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Amanda, la buena vecina

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Yo creo en la buena vecindad. Los vecinos son personas que se relacionan por algo más que la simple proximidad de sus viviendas. Entre ellos puede haber un sentimiento de amistad y, principalmente, de apoyo ante los problemas que uno u otro puedan tener. 

Un vecino apoya al otro, la mayor parte de las veces, en forma desinteresada y sin esperar nada a cambio. Sin embargo, ésta es obligada cuando el primero lo necesita, haciendo realidad el conocido lema: “hoy por ti, mañana por mí”.

Una noche de abril, mi tío Álvaro llamó por teléfono a mi abuela y la invitó a pasar unas semanas con él y su familia, aprovechando la boda de Lucía, la hija mayor, quien se casaría con un joven mexicano. Mi abuela, instantáneamente, manifestó su deseo por asistir, pero luego, pensó en que no podía dejarme solo. Yo no podría ir por mis estudios, ya que los exámenes del semestre estaban por empezar y ella no podía dejarme solo. Por ello, comenzó a decirle a mi tío que le agradecía la invitación, pero que no podría ir. Yo la escuché, y le dije que fuera, que no se preocupara por mí, que yo ya no era un niño y que podría cuidarme solo.

— Una oportunidad como esa no debes de desaprovecharla —le dije—. Ve, que yo me puedo cuidar solo.

Ella se quedó dudosa y le dijo a mi tío que lo pensaría. En los días sucesivos yo me ocupé de convencerla de que no tenía razón para preocuparse por mí.

— Está bien —dijo finalmente—, iré si me prometes cuidarte y alimentarte bien. — ¡Lo prometo! —le respondí.

Tenía entonces 18 años y me había iniciado en el sexo con las clásicas masturbaciones de adolescente siempre pensando en mujeres mucho mayores que yo, porque en mis fantasías eróticas, no sé por qué, siempre aparecían mujeres maduras, con una característica común: algo rellenitas y de grandes senos. Sabía que tenía que ser muy cuidadoso, ya que mi abuela era muy estricta en estas cuestiones y no sabría comprender mis nacientes aficiones por el sexo. 

Siempre buscaba momentos de soledad (a la hora de dormir, en el baño, etc.) para dar rienda suelta a mis instintos sexuales. Yo mismo me fabriqué, con una tela gruesa pero suave, una bolsita para meter en ella el pene y eyacular en el interior, a efecto de no dejar manchada la sábana de la cama, porque ya en una ocasión, mi abuela me había regañado por “ensuciar” las sábanas.

En la tarde siguiente de que mi abuela se fue, me disponía a ver televisión, cuando sonó el timbre de la puerta. Yo andaba por casa con pantaloneta y playera. Así vestido, me dirigí a abrir. Era doña Amanda, la señora que vivía en la vecindad, mujer de 51 años, morena, con el pelo recogido, no era una belleza de cara, pero su bien hacer en el maquillaje la hacía resaltar mucho, algo gordita y magnificas tetas.

— Hola. Buenas tardes, sólo quería saber si no necesitabas algo ahora que tu abuela se ha ido. — ¡Doña Amanda! —respondí sorprendido, ya que no la esperaba.

Ella me miraba con una sonrisa y yo, le respondí que le agradecía su interés, pero que me encontraba bien.

— ¿Almorzaste? —preguntó solícita. — Sí. No tenga pena. — Está bien. 

No vaciles en pedirme cualquier cosa que necesites. Pasaré después a ver cómo estás. — ¡Gracias! —fue lo único que atiné a decir.

Ella se agachó para recoger una bolsa del supermercado que tenía en el suelo y yo advertí por su escote los grandes senos que debía esconder aquella mujer bajo el vestido. Cerré la puerta y no lograba quitarme de la cabeza el escote de doña Amanda, por lo que planeé una masturbación memorable para esa noche, haciéndome toda clase de fantasías con ella. Mi abuela Marta era muy estimada por los vecinos. Todos la saludaban con respeto y aprecio y la tenían por una gran señora. Ella los trataba con la misma cortesía y deferencia, salvo por el caso de doña Amanda, quien siempre saludaba muy amablemente a mi abuela y buscaba su conversación, pero no recibía lo mismo en reciprocidad ya que mi abuela no gustaba de su amistad.

Ella decía que doña Amanda no era una “mujer decente”. La realidad es que la famosa doña Amanda estaba casada con un señor que trabajaba como supervisor de una cuadrilla de construcción de caminos en Petén, por lo que venía a la capital a visitar a su esposa uno o dos días cada trimestre, dejándola sola la mayor parte del tiempo. Al parecer, doña Amanda había tenido dos hijos, uno de los cuales había muerto en su infancia y el otro se había marchado a vivir a Los Ángeles, California, donde trabajaba, había establecido su residencia y fincado su hogar.

