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La historia de Claudia (4)

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"Vaya una a saber lo que tiene planeado para mí", pensó estremeciéndose mientras se duchaba.

Blanca había cambiado mucho desde los tiempos en que la azotaba siendo mucama en su casa. Siempre había sido una mujer de mucho carácter y personalidad autoritaria, "pero ahora –se dijo. –además está como muy perversa."

Desayunó liviano y salió para cumplir con sus obligaciones laborales.

Visitó a cuatro clientes potenciales sin ningún éxito, pasó por la radio y a las seis de la tarde estaba en su casa, presa de los nervios ante la inminencia de su presentación ante Blanca.

"Te espero aquí a las 8", decía un escueto mensaje de texto que la señora le había mandado al mediodía a su celular, mientras ella estaba tratando de convencer al gerente general de un supermercado sobre las ventajas de la publicidad radial.

Y a las 8 en punto tocó el timbre en casa de Blanca vestida con una remera celeste, bermuda verde, zapatillas y medias deportivas al tono. Segundos después la señora abrió la puerta, la miró de arriba abajo y le dijo:

-Mmmhhh... qué buena ropita, demasiado para una sirvienta. –y mirando la maleta pequeña que la joven llevaba le preguntó:

-¿Qué traés allí?

-Ropa de diario, señora, voy a estar aquí dos días y...

-¡¿Ropa?! –dijo Blanca mientras la tomaba de un brazo para meterla en la casa. –y después de cerrar la puerta agregó:

-Ya sabrás mañana qué ropa vas a usar. –le dijo con una sonrisa que a la joven le resultó inquietante, y le dio una cachetada que la hizo caer de rodillas.

-Para que aprendas a arrodillarte solita apenas entres por esa puerta. –le dijo y extendió su mano hacia el rostro de Claudia para que la saludara como ya sabía que debía hacerlo. La joven besó esa mano y dijo a punto de ponerse a llorar:

-Buenas noches, señora.

-Bueno, ahora andá a dejar la maleta en el dormitorio, sacate esa ropa ridícula y anda desnuda para el comedor.

Cuando Claudia reapareció ante ella, la miró desde el sofá donde se había sentado empuñando su temible rebenque y se dijo: "¡Carajo, qué buena está, qué cuerpo tiene!... y es toda mía..."

Nunca se había sentido atraída por una mujer, pero Claudia la calentaba sobremanera y estaba muy satisfecha por haber vencido sus prejuicios y sentirse totalmente dispuesta a gozar a fondo de ella.

Le hizo una seña para que se acercara y entonces reparó en que la joven estaba maquillada: sombra en los párpados y los labios pintados.

La hizo arrodillar ante ella, le apretó la cara entre las manos y le dijo:

-Así que te pintarrajeaste ¿eh?

-Es que yo... yo siempre me... me maquillo un poco, señora... –contestó Claudia con la pronunciación dificultada por esas manos que apretaban con fuerza sus mejillas.

-Y además tenés el pelo muy largo.

-Pero...

-¡Pero nada! Ya vamos a cambiar lo de tus mechas y ahora mismo te saco el maquillaje. –y se la llevó a los empujones hasta el baño, donde con algodón embebido en agua oxigenada procedió a quitarle el rouge y la sombra de los párpados, mientras Claudia, a pesar de su miedo, ofrecía alguna resistencia que de nada le valió ante la fortaleza física de Blanca.

El resto de la noche transcurrió según lo imaginado por la joven. Debió cocinar, servir la cena y atender a Blanca mientras comía. Después cenó ella en la cocina, lavó la vajilla y observó, mientras lo hacía, cómo la dueña de casa llevaba al comedor un juego de sábanas, una almohada y una frazada que dejó sobre el sofá.

-Me voy a acostar. Le dijo desde el comedor. –Cuando termines con eso vení a verme al dormitorio que te voy a dar instrucciones para mañana.

-Sí, señora. –contestó sin saber que al día siguiente se vería sometida a una verdadera maratón de oprobios.

Eran las 9 de la mañana y Claudia estaba barriendo el comedor según las instrucciones que había recibido la noche anterior. Debió levantarse a las 8, desayunar en la cocina y luego llevarle el desayuno a la cama a la señora. Poco más tarde, mientras barría, Blanca apareció con la cabellera húmeda después de una ducha y luciendo una bata de baño roja y chinelas del mismo color. Se acercó a la joven envolviéndola en una mirada caliente que la puso colorada y le dijo:

-Retirá la bandeja del dormitorio, lavá todo y volvé acá.

Claudia regresó minutos después y cuando terminó el barrido la orden de Blanca fue que guardara las sábanas, la almohada y la frazada en el placard del dormitorio.

-La puerta de arriba a la derecha. –le dijo, y agregó inmediatamente: -después hace la cama y vestite que nos vamos. Vas a ver tu ropa en la silla.

-¿Adónde vamos, señora? –preguntó Claudia movida por la inquietud. La respuesta fue una fuerte cachetada que le hizo saltar las lágrimas.

-No vuelvas a dirigirme la palabra sin preguntarme antes si podés hacerlo. –le advirtió la mujer.

-Pe... perdón, señora. –murmuró y acababa de vestirse cuando Blanca entró al dormitorio, fue hasta el placard, sacó una blusa rosa, una pollera negra, zapatos del mismo color de taco alto y un conjunto de ropa interior blanca. Puso todo sobre la cama y le ordenó:

-Sacame la bata y las chinelas y después vestime.

