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La historia de Claudia (6)

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La temperatura ambiente no era demasiado baja, pero sí lo suficiente como para que la joven se sintiera aterida.

-¡Aayyy, por favor, señora! ¿Qué está haciendo? ¡Tengo frío! –se atrevió a protestar.

-Estoy bañándote como se baña a los animales. Y no sigas ladrando porque te doy con el rebenque –contestó Blanca impertérrita, y siguió lanzándole el chorro de agua por todo el cuerpo mientras Claudia, por temor, adoptaba todas las posiciones que la señora le iba ordenando para lavarla por todas partes. La enjabonó y por último volvió a usar la manguera para enjuagarla.

Más tarde, mientras almorzaba teniendo a Claudia vestida de sirvienta y de pie a su lado, con las piernas juntas, la cabeza gacha, las manos atrás y atenta a sus órdenes, le dijo:

-Cuando termine de comer me acostaré a dormir la siesta y vos, mientras tanto, agarrás una hoja de la agenda que tengo en la mesita del teléfono y me hacés una lista de toda tu ropa. A partir de ahora te voy a llamar cada noche para ordenarte cómo te vas a vestir al día siguiente. ¿Entendido?

-Sí señora. –contestó Claudia dándose cuenta de que Blanca iba a reducirle cada vez más sus márgenes de libertad y decisión propia, pero ya no había vuelta atrás para ella.

-Gozaste conmigo en la cama, ¿eh, mocosa? –le dijo la señora de pronto.

Claudia se puso colorada, tragó saliva y contestó:

-Sí, señora, gocé.

-A partir ahora olvidate de los hombres, Claudia. Te voy a usar yo y toda mujer a la que yo decida prestarte, pero ya no habrá hombres.

-¿Debo hacerme lesbiana, señora?

-No me interesa lo que sientas o te guste. Sólo me importa que ya no estés con ningún hombre.

-¿Puedo preguntarle algo, señora? –se arriesgó la joven, y Blanca la autorizó.

-¿Por qué no quiere que esté con hombres? No creo que sea por celos ya que no le importará entregarme a otras mujeres.

-Acertaste. No son celos, por supuesto. Es que veo a las otras mujeres como una prolongación de mi misma en mi autoridad sobre vos. Los hombres son otra cosa, algo ajeno.

-Entiendo, señora. –dijo Claudia.

-Y a propósito. –siguió Blanca. –Sabés que te voy a prestar a Inés, pero todavía no sé qué día será, así que el lunes cuando salís de la radio te vas a la veterinaria donde estuvimos hoy.

-¿Puedo preguntarle algo, señora?

-Adelante. –concedió Blanca.

-¿Qué tengo que hacer en la veterinaria?

-Supongo que te acordás de la vendedora.

-Sí, señora.

-Es una sumisa. Quiero que la cazes y arregles todo para traérmela. Mañana antes de que te deje libre y vuelvas a tu casa te voy a dar instrucciones precisas.

-Lo que usted diga, señora.

-Será una cacería sencilla. Esa presa no te opondrá ninguna resistencia. –Y después de beber el café Blanca le ordenó que la siguiera.

-Voy a mostrarte algo. –le dijo y la condujo a través de un pasillo hasta una habitación que usaba como despensa. Abrió la puerta y Claudia se encontró en un cuarto de unos seis metros cuadrados, con estantes en dos de las paredes, desde el piso hasta el techo, donde se veían envases y paquetes de alimentos. El piso era de mosaico verde y las paredes estaban pintadas de un amarillo pálido. Del cielorraso colgaba una lamparita.

-Ésta será tu celda. –le dijo Blanca.

-¿Mi... mi celda?...

-Sí, tu celda. –repitió la señora. –aquí voy a encerrarte con llave como castigo por alguna falta o simplemente cuando me venga en gana.

