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El calvario de Luciana (6)

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-Tu ex empleadita ya fue estrenada, querida, y el cliente quedó chocho con ella. –dijo Emilia para iniciar la conversación. En realidad estaba deseando tener a Graciela entre sus brazos, pero no pensaba demostrárselo para ser ella quien mantuviera el control y dirigiera las cosas.

-No me digas, qué bien, así que la nena ya es una prostituta.

-Exactamente, y también un animalito. La hemos dejado con una capacidad cerebral mínima y una memoria muy corta, tenés que verla.

Graciela aprovechó la oportunidad y dijo:

-Me encantaría, pero no puedo caer por ahí sin ser invitada. No es mi estilo.

-Oíme, esta tarde pienso ir de shopping con ella para comprarle alguna ropa y calzado, todo muy de puta. ¿Querés acompañarme?

-Por supuesto, me gustará mucho. ¿Dónde nos encontramos y a qué hora?

-A las cinco de la tarde te espero con ella en Santa Fe y Rodríguez Peña.

-Perfecto, ahí nos vemos. Un beso.

-Otro, pero de lengua. –dijo Emilia y cortó la comunicación.

Graciela respiró hondo, se echó hacia atrás en el sillón y no pudo ni quiso contener el gesto de llevar una mano a su entrepierna, por debajo de la falda. Con gusto se hubiera masturbado, pero Rolando podía llamar a la puerta en cualquier momento y con un largo suspiro retiró la mano.

A las cinco menos cuarto de la tarde le avisó a Rolando que ya no volvía.

-En todo caso te llamo a última hora por si hubiera novedades. –le dijo.

-Bueno, arquitecta, hasta mañana entonces.

Y a las cinco menos cinco estaba en la esquina de avenida Santa Fe y Rodríguez Peña, mirando ansiosamente su reloj a cada rato.

Emilia y Luciana descendieron de un remís a las cinco y dos minutos. La proxeneta llevaba del brazo a su putita y sonrió al ver a Graciela, que había pensado no moverse y que fuera Emilia quien se le acercara al llegar, pero no pudo contenerse y avanzó hacia ellas.

-Hola, Emilia; hola, Luciana. –saludó tratando de aparentar tranquilidad.

-Hola, arquitecta, usted me ayuda. –dijo la chica y posó en Graciela sus ojos ausentes. La arquitecta la miró con una emoción rara, algo así como una mezcla de morbo y culpa.

Emilia tomó la cara de Graciela por la barbilla y le dio un beso en la boca, que Graciela abrió inmediatamente para dar paso a esa lengua invasora, avasallante, posesiva, inapelable, y así lo sintió la arquitecta, que cuando Emilia decidió dar por terminado el beso tenía las mejillas rojas y respiraba agitadamente. Se recompuso con esfuerzo y asintió cuando la proxeneta dijo tomándola de un brazo igual que a Luciana: -Bueno, vamos por la ropita de mi pichona.

Introdujo a ambas en una galería comercial y fue hasta el fondo en busca del local que le interesaba, donde vendían cierta ropa muy especial.

La chica que atendía estaba sentada tras el mostrador y al verlas lo rodeó para recibirlas:

-Hola. –dijo. -¿En qué puedo ayudarlas? –Y Emilia, cazadora siempre alerta, apreció con una larga y lenta mirada la belleza de la vendedora, cuya edad no debía superar los veinte años.

-Hola, encanto, estoy buscando cierta ropa y calzado para esta putita. –dijo sin más y señaló a Luciana.

La vendedora tragó saliva, asombrada por la crudeza de la frase y preguntó esforzándose por controlarse.

-¿Qué… qué clase de ropa y en qué tipo de calzado piensa, señora?

-Me interesan esas minifaldas de la vidriera, la de jean y una igual en otro tipo de tela, tangas hilo dental de varios colores, negro, rojo, blanco y para arriba algunas camisetitas bien audaces, de esas que apenas cubren las tetas. ¿Se entiende, pichona? Y botas, quiero comprarle botas negras bien altas, una por sobre la rodillas y otra a mitad de los muslos, número 37, supongo.

Graciela estaba fascinada por la naturalidad y la firmeza con que Emilia se manejaba y por el efecto que ejercía ante la vendedora, que la escuchaba en silencio y con la mirada en el pìso.

-Sí, sí, señora, ya le voy trayendo todo. –dijo la chica y Emilia quiso saber su nombre.

-María. –contestó la vendedora y se dirigió al sótano del local.

Emilia miró a Graciela y sin soltar el brazo de Luciana, que aferraba con fuerza, le dijo: -¿Vas a salirme hoy otra vez con lo de tu maridito y tus hijos o te vas a quedar a pasar la noche conmigo?

Graciela sintió como si se incendiara por dentro, pensó un poco y luego dijo:

-No, creo que puedo arreglarlo. Hay una amiga que está pasando un mal momento y mi marido lo sabe. Le puedo decir que se siente mal y que voy a pasar la noche con ella para contenerla.

Emilia sonrió saboreando su victoria y dijo:

-Veo que además de muy bella sos inteligente, Gracielita.

-¿La putita trabaja esta noche? –preguntó la arquitecta.

