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Euterpe y Tauro (3)

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CAPÍTULO 3º

Han pasado más de tres años que, para Elena Gaenva, han sido de cambios bastante rotundos en su vida pues, su marido, a poco de regresar ella de América, formalmente le pidió el divorcio, pues quería formar un nuevo hogar con la mujer junto a la que, en un sí es, no es, convivía de años ya. También, a primeros del tercer año tras aquél Febrero de 2006 en Ciudad México, habíase casado su hija, con lo que Yelena Gaenva se quedó sola. Sola pero tranquila, casi feliz. Juan Gallardo, tras años de tortura, recordándole, ansiándole, por fin, había pasado a ser un recuerdo; bello, muy bello; dulce, muy, dulce, pero sólo eso, recuerdo, que, acordado a veces, ya no le daba dolor, en contra de lo que Jorge Manrique dice en sus famosas “Coplas a la muerte de su padre”: “Cuan presto se va el placer/; cómo después, de acordado/, da dolor./ Cómo, a nuestro “parescer”/, cualquier tiempo pasado/ fue mejor”. No; para Yelena Gaenva el tiempo pasado, por bello y feliz que hubiera sido, no lo entendía mejor; simplemente, fueron otros tiempos; distintos, diferentes, pero pasados, y, ya se sabe, agua pasada, no mueve molino…

Pero en ese mismo día en que ahora nos encontramos, entre mediados y fines de Agosto del 2010, esa especie de “Arcadia Feliz” en que instalara su vida año y pico atrás, se estaba tambaleando un tanto. ¿La culpa? Esa puñetera película cuyo contrato un mal día firmó, otra versión de “Carmen”, que la llevó a rodar en España, en la serranía de Ronda, Málaga. Y eso, estar en España, reavivó el recuerdo de Juan, con lo que la herida, en cierto modo, volvió a abrirse.  Anduvieron rodando por allí, por la sierra, unas tres semanas, al cabo de las cuales todo el equipo, actores y técnicos, regresaron a la ciudad de Málaga…

Elena había estado pasándolo bastante mal, por ese pensar y pensar en su Juan, añorándolo, con lo que llegó decidida a marcharse a la mañana siguiente, en el primer avión que la llevara a Madrid y de allí a San Petersburgo. Pero, de nuevo, la Diosa Fortuna tenía otros planes, unos planes que dieron por tierra con las intenciones con que la actriz rusa llegó a la ciudad, porque al entrar en el hotel, y recoger en recepción la llave de su habitación, casualmente su vista cayó en un cartel de toros, el de las corridas de la feria malagueña… Y a la vista le saltó, hiriéndola, la foto de su amado… Quedó sin habla, sin sangre en las venas, y el corazón le dio un tremendo vuelco en el pecho para, enseguida, ponérsele en la garganta, atragantándola. Por unos instantes, quedó clavada, anclada al suelo, con los ojos casi desorbitados mirando aquél rostro tan irresistiblemente amado; hasta que, corriendo alocada, se metió en el ascensor subiendo a su habitación

Ya allí se lanzó a la cama tal y como estaba, vestida y calzada, llorando amargamente, con infinito desconsuelo. “¿Por qué, Señor, por qué? ¿Por qué Has permitido que le vea?”, se decía, con todo el dolor del mundo. Aquella noche apenas durmió; lloró hasta no poder llorar más, agotadas cuantas lágrimas podía generar y luego, transida de dolor, quedó pensativa, sumida en un piélago de incertidumbres, indecisiones. Su mente le decía que debía salir de allí, y de España, lo antes posible; que lo que debía hacer, era levantarse e irse al aeropuerto y tomar el primer avión que la sacara de allí, rumbo a donde fuera, pero fuera de España, sin demora…