Claudia se imaginó pasando una noche allí encerrada y un escalofrío la estremeció de pies a cabeza. Blanca la sacó de un brazo hacia el pasillo y una vez en el comedor le dijo:

-Bueno, me voy a acostar. Vos levantá la mesa, lavá la vajilla y después comés algo en la cocina, donde comen las sirvientas. Cuando termines me hacés la lista de tu ropa y si querés después podés echarte un rato en el sofá cama, pero eso sí, yo voy a dormir hasta las 6 y cuando me levante te quiero lista para servirme. ¿Entendido?

-Sí, señora. –contestó Claudia y minutos más tarde, mientras Blanca dormía, estaba comiendo en la cocina luego de haber hecho las labores de sirvienta que la señora le había ordenado.

Pensó de pronto en Inés, intrigada y algo inquieta por ignorar la manera en que la peluquera iba a gozarla. "¿Qué cosas le gustarán" -se preguntó. "¿Qué me hará hacer? ¿Me pegará si me niego a hacer algo? ¿Blanca la dejará que me maltrate?"-y súbitamente recordó a la vendedora de la veterinaria. "Blanca dice que es una sumisa... ¿cómo se habrá dado cuenta? ¿y qué me pedirá que haga para cazarla, como ella dice? Si esa chica se acuerda de mí me va a dar muchísima vergüenza, porque Blanca me humilló delante de ella, me apoyó el collar en el cuello, me preguntó si me gustaban los recipientes como sugiriendo que eran para mí... ¡Ay, Dios mío!" –No quiso seguir pensando y se puso a lavar la vajilla que había usado para comer. Cuando terminó fue al comedor, arrancó una hoja de la agenda que Blanca tenía en la mesita del teléfono y se sentó a la mesa para hacer la lista de toda su ropa usado un bolígrafo que había en la misma agenda.

Anotó blusas, remeras, faldas, bermudas, jeans, joggins, pullóveres, dos conjuntos de chaqueta y pollera, uno color crema pálido y el otro azul, y calzado diverso, entre zapatos y zapatillas.

"Cada noche me llamará para indicarme qué debo ponerme al día siguiente. Me va a hacer sentir como una nena a la que la viste la mamá. Está haciendo lo que quiere conmigo y quién sabe hasta dónde llegará. Ya me dijo que no tiene límites. Y me tiene agarrada, no hay caso. ¡Qué bien me cogió! ¡Ay, muero por mamar de esas tetas que tiene!... ¿Le gustará eso a Inés?" –y en medio de tal sucesión de pensamientos se quitó el vestido de sirvienta debajo del cual estaba desnuda y se acostó después de poner el despertador a las cinco y media.

Se quedó dormida rápidamente y soñó que estaba con Blanca en un pequeño salón con cuatro filas de cinco plateas cada una que eran ocupadas exclusivamente por mujeres de todo tipo y edad. Frente a las butacas había un escenario con una mesa a la cual estaba sentada Blanca.

Ella estaba de pie sobre una plataforma circular, totalmente desnuda, con las piernas abiertas y las manos en la nuca.

De pronto Blanca se incorporó y anunció a las mujeres que la subasta comenzaba, que el animal hembra de la especie humana que iba a ser alquilado por un mes a la mejor postora podría ser apreciado adecuadamente, ya que la plataforma sobre la cual era exhibido comenzaría a girar con lentitud en cuanto ella oprimiera un botón, cosa que hizo en ese preciso momento despertando un murmullo de admiración en el público.

-Estimadas señoras y señoritas, la base en la que se alquila este hermoso animal hembra es de doscientos pesos. ¡Pueden hacer sus ofertas!

-¡Doscientos cincuenta! –gritó una jovencita rubia ubicada en la última fila.

-¡Doscientos ochenta! –ofertó desde el medio una marimacho de pelo corto, voz gruesa y vestida de hombre, con traje y corbata.

Ella estaba de frente en ese momento y al verla rogó que no fuera ese espécimen quien ganara la subasta.

-¡Trescientos! –propuso desde la primera fila una mujer de mediana edad, pelirroja y elegantemente vestida que Claudia alcanzó a ver antes de que la plataforma, en su girar, la pusiera de costado y luego de espaldas a la platea.

