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Primer relato sobre mí

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Empecé en el sexo de pago a eso de los 28 años, después de una relación fracasada y una operación que me había dejado con 27 kilos de más.

No me era fácil tener relaciones, estaba muy desengañado y el sexo de pago era una salida cómoda.

Empecé a frecuentar algunas casas de citas: en la calle Princesa, 3; en la zona de Malasaña, en la zona de Serrano… No me gustaba el sexo callejero y, como tenía un poco de dinero mensual, prefería la comodidad.

Era una época en la que no existía aún un Internet que te ayudara y los anuncios se buscaban en los periódicos, principalmente el País, el ABC o Diario 16.

Las casas de citas te permitían, en general, poder ver antes a las chicas.

Empecé con las sesiones normales. De vez en cuando, alguna me ofrecía un griego por una cantidad adicional. Probé por primera vez el follar un culo y me gustó. Y me gustó tanto que me fui aficionando.

El problema era que hacer el griego encarecía bastante la sesión y que no todas lo querían hacer.

Fue en un viaje a Bilbao cuando me ofrecieron un masaje. La novedad es que utilizaron un vibrador de los que acaban en una pelota redonda.

Me lo pasaron por el cuello, por la espalda, por los pies, por las piernas… cuando subía por los muslos, la chica hizo un comentario sobre si me estaba excitando mucho por allí. Era verdad.

Viendo los efectos, siguió y me lo pasó por el culo; me corrí como un adolescente.

Fue cuando descubrí lo sensible que era mi culo en el sexo.

—Te excita demasiado. Deberías probar a que te meta un consolador…

Me lo metieron en un viaje a Barcelona, en la calle Daribau. Se supone que el consolador era para la chica, pero empezó a darme el masaje, se dio cuenta de la excitación cuando me apretaba el culo, dejó deslizar sus dedos por mi agujero, metió un poco de uno de ellos y me convenció de que probase.

El dildo lo descubrí en la calle Ruiz, en un segundo piso. Pedí una chica con juguetes y vino una morena bastante guapa con un vestido negro hasta los pies y un buen escote. Traía en la mano los juguetes y me los enseñó para que eligiese el tamaño a usar. Cuando seleccioné uno me sonrió y me dijo que tal vez estaría mejor con un dildo. Pregunté qué era. La dije de probar.

Salió y volvió sin nada en las manos, pero con un bulto en su entrepierna. Me avisó.

—¿Estás seguro? Dicen que el que lo prueba se engancha…

Probé y me encantó ver en el espejo de la habitación cómo me penetraba.

Volví dos veces más, pero el servicio era caro…

Internet ya estaba en el mundo y en mi casa. Allí descubrí el mundo de los travestis, por donde estaban… Iba con mi coche por el jardín del museo de Ciencias, por las calles de alrededor, por la calle Jenner… A veces me gustaba alguna que estaba por allí. Por fin me decidí y empecé a subirlas al coche y a contratar una mamada. Luego me atreví a hacer un completo con alguna. Era un griego completo, pero mucho más barato. El problema era que algunas estaban en condiciones penosas por la droga.

Así que empecé a navegar por Internet para buscar casas, de grupo o particulares.

Probé con varias. Las que estaban en casas solían ser más guapas que las que hacían la calle y tenían mejor apariencia. Y seguían siendo baratas.

Empecé a descubrir nombres propios: Sabrina, Francheska, Marcela… Y empecé a llevar un diario.

Sabrina, en el paseo de la Habana 82, era la más repetida. Y fue la que me penetró por primera vez.

Seguía yendo con mujeres bio como activo y como pasivo de sus dildos, pero pronto dejé de pedir dildos: prefería ir con travestis.

El paso definitivo fue con Roberta Rodriguez, en la calle América. Me lo hizo tan bien que me convertí en travestero.

La lista de nombres, en tantos años, ha sido larga. Todas han ido quedando recogidas en mi diario, con indicación de si me habían penetrado o no.

En julio de 2014 se produce un giro en mi vida. En el metro, en uno de esos vagones donde nos agolpamos de forma masiva, alguien se aprieta por detrás contra mi culo, me demuestra inequívocamente sus intenciones y me suelta en la oreja un “Sígueme” que obedezco como un autómata. Es un obrero del metro. Me mete en una de esas habitaciones, cierra la puerta y, por primera vez en mi vida, un hombre me posee.

Paso algunos días de zozobra, pero él vuelve y vuelve. Convivimos durante algo más de un año. Me hace su pareja y adopta el rol de macho, haciéndome adoptar el de hembra. Me regala lencería que me obliga a usar en casa. Me vuelve loco con su sexo diario. Me vuelvo totalmente pasivo.

Con tanto sexo en casa, abandono totalmente el sexo de pago.

Por desgracia, las cosas no siempre son perfectas. En diciembre, con las fiestas y el alcohol, me posee delante de sus amigos. En Reyes, me dice que se la chupe a uno de sus amigos mientras él me posee. El problema es que ese morbo le gusta, pero a mí también. A las dos semanas, su amigo me posee de vez en cuando y me voy metiendo en una espiral de sexo. Un vecino de unos setenta y tantos me mete mano en el ascensor mientras me dice que se me escucha muy bien cuando hago sexo. Le ofrezco mi culo.

Cuando se cumple algo más de un año del episodio del metro, mi hombre tiene un accidente laboral que le deja con la cabeza perdida. Su familia se lo lleva a una residencia mental. La historia se acaba.

Vuelvo al sexo de pago. Vuelvo con travestis, pero, de vez en cuando, me aventuro por lugares de sexo masculino. Conozco a dos negros que me obsequian con sus servicios profesionales.

Ahora mantengo una equidistancia entre travestis y machos.

Pero cada vez hay menos travestis que me atraigan y más hombres que me hacen sentirme lleno.

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