Pero su alma, su corazón, todo su ser, decían algo bien distinto. Sí, que se levantara y se lanzara a la calle, pero para ir con él esa misma noche. Para verle, para abrazarle, para besarle. Para entregarse a él en cuerpo y alma, y ser suya hasta el fin de sus días… O, cuando menos, hasta que él quisiera, hasta que la alejara de su lado, pues tampoco se hacía tantas ilusiones respecto a la constancia de “su Juan” respecto a ella en mor de los años que le sacaba, diez y algún que otro mes. Y así, desojando margaritas, una tras otra, llegó a una especie de armisticio con ella misma: Se quedaría el tiempo suficiente para verle una vez más; para verle ella, pero sin que él pudiera verla. Le vería de lejos, desde un asiento de la plaza, alejado del ruedo para que él no la encontrara. Y luego se marcharía definitivamente de Málaga y de España, desde Madrid, para nunca más volver, nunca más volver a verle.

 “Acordado” el “armisticio”, Elena fue tranquilizándose, hasta quedar dormida, pero tal y como estaba, sin desvestirse, sin descalzarse Despertó muy tarde, bastante más allá del mediodía. Y rota, tras la tormentosa noche pasada y, además, con la ropa y los zapatos puestos. Se levantó, se descalzó y desvistió, yéndose al baño. No se duchó, sino que llenó la bañera-hidromasaje de agua caliente bien espolvoreada de sales de baño, relajantes, perfumadas; se metió en el agua, relajándose a modo, entregándose a esa dulce molicie de los chorros del líquido elemento masajeándole todo el cuerpo; hasta se adormiló un poco, arrullada por la bendición de los chorros del agua, entre caliente y tibia, macerándole el cuerpo todo

Salió por fin del baño, se acicaló y vistió y, más hambrienta que otra cosa, bajó al vestíbulo del hotel. Pero no obstante la “gazuza” que su estómago padecía, se fue directa a ese cartel de toros que tanto la emocionara la noche anterior; no sabía ni “papa” de español, pero a leer el nombre “Juan Gallardo” en tal cartel sí llegaba y los números significan lo mismo en todos los idiomas, por lo que le fue fácil saber qué días toreaba “su Juan”, resultando que lo hacía al mismísimo día siguiente y, de nuevo, dos días después. Se fue seguidamente a recepción, inquiriendo

—Por favor, ¿dónde puedo comprar ticket para la corrida de mañana?

El recepcionista, sin inmutarse, sacó del interior del mostrador, especie de parapeto tras el que se mantenía, todo un fajo de billetes de toros

—Barrera de sombra, ¿verdad señorita?

—Oh, no. Más lejos; me dan miedo los toros, ¿sabe?…

Imperturbable, el empleado del hotel siguió

—¿Tendido bajo…filas 3, 4?

—No, no. Por favor, más alto, más lejos del ruedo. Es que me dan mucho miedo.

En fin, que cuando al día siguiente se sentaba en el coso de “La Malagueta”, lo hacía, más o menos, en el “gallinero”, es decir, en lo más alto y, por ende, más barato de las localidades del coso taurino. Eso sí; a la sombra, que tampoco era cosa de pasarse, sudando todo el tiempo. Esa tarde, para Elena Gaenva, fue de temores, de miedos tremendos, pero también hubo sus alegrías; había llegado a la plaza provista de unos prismáticos, no para ver la corrida en sí, sino para verle a él. Así, le enfocó a placer mientras hacía el paseíllo, el momento del espectáculo que más le gustaba, tan lleno de colorido pero, también, tan huérfano de violencia, de sangre, de peligro… De muerte. Se decía entonces, mientras se recreaba viendo ese rostro, esa figura tan varonilmente bella “¡Pero qué guapo que es el condenado!”, suspirando por él

Y luego, cuando acabó ese despeje de plaza y los toreros, “maestros” y  subalternos, trocaron las sedas de los capotes de paseo por el percal de los de brega, los de verdad, los de torear, un puntillo de celos la invadió cuando vio que el mozo de espadas de “su Juan” le entregaba el capote del “maestro” a una mujer de la barrera. Y tremendamente bella, por cierto. Entonces, una idea nunca antes abrigada, la asaltó. “¡Dios mío!” “¿Y si me ha olvidado?” “¿Y si ya quiere a otra?” Quiso mentirse, decirse que a ella qué podía importarle ya eso, pues, ¿no se iba a ir esa misma tarde, para nunca más volver a verle?; ¿es que no tenía el billete del avión en el bolsillo? Sí; todo eso era cierto, pero… ¡Ay, los “pero”!

