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Euterpe y Tauro (2)

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CAPÍTULO 2º

Ha pasado algo más de un año desde aquella noche en la sala de juventud de París ya que estamos, digamos, a fines de febrero de 2006, en Ciudad México, capital de la República mexicana. ¿Cómo es que está Elena Gaenva en la capital de Méjico, perdón, México? Pues esas cosas que, a veces, tiene la vida; acabando una gira por los USA que la llevó desde la Costa Este, Nueva York, a la Costa Oeste, San Francisco y Los Ángeles, pasando por algún predio del interior de los USA, como Filadelfia, Chicago, Las Vegas, conoció a un impetuoso empresario teatral del país de los Aztecas que, impresionado al verla en Los Ángeles y San Francisco, le propuso un contrato con tres actuaciones en la capital federal mexicana… Y allá se fue la estrella del país de la tundra, la estepa, los grandes ríos, las enormes inmensidades… Dio dos recitales, aunque aquí fue con más pena que gloria, pues la colonia rusa de México es bastante escasa, con lo que la afluencia de público fue mermada; pero, de todas formas, el personal que acudió a la cita se divirtió de lo lindo, ganándose la estrella, una vez más, las simpatías de todo el mundo, rusos y no rusos que, por cierto, eran los más, aplaudiendo todos ellos a rabiar a la Gaenva

Pero la Diosa Fortuna se empeñó en jugar su cuarto a espadas cuando a tal empresario se le ocurrió invitar a la artista a presenciar su primera corrida de toros. Y, la verdad, la estrella del país del hielo tuvo curiosidad por conocer ese espectáculo del que tanto oyera hablar, hasta allí, en su natal Rusia. En fin, que un día se sentó en una barrera de la plaza Monumental de la gran urbe mexicana. Nada más sentarse, echando la vista a su alrededor, llamó su atención el bullicio que la rodeaba; luego, el agudo clamor de clarines junto al redoblar de timbales, la sorprendió, casi la asustó, pero enseguida los cerrados aplausos del público la intrigaron; iba a inquirir, mediante el intérprete de que el empresario mejicano la proveyera tan pronto pisó tal tierra, lo que pasaba, cuando centró su atención la salida al ruedo de los toreros. Y ese colorido, ese destello de las lentejuelas de los trajes al ser heridos por los cegadores rayos del sol, esos “trajes de luces” tan barrocamente recargados, recamados en hilos de oro los de los “espadas”, la encantó, prendiendo por entero su atención e interés. Y luego, cuando las “cuadrillas” hacían el “paseíllo”, con esos hombres, tan barrocamente engalanados, “galleando”, braceando con garbo y, a simple vista, orgullosos de lo que eran, de los entusiasmos que despertaban entre quienes llenaban los graderíos, aquello casi, casi, la embrujó

La comitiva de toreros, a pie y a caballo, “monosabios”, areneros y mulilleros, con sus troncos de mulas que luego arrastrarían al desolladero los  cuerpos, ya sin vida, de los toros, alcanzó el círculo de tablas de la barrera, bajo el palco presidencial, no tantos metros a la derecha de donde la diva se sentaba, y allí se deshizo. Pero lo que para Elena Gaenva fue ya el delirio de lo incomprensible, pasó cuando un tipejo la mar de peculiar, por su menuda humanidad, esa gorrilla chulescamente cernida sobre una ceja, le ofreció uno de esos mantos tan vistosos en que los toreros se envolvían al hacer aquella especie de procesión, casi ritual, que acababa de presenciar. A ella, que la ahorcaran si entendía algo de todo eso, así que fue el empresario, traductor mediante, quien le explicó que uno de los toreros la distinguía entregándole ese manto para que lo colgara de la barandilla que tenía delante hasta que el festejo terminara. Y Elena, mujer al fin, se sintió íntimamente halagada por aquella deferencia para con ella