Doña Amanda vivía sola y ello la había llevado a serle infiel a su esposo. Mi abuela decía que ella había tenido más de un amante, por lo que no gustaba de relacionarse con la mencionada mujer.

Yo, por mi parte, desde que escuché a mi abuela decir que ella era una “traga hombres”, había comenzado a fijarme más en esa mujer, y a hacerla de vez en cuando, blanco de mis fantasías masturbatorias. Pero fue en el momento de que ella se agachó levemente, cuando llegó a llenar mi pensamiento.

Como a las seis de la tarde, sonó el timbre. Era nuevamente doña Amanda.

— ¡Hola! —saludó alegremente—. Vengo a ver si tenés cena para hoy. Estoy segura de que tú solo no te alimentarás bien. — Gracias —le respondí, entre agradado y extrañado—, pero mi abuela me dejó algo de dinero, así que había pensado ir por ahí a comer una hamburguesa. — Eso no es suficiente —dijo ella—. Lo que necesitas es una buena comida casera. Regreso en un momento.

Y dicho esto, se marchó de regreso a su casa. Como a las siete de la tarde, volvió a sonar el timbre. Pensando en que podía ser ella, me puse un poco nervioso cuando fui a abrir la puerta. Abrí, y me encontré frente a doña Amanda que traía unos trastos sobre un azafate. Inmediatamente noté que se había cambiado de ropa y tenía puesta una blusa azul aún más escotada que el vestido que le había visto anteriormente.

 Mis ojos se quedaron fijos en aquella parte de su anatomía y después de un momento, dándome cuenta de mi torpeza, agregué mientras me apartaba de la entrada:

— ¡Pero qué descortés soy! ¡Pase! Pase, por favor.

Doña Amanda entró a la casa y sin pedir permiso se dirigió hacia el comedor, dejó los trastos sobre la mesa y volviéndose a mí, me preguntó:

— ¿Querés cenar ya? — Yo… en realidad creo que sería magnífico —respondí. — Excelente —dijo ella con una sonrisa—. Entonces, comeremos ahora.

Me sentí un poco desconcertado, pero ella fue a la cocina y tomó unos platos, los que puso sobre la mesa. Seguidamente puso cubiertos y un par de vasos. Luego tomó asiento y destapó los trastos que había traído, conteniendo un espagueti a la Boloñesa y una ensalada que se veía bastante apetitosa.

Durante la cena conversamos sobre asuntos de poca trascendencia: El clima, mi abuela, su viaje, mis estudios, etc. Sin embargo, ella fue haciendo que la charla se tornara más y más íntima. 

Salpicaba la plática con preguntas que denotaban el deseo de conocer más sobre mis aspectos personales. Me miró fijamente a los ojos y yo le devolví una sonrisa, sin saber qué hacer o decir. No pude sostener su mirada y bajé la vista, deteniéndome en sus senos. No pude evitar pensar en lo buena que estaba y en lo mucho que un inexperto como yo podría aprender de esta hermosa mujer.

— ¿Tenés novia? —me preguntó. — No —le respondí un poco avergonzado. — ¿Has estado con alguna mujer? —preguntó con una expresión de lascivia en su mirada. — No —respondí con voz casi inaudible. — O sea, que ¡eres virgen! —exclamó con un gesto risueño

Creo que los colores se me subieron a la cara. Para ese momento tenía una erección que me estallaba a través del pantalón que llevaba puesto.

— ¿Por qué te ruborizas? —preguntó. Lo único es que creí que un chico tan guapo como tú y en estos tiempos, pues…

Bajé la vista. Sentía su mirada clavada en mí, cuando preguntó con suavidad:

— ¿Qué clase de mujeres te gustan?

Pensándolo ahora, no sé cómo me atreví a responderle como lo hice. Quizás fue por la confianza que me estaba inspirando o por el deseo que estaba sintiendo, pero pude contestarle:

— Las mujeres como usted.