Después, desde que el primer animal pisó el ruedo, sintió miedo, mucho, muchísimo miedo viéndole a él frente a las dos…bueno, las seis fieras, las dos de Juan, y las otras cuatro, las de los otros dos toreros, en los “quites”, cuando Juan Gallardo se abrió de capote ante cada una de ellas. Peo también vibró de emoción; y, por qué no decirlo, de orgullo, cuando la plaza se trocaba en estruendoso clamor de “¡Ooolééé!” “¡Ooolééé!” “¡Ooolééé!” Aquello, ver a todo ese gentío, casi diez mil personas, rendidas, devotas, visceralmente entregadas a “su Juan”, la emocionó hasta lo más íntimo de su ser. La imagen de su amado, ante ese público delirante, se agrandaba, pero es que, para ella, se agigantaba.

La tarde salió redonda, a efectos taurinos y del público aficionado, pues el encierro resultó “de durse”, seis “murubes” que, fieles a su larga historia de reses bien encastadas en bravo, embistieron sin descanso a una terna de tres toreros que estuvieron a su gran altura, disfrutando, pues, del final homenaje de la vuelta al ruedo en el arrastre, y acabando la corrida con los cuatro protagonistas, los tres espadas y el mayoral de la ganadería, saliendo a hombros por la puerta grande de “La Malagueta”

Entonces, cuando los cuatro hombres eran sacados a hombros del redondel y de la plaza, hasta la calle, Elena marcó en su “móvil” el número del hotel que la alojaba

—¿Oiga?... Soy Elena Gaenva; ¿podrían localizarme el hotel donde se aloja el torero Juan Gallardo?

Tardaron algún minuto en responderle que lo intentarían, y doce o quince minutos después recibía una llamada indicándole el nombre de un hotel y el número de una de sus habitaciones. Sin perder tiempo, Elena tomó un taxi, a la puerta de la plaza, que la dejó ante el hotel requerido, y allí se dirigió, directa, a Recepción

—Por favor, ¿podrían decir al torero Juan Gallardo que Elena Gaenva le espera en el “hall” del hotel?

El recepcionista así lo hizo y, apenas algún minuto después salió del ascensor un Juan Gallardo todavía pálido, casi demacrado, más terroso que pálido, en bata larga, de seda, mas luciendo una sonrisa de oreja a oreja. Se precipitó raudo hacia ella, que le tendió los brazos al acercársele él. Se cogieron de las manos y se miraron, arrullándose con la mirada

—¡Estás aquí, Elena! En España, en Málaga. ¡Dios mío! ¡Me…me parece un sueño! Un sueño mágico, del que temo despertar…

—Pues créetelo, mi amor. Tienes mis manos entre las tuyas, siéntelas, amor mío, para que te convenzas

Y ya lo creo que Juan Gallardo se convenció de que aquellas manos no eran etéreas, sino muy, pero que muy, reales, a juzgar por el pellizco que ella le “endilgó”, sin comerlo ni beberlo. Pero, “son las cosas de la vida, son las cosas del querer”, pues ese pellizco, algo así como a lo que antes se llamaba “pellizco de monja”, pues en sus colegios dejaban señaladas a las niñas para una semana, a Juan Gallardo no le dolió en absoluto, aunque se enteró por completo de él

—Sí, estás aquí; no sueño, ciertamente. Pero, ¿cómo ha sido esto?

