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Le afeité los huevos a papá

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Me siento culpable, muy culpable.

Anoche fue la primera que papá durmió en casa desde el accidente.

No fue para tanto, según se mire, pero dos semanas internado en el hospital fueron la consecuencia de su torpeza, por no decir tontería.

Resulta que mi padre es jefe de mantenimiento en una importante fábrica, y el día de autos se hallaba trabajando con un compañero a una altura de vértigo: al parecer, reparando un horno que se había estropeado. En esto estaban cuando, sin esperarlo, una pieza cerámica bastante cara se soltó precipitándose al vacío. Él, que siempre ha tenido la fea costumbre de mirar por el bien de la empresa por encima del suyo propio, la atrapó en el aire, en un acto de suma insensatez, evitando que se estrellara contra el suelo y ahorrando un buen dinero a la empresa. Este hecho que bien puede interpretarse como una heroicidad, a fin de cuentas no lo fue tanto, sino la más grande de las estupideces. Asociando ‘horno’ y ‘pieza cerámica’, no es difícil deducir que esta estaba ardiendo. Lo peor de todo es que él lo sabía, y aquí es donde radica su estupidez, porque quemaduras de segundo grado en ambas manos no son moco de pavo, mucho menos si la empresa, a través del encargado de planta, tan solo se limitó a regalarle un simple “gracias, Ramón”. “Eres tonto, Ramón”, debieron decirle, más bien.

Pero incluso en estas circunstancias, mi padre es un tipo optimista que siempre ve el lado bueno de las cosas. Para él, y según sus palabras, “dos semanas en el Paraíso no tienen precio”. Y no es para menos, porque me consta que allí lo pasó bárbaro, siempre rodeado de atractivas enfermeras dispuestas a desvivirse por él. No puede decirse que sea un galán de cine, pero a sus cuarenta y dos se conserva bastante bien. Esto no puede extrañar porque se cuida como un metro-sexual, incluso más que los veinteañeros a los que saca dos décadas.

A mí esto me parece muy bien: me parece estupendo que viva la vida, que la rehaga tras separarse de mamá, en lugar de cerrarse en banda y esperar a que las telarañas de la soltería se ciernan sobre él.

Aquí es adonde quería llegar con esta breve nota.

Resulta que entre las enfermeras, casi todas mucho más jóvenes que él, había una que le hacía ‘tilín’, Lola, por la que bebía los vientos, a la postre la más servicial, “una mujer de bandera”, según la describe él. Ella es también la que más tiempo le dedicó, incluso fuera de su horario laboral, cuando no tenía obligación alguna. Muchas tardes solía quedarse con él hasta la hora de la cena, circunstancia que a mí me venía de perlas pues tenía más tiempo para mis cosas. Obvio que muchas tardes me inventaba cualquier excusa para no aparecer por el hospital y propiciar un mejor acercamiento entre ellos.

Anoche supe cuan importante fue dicho acercamiento.

Ocurrió durante la suculenta cena que le preparé para celebrar su regreso a casa. Que le trataran como a un rey en el hospital, no implica que le mejorasen la comida, pues sigue siendo la porquería insulsa de costumbre. En esto estábamos cuando me sorprendió con la gran noticia.

El viernes por la noche me he citado con Lola me dijo, risueño como un colegial.

¡Que buena noticia, papá! exclamé antes de abrazarme a él. Sé que suena duro que yo lo diga tras separarte de mamá, pero me alegra mucho que te hayas ilusionado con otra mujer.

No sabría decir quién de los dos estaba más contento; sin embargo, aquella cita traía condiciones nada convencionales. Al menos esto es lo que pensé cuando soltó la bomba.

Verás, Lucí dijo con ceremonia. Tengo un problema relacionado con mi cita y necesito que me ayudes. Yo le miraba impaciente por conocer lo que tenía que pedirme. Le hice un gesto para que continuara. En otras circunstancias no me atrevería a tanto, pero mira en qué condiciones me hallo… Hizo una pausa y mostró sus manos aparatosamente vendadas. El caso es que necesito que me afeites; a Lola le gustan los hombres rasurados ahí abajo; en estas condiciones yo no puedo y...

¡Basta, papá! No sigas porque me mandas al hospital con un corte de digestión.

No podía creer lo que mi propio padre me pedía, algo que jamás había hecho a varón alguno.

No me mires así, hija mía, no me mires así porque me matas.

Yo no le miraba de ningún modo. Incluso luchaba por desviar la mirada, pero no podía, no podía apartar mis ojos de los suyos, entristecidos, abatidos por la vergüenza que suponía para él recurrir a lo que no se debe recurrir. Desesperada, traté de disuadirle, de mostrarle otras alternativas más razonables.