Por el albero, el redondel cubierto de arena que era el ruedo, con la mirada buscó a quién así la homenajeaba, hasta que sus ojos se posaron en uno de aquellos hombres vestidos tan galanamente; al punto quedó más intrigada, pues esa persona le era sumamente familiar, pero fue incapaz de reconocerlo, ubicarlo en el lugar donde por vez primera se vieran, se cruzaran sus caminos en la vida. Sabía, estaba segura de haberla visto antes, mas no podía determinar cómo, dónde ni cuándo

El clamor de los clarines volvió a hendir el aire al tiempo que los timbales repetían su sordo batir y el primer toro pisó la arena. Entonces, Elena Gaenva cesó en su interés por aquél ser misterioso para centrarlo en lo que sobre el redondel ocurría. En varas, cuando el picador le “pegó” lo suyo al animal, se estremeció; su sensibilidad de persona por entera ajena a la cultura netamente ibera de los adoradores del arte de Tauro, “Costillares”, Pedro Romero, y demás, se rebelaba a la visión de la sangre manando, chorreando, pata delantera abajo, hasta enrojecer la arena del redondel, rechazándolo; pero, al tiempo, su sangre ardiente, de eslava pura, vibraba ante la majeza de los lidiadores, al tiempo que su sentido artístico veía una belleza etérea, indefinida e indefinible, en los airosos vuelos de los capotes al torear los “maestros” en el “tercio de quites”

Llegaron las banderillas y otra vez Elena sintió hasta nauseas al ver cómo los banderilleros clavaban los palitroques en lo alto del animal. Pasó lo de las banderillas y el espada en turno, el que abría cartel, brindó a la presidencia y comenzó su faena de muleta observada, absorta, por la bella rusa. Pero, al poco, el sonido de una voz, hablándole en francés, con retazos en castellano, vulgo “español”, la hizo temblar, subiéndosele al instante el corazón a la garganta

—Buenas tardes, bella entre las bellas. ¡HASTA MAÑANA! Siempre estará DENTRO DE MÍ…

—¡Dios mío! ¡Usted!...

Sí; era Juan Gallardo. Y era torero; torero a pesar de todos los pesares; torero, a pesar de su entorno, familiar y social. Su padre, sin ser un antitaurino, tampoco sentía simpatía alguna por la fiesta, que lo cierto es que le aburría, pero es que, su madre, inglesa a carta cabal, sentía visceral aversión hacia algo que consideraba propio de gentes bárbaras, incultas y toda esa pesca. Y lo grande era que Juan participaba más de las fobias de su madre que de la paterna indiferencia…

Ni que decir tiene que en toda su vida había visto una sola corrida, “faltabe” más, no ya en una plaza de toros, que ni “harto vino” se le ocurriría meterse, sino tampoco por la “tele”, que hasta ahí podían llegar las cosas en casa de Dª Anne, su querida “momó” Pero el hombre propone y Dios dispone, y Dios quiso que Juanito un día, con diecisiete añitos, aún sin cumplir, tuviera que asistir, muy a su pesar, eso sí, a su primera corrida de toros. Y sucedió que esa tarde se obró en él un verdadero terremoto que vino a trastocar su vida “pa los restos”, pues cuando salió de la plaza tenía más claro que el agua que lo que quería ser no era abogado, como parecía estar destinado a ser, sino torero, y nada más que torero; a todo trance, a pesar de lo que fuera, sus padres incluidos. Desde luego, la que se formaría, la que se formó, en casa cuando comunicó, “Urbi et Orbe”, su nueva vocación, dejó tamañico lo de San Quintín, el 2 de Mayo de 1808 y otras yerbas de tal jaez,  tal, vamos, jueguitos de niños comparado con a que se lió en asa de Juan…

Desde el siguiente fin de semana comenzó a frecuentar, en la Casa de Campo, espacios específicos donde los novilleros que empiezan iban, van, a entrenar, toreando de salón con carretones; se acercó a ellos que, al momento le aceptaron como uno más de entre ellos y en nada, como si fueran “colegas” de toda la vida; y de tales “toreros” comenzó a aprender los “palotes” del arte de “Cúchares”, empezando en seguidita a dar, de  verdad, sus primeros pases, de capa y muleta, para en otro poco de tiempo, empezar a ensayar sus primeros pares de banderillas… Hasta sus primeras”entradas a matar”, aprendiendo cómo salir con bien del embroque toro-torero, el momento más difícil, más peligroso también, de la lidia de un toro.