-No estaría mal que fuera ella. –pensó, y las ofertas siguieron durante un rato hasta elevar la suma a mil pesos, que fueron ofrecidos por la jovencita rubia.

Parada tras la mesa y después de un silencio, Blanca dijo:

-¡Mil pesos, uno!... ¡Mil pesos, dos y... ¿No hay más ofertas, mis queridas?... ¡Mil pesos, dos...! –y las damas seguían en silencio.

¡Mil pesos, tres! ¡Alquilada a la señorita! –y la jovencita rubia se levantó alborozada de la butaca dirigiéndose inmediatamente hacia el escenario convocada por Blanca, que había detenido el girar de la plataforma dejando a Claudia de frente. Entonces, cuando la chica subió al escenario, ella se dio cuenta de que era la vendedora de la veterinaria. Blanca le ordenó a Claudia que bajara de la plataforma y le dijo a la jovencita rubia que podía llevársela en ese mismo momento, una vez que estuviera vestida y que ella le leyera el reglamento de alquiler, y de inmediato comenzó a recitar las cláusulas que en verdad se limitaban a dos: Período del alquiler: un mes a partir del día de la fecha. Derechos de uso: todo lo que no produzca lastimaduras o cualquier daño físico al animal.

En ese momento sonó un timbre y Claudia, que había bajado de la plataforma para ir a vestirse, se vio de pronto tendida en el sofá del comedor, con las sábanas a sus pies y el recuerdo de la sonrisa que la jovencita rubia le había dirigido al subir al escenario. Se restregó los ojos, apagó el despertador que seguía sonando con estridencia y se encaminó hacia el baño pensando en la chica de la veterinaria a la que tendría que cazar para entregársela a Blanca.

Cuando la señora apareció poco después de las seis, Claudia esperaba en la cocina. Le sirvió un café doble y Blanca le anunció que iban a salir.

-¿Puedo preguntarle algo, señora?

-Sí ¿qué querés saber?

-¿Después de usted me visto yo?

-¿Vestirte? –dijo Blanca y agregó con gesto despectivo: -Vos ya estás vestida.

Claudia abrió mucho los ojos y en su rostro se dibujó una expresión de susto:

-¿Así... así voy a... a salir a la calle?... pareceré una... una sirvienta de... de verdad –tartamudeó.

Blanca repitió con voz y cara de tonta las palabras de la joven y dijo después:

-¡Sos una sirvienta de verdad, mocosa estúpida! ¡¿O qué pensás?! ¡¿Qué esto es un juego?!

-Pero...

-¡Pero nada! –le gritó Blanca cruzándole la cara de una cachetada. -¡Arrodillate ya mismo y esperame ahí sin mover ni un dedo! –y sin más se dirigió al dormitorio mientras Claudia se hincaba padeciendo anticipadamente el escarnio que le significaría andar por la calle con ese vestido. "¡Dios mío! ¡¿y si me ve algún conocido?" –pensó angustiada.

Por fin salieron. Blanca vestía una blusa de seda color patito, sin mangas, pantalón habano y zapatos marrones de taco alto, con cartera al tono. Claudia caminaba un paso detrás por orden de la señora, mirando al piso y rogando incesantemente que no la viera ningún conocido.

A los pocos metros se cruzaron con una vecina.

-¡Ay, Blanca, qué bien, ahora tenés mucama!.

-La contraté en una agencia de colocaciones para este fin de semana. Se me había acumulado mucha tarea en la casa. –contestó la señora y tras despedirse de la vecina le hizo una seña a Claudia y ambas reanudaron la caminata durante algunas cuadras hasta una confitería donde se sentaron a una mesa en la vereda. Se les acercó el camarero y Blanca pidió café con leche con un tostado de jamón y queso.

-¿Y para usted, señorita? –la consultó el hombre, pero fue Blanca quien contestó por ella.