Puedes ir a un sitio especializado propuse en primer lugar.

No, hija, eso ni lo pienses. Yo no me dejo tocar las pelotas por otro tipo.

Obvio que en un centro para mujeres no se lo harían.

—¿Y si le pides a Lola que te lo haga ella?

¿A Lola? No, hija. Quedaría como un mentiroso porque el otro día presumí con ella de ir siempre rasurado. Sí, ya sé que mentí…, pero lo hecho, hecho está.

¡Joder, papá…! exclamé perdiendo la paciencia. Pues contrata a una puta y que ella te lo haga.

Luci, donde yo le diga a una puta que venga a afeitarme las pelotas, me manda a la mierda por chiflado. Además, ¿tú crees que esas mujeres tienen herramientas adecuadas para zona tan delicada? Imagina que me cae una esquiladora de ovejas y me lo hace igual que a ellas…

No, papá le frené en seco, sin poder contener la risa, imaginando la escena, no sigas porque me hago una idea.

A fin de cuentas, esta última gracieta sirvió para rebajar un tanto la tensión del momento. No obstante…

¿Sabes lo que te digo? pregunté muy seria antes de responderme a mí misma. Que te apañes como puedas porque yo paso.

Me levanté de la silla como un resorte y me fui pitando a mi cuarto, desoyendo sus quejas, súplicas e intentos de soborno.

Al menos tuvo la decencia de no aparecerse por mi dormitorio, pero lo que hizo fue casi peor. Yo estaba tan tranquila chateando con mis amigas, tratando de evadirme de mis pensamientos con ellas, pero era imposible lograr un mínimo de tranquilidad por culpa de papá. No solo tenía el volumen de la tele muy alto, sino que constantemente cambiaba de canal, atormentando mis oídos con gritos incompletos, torturando mi cerebro con voces que no decían nada. Varias veces le grité que bajara el volumen, unas alegando que me volvía loca, y otras abogando por el descanso de los vecinos. Ni caso: mis gritos cayeron en saco roto.

Viendo que esto no era suficiente, que se comportaba como un mocoso al que le había dado una rabieta, me fui derechita hacia el salón con intención de ponerle los puntos sobre las íes.

Cuando llegué no le encontré allí, aunque la tele seguía cambiando de canal, aparentemente sola. Entonces caí en la cuenda de que seguramente había pulsado el botón del canal en el mando a distancia más de lo normal, lo que había activado el cambio automático. Como medida inmediata, antes de ir a buscarle y echarle una buena regañina, anulé el volumen.

Al pasar por el pasillo, escuché su voz tras la puerta de su dormitorio. Presté atención pues su tono me pareció lúgubre.

No puede ser, Lola le escuché decir. Es mejor que lo aplacemos para otro día.

«¿Qué es lo que no puede ser?», me pregunté, totalmente intrigada.

Por ahora no puede ser respondió a lo que ella le dijera al otro lado de la línea. Puede que más adelante. Puede que otro día. No sé cuando. Seguramente nos estamos precipitando…

Menuda retahíla de frases pesimistas soltó antes de quedar en silencio.

Que extraño resultaba todo aquello. Me sentí en la urgente necesidad de abrir la puerta una pizca y averiguar más. Lo único que pude ver a través de la rendija era que había dejado el teléfono sobre la mesita de noche, seguramente dejando a Lola con la palabra en la boca, y a mí con la intriga. Toqué la puerta con los nudillos un par de veces antes de entrar.

¿Qué tal, papá?… ¿Todo bien? le pregunté como si tal cosa.

Sí, hija, todo bien respondió él con una carita de cordero degollado que me dejó tocada.

No mientas, papi… No mientas porque he llegado a escuchar algo de lo que hablabas con Lola. ¿Qué eso de que cancelas la cita con ella? ¿Qué es eso de que puede que os estéis precipitando? ¿No tendrá que ver con la tontería de antes, con lo que me has propuesto durante la cena…?

No me respondió, pero agachar los ojos rehuyendo los míos fue significativo.

Mira que eres caprichoso le dije frunciendo el ceño; mira que comportarte a tus años como un niño malcriado… Hice una breve pausa por si se dignaba a responderme, pero esto no ocurrió. ¿En serio eres capaz de cancelar una cita con la mujer que te gusta por una bobada?

Tú no eres quién para juzgarme, Luci respondió por fin, enérgicamente; ¡Qué sabrás tú de estas cosas, si apenas hace unos años aún te sonaba la nariz!