Pero le quedaba lo peor, vérselas ante un astado; mas eso, estando en casa, era punto menos que imposible, pues la primera vez que llegara a casa con la ropa destrozada… Ni pensar quería en la que se armaría. Así que un buen día, casi un año después, en la primavera del siguiente y a medio camino entre los diecisiete y lo dieciocho años, el “pajarillo voló del nido” tras la gloria torera. Se dice que la suerte es de quien la busca, de quien se la sabe trabajar, y Juan supo buscarla, trabajársela, a trancas y barrancas, eso sí, pasándolas “canutas” por esos caminos y pueblos de Dios, por esas capeas, aguantando palizas de muerte, pues lo que las más de las veces se “suelta” por tales pagos, no son toros, menos novillos, sino marrajos con más mala leche, más mala uva… Y comiendo y durmiendo como Dios le daba a entender, que lo normal era de milagro

Así, en tan dura escuela, acabó de pulir la técnica de dominar a los bureles, pero el arte, el duende para andarles toreramente, para “estirarse”  con estilo, eso no se aprende, se lleva dentro o no hay tu tía; mas, hete aquí, que Juan llevaba dentro ese embrujo que pone toda una plaza boca abajo… Y claro, triunfó

Pero volvamos a donde estábamos; desde que Elena Gaenva vio a Juan se acabó su tranquilidad y el gusto por ver el espectáculo, pues desde entonces todo fue un continuo tener el alma en vilo. Cuando Juan toreaba, por eso, porque estaba ante las astas del toro y cuando no, porque la atormentaba pensar que en breve volvería a estar “su Juan” en peligro. Hasta terror llegó a sentir cuando, en el quinto toro, segundo de Juan, el astado lo enganchó por la taleguilla, (el pantalón), echándoselo a los lomos para luego lanzarlo a tierra y buscarle allí sañudamente

Ella, entonces, sintió hielo en el alma y, sin poderlo remediar, lazó un desgarrado grito de horror: “Dios mío, Virgencita mía, guardadlo, protegedlo”, se dijo en su interior; o lo soltó libremente al aire, en su lengua vernácula, claro está, pues ni ella misma era consciente de lo que hacía, sólo lo era de esa tremenda angustia, ese horrendo miedo por él que la anonadaba

Por su parte, Juan había recibido un palizón de aúpa, volteado por el aire y un golpe horrísono al caer al suelo, con lo que quedó medio inconsciente y, por ende, inerme, indefenso, literalmente, ante el morlaco que no perdonó, sino que se empleó con toda su innata furia, empeñado en cornear, destruir, matar, a aquél ser extraño, del que presentía la muerte. Pero Gallardo tuvo suerte, una vez más, y los fieros derrotes que el animal le lanzaba, a Dios gracias, no alcanzaron su objetivo Los toreros suelen decir que Dios o su Madre Santísima, cada tarde está con ellos, en el ruedo, listos, Él, Ella, a hacerles el “quite” en el momento más crítico, y algo así debió sucederle esa tarde a Juan…

