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Rocío

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Se oía a lo lejos la voz ronca de un saxofón, solitaria, dulce, como acariciando la sensualidad de una mujer cuya belleza flota en el recuerdo; su mirada hechizante, su atmósfera femenina.

Salí del edificio y me dirigí a la calle pensando en la mujer tal vez, o en cualquier cosa. Antes de voltear una esquina vi una silueta que me trajo de vuelta a la realidad, eran las piernas blancas de Rocío; halagué su belleza antes de saludarla. Más noche pude halagarla de nuevo, tomándome un vaso de vino en su sillón, porque se veía preciosa con el pelo alborotado. Puso un disco de jazz y se dejó caer en el brazo del sillón, acariciándose las piernas cruzadas, deslizando sus dedos finos por los muslos apenas cubiertos por un short. Su mirada tenía una seriedad bella y sus maneras tenían una mezcla exquisita de alboroto y discreción.

La plática, aunque agradable, era una imagen en segundo plano, su cuerpo era el foco de mi atención. Se levantó una u otra vez, caminó de aquí a allá, se agachó para cambiar la música, fue y vino de la cocina y en todos los segundos me la comí con la mirada sin pudor alguno, saboreando sus líneas curvas. Tanto gusto me di viendo sus nalgas que cuando volví a tener dominio y razón le había bajado el short a las rodillas y su nalga derecha, desnuda, se había ruborizado sutilmente por las nalgadas que le había dado.

La miré febrilmente a los ojos asombrados y fue en ese momento cuando me dio una cachetada. Diré, que, aunque me corrió con insultos, vi su sonrisa entre las cortinas de la ventana.

De vuelta en el edificio, el saxofón se había callado y en su lugar una armónica grave aullaba un blues lento y solitario. Mi mano seguía ardiendo, y mis pensamientos, en Venus.

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