Sí, tienes razón: aún soy joven, dieciocho años, nueve meses y catorce días; no obstante, y pese a esto, soy lo suficientemente mayorcita para entender que lo tuyo es solo una rabieta, como las que me cogía yo cuando era pequeña tratando de conseguir lo que no se me daba.

¡Una rabieta! balbuceó. Los jóvenes lo tenéis fácil porque hacéis lo que os da la gana sin importaros las consecuencias, pero los mayores debemos ir con tiento, porque cada paso en falso puede suponer un desastre en términos amorosos.

Deduje que no se refería a la cantidad de pelo entre sus piernas, sino al simple hecho de haber mentido, algo que sin duda le dejaría en mal lugar si Lola era de esas que detestan la mentira por encima de todo.

¡Vea pues!... ¡Paren, paren las rotativas, porque he aquí el único hombre que ha mentido a una mujer! bromeé levantando levemente la voz.

La consecuencia lógica, y que debí haber previsto, es que mi padre me mando a la mierda, con su característico tono severo que no admite réplica.

No, no me fui a la mierda, pero si a mi cuarto, a seguir parloteando con las amigas, y no por mucho tiempo porque, pese a todo, no hay nada en el mundo que me entristezca más que estar enojada con papá o él conmigo. Y en ese momento me sentía abatida, muy abatida. Algo tenía que hacer para revertir la situación.

Así pues, tras pensarlo detenidamente, me armé de valor y fui directa al cuarto de baño. Allí cogí espuma de afeitar, una maquinilla desechable, una pequeña palangana con agua y una toallita. Con todo esto volví de nuevo al dormitorio de mi padre.

¡Está bien! le dije muy decidida tras llamar a la puerta, mostrándole todo lo que llevaba. Tú ganas. ¿Quieres que te deje como el culito de un bebé…?, pues que así sea.

Mi padre, viéndome tan decidida, visiblemente incrédulo, no atinaba a pronunciar palabra alguna.

No te esfuerces, papá, es casi mejor que no digas nada, así me resultará menos violento. Prepárate mientras regreso, porque he olvidado coger unas tijeras y seguro que las voy a necesitar.

Tardé poco en volver y, cuando lo hice, le encontré tumbado sobre la cama, desnudo de cintura para abajo. Que tuviera la verga flácida ayudó a rebajar la vergüenza que sentía por lo que estaba a punto de hacer.

Bien. Si notas que se me va la mano le dije muy seria, mientras acomodaba los utensilios sobre la cama, me avisas, no te hagas el machote, no sea que tengas volver al hospital por otros motivos que… A ver cómo lo íbamos a explicar.

Tranquila, Luci, que por este año ya he cometido suficientes tonterías.

Eso espero añadí antes de entrar en faena.

Comencé podando el bosque del pubis, con mucha cautela, tomando los pelos por la punta y cortando con la tijera lo mas cerca de la raíz que me era posible. Luego hice lo propio con los de las ingles, antes de terminar, extremando las precauciones, en los testículos afortunadamente menos poblados. Sobra decir que varias veces tuve que apartar su instrumento con la mano, concretamente con los dedos índice y pulgar, a modo de pinza.

—¿Todo bien, papá? pregunté evitando mirarle a los ojos ¿Se me ha ido la mano?

Sí, hija, todo bien. Apenas he notado unas ligeras cosquillas.

¿Cosquillas? Qué cuajo tenía el muy tunante. Menos mal que no me dijo que había sentido gustito porque, donde me lo llega a decir, aprovecho las tijeras para caparle.

¡En fin! Había salido airosa de la parte más fácil. Ahora venía lo más delicado: rematar con la maquinilla.

Mojé la brocha en agua y luego produje abundante espuma frotándola con el jabón. Apenas lo hice, cubrí con ella todas las zonas. Fue inevitable, nuevamente, levantar la verga con los dedos de antes. Pero, en esta ocasión, me llamó la atención que, aunque la verga seguía flácida, había cobrado un aspecto morcillón que nada bueno presagiaba. No quise decirle nada a pesar de ello. Tampoco era motivo de alarma dadas las circunstancias, más que nada porque, por mucho que él fuera mi padre y yo su hija, no dejaba de ser una mujer hurgando en la verga de un hombre, y esto lo resisten muy pocos sin empalmarse.

No me llevó mucho tiempo dar buena cuenta con la maquinilla de las zonas menos complicadas, pero los cojones, esos eran arena de otro costal. Comencé a sudar como un pollo en el asador, acojonada (nunca mejor dicho) porque ahí, si se te va la mano lo más mínimo, el destrozo puede ser de consecuencias catastróficas.