Seguramente fue el instinto de conservación lo que hizo que esa semi inconsciencia de Juan durara lo que las “coplas de la zarabanda”, es decir, nada, pues al momento se dio cuenta de su comprometida situación; no lo pensó, sino que fue reacción instintiva, lo de agarrarse a las astas del burel, manteniéndose enteramente debajo de él, bajo su panza, que es el punto más seguro en tal situación, pues es imposible cornear allí a nadie. Las asistencias, banderilleros, los otros espadas, monosabios y hasta areneros salieron flechados en ayuda del compañero en apuros, logrando en breves momentos que el toro se desentendiera de Gallardo, que aprovechó la ocasión para soltarse y, girando sobre sí mismo, alejarse del astado

Se levantó del suelo corajudo, rabioso, ansioso por hacer pagar al morlaco el amargo rato pasado; pero también desencajado y no ya con el rostro pálido, blanco, sin terroso a efectos de tal rato. Y así, loco de furia, se fue al burel, reclamando lo dejaran solo en el ruedo, sin nadie más allí que el toro; le citó con la muleta desplegada, armada entre estaquillador y estoque y el cornúpeta reculó, rehusando el encuentro, pero Gallardo, decidido, le acosó y acosó hasta lograr romper su embestida; el marrajo embistió pero como ese tipo de toros lo hace, en oleadas, con la cabeza hecha un “molinillo”, pegando “tonillazos”, cornadas, a diestro y siniestro

Pero Gallardo no se amilanó ante aquella marea de malas intenciones, sino que también él sacó toda su mala uva, empleándose a más y mejor con el animal; manejando la muleta como un látigo, empezó a “recetarle” mandones doblones por bajo, hincando la rodilla en tierra en cada pase, obligando al marrajo a tragar tierra en cada envite, castigando, despiadado, sus riñones, haciendo que casi junte pitones y cuartos trasero en cada pase. Y, poco a poco, los “tornillazos” fueron acabándose y la cabeza asentándose según el burel se iba rindiendo a su dominador

A cada momento que pasaba, la figura de Gallardo se agigantaba merced al subidón de testosterona que le dominaba; parecía decirle al burel: “Atrévete ahora, valiente, a ver si me puedes como antes”, pero el toro ya no podía con él, y minuto a minuto eso lo iba comprobando, que el hombre, ese ser raro, terrible, le vencía sin remedio, sin que le quedara más opción que rendirse a él, sin condiciones. Y lo que son las cosas, entonces, cuando el astado aceptó su derrota, surgió cuanto de bueno, en verdad, llevaba dentro

Porque ese toro, que hasta momentos antes se había comportado como un manso “pregonao”, desde entonces cambió por entero, pasando a comportarse como un verdadero toro bravo, embistiendo a la muleta de Gallardo una y otra y otra vez, incansable, sin un extraño, un mal gesto, recto, derecho, sin cabecear, fijo en la muleta. Es lo que sucede cuando uno de estos toros cae en manos de un torero de verdad, un torero que lo entiende, que le puede, le domina. Se dice que un buen toro, bravo, codicioso, descubre a un buen torero, pues a uno que no lo sea lo trae todo el tiempo por la “calle de la amargura”, se lo “traga”, siendo él, el toro, quien manda en el ruedo, acosando al torero, sin darle momento de respiro, y no al revés; pero es que, un buen torero, también descubre a un buen toro, pues esa clase de toreros saben sacar lo mejor que cada toro lleva dentro, dominándolos, domeñándolos.

Desde entonces, desde que el “pregonao” comenzó a embestir por derecho, fijo en la muleta, sin ningún mal modo, Gallardo comenzó a torearle con ese arte, ese “duende”, que caracterizaba su toreo de artista. Entonces sí que fueron de ver los muletazos medidos, hondos, auténticos, en series de derechazos en redondos, naturales cargando la suerte, con la muleta bien baja, llevando al toro humillado, arrastrando el belfo por la arena, series que remataba el pase de pecho como debe darse, engarzando el pase al último de la serie que se acaba de dar, sin permitirle al astado recuperarse, tirando de él desde la propia espalda hasta sacárselo por el hombro contrario, dejando que los pitones contorneen el pecho hasta, incluso, rozarlo, que de ahí viene el nombre del pase, “de pecho”, haciendo, a la  vez , que la muleta barriera el lomo del animal, de pitón a rabo, como mandan los cánones del más puro arte de torear. Y todo ello, intercalándole los adornos del toreo de muleta, trincherazos, molinetes, giraldillas, afarolados…