-Tráigale un agua mineral chica. –y cuando el camarero se retiró le dijo: -¿Pensaste que te iba a dejar que elijas lo que querés? Vos ya no elegís nada, mocosa. Metete eso en la cabeza. –y la joven absorbió en silencio la nueva humillación. Minutos después, mientras veía a Blanca comer su tostado con tanta fruición, Claudia sintió un apetito que se le fue acrecentando rápidamente.

De pronto Blanca le dijo con una de esas sonrisas que la herían con el filo de la burla:

-Tenés cara de hambre, perra.

-Sí, señora, tengo hambre. –admitió con la cabeza gacha.

Blanca cortó un trozo del tostado y sosteniéndolo entre sus dedos puso la mano al costado de la mesa, unos centímetros debajo del borde, y le dijo:

-Comé, mirá qué buena soy.

Claudia la miró con expresión de dolorido asombro y Blanca alzó la voz:

-¡Comé, te dije, y no vuelvas a mirarme a la cara, perra insolente, porque te cacheteo aquí mismo!. ¡Vamos, comé!

La joven sintió que los colores les subían a las mejillas y que el hambre se le había ido de golpe, pero supo que no se trababa de eso sino de obedecer la orden. Sintió que algo se estaba derrumbando dentro suyo, en su interior más profundo, con un estrépito que retumbaba en su mente y le impedía razonar. Sintió que de los escombros de esa estructura derrumbada surgía una fuerza oscura e irresistible que finalmente la llevó a inclinarse hacia esa mano que sostenía el trozo de tostado. Blanca le metió el alimento en la boca y le dijo:

-Quedate así. –Cortó otro pedazo y lo acercó a la cara de Claudia, que volvió a comer mientras desde algunas mesas vecinas habían reparado en la escena y miraban a ambas mujeres entre cuchicheos y muecas de asombro.

-Enderezate. –ordenó la señora, y Claudia volvió a la posición normal con las mejillas ardiéndole como brasas. Pero su humillación no había terminado. En ese momento un muchacho que pasaba por entre ambas filas de mesas miró hacia ellas, se detuvo con los ojos muy abiertos y se les acercó.

-¡Claudia! –dijo, y la joven lo miró espantada. Lo que tanto había temido estaba ocurriendo. Ese muchacho era un compañero de trabajo en la radio.

-Claudia, ¿qué...? –empezaba a preguntar el joven, pero Blanca lo interrumpió.

-Buenas tardes. –le dijo.

El muchacho respondió el saludo sin mirarla.

-Claudia ¿qué hacés vestida así? –preguntó.

-Es un compañero de trabajo, señora. –explicó Claudia en voz muy baja

-Mucho gusto, joven. –dijo Blanca. –Entiendo que esté asombrado, pero yo le voy a explicar. Sucede que Claudita está pasando por algunos problemas económicos ¿sabe?, deudas no muy grandes pero que ella no podría pagar sólo con el sueldo de la radio, entonces los fines de semana se emplea como sirvienta, gana algunos pesos extras y así va saliendo del pozo. ¿Me comprende?

-Sí, sí, claro... –contestó el muchacho sin dejar de mirar a Claudia que, coloradísima, le rogó: -Por favor, Ernesto, no le digas a nadie en la radio que me viste...

-Quedate tranquila. –le dijo el joven y agregó. -Además te cortaste el pelo. -como si acabara de darse cuenta del cambio. -Largo te quedaba mejor, pero si a vos te gusta así. -y se encogió de hombros, saludó a Blanca con un "buenas tardes, señora", besó a Claudia en la mejilla y se retiró impresionado y confundido por lo que acababa de ver y oír.

Claudia se echó sobre la mesa y se puso a llorar. Blanca la miró con una expresión de triunfo y le dijo alcanzándole un par de servilletas de papel:

-Tomá, secate la cara que nos vamos.

La joven levantó la cabeza y le dijo en busca de una compasión que la señora era absolutamente incapaz de sentir por ella:

-Está haciendo de mí un despojo humillándome tanto...