—Cosas del cine, amor. Llevo más de tres semanas por la sierra de Ronda rodando una película. Llegamos aquí, a Málaga, antes de ayer, a última hora…y vi que toreabas hoy…

—¿Me has visto torear

—Sí; sí que te he visto…

—Y, ¿cómo es que no te he visto? Te hubiera dado el capote de paseo, como hice en México. Te hubiera brindado los dos toros, como también hice entonces…

—Por una tontería, Juan, por una tontería. No quería que me vieras y tomé una localidad de las de arriba, lejos del ruedo, lejos de ti, de tu mirada… Oye, ¿y quién es esa mujer tan guapa a la que le ofreciste el capote? ¿Tu mujer? ¿Tu novia? ¿Tu…tu lo que sea?...

Juan se rio con ganas

—Mi nada Elena; mi nada. No hay nada de eso, sigo célibe, tan célibe como cuando te vi en París, tan célibe como estaba en México. Ya sabes, me enamoré de una mujer que, para mi desgracia, tiene un marido y una hija. Y, qué quieres, sigo enamorado de ella. Mi corazón sigue, pues, ocupado, nadie puede ocuparlo, pues nadie, ninguna mujer, puede competir con esa. En nada, Elena, en nada…

Elena Gaenva sonrió feliz ante sus palabras,   

—Sabes Juan? Venía con intención de que cenáramos juntos esta noche, pero no sabía si sería posible; ya sabes, las mujeres solemos ser celosas, las rusas, por lo menos, lo somos. Y supongo que las españolas también… Y ver eso, que le ofrecías el capote a esa tía, me hizo pensar…pues eso, que, a lo mejor… Bueno, creo que me entiendes

—Ya; que te pusiste celosilla por si mis sentimientos hacia ti hubieren variado

—Bueno, pues sí; lo reconozco…

Él se la quedó mirando, fijamente, entre extrañado y anhelante

—¿Y…aquél miedo que tenías al verme torear? ¿Aquél terror que te impedía estar conmigo?

—Sigo teniéndolo, cariño mío; esta tarde también lo he pasado fatal. Pero vivir sin ti es peor; así, sí que me volvería loca. Prefiero pasar ese miedo cerval, pero  estando contigo, teniéndote cada noche conmigo, despertándome entre tus brazos, y contigo entre los míos, que estar sin ti el resto de mi vida. Te quiero, cariño mío, te adoro; ya no puedo vivir sin ti. Eso es una tortura mayor que saberte ante esas horribles fieras. Aunque eso sí, nunca más volveré a verte torear; eso no, no puedo, mi amor, no puedo

—Pero, ¿y tu carrera? ¡Cómo vamos a vivir juntos si tú, mayormente, estás en tu Rusia!

—No te preocupes por eso, mi amor, que todo lo tengo pensado, planeado. Viviremos aquí, en España, en Madrid, y mi carrera la amoldaré a cuando no torees. Porque, imagino, que no lo harás todo el año, sus 365 días seguidos; viniste a París, luego…

—Sí; me tomo un descanso cada año. Suelo acabar la temporada española hacia mediados-fines, de Octubre, tras las Ferias del Pilar de Zaragoza, y la americana la suelo empezar tras las Navidades, casi nada más pasar la fiesta de Reyes, primeros-mediados de Enero; como muy tarde, a inicios de Febrero

—Pues a esos meses limitaré mis actuaciones; y tú vendrás conmigo donde yo vaya; y yo donde tú vayas. No iré a verte torear, pero te esperaré en el hotel, rezando por ti, a Cristo Jesús y a su Bendita Madre, la Virgen María, y Ellos te protegerán, estoy segura, amor. Así, dormiremos juntos todos los días, me tendrás contigo todas las noches,  siempre que me desees, mi amor, y siempre que yo te desee.  Dejaré el cine, ¿sabes? No quiero volver a besar a ningún otro hombre más que a ti, aunque sea en la ficción; ni que nadie, más que tú, me vea desnuda