Ella comenzó a reírse a pierna suelta y me dijo:

— ¿Cómo yo? ¿Pero estás loco? Yo soy una vieja y tú lo que necesitas es una chica de tu edad. — No, se lo juro, me gustan las mujeres maduras. Como usted…

En ese momento ella me miró fijamente unos instantes. Luego se puso de pie y me pidió permiso para usar el baño. Yo me quedé sentado a la mesa, pensando en lo que estaba pasando, sin saber si había hecho bien o mal en hablarle de aquella forma. Unos minutos después, escuché la voz de doña Amanda, que me llamaba. Me acerqué al baño, pero ella no estaba allí. Sin embargo, estaba abierta la puerta que comunicaba con la alcoba de mi abuela, por lo que me acerqué al umbral, y allí la vi.   Estaba acostada en la cama de mi abuela, se había quitado la blusa y la falda, teniendo sólo medias y brassier. Ante aquel espectáculo, no pude menos que experimentar una nueva erección que templaba ya la tela de mis pantalones.

— ¡Acercate! —ordenó ella en un susurro, en tanto que yo la miraba como embobado.

Ella sonrió un momento y luego preguntó:

— ¿No vas a quitarte esa ropa? Aquellas palabras parecieron despertarme y rápidamente comencé a desabrocharme los pantalones.

Doña Amanda sonrió complacida al ver mi prisa. Se sentía deseada y eso le satisfacía. Mi pene cabeceaba de deseo y tuve que quitarme con rapidez el calzoncillo para darle libertad al enfurecido miembro.

—Vaya, hijo. Parece que tenés un muy buen instrumento —dijo al apreciar mis 23 centímetros.

Mi nerviosismo seguía creciendo por segundos. Cuánto más cerca estaba de mi sueño, más nervioso me encontraba.

— ¡Ven! —ordenó ella con voz suave. Mientras me acercaba, vi como ella se quitaba el brassier, dejando al descubierto sus enormes tetas, grandes, macizas, surcadas por ligeras venitas azules, coronadas por grandes pezones casi negros, rodeados de enormes aureolas obscuras Creí que me corría de felicidad.

— Creo que podré enseñarte una o dos cositas, dijo al tiempo que alargaba su mano y me agarraba la verga y los huevos con delicadeza.

Nunca había imaginado que aquello pudiera ser tan excepcional. Me sentí como en el paraíso y atreviéndome, llevé mi mano hasta sus tetas. 

Allí estaba yo tocando aquellos dos melones con enormes pezones. Doña Amanda seguía tocándome, aunque ahora con más ritmo. Creo que en un minuto estaba ya para correrme. Ella se dio cuenta y lo dejó. Se puso de pie y se bajó las bragas. Abrió las piernas, a manera de invitación, dejándome ver el vello que cubría el triángulo donde se unían sus piernas y, más abajo, la profundidad de su vagina. El deseo me encabritaba el pene más y más.

— ¡Qué grande lo tenés! —susurró con voz sensual. — Usted me pone así —respondí.

Me subí a la cama, nos abrazamos y comenzamos a acariciarnos. Aunque nunca había tenido una aventura sexual, mis manos recorrieron ávidas el cuerpo de la mujer. Me apoderé de ambos senos, los amasé y acaricié largamente. Los senos siempre me habían llamado enormemente la atención. Me tendí sobre ella y nuestros vientres se aplastaron uno contra el otro, en tanto que yo le devoraba un pezón y su aureola y le chupaba con pasión la enorme teta. Ella me correspondía con besos por el cuello y en las orejas. Yo en cambio solo quería besar y coger sus grandes tetas. Acostados en la cama, seguimos con los juegos de besos y caricias. No hablábamos ninguno de los dos.

En una de las vueltas que dimos el uno sobre el otro, advertí con mi rodilla, que su coño estaba totalmente mojado. Entonces, por primera vez, deslicé mi mano hacia su entrepierna y le toqué su cueva oscura y peluda. Ella dio el primer respingo de la tarde. Ella seguía mordiéndome el cuello y ahora sí me susurró al oído que le metiera un dedo dentro. A lo que yo accedí automáticamente. Empecé un mete y saca rítmico que hacía que se estremeciera en la cama. Agarró mi verga y, al mismo ritmo que yo le introducía ya dos dedos, ella empezó a masturbarme. A los dos minutos, entre jadeos y suspiros, tuve mi primera corrida. Mi semen manchó la colcha de doña Amanda

Ella me dijo que no importaba, que lo lavaría después, que lo importante era que siguiera frotándola con mis dedos. En cierta forma, me sentí decepcionado.

Yo esperaba algo más que ser solamente masturbado. Sin embargo, ella no dejó de masturbarme y a pesar de mi eyaculación, mi verga en pocos momentos volvió a estar erecta como un mástil.