Dame un minuto, papá, que ahora vuelvo le dije antes de dirigirme a mi dormitorio.

Regresé con mi pequeña y eficiente maquinilla eléctrica y un botecito de gel para suavizar la zona.

Procura no moverte, papá le dije muy concentrada, y ten presente que es posible que te duela un poco, pero no conozco una forma mejor de hacerlo.

No temas, hija, apretaré los dientes si es necesario bromeó él.

No me fijé en si apretaba los dientes o no, pero lo que sí noté fue una reacción distinta. Apenas le puse el gel y pellizqué el escroto para estirarlo, deslicé la maquinilla siguiendo la dirección del vello. Entonces, no tengo claro si fue por el nerviosismo o por las pequeñas vibraciones del aparato, la verga comenzó a crecer y crecer hasta ponerse tiesa y dura como el palo de la bandera.

¡Ops! Más pronto que tarde esperaba algo así le dije conteniendo la risa, pero al fin ha sucedido lo inevitable.

Lo siento mucho, Luci dijo él, visiblemente avergonzado. Mira que me he esforzado mucho por controlarlo, pero no ha habido manera de…

No, papá, no te excuses porque lo bochornoso para mí hubiese sido que no reaccionaras como lo has hecho.

Ambos reímos, sorprendentemente. Yo más bien por nerviosismo que por otra cosa. Y es que tener aquello en plena erección delante de mis ojos, al alcance de mi mano, por mucho que fuera la verga de mi padre, me tenía en un sinvivir. Decidí seguir con lo que hacía y dejar pasar el tiempo a la espera de que la situación, o lo que fuere, se relajara. Pero por más tiempo que tardé, aquello no cedía en su empeño de alzarse hasta el techo, impetuoso, majestuoso y todo lo que termina en ‘oso’. Entonces sí me sentí como una niña, consciente del poco mundo que había visto a mi corta edad, y por “mundo” me refiero única y exclusivamente a miembros viriles, sobre todo con aquel tamaño y aspecto.

Entonces ocurrió lo que menos esperaba, incluso más sorprendente que la erección de mi padre. Sí, mojé las bragas, y de qué forma, pero por más que me dijera a mí misma que aquel pedazo de carne me estaba prohibido, no había forma de sacarme la idea de la cabeza, de resistir la tentación de tomarla entre las manos y acariciarla, aunque solo fuera eso y por un breve instante. Entonces, como alternativa lógica, pensé en salir disparada a mi dormitorio y masturbarme hasta que saliera el sol, pero las piernas no me respondían, y la voluntad se mostraba esquiva, terca como una mula, empecinada en que debía dejarme llevar por el instinto, aun a riesgo de sufrir las consecuencias que mis actos acarrearan.

Ahora, papá, para que no se te irrite, voy a darte un poco de gel.

Terminé haciendo caso al diablillo rojo que, subido en mi hombro izquierdo, me incitaba a pecar, gritando tan fuerte que me impedía escuchar los ruegos del angelito blanco que, encaramado en mi hombro derecho, me auguraba la eternidad en el infierno si cedía a la tentación.

Dale, hija, eso me vendrá bien. El diablillo rojo habló por boca de mi progenitor y terminé sucumbiendo a su voluntad.

Puse gel en la mano izquierda y froté ambas para esparcir el producto. Apenas lo hice, deslicé la izquierda por el pubis mientras con la derecha hacía lo propio por los testículos, masajeando levemente, armándome de valor para dar el paso definitivo. Y lo di, ¡vaya si lo di!, sorprendiendo a mi padre, quien soltó un profundo suspiro al notar mis manos deslizándose por su verga desde la raíz hasta el glande.

¿Qué…, qué haces, pequeña perversa? preguntó con un leve susurro, con los ojitos entornados y la boca entreabierta.

Nada, papá. Déjame un poquito. Es el pago que quiero por el favor que me has pedido.

¡Quita, quita, hija!... Cóbrate todo lo que quieras, que no pienso discutir el precio.

Ciertamente él estaba casi más interesado que yo porque, aunque se mostraba parco en palabras, sus gemidos y movimientos eran más que significativos.

Estos me animaron a ir más allá aprovechando la confusión en que estaba sumido. O más bien se podría decir que lo tenía sometido, anulando su voluntad con cada nueva caricia, con cada beso… Sí, me atreví a posar mis labios sobre su glande y deslizarlos con suavidad, intercalando lengüetazos por todo el tronco, cada vez más intensos, de la raíz a la punta donde, golosa como una gata en celo, lo abarcaba con los labios antes de apretar y succionar para luego volver a empezar.