Pero si de verse eran esos pases, esa faena que, por finales, Gallardo le estaba sacando al morlaco, de verse era también el estruendoso entusiasmo de que el gentío que llenaba la plaza hacía gala, absolutamente rendido al fugaz héroe del momento y la tarde. Así, puesta la plaza en pie, jaleaba cada muletazo en un coro rítmico del más visceral “¡Ooolééé! ¡Ooolééé! ¡Ooolééé! ¡Ooolééé!”

Sí; indudablemente, Juan Gallardo estaba armando el “taco” aquella tarde en la Monumental de Méjico, perdón, México,  y no era, precisamente, Elena quien menos vibraba de emoción. Estaba orgullosa de él, de “su Juan”, su particular héroe; las primerizas aversiones a lo que entendía tortura innecesaria de un animal, o los horrendos miedos que antes la llenaran de pavor por él, habían desaparecido, borrado todo, al verle triunfador; y de qué manera lo de triunfador, pues entonces no solo se sentía transida por él, rendida a él, sino como su más encendida admiradora.

Pero llegó la hora de la verdad, la de cuadrar y entrar a matar al toro y, para pasmo de espectadores, Juan Gallardo, entonces, plegó la muleta en su mano izquierda, sosteniendo la derecha el estoque, y dejó de torear al toro…como si se desentendiera de él, encarándose, en cambio, al palco del presidente de la corrida, la autoridad gubernativa mexicana que debe velar por la exacta observancia del Reglamento Taurino y al instante, no fueron pocos los espectadores que comprendieron, al vuelo, las pretensiones del torero: Ni más ni menos, estaba suplicando por la vida del toro, pidiendo su indulto a la autoridad…

Y, salvado el primer momento de estupor, pues aquello nadie se lo esperaba, ya que el burel había dado suficientes muestras de mansedumbre como para no merecer tal gracia, comenzaron a tener en cuenta que ese toro, por finales, había sido consecuente con su bravía estirpe Y, como por ensalmo, los tendidos comenzaron a poblarse de pañuelos bancos y las voces de “Indulto, Indulto” empezaron a menudear hasta acabar siendo clamor y los tendidos y graderíos un enjambre de pañuelos blancos pidiendo, a voz en grito, que la vida del animal fuera respetada

El presidente se resistía a conceder tal indulto, y razón no le faltaba, pues el toro, aunque por finales estaba resultando como debía, comenzó dejando no mucho, sino muchísimo, que desear, pero por finales no tuvo más remedio que someterse a la voluntad popular, perdonando por finales la vida al toro al sacar el pañuelo que le devolvía a los pastos donde naciera para, desde su retorno, vivir como un jeque árabe, único sultán del harén de entre veinte y treinta hembras de su especie que allá le esperaban para que, como nuevo semental de la ganadería, gracias a su ya probada bravura, en ellas engendrara nuevas camadas de bravos toros de lidia

Juan, entonces, simuló la suerte de matar, entrando, sin estoque, hasta tocar sus dedos los pelos del morrillo del toro, pues para el morlaco el final fue simulado, pero para el espada no, pues la suerte la realizó enteramente a ley, entrando “en corto y por derecho”, como está mandado. El toro, volvió a los corrales y los “costaleros” poblaron la arena, apoderándose del héroe de la tarde para, subiéndoselo a hombros, sacarlo así por la puerta grande de la plaza

