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Patito feo

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Se suele decir que no somos conscientes de lo que tenemos hasta que lo perdemos. Haré una pequeña variación en esa frase. A veces no somos conscientes de lo que pudimos tener y creíamos que no queríamos, hasta que lo tenemos. Y aunque parezca que no, duele... De pronto te das cuenta del tiempo que has perdido y de todo lo que podías haber vivido e intentas en cada segundo de esa nueva oportunidad sentir por el presente y por el pasado que no disfrutaste.

A veces no vemos las oportunidades, otras veces están ante nuestras narices y no lo cogemos...

A mí me ocurrió la segunda. La veía, claro que la veía. Todos y cada uno de los días. Compañera de clase, compañera de juergas y acontecimientos, amiga de toda la vida...

¿Por qué creía que no la quería? Simplemente no era mi tipo de mujer...

En esa etapa de la vida en que eres joven, tus hormonas están revolucionadas y la opinión de tus amigos es lo más importante del mundo, no se ve más que lo que los demás te hacen ver.

Todos la apreciábamos como amiga, pero nadie se hubiese "enrollado" con ella. No era guapa, era bajita y estaba bastante "redonda". En muchas ocasiones era el blanco de las bromas pesadas de muchos y de pequeñas "bromas inocentes" por nuestra parte...

Jamás nos lo echó en cara. Ni un reproche, ni una mala mirada, incluso ella misma se reía. ¿Qué pensaba en realidad? Hoy día no quiero ni pensarlo. Sólo sé que ella era todo corazón y simpatía y nosotros unos niñatos crueles. ¿Quién no se merecía a quién? Nosotros a ella desde luego, pero no éramos capaces de verlo...

Cuando el resto de la pandilla se dio cuenta de que yo la gustaba a ella, los vaciles recayeron sobre mí. Y esto hacía que yo poco a poco empezase a tratarla cada vez peor, hasta que llegué despreciarla directamente en público. Cuando estábamos solos, yo era el de siempre, pero si estaban los demás o la ignoraba o la trataba como si fuese un despojo.

No me sentía bien por lo que hacía, pero no podía consentir que mis amigos pensaran ni por un momento que podía existir ni la más mínima posibilidad de que yo sintiese nada por ella. ¡Maldita inmadurez!

Y como siempre, ni una mala palabra por su parte. Sólo agachaba la cabeza y se iba sin decir nada.

¿Cómo admitir que cada vez que veía que el brillo de sus ojos se apagaba a mí se me encogía el corazón? ¿Cómo admitir que cuando alguien le hacía un mal comentario yo deseaba abrazarla en vez de compartir las risas de los demás? ¿Cómo admitir que el desprecio que yo la mostraba por quedar bien se estaba volviendo contra mi haciendo que secretamente cada día la quisiera más? Me estaba enamorando de ella y mi vanidad impedía que viese lo que mi corazón trataba de enseñarme. El ser más bello del mundo encerrado en un triste caparazón, el tesoro guardado en un baúl de madera sin pulir.

Como suele ocurrir, los tiempos de instituto acaban, cada uno sigue su propia vida y aunque al principio, todos quedábamos de vez en cuando, al final nos separamos del todo.

Y cuanto más tiempo pasaba, más recuerdos de ella me asaltaban cuando menos lo esperaba. Si veía un animal herido o abandonado, recordaba como ella iba en su auxilio, lo recogía y se encargaba de él, cosa que yo empecé a hacer simplemente por "ella lo hubiese hecho". Conocía todos sus libros favoritos y no tardaron mucho en formar parte de mis estanterías. En ratos de soledad, paseaba por los sitios que sabía que ella lo hacía antaño, guardando la secreta esperanza de que tal vez un día la viese allí.

Cuando besaba a una chica, su cara se me aparecía un segundo antes de que nuestros labios chocasen. Y siempre que cortaba una relación con una, era porque las acababa comparando con ella.

Y aun así, inconscientemente, mi orgullo de hombre joven, seguía poniendo una venda a los ojos de mi corazón.

Pasaron muchos años antes de que la volviese a ver, pero su recuerdo siempre me acompañó.

Mi vida ya había dado algunos círculos completos, incluso me había casado y divorciado, tenía ya una preciosa hija de tres años a mi cargo y en mis espaldas reposaban cuarenta y dos años.