Y ahora fue él, Juan Gallardo, el que si no rio, sí que se le iluminó el rostro en una sonrisa de oreja a oreja. Soltó las manos de ella para abarcarla entre sus brazos, abrazándola, al tiempo que ella le echaba los brazos al cuello, estrechándole, estrechándose ella, contra el cuerpo de su Juan, su “Vanechka”,(1) y los labios, las bocas de ambos, se buscaron, afanosas, fundiéndose en idílico beso, en el que ambas lenguas se unieron, se fundieron, más bien, en una sola, acariciándose mutuamente en suave, cariñosa, tierna y dulce caricia, fusionándose también ambas salivas en un todo común repartido entre las dos bocas Ella, Elena, le había entreabierto sus labios y su lengua salió al encuentro de la de él, uniéndose ambas. Sus bocas se separaron, pero prosiguieron enlazados por el prieto abrazo que les unía. Entonces, él preguntó

—¿Y has pensado dónde quieres que cenemos?

—Pues sí. Pensaba que cenáramos en la cama, desnuditos los dos, y muy,  muy juntitos, tras de que hayamos hecho el amor, al menos, una vez. ¿Te apetece mi plan, Vanechka mío?

Y él rió de buena gana, al responderle

—¡Más que comer con los dedos! Eres divina, mi amor, divina, divina. Me encanta que seas así, tan…tan… Tan ardiente

—Soy rusa, eslava, cariño mío, de las de verdad; y las eslavas, cuando amamos, lo hacemos de verdad, entregándonos en cuerpo y alma; sin condiciones nos rendimos al amor, de una vez y para siempre. Y otra cosa, mi amor; solemos ser integralmente fieles al ser amado, pero también, muy, muy ardientes al amar,  vehementes… ¡Tórridas!

—Sí, amor; me encanta que seas así…que sepas amar como sabes hacerlo, como también yo entiendo lo que es amar, cómo amar, en la entrega absoluta al ser amado, al ser querido, dee una vez, y sin reservas: Olvidándote de ti mismo, para darte por entero al ser querido, haciendo de la dicha del ser amado la  propia dicha  del  disfrute de la pareja, el propio disfrute

Se calló; callaron los dos, para sólo mirarse, con todo el amor, todo el deseo, que ambos compartían en sus miradas, hasta que ella, Elena, Yelena, preguntó

—Y, ¿dónde quieres que “cenemos”, amor? ¿En tu habitación o en la mía?

Por los ojos de Juan Gallardo bailoteó un diablillo saltarín y juguetón cuando respondió a su amada

—Y por qué no en nuestra habitación; la tuya y la mía…

Elena Gaenva abrió mucho los ojos, enteramente sorprendida por la salida de su amado, y en esos ojos apareció una muda pregunta, a la que él respondió sin hablarle a ella, sino al recepcionista del hotel, aunque sin dejar de mirarse en los ojos de ella  

—Por favor, ¿podrían darnos, a mi novia y a mí, una habitación? Con una sola cama, por favor. Una cama de… Sí; MATRIMONIO. Porque, ¡te casarás conmigo! Vamos, digo yo…

Elena volvió a lanzar a los cuatro vientos el cascabel de su risa, alegre, desenfadada…

—¿Te casarías tú con una abuelita? Porque, cariño mío, vidita mía, mi hija se casó a primeros de año y ahora está de entre cinco y seis meses; luego, ya ves… En nada seré abuelita

—Y la abuelita más joven, más guapa…y más “rica”, “buenaza”, “maciza”, de este mundo. ¡Pero, si pareces una chiquilla! Seguro que tu hija no está tan joven como tú estás, ni es tan guapa como tú, ni, muchísimo menos, está tan “rica”, tan “buenorra”, como tú estás. Que me traes loco de deseo, mi amor, mi vida, mi bien, mi…mi…mi… Bueno; mi TOODOOO…