-¿Será por cómo me humillaba tu madre cuando yo era la mucama y me humillabas vos también con esos desplantes de nena caprichosa y engreída que tenías a veces? -contestó Blanca con ironía.

Claudia supo que jamás lograría de esa mujer nada que se pareciera a un gesto compasivo y dejó caer otra vez la cara sobre sus brazos cruzados en la mesa. Blanca llamó al camarero -que contuvo a duras penas el impulso de preguntar qué le ocurría a la chica-, pagó la cuenta, levantó a la llorosa Claudia y se la llevó seguida por las miradas y nuevos comentarios de la gente que ocupaba las otras mesas.

Cuando regresaron a la casa había un mensaje en el contestador del teléfono.

"Blanca, querida, soy Inés y quería avisarte que mi marido viaja el martes al mediodía y vuelve a la mañana siguiente, así que si podés mandame a tu linda perrita el martes a la tarde. Un beso, bye bye."

-Bueno, ya te tengo programa para el martes. –dijo Blanca dirigiéndose a la joven. -De la radio te vas para lo de Inés y haceme quedar muy bien o te vas a arrepentir. Nada de estupideces. Hacés y te dejás hacer todo lo que ella quiera. ¿Entendido?

-Sí, señora.

-Y ahora -agregó Blanca sacando la billetera y alargándole un billete. -Te vas al supermercado y traés dos cajas de hamburguesas, dos botellas de Coca de litro y medio y una bolsa de pan.

-¿Tengo que ir así vestida? -preguntó Claudia aunque ya conocía la respuesta.

-Sí, y por el bien de tu culo mejor que ni se te ocurra protestar porque te bajo los humos a rebencazos. ¿Está claro?

Claudia supo que no le convenía resistirse y por eso dijo sumisamente:

-Sí, señora. -y después de tomar el dinero que le daba Blanca se fue a cumplir con el mandado seguida por los ojos codiciosos de la señora clavados en sus nalgas y deslizándose después por sus largas y esbeltas piernas.

"Esta noche voy a darle otra vez" -se dijo Blanca, y la sola idea hizo que empezara a humedecerse. Después le devolvió el llamado a Inés para confirmarle que le enviaría a la perra el martes por la tarde, a la salida de la radio.

-¡Ay, qué bien, Blanca!¡Te aseguro que desde que la conocí me tiene loca y no veo la hora de meterle mano!

-Una cosa te voy a pedir, Inés. Tenémela bien cortita. Yo ya le advertí que debe hacer y dejarse hacer todo lo que vos quieras, así que si se te retoba tenés mi autorización para actuar como lo creas conveniente.

-No te preocupes, Blanca, con las ganas que le tengo no me voy a privar de nada. ¡Aaaahhhhh, me olvidada de preguntarte! ¿te la cogiste por fin?

-Sí, y te aseguro que fue sublime. Cuando la usé por el culo empezó a gritar de dolor como una loca, pero terminó gozando como la perra en celo que es. No sabés lo apretado que tiene ese agujero, porque era virgen de ahí.

-Ay, Blanca, con lo que me estás contando es lo primero que le voy a usar, jeje...

-Te lo recomiendo, querida. –concluyó Blanca, y se despidieron.

El diálogo con Inés la puso a Blanca más cachonda de lo que estaba. La excitaba sobremanera el hecho de disponer de Claudia al punto de poder prestarla como quien presta cualquier objeto que le pertenece. Y esa chica le pertenecía ya tanto como su ropa o los muebles de la casa.

Cuando Claudia volvió del supermercado Blanca la recibió en el comedor con la decisión de no esperar hasta la noche para cogérsela.