Tras un rato de aquellas caricias, ella sintió la venida de su primer orgasmo. Cerró las piernas y mi mano quedó engullida de tal manera que no podía moverme. Tuvo varias convulsiones y después de un largo gemido, quedo abatida en la cama. Me acerqué y comencé a besarla de nuevo. Mi boca se posaba sobre la suya, que se abrió, permitiéndome meter la lengua. Ella me correspondió, metiéndome la lengua hasta la garganta. Pasados unos minutos me tumbó de espaldas y me dijo que ahora le tocaba a ella. Que me enseñaría lo que era un verdadero acto sexual, ya que mi primera corrida había sido más de ansia que de gozo. Y era verdad. Se puso de rodillas y suavemente me agarró el pene y comenzó a frotarlo cuan largo era.

Haciendo mi pija con una mano, me acarició los testículos con la otra. Comencé a decir algo, pero en ese instante ella aprisionó mi polla con los labios y con gran facilidad se tragó mi verga hasta los huevos.

Yo di un respingo que por poco me caigo de la cama y las palabras quedaron en el olvido.

Empezó a chuparme desde la punta de la polla hasta la raja del culo. Me sentí desfallecer de placer, y le sujeté la cabeza en aquella posición, mientras con la otra mano le acariciaba la espalda y las nalgas. La mujer me lamía el pene y lo mamaba con gran habilidad, mientras toda la poderosa erección entraba y salía de su boca con un ritmo delicioso. ¡Qué gusto más grande!

Trataba yo de prolongar el goce, pero comprendí que no iba a poder contenerme por mucho rato más. Doña Amanda continuaba mamando golosamente, con sus labios aferrados a mi verga, resbalando de tal modo que la cabeza del instrumento casi le salía de la boca y luego empujaba hacia adelante, perdiéndose el pene entre el túnel de su garganta. Yo la detuve y saqué suavemente mi virilidad enfurecida de su boca, a punto de eyacular, tratando de serenarme para no terminar tan rápido.

Ella comprendió el motivo y, sabiamente, me asió el pene, presionando con fuerza en la base del instrumento, donde se une con los huevos, y logró detener mi derrame, que hubiera sido decepcionante para ambos.

Tras unos minutos de pausa, se montó sobre mí como se monta un caballo y con gran facilidad se empaló en mí. Estaba totalmente mojada y lubricada y en cada vaivén de entrada y salida, su cara se estremecía de placer. Estaba gozando tanto como yo. 

Se levantaba y se echaba sobre mí. Cada vez que se echaba y notaba sus tetas sobre mi pecho el placer se multiplicaba. No quería que aquello se acabara nunca. Hubiera deseado prolongar aquel placer, pero nada dura para siempre. Eyaculé otra vez, pero ahora fue dentro de ella. Aquello fue el placer más grande sentido en mi corta vida. Ella también me dijo que había tenido un par de orgasmos durante la penetración.

Yo estaba de nuevo como una estaca. Mi polla con un brillo especial pedía más guerra. Doña Amanda se echó de espaldas sobre la cama y me dijo que fuera yo quién ahora mandara la situación. Se abrió de piernas y pude observar su raja abierta todavía goteando de mi última corrida.

— ¡Vení! —pidió ella.

Sin embargo, esta vez no obedecí. Viendo las piernas abiertas de doña Amanda y observando el apetitoso espectáculo de su vulva y aquellos carnosos labios, la agarré por las caderas, para atraerla y sepultar mi cara en el punto donde se juntaban los muslos. Mamé y lamí con una mezcla de ternura y pasión, sintiendo por primera vez en mi vida, el sabor de mi propio semen, y no me pareció feo. 

Logré excitar el clítoris al máximo, haciéndola prorrumpir en gritos de delirio, al tiempo que la taladraba con mi lengua caliente y húmeda.

Doña Amanda se meneaba al sentir aquellas caricias. El calor que la poseía se hacía más y más fuerte. 

Ella brincó en la cama y se retorció como una serpiente. Seguí lamiéndola furiosamente por todas partes, haciendo presión en los repliegues más íntimos de su cavidad, hasta que quedó limpia. Pero no me detuve y continué chupando y lamiendo con avidez, haciéndola temblar y sacudirse como una hoja al viento. Entonces, en forma jadeante, con voz trémula, ella suplicó:

— ¡Metémela! ¡Por favor, metémela!

Gateé sobre ella y mi verga se puso de punta, frente a la entrada de la vagina. Me abrazó y con una mano dirigió mi pene hacia su vagina y lo puso en la entrada, tocando los grandes labios. Me dijo que empujara y así lo hice. De nuevo mi pene entró hasta el fondo sin ningún problema y me abrí paso en el túnel del amor. Para ambos, aquella introducción fue una fuente indescriptible de placer.

