bofetada que me abrió el labio. Eres un animal, me gritó. Pero antes de que pudiera contestar me volvió a besar apasionadamente. Mi sangre humedeció sus labios. Palpé con mi mano su entrepierna, que se abría como una flor. La froté a conciencia mientras ella me ahogaba con su lengua. Me costaba respirar. Era como si me quisiera sorber el alma. En esas estábamos cuando noté como todo su cuerpo se tensaba y sufría media docena de sacudidas. ¡Por fin había logrado que la señora se corriese! Se quedó abrazada a mí, jadeando y, al parecer, satisfecha.

Nada más recuperarse, me miró con desprecio y asco, como si hubiera despertado de una pesadilla. Se levantó bruscamente y se puso a recoger sus ropas toda pudorosa. Se movía con dificultad, y le costaba agacharse. Puedes marcharte, me dijo, sin alzar la voz. Después se escapó al baño. Me vestí y me fui sin volver a verla. Estaba seguro de que había gozado como una perra, pero no sabía si también se había sentido humillada y maltratada. En cualquier caso, de nada servía lamentarse. Ya estaba hecho.

El lunes me levanté paranoico y acobardado. Me sentía como un preso en el corredor de la muerte. Por fortuna, Don Ricardo no estaba en la oficina. Cumplí mi jornada sin incidentes. Incluso conseguí tranquilizarme. Pero a las tres y cinco, cuando ya me había cambiado y me disponía a volver a casa, apareció mi jefe. ¡Qué estampa! Parecía salido de una película de zombis: venía ojeroso, con el rostro pálido y consumido, los ojos inyectados en sangre. Se movía con pesadez, como un depredador al acecho.

―Ubaldo, ¡bribón! Ven acá ―me dijo con la voz quebrada.

Me quedé sin sangre en el rostro, temblando como un niño.

―Diga, Don Ricardo ―dije entre tartamudeos.

―¿Cómo estás? Bien, pues me alegro. Ya te dije que no era para tanto ―me ofreció una media sonrisa de hiena―. Te agradezco el favor. Sabré tenerlo en cuenta, para el futuro.

―Encantado de serle útil ―hablé más calmado.

―Por cierto, Eugenia me encargó que te devolviera esto ―me mostró mi bolígrafo―. Dice que te lo dejaste en el coche. También quería que te diera un par de billetes de diez, pero siendo tú un mozo educado, un caballero, sé que no los aceptarías.

―No, desde luego que no ―dije con sorna―. Y, ¿qué tal está la señora?

―Bien. Aunque está un poco achacosa. Le duele la espalda, me parece. Es el reuma. Ya sabes, con la edad. Le tengo dicho que se cuide, pero ella nada, ni caso.

―Usted también parece… desmejorado. La reunión, ¿fue muy dura?

―Oh, sí. Estoy derrengado. Estuvimos hasta las tantas de la madrugada forcejeando; discutiendo, quiero decir, cada detalle. Bueno, ya me entiendes. Al final tuve que ponerme serio y darlo todo. Sí, hasta el fondo ―sonrió con malicia; los ojos se le iluminaron.

Me dejó marchar tras darme varias palmaditas en la espalda.

Pronto supe cuál era el precio a pagar por el silencio y la protección de Doña Eugenia. A los quince días pidió a su marido que me volviese a enviar para llevarla a una exposición de un pintor. En su despacho, fingí malestar, y acepté con aparente resignación. El muy imbécil me envió encantando, sin sospechar nada. Estaba tan cegado con sus orgías que no podía ni sospechar la infidelidad de su respetable señora. La consideraba una vanidosa y pusilánime, además de una incapaz sexual. Le parecía inconcebible que pudiera rebajarse siquiera a tocar a un don nadie como yo. Pero la verdad es que Doña Eugenia era como un volcán al que le costaba entrar en erupción. Sin embargo, gracias a mi audacia, había descubierto su punto más sensible, el que le abría las puertas a los placeres más sublimes. Ella misma exigía que terminase tomándola por detrás, con violencia. ¡Cómo gozábamos los dos!

Durante unos seis meses tuve que acudir a consolar a Doña Eugenia con la anuencia de su marido. Las “sesiones”, aunque placenteras, resultaban agotadoras. En total fueron casi una docena de veces las que hice de “chófer” y de amante. Tanta ceguera me preocupaba, pero ¿qué podía hacer? Quizás, después de todo, sí sabía lo de su señora, y lo consentía para tenerla entretenida mientras él gozaba con sus jovencitos. No podía descartarlo.

Todo éste juego se terminó cuando a Don Ricardo le dio un infarto cerebral en una de sus correrías. Fue ingresado en el hospital con una parálisis del lado derecho, de la nunca se pudo recuperar. La peor fue que la policía también apareció por el lugar de los hechos, y se topó con una chica y un chico, menores de edad, recién sodomizados. Al poco de recibir el alta, mi jefe fue detenido y sometido a juicio por corrupción de menores. Le cayeron quince años; sus abogados consiguieron reducirlo a siete. Por buena conducta, cumpliría sólo cuatro.

Doña Eugenia no derramó ni una lágrima, pero si pasó mucha vergüenza, o eso declaró su representante. Pidió y logró el divorcio, quedándose con casi todo, salvo la vivienda en la costa y unas acciones de una petrolera. Ella pasó a ser la dueña de mi destino. Sin embargo, no volvió a requerir de mis servicios. Tardó muy poco en rehacer su vida. Se buscó un novio cubano, un mocete mulato, de muy buena planta, fibroso y simpático.

En cuanto a mí, conseguí salir airoso y sin tacha. Doña Eugenia me promocionó a jefe de una sección, y se olvidó de mí. Sospecho que necesitaba un miembro más grueso y un joven más resistente, que la hiciera gozar a fondo. Querría recuperar los años perdidos.

Yoli se convirtió en mi leal y atenta secretaria personal. Pronto descubrí que era mejor persona y más interesante de lo que quería dan a entender. Nos amigamos. Se vino a vivir a mi apartamento, y unos años más tarde nos casamos. La boda fue la misma semana que Don Ricardo obtuvo la libertad condicionada. Me confesó, o, mejor dicho, me dio a entender, que su empleo lo obtuvo por participar en las reuniones de Don Ricardo. Le dije que no me importaba lo que hubiera hecho en el pasado; no tenía derecho a juzgarla, a fin de cuentas, yo también me había prostituido con mi jefa, y aquello sólo había sido sexo. No quise saber más, ni cuántas veces acudió, ni qué le hizo o qué tuvo que hacerle. Me conformé con saber que a mí me quería y que lo demostraba cada día; era, y es, una amante concienzuda y atenta. ¿Qué más se puede pedir en esta miserable vida?

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