-Andá a dejar todo en la cocina, el vuelto sobre la mesa, y volvé inmediatamente en cuatro patas. –le ordenó y fue hasta el baño, después al dormitorio y regresó con una crema lubricante, el rebenque, el collar de la perra y el arnés. Se arrellanó en el sofá y cuando Claudia apareció la llamó chasqueando los dedos. La joven fue hasta ella desplazándose en cuatro patas y cuando la tuvo a sus pies le ordenó que se quitara primero las zapatillas y después el vestido. Claudia empezó entonces su obligado striptease mientras miraba ansiosa el arnés que la señora había dejado junto a ella en el sofá. Se sentó en el piso para quitarse las zapatillas, luego desanudó el cinturón y comenzó a desabrochar uno tras otro los botones. El movimiento que hizo para abrir el vestido y bajarlo hacia la cintura puso de relieve sus pechos exuberantes que atrajeron de inmediato la mirada lujuriosa de Blanca. El vestido se deslizó después a lo largo de las piernas y terminó en el piso dejando a Claudia desnuda.

La señora le ordenó entonces que le quitara los zapatos

-Quiero sentir tu lengua de perra en mis pies. Lamelos.

Claudia vaciló.

-¿Tengo que convencerte a rebencazos? –y empuñó el instrumento de castigo.

-No, señora, por favor, no... –

-¡Lamelos! –y junto sus pies.

Doblegada ante la perspectiva de una dura paliza, la joven agachó la cabeza y comenzó a pasar su lengua por los pies de Blanca. Desde chica le había ocurrido siempre lo mismo. Los azotes le atraían y atemorizaban a la vez. En medio de la zurra se excitaba más y más a cada golpe, pero a la excitación le antecedía el miedo y luego ambas sensaciones se confundían en una sola que la entregaba por completo a quien la dominara, años atrás su madre y ahora Blanca, cuyos pies lamía presa de un vértigo emocional que vaciaba su cerebro de todo pensamiento.

Como desde lejos le llegó la voz de la señora:

-Basta, perra, ya está bien. –y vio cómo se erguía para luego ordenarle que la desnudara.

Claudia fue quitándole todo, primero el pantalón, después la blusa, y sus manos temblaban cuando le quitó el corpiño y por último la bombacha. La miró y sintió como el temblor se extendía por su cuerpo y se hacía más violento. Blanca se dio cuenta y le dijo con tono helado:

-Verme desnuda es un privilegio que yo debo concederte si es que quiero hacerlo, perra Claudia. Sin embargo, te atreviste a posar tus ojos en mi cuerpo sin pedirme permiso. –y tomó el rebenque.

-¡Ay, no, señora, no! ¡No me castigue, por favor, por favor! –rogó Claudia arrodillándose.

-Y encima te ponés a ladrar sin mi autorización. –le dijo Blanca para después tomarla de un brazo y arrastrarla a la mesa, sobre la cual la inclinó sin hacer ningún caso a las súplicas de la joven. Antes de empezar a azotarla fue hasta el sofá y se colocó el arnés sintiendo cómo el dildo posterior penetraba rápidamente en su concha ya bien mojada. Escuchó a Claudia que seguía suplicándole y fue hasta ella empuñando con firmeza el rebenque. De inmediato comenzó a azotarla cada vez con más fuerza, como jamás la había azotado. Claudia gritaba y gritaba aferrada con fuerza a los bordes de la mesa y esos gritos aumentaban la excitación de Blanca. Las nalgas de la joven, que clamaba por el fin del suplicio, se veían cada vez más enrojecidas. Blanca hizo una pausa y preguntó:

-¿Vas a volver a mirarme desnuda sin que yo te lo autorice, grandísima insolente?

-No, no, señora... le juro que... que nunca más la... la voy a mirar sin su permiso...