Aquella noche, la última que Elena actuaba en Ciudad México, al final del espectáculo Juan Gallardo llegaba a su camerino con un gran ramo de flores y un estuche con una bellísima sortija de brillantes que, junto con un billete manuscrito, entregó a la mujer que salió a recibirle al reclamo de su llamada, para que hiciera llegar todo a la diva; pero no fue necesario que la camarera pasara al cuarto, pues por esa puerta, al instante, apareció ella misma, Elena

—Hola Juan; te esperaba. Sabía que esta noche vendrías. ¿Viniste ayer? A verme actuar, digo…

—Hola Elena; pues no; no sabía que estabas aquí. No me he enterado hasta verte esta tarde en la plaza, cuando acabamos el paseíllo, al pasear la vista por los tendidos (los graderíos donde se sienta el público).

—¿Sabes? Llevo toda la tarde, desde que abandoné la plaza, esperando y temiendo este momento. No te habrás dado cuenta, casi nadie lo ha notado, pero apenas si me salió algo bien; me equivocaba, pues la mente no la tenía en lo que hacía, sino pensando qué hacer cuando vinieras. La otra vez te dije que tenía un marido y una hija, pero no te dije la edad de mi hija. ¿Qué años tienes tú?

Juan le sonrió

—Veintiséis…y varios meses…

Ahora quien sonrió, un tanto marchitamente, fue ella, la mujer

—Yo, treintaiséis, treintaisiete en nada; mi hija, ya más veintidós que veintiuno, pues los cumplirá en menos de un mes. No es de mi marido, la tuve siendo muy joven, a mis quince-dieciséis años; un amorío de adolescente; o, mejor, un “calentón” de jovencita inconsciente; nada serio. Mi marido, que lo tengo, no lo es desde hace años; ahora sólo somos amigos, ni sexo siquiera mantenemos, habitualmente, al menos. Así, que con gusto pasaría la noche contigo; esta noche y todas cuantas quisieras; toda la vida la pasaría contigo, a tu lado. Pero, ¿sabes?, esta tarde, para mí, ha sido horrenda, la peor de toda mi vida; sentí horror cuando te vi ante esas fieras y creí morirme cuando te vi por los aires, entre las patas de ese animal odioso. Sí, Juan; creí morirme, y no, no quiero volver a pasar por eso. No podría Juan, mi amor, vida mía. Sí Juan, mi amor, mi vida, porque te amo Juan, y con toda mi alma, me enamoraste allá, en París, pero hasta esta tarde, cuando te vi en peligro, no he sido consciente de ello. Y me moriría, me volvería loca, viéndote salir cada día, cada tarde, de casa, del hotel, sin saber si volverás, cómo volverás. Me comprendes, ¿verdad? Sí; sé que me entiendes, porque sé que también tú me quieres. No podría, cariñito mío; no podría vivir así, luego prefiero no volver a verte, vivir sin ti. Olvidarte, arrancarte de mi alma, de mi ser…

Elena le echó los brazos al cuello y se apretó contra él; buscó sus labios, su boca, abriéndole la suya propia cuando los labios se unieron. Se besaron, con todo el amor, el cariño, que les dominaba, pero también con toda la pasión que su sangre caliente, hispana una, eslava la otra, demandaba. Y con desesperación, la desesperación del adiós, de la frustración de sus más íntimos sentimientos, sus más ardientes deseos. Luego, se separó de él

—Que seas feliz Juan. De todo corazón, con toda mi alma, te lo deseo

Y se dio la vuelta, dándole la espalda para desaparecer tras la puerta por la que salió. Al instante, la camarera que saliera primero a atenderle, con ese deje tan peculiar que al hablar tiene los nacidos en la vieja patria de los Mexicas, dijo “Buenas noches, señor”, y desapareció por la misma puerta, tras su señora

Y allí quedó Juan, compuesto y sin novia, con las flores y el anillo en las manos. Se giró hacia la salida y empezó a andar, desalentado; muy, muy, tocado. Llegando al final del pasillo al que se abrían los camerinos, soltó el ramo en una papelera, y salió del teatro.

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