¡Dios! Llegó un momento en que no podía aguantarme; sentía la urgente necesidad de gozar yo también, de correrme como una loca. Empecé masturbándome yo misma, con la mano izquierda, como una posesa al tiempo que le comía, literalmente, la polla a mi padre. Pero aquello no me satisfacía del todo, no teniendo a un hombre rendido al placer que yo le daba. Lo justo era que él me correspondiera, y así se lo dije, entre susurros, entre lengüetazo y lengüetazo.

La respuesta fue la esperada pues noté cómo su mano derecha se introducía por la cinturilla de mi pantaloncito corto de pijama. Acomodé mi cuerpo para facilitarle la entrada, procurando que sus dedos terminaran en el lugar deseado. Primero rozó el clítoris con uno de ellos, el corazón, el más largo y diestro de todos, y lo frotó durante unos minutos gloriosos, para terminar forzando mi entrada vaginal con ese y otro que lo acompañó, por si uno solo no bastaba.

Con la boca le agradecía el inmenso placer que me proporcionaba, totalmente entregada a un peligroso juego incestuoso de consecuencias imprevisibles cuando ambos volviéramos a la realidad, cuando recapacitáramos una vez terminado todo y… ¡Bah!, preferí no pensar en eso, no amargarme el momento con disquisiciones imprecisas.

Después de todo no me resultó tan difícil, más que nada porque el orgasmo llamaba a las puertas y llegaba violento, como un torrente de montaña que anegó las entrañas antes de terminar fluyendo por los muslos, sintiéndome totalmente relajada, desinhibida, una gatita hambrienta de leche. 

Así seguí lamiendo, besando y succionando el biberón que saciaría mi sed, el esperma caliente que me devolvería la vida colmada de dicha. Puede que mis palabras resulten exageradas conociendo los antecedentes, pero lo cierto es que había más, algo que mi subconsciente había mantenido en silencio dos años, desde aquel día estando de vacaciones en el chalet de mis tíos, cuando él salió de la piscina como vino al mundo, con la verga colgando entre las piernas, pensando que todos estábamos de paseo, sin saber que yo había regresado a por mi teléfono olvidado. Obviamente no sentí deseo entonces, pero sí una sana curiosidad por entender lo que sería tener algo así dentro de la boca, como lo tenía ahora.

Estos deseos despertaron algo más: impaciencia, prisa por terminar lo que había empezado de mala gana, arrepentida de ello y dispuesta a dar lo mejor de mí para procurar a papá un recuerdo inolvidable. Mi lengua reaccionó entonces, y mis labios, y mis dientes que rozaban suavemente la piel, ayudada de la mano que subía y bajaba frenética, así durante unos pocos minutos, hasta que dos chorros calientes chocaron contra el paladar, inundándome la boca, rebosando por la comisura de los labios mientras me esforzaba en extraer la última gota de néctar.

Por su parte, mi padre gemía cuando no bramaba de placer, moviendo la cabeza de un lado a otro, acostada sobre la almohada, haciendo gestos extraños con el rostro, como si estuviera estreñido. No me cabía la menor duda de que era goce, de que mi boca y mano le había llevado al clímax, y me sentía muy feliz por ello, totalmente realizada como mujer y no tanto como hija pues, a pesar de todo, la culpabilidad oprimía mi pecho una vez hube terminado de succionar y tragar lo que buenamente pude. Me sentía como una putilla, como una verdadera hija de puta que había llegado más allá de lo que manda la decencia.

Era momento de poner pies en polvorosa y abandonar la escena del crimen, antes de que mi padre recapacitara sobre lo que había sucedido, convencida de que él no había planeado que ocurriera lo ocurrido cuando me pidió que simplemente le afeitara los huevos y aledaños.

 

Por todo esto me siento culpable, muy culpable, y puede que mi pecado traiga consecuencias nefastas, no físicas, sino emocionales, afectivas. O puede que simplemente quede en nada, en una simple anécdota que se olvide con el tiempo en el mejor de los casos. De momento, encerrada en mi cuarto, él no se ha dignado a tocar mi puerta, y tampoco le he oído caminar por el pasillo. Puede que haya decidido aplazar la regañina para mañana, o que ni siquiera lo tenga en cuenta y se haga el loco por los restos. No lo sé, y aunque la incertidumbre me mata, debo dormir y confiar en que el nuevo día traiga… lo que tenga que traer.

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