Elena seguía riendo, escuchándole, aunque también diciéndole

—A ver, a ver. Traduce eso último, que no lo he entendido…

Y Juan le explicó que era algo así como un superlativo de mujer, carnalmente, “buena”, usando el término francés que exprese tal idea, del cual, un servidor de ustedes, queridas/os lectoras/es, ni zarrapastrosa idea, vamos. Porque el bueno de Juan Gallardo, que mantenía todo este diálogo en francés, lengua vehicular entre la diva y él, habíalo dicho en castellano, vulgo español, un tanto, o bastante, desgarrado, refrendando la “faena” con otro término en castellano igual de desgarrado, “buenorra”, que acabó por hacer decir a la bella

—No; si ya veo que voy a tener que ponerme a estudiar, y muy en serio, el español, porque cualquier día, a saber lo que se te ocurre llamarme…

—Sí, mi amor; vas a ser una abuelita la mar de rica y “buenaza” Pero también una mamá más que joven, más que guapa. Más que “buenorra” y más que “buenaza”. Porque, no irás a decirme que no quieres que tengamos hijitos…

La mirada de Elena, entonces, cuando escuchó esto del que ya, sea como sea, fuera como fuere, seria, indudablemente, su hombre, se tornó embriagadoramente dulce, sensual, como pocas veces lo sería

—Si tú los quieres, yo también los quiero. Entre nosotros, todo, todo, me entiendes, todo, será como tú digas y dispongas. Seré tu mujer, te cases o no conmigo, y seré tuya, enteramente tuya, mi amor, mi vida, mi cielo… ¡Aayy!... ¡Recepcionista; denos rápido esa habitación! O no respondo de mí y a saber qué acaba pasando aquí. ¡Lo  mismo, un más que subido espectáculo porno!...

De pocas, el empleado tras del mostrador no suelta la carcajada pues, a lo bajinis, bien que se venía riendo con el espectáculo que estaban montando aquellos dos clientes; y como el movimiento se demuestra andando, dijo con toda autoridad

—¡Botones! Acompañe a los señores a la “suite Nupcial”

Y los dos, Juan y Elena, se lanzaron a la más descarada de las carreras hacia el ascensor, junto al que ya estaba, como aquél que dice, el susodicho botones. Mientras tanto, el recepcionista cruzó una mirada de entendimiento con un caballero, ataviado de elegante smoking, que hacia el final del mostrador había estado siguiendo toda la escena que ante él se desarrollaba con un interés no exento de silenciosa hilaridad, el cual asintió con la cabeza a la muda pregunta que el recepcionista le hacía, con lo que éste dijo en voz ya un tanto alta

—¡Señor Gallardo! La estancia de esta noche en la “Suite Nupcial” no se le cargará en cuenta. Acéptelo como un obsequio del hotel a usted y a la bella señora

—Muchas gracias, caballeros. La señora, mi futura esposa, y yo, les quedamos muy agradecidos. Son ustedes muy amables.

Juan y Elena, tras del botones, llegaron a la puerta de la famosa “suite” cuya puerta el empleado del hotel abrió, entregó a la llave a Juan y, discreto, “hizo mutis por el foro”. Entonces, al quedar, al fin, los dos solos, Juan, ese Romeo del siglo XXI, tomó en brazos a su Julieta y, de tal guisa, cual recién casados en su Noche Nupcial, en su “Noche de Bodas”, traspasó el dintel de la habitación

Fin del relato

NOTAS AL TEXTO

1.En Rusia, es muy normal nombrar a las personas con las que se tiene cierta confianza, que no son simples conocidos, por el diminutivo del nombre propio; pero sucede que  también suelen darse dos diminutivos para un mismo nombre, uno, el más normal, el que se suele usar con amigos y tal, en un trato, digamos, de tú a tú, y otro,  más íntimo, más cariñoso, usado con niños, y personas muy íntimas, novios y demás. Así, Juan, en ruso, es  Iván, su diminutivo normal, Vania y el cariñoso,  más íntimo y entrañable, Vanechka.

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