La joven se mordió los labios. Era consciente de la progresiva degradación a la que estaba siendo sometida, pero no tenía fuerzas para resistirse y dejaba, en cambio, que Blanca siguiera envolviéndola inexorablemente en la telaraña de su dominación.

Aspiró con fruición el perfume que se desprendía de ella y pensó excitada mientras deshacía el nudo del cinturón de la bata: "Nunca la vi desnuda..."

Deslizó la bata hacia abajo sin poder evitar el temblor de sus manos y miró como hipnotizada esos pechos blancos, grandes, de pezones oscuros, y después la amplia curva de las caderas y los muslos gruesos y bien torneados.

Blanca, que tenía instinto de hembra cazadora, se dio cuenta del efecto que su cuerpo provocaba en Claudia y se sintió segura de que esa presa sería suya por completo y definitivamente. No imaginaba límite alguno en su objetivo de dominar a Claudia, de reducirla a la servidumbre más absoluta y en los días previos había estado ultimando ciertos detalles para dar inicio al plan que había urdido respecto de ese fin de semana. Mientras era vestida por la joven pensaba en Inés, la peluquera con la que había convenido un turno para las 10 de la mañana en el gabinete privado del local, en ciertas compras que haría después llevando a Claudia con ella y en ese juguete fascinante que había adquirido en un sex shop a través de internet y que el día anterior le fuera entregado en su casa.

...................

Cuando Blanca y Claudia llegaron a la peluquería salió a recibirlas la propia dueña del local. De unos cincuenta años, rubia, alta y delgada, de buen porte, se adelantó y después de saludar a Blanca con un beso en la mejilla le dijo mirando a Claudia de una forma que hizo ruborizar a la joven:

-¿Así que ésta es la perrita de la que me hablaste? ¿Sabés que te quedaste corta al describírmela? Es mucho más hermosa de lo que me imaginé.

Para disimular su turbación, la joven echó una mirada al salón y vio a cuatro peluqueras atendiendo a otras tantas clientas, aunque eso le importó mucho menos que el hecho de que Blanca hablara de ella calificándola de "perrita". Inés la tomó de la mano y se encaminó hacia el fondo, donde estaba el gabinete privado.

-Vení, queridita. –le dijo. –Te voy a dejar más linda todavía de lo que sos.

Blanca había conocido a Inés un tiempo atrás y a poco de ser su clienta la mujer le confió que era bisexual, casada con un hombre de gran fortuna y que, en realidad, aunque no le era necesario trabajar por dinero, tenía ese local como un recurso para conocer mujeres, y cuando le echaba el ojo a alguna, la atendía personalmente en ese gabinete donde sus cuatro ayudantes tenían totalmente prohibido entrar cuando ella estaba con una clienta.

Alentada por esa confesión, Blanca comenzó a hablarle de su condición de dominante y del recuerdo que en ella había dejado Claudia, a la que ansiaba reencontrar y hacer suya. Cuando vio cumplido su deseo, llamó a Inés y le dijo que su idea era transformar en alguna medida el aspecto de Claudia, confiriéndole un cierto aire masculino que no excediera lo sutil. No la quería marimacho, pero sí que luciera una ambigüedad capaz de atraer a mujeres con determinado morbo. El corte de pelo sería el inicio, y después seguiría el hacerle usar cierta ropa como, por ejemplo, pantalones anchos de vestir, camisas y corbata, además y en ocasiones trajes de corte masculino.

Esto no era un capricho ni algo que se enmarcara exclusivamente en su propósito de esclavizar a su ex patroncita. Tenía que ver, en cambio, con la idea de hacer de Claudia una perra de caza en busca de mujeres con vocación de sumisas a las que debería atrapar y llevárselas. Ella después se encargaría de adiestrarlas y convertirlas, como a Claudia, en hembras humanas de su propiedad.

Un diagnóstico desde la sicología hubiera concluido, muy probablemente, en que Blanca lo que buscaba era vengarse de las afrentas y humillaciones sufridas durante sus diez años como mucama en casa de Claudia, por parte de ella y de su madre. No le interesaba dominar hombres, sólo mujeres, y por eso era dable suponer que en esas potenciales sumisas Blanca veía una proyección de la joven y su madre y la posibilidad de consumar su venganza.

Ya en la intimidad del gabinete, Blanca volvió de sus pensamientos a la realidad cuando, con Claudia ya sentada frente al espejo, Inés le preguntó:

-Bueno, Blanca, ¿le hacemos entonces un corte a lo varoncito?

-Eehhhh... sí, sí, Inés. –contestó reaccionando velozmente.

-¡Ay, no, señora, por favor! ¡no hagan eso con mi pelo! ¡por favor! –le rogó Claudia incorporándose y mirándola angustiada. Blanca no perdió la calma. Se acercó a ella, aferró con fuerza su cabellera oscura, espesa y enrulada y dijo mordiendo las palabras con su cara casi pegada a la de Claudia:

-Una sola palabra más y te nalgueo con el culo al aire delante de la señora.

Al oírla Claudia tuvo miedo de que cumpliera su amenaza. Entonces, sin poder contener las lágrimas, llevó ambas manos al pecho con los puños cerrados y volvió a sentarse en actitud resignada.

Inés le dijo:

-Calmate, queridita. Vas a quedar muy linda. –y comenzó su trabajo combinando hábilmente navaja, tijera y peine sin dejar de aprovechar la tarea para deslizar sus dedos cada tanto por el cuello de la joven, que a cada uno de esos contactos se estremecía a pesar suyo mientras Inés y Blanca intercambiaban miradas y sonrisas cómplices.

(continuará)

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