Cuando por fin sucedió, sentí como mi corazón se paraba y durante unos segundos dejé de respirar.

Era igual a como yo la recordaba, los años apenas envejecido las facciones de la cara. Tal vez había ganado algunos kilos más. Pero lo primero que noté fue ese aura que exhalaba por cada uno de los poros de la piel. El aura que procede de la bondad, de la paz interior, de la simpatía... La belleza interna.

Fue en un lugar y momentos inesperados. En un parque cuando yo había bajado a que mi hija jugase.

Ella me miraba sonriendo. Me había reconocido. Y no tardó en encaminarse hacia mí.

Creo que mis labios mostraron una sonrisa de felicidad. ¡Me alegraba tanto de verla de nuevo!

Ella estaba con una niña también. Era su sobrina me explicó, nunca había tenido hijos ni se había casado.

Enseguida las dos niñas congeniaron y se pusieron a jugar dejándonos solos. Ella hablaba risueña y me contaba cosas de su vida, estudios, viajes, acontecimientos, antiguos compañeros a los que había visto... Yo apenas era capaz de decir unas pocas palabras de afirmación. Sólo quería mirarla y oír su voz.

Cuando se hizo tarde, la llevé en mi coche a casa de su hermana para que dejase a su sobrina y echando mano a todo mi valor le pregunté que si después quería venir a la mía a tomar algo y seguir hablando de los viejos tiempos.

Aceptó. Y yo me sentí lleno de felicidad por ello.

Al llegar a casa, ella misma se encargó de dar de cenar a mi hija, parecía que la pequeña la había aceptado desde el primer momento. Después la llevó a la cama y le dio un beso en la frente. Verlo me hizo imaginar lo que sería tenerla todas las noches de mi vida así, en mi casa, acostando a mi hija y después incorporándose para dedicarme una cálida sonrisa, cosa que hizo.

Algo dentro de mí se fundió con aquella sonrisa y vi la estupidez de mi orgullo. Siempre había pensado que yo me merecía más. ¿Qué era más? ¿Una mujer hermosa? Ella lo era, pero su belleza era tan grande que yo había sido incapaz de verla, estaba dentro de ella y no en su piel...

Según cerramos la puerta de la habitación de la niña, seguí el indómito impulso de besarla. Ni siquiera pensé en que pudiese rechazarme, simplemente lo hice. Y al sentir que ella me correspondía, que su boca y su lengua se unían con las mías, me sentí el hombre más dichoso del mundo.

La ropa fue cayendo por el suelo del pasillo mientras nos dirigíamos atropelladamente hacia mi habitación, besándonos y acariciándonos todas aquellas partes del cuerpo que éramos capaces de alcanzar, hambrientos el uno del otro.

Caímos sobre la cama, yo encima de ella. La arranqué casi con desesperación la poca ropa que le quedaba encima.

Cerré los ojos y al volver a abrirlos por algún maravilloso espejismo volvimos a tener dieciséis años. Parecía que ella me perdonase todas las faltas del pasado y me estuviese permitido volver a vivir lo que pude tener cuando teníamos aquella edad.

La besé como nunca había besado a nadie, todo el amor que había guardado durante años porque no sabía a quién tenía que dárselo, salió a chorros por medio de aquellos besos. Mis manos eran como llamas ardientes que necesitaban el continuo contacto de su piel para apagarse.

Casi no puede describir lo que sentí cuando entré en ella. Miles de sensaciones recorrieron me recorrieron por completo y sentir que ella me correspondía hizo que por primera vez supiese lo que era la felicidad absoluta.

El orgasmo nos alcanzó con pocos segundos de diferencia. Estalló dentro de ella todo el volcán de mi pasión en erupción mientras ella me aprisionaba en su interior entre espasmos y convulsiones...

Cuando por fin descansé apoyando mi cuerpo sobre el de ella. Me abrazó con fuerza y me susurró al oído...

—Por fin te tengo, yo que siempre te he querido...

Lloré como un niño. Lloré por mi estupidez, por el tiempo perdido, y sobre todo por el daño que yo había hecho a aquella mujer. Desee vivir muchos años sólo para poder compensárselo todo y darle las gracias por aquélla nueva oportunidad...

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