Ahora era yo el que empujaba hacia fuera y hacia dentro. Ella agarrando mis caderas en ocasiones, y otras apretándome el culo guiaba mi ritmo. De pronto, sentí su dedo juguetón insinuándose por la abertura de mi ano. Estaba demasiado excitado para protestar, cuando ella me introdujo el dedo medio en el culo. Pese a un pequeño dolor, la sensación fue inenarrable. Estaba en el paraíso. No necesitaba de su ayuda para marcar un ritmo. En esta ocasión nos corrimos los dos a la vez. Después de estar un ratito abrazados me besó y nuevamente me metió la lengua hasta la garganta. Yo le correspondí y así estuvimos otro rato, hasta que la verga se me paró otra vez.

— ¡Vaya, muchacho! —me dijo al ver mi nueva erección—, tú sí que parecés una máquina de sexo. ¿Dónde habías estado metido todo este tiempo?

Nos acariciamos nuevamente con furia, buscando excitar nuestros cuerpos al máximo. 

Doña Amanda tenía la respiración entrecortada y la vista nublada por el deseo. Sin dificultad, le metí toda mi verga, llegando hasta el tope. Por unos instantes quedé quieto, mientras doña Amanda acentuaba sus movimientos. Por fin, el ritmo de ambos se acompasó. Por momentos yo retiraba mi pene casi hasta la punta de la cabeza y entonces doña Amanda levantaba las caderas buscándolo. En ese instante, yo acometía con fuerza, hasta tropezar con el fondo de la vagina.

Un grito de gozo y sensualidad salió de ella. Esto me excitaba aún más, y me sentía muy satisfecho de estar haciendo gozar genuinamente a la mujer. Nuestros cuerpos electrizados temblaban y los gemidos se mezclaban con palabras de amor. 

Las contracciones de la vagina se transmitían a mi miembro y ella sentía los golpes de mi pene en lo más profundo de su ser.

— ¡Ahhh! ¡Ahhh! —gritaba ella moviendo la cabeza a uno y otro lado, frenética, mientras que yo, a golpes de barra, la hacía temblar y bramar.

Fui bombeando con mayor dedicación, como si fuera un émbolo mecánico. A estas alturas, después de tres orgasmos, ya no tenía la fuerza de la primera vez, pero esto me hacía aguantar más, tratando de darle con todo y manteniendo el control, a la vez que la trastornaba de pasión. Acometía de manera brutal, sacudiéndole los senos sin piedad. Seguí ciego en mi ardiente tarea, buscando para ambos un paroxismo que calmara nuestras ansias de placer.

Doña Amanda reía y lloraba a medida que se iba acercando a su clímax total, el cual explotó momentos después en el interior de sus entrañas, permitiéndole alcanzar el nuevo y tan deseado orgasmo. Por largos segundos se agitó como un animal herido. Los músculos de la vagina pulsaban vigorosamente, apretando y prácticamente ordeñando mi pene, haciéndome llegar a la cúspide de una manera rápida y prodigiosa. En sucesión vertiginosa sacaba mi verga, casi hasta desconectarme, para luego meterla violenta y bestialmente en forma total. De pronto, gemí profundamente, clavé mi estaca hasta el fondo y un torrente de esperma se derramó en las profundidades del caliente túnel.

Mis espasmos eran fuertes y me sacudieron hasta que terminó la eyaculación. Doña Amanda no se contuvo. Gritó cuanto quiso, estremeciéndose con fuerza.

Yo me recosté encima de ella y permanecimos así, abrazados, jadeando, durante largo rato. Finalmente, giré y quedamos acostados uno al lado del otro, recuperando el aliento. 

Nos abrazamos estrechamente, uniendo nuestros cuerpos, respirando agitadamente, recreándonos en el placer experimentado. Permanecimos otro rato juntos, gozando nuestra fatiga y luego abrazados, nos quedamos dormidos.

Al despertar, noté que ya había amanecido. Busqué a mi compañera, pero el lecho estaba vacío de su lado. Me levanté y aún desnudo, fui a buscarla por la casa, pero ella no estaba. Resignándome, fui al baño y tomé una ducha.

Mientras desayunaba, dejé divagar mi mente sobre los acontecimientos de la noche anterior y de sólo pensar en ello, el pene me dio un respingo.

— ¡Caramba! —exclamé para mí—. No sé bien cómo sucedió todo. Pasé la noche con la vecina y, peor aún, al pensar en ella, estoy deseando cogérmela otra vez.

Eso es todo. En el futuro les contaré más.

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