-Voy a asegurarme de eso. –dijo la señora, y siguió azotándola mientras Claudia pataleaba desesperada y de su boca brotaban aullidos de dolor. Por fin Blanca dio por terminado el castigo, urgida por el deseo de someterla sexualmente. La dejó arrasada en llanto, fue hasta el sofá, dejó el rebenque, untó con crema el dildo que sobresalía enhiesto de entre sus piernas, volvió hacia su víctima y se dispuso a tomarla por el culo. El orificio se mantenía muy apretado y ofrecía una resistencia que hacía las delicias de Blanca. Por fin pudo traspasar la entrada y y regodeándose con el grito de Claudia empezó a mover las caderas cadenciosamente, a ritmo lento, haciendo que el dildo entrara a veces hasta el fondo y a veces sólo un poco mientras Claudia había dejado de gritar y en cambio jadeaba roncamente, como un animal. Blanca le ordenó que se tocara el clítoris y la joven, que era aficionada a la masturbación y lo hacía de esa manera, obedeció de inmediato. Momentos después la señora advirtió que su perra estaba al borde del orgasmo y entonces le sacó el dildo del culo y dándole un fuerte chirlo le ordenó que apartara la mano de la concha. Claudia, que estaba en el paroxismo de la calentura, se puso a llorar como un niño al que le hubieran quitado un juguete.

-¿Qué pasa, perra en celo? ¿Acaso te gustaría que siga? –se burló Blanca.

-Sí, señora, sí.... por favor... ¡no aguanto más! ¡quiero acabar!

-Entonces rogámelo.

-Se lo ruego, señora... hágame acabar, se lo ruego...

-Otra vez. –le exigió Blanca, y Claudia renovó sus súplicas entre la convulsión de los sollozos que la ahogaban.

-Voy a concederte el honor de permitirte que acabes como la perra puta que sos. –dijo la señora mientras le metía nuevamente el dildo en el culo hasta el fondo y le ordenaba que volviera a ocuparse del clítoris. Claudia lo hizo y segundos después alcanzaba el orgasmo en medio de un largo y enronquecido grito de placer. Blanca se concentró en controlar su propio orgasmo y lo consiguió. Quería que fuera la lengua de su perra la que la hiciera acabar. Se quitó el arnés y arrastró a Claudia hasta echarla en el piso junto al sofá, se sentó y abriendo las piernas le acercó la cara a su concha empapada. Al entender lo que la señora pretendía de ella, la joven intentó resistirse moviendo la cabeza hacia un costado. Sintió repulsión, pero Blanca la cacheteó con violencia varias veces y Claudia rogó entre lágrimas:

-No, señora... eso no, sniff... snifff... por favor, no... pídame cualquier cosa pero eso no, snifff... snifff...

-¡¿Pedirte?! –gritó la señora. -¡¡¡¡Jajajajajajajajajaja!!!! ¡¡¡Yo no te pido, perra miserable!!! ¡¡¡Yo te ordeno que me chupes y vas a chuparme!!! –y siguió abofeteándola hasta que de la nariz de Claudia brotaron dos hilitos de sangre. La aferró entonces por la nuca, le aplastó la cara contra su concha y le dijo: -si en tres segundos no siento tu lengua te vuelvo a dar con el rebenque hasta despellejarte el culo.

Claudia se ahogaba con la nariz y la boca sobre la concha de la señora y entonces adelantó la lengua y la movió sintiendo el sabor a sexo de mujer y ese aroma fuerte y tan especial que inundaba sus fosas nasales. Su único pensamiento era una pregunta angustiada: "¡¡¿Qué estoy haciendo?!!! ¡¡¡¿Qué estoy haciendo?!!! –pero su lengua continuaba moviéndose de arriba abajo una y otra vez en esa concha y lamía por momentos el clítoris endurecido para hundirse después todo lo que le era posible en esa cavidad por la que chorreaba un río de flujo.

Blanca la aferraba por la nuca mientras gemía y gritaba presa de la más violenta calentura hasta que por fin todo su ser estalló en el orgasmo y Claudia cayó hacia atrás para quedar tendida de espaldas en el piso cubriéndose el rostro con ambas manos.

Momentos después la señora se puso de pie, pasó por sobre la joven como por una alfombra y lanzando una carcajada se dirigió hacia el baño. Volvió, se puso la ropa sin dejar de mirar a Claudia que seguía en el piso y le dijo:

-Vamos, levantate y andá a lavarte. –y cuando Claudia empezó a caminar la detuvo a los gritos:

-¡¡¡¡En cuatro patas, perra!!!! ¡¡¡¡¿O creés que sos una persona?!!!!

 

(continuará)

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