-Claro, la tengo comprometida por quince noches.

-Mmmmmhhhhh, qué aceptación tuvo.

-No esperaba yo otra cosa, tesoro, pero, ¿por qué lo preguntaste?

-Es que me hubiera gustado incluirla.

Emilia soltó una risita: -Ah, bien, claro, debí acordarme de que la perrita es quien despertó en vos tu lado lésbico.

-Cosa que le voy a agradecer siempre. –dijo Graciela mirando a Emilia con los ojos entornados, sugerentes.

En ese momento volvió la vendedora trayendo en sus brazos todo lo pedido por Emilia: las botas, algunas camisetas de varios colores, las tangas hilo dental y las botas, que depositó en una mesa ratona lo bastante amplia para admitir el heterodoxo conjunto.

Emilia tomó una de las minis, la de jean, la apoyó de frente contra el cuerpo de Luciana, y le dijo a la vendedora: -Llevamos a la perrita al sótano para probarle todo esto. ¿Querés venir?

-Me gustaría. –se sinceró la chica algo ruborizada. –Pero tengo que estar aquí por si entran clientes.

-Te entiendo, pichona. Bueno, hasta luego. –y volvió a tomar a Luciana del brazo, la llevó hasta el comienzo de la escalera y le ordenó que bajara.

-Y vos. –le ordenó a la vendedora, ayudala a mi amiga a bajar todo y después sí volvés a subir.

Emilia Martínez Olascoaga era así. Ordenar estaba en su naturaleza. Nunca pedía, ordenaba, sobre todo si se trataba de mujeres. La chica obedeció dócilmente, impresionada por la figura y el carácter de esa mujer que, además, iba a hacer una muy buena compra.

-Le hago probar todo y cuando terminemos te llamo para que ayudes a subir las cosas.

-Sí, señora. Espero. –contestó la chiquita sintiéndose rara ante los modos de esa desconocida que la trataba como si ella fuera su mucama.

Graciela, mientras tanto, sentía que ese clima que se estaba viviendo y que Emilia había impuesto la excitaba mucho.

Cuando estuvieron las tres en el sótano con todas las prendas y las botas, Emilia le ordenó a Luciana que se desnudara.

-Debo ser obediente y sumisa. –recitó la jovencita y empezó a quitarse la ropa hasta exhibir sin velos su cuerpo perfecto ante las miradas codiciosas de Emilia y Graciela.

La arquitecta se acercó a la jovencita y le preguntó a Emilia:

-¿Puedo? –y adelantó una mano hacia los pechos de la putita.

Emilia la autorizó con una sonrisa y entonces Graciela disfrutó de acariciar esas hermosas tetas y de jugar con los pezones que de inmediato se endurecieron bajo sus dedos mientras Luciana jadeaba con los ojos cerrados.

-Qué pena que tenga que trabajar. –se lamentó Graciela apartando su mano luego de un momento.

-Bueno, querida, quedate tranquila y dejalo por mi cuenta. Ahora empecemos con las pruebas de vestuario. Tomá, pichona, ponete esta tanguita y después esta mini. –dijo y le alcanzó a Luciana una tanga hilo detal blanca y la mini de jean, brevísima, por cierto. Cuando la tuvo puesta Emilia le ordenó que se sentara en un puff de terciopelo ubicado muy cerca y cuando la jovencita lo hizo la proxeneta observó, complacida que lo breve de la faldita permitía ver la tanga.

-Mirá Grace, ¿no luce muy puta nuestra amiguita?. –preguntó.

-Ya lo creo que sí, pero va a lucir más puta todavía con una de esas botas. Empecemos por las más altas.

Emilia tomó la primera del par de botas que llegaban a la mitad de los muslos y se dirigió a Luciana:

-A ver, perrita, dame la pata derecha. –Y cuando la chica estiró dócilmente su pierna le calzó la bota y luego repitió la operación con la otra pierna.

-Parate, pichona. –ordenó y Luciana se puso de pie y cuando Emilia le ordenó que diera algunos pasos le costó hacerlo, porque no estaba a acostumbrada a llevar tacos tan altos.

-Habrá que enseñarle a caminar con esas botas. –observó Graciela.

-Luisa se encargará. –contestó Emilia y algo le hizo mirar hacia arriba, hacia la entrada al sótano, y entonces vio a la vendedora que, descubierta, desapareció de inmediato.

Emilia sonrió y se dijo que tenía que hablar con esa cachorra.

Siguieron con las pruebas y Luciana se exhibió ante ambas mujeres con todas las minis, las varias camisetitas y los dos tipos de botas, que Emilia, una vez arriba, pidió también de color marrón para combinarlas con las falditas y las camisetas de esa gama.

-Bueno, pichona, lo llevo todo.

-Ya se lo preparo, señora. –dijo la vendedora todavía un poco turbada por haber sido sorprendida cuando espiaba.

Emilia la dejó hacer y en determinado momento, luego de guiñarle un ojo a Graciela, que retenía a Luciana por un brazo, le dijo a la chica:

-Contame que hacías asomada al sótano mientras le probábamos la ropa a mi putita.

-Perdóneme si le molestó, señora, no sé… no sé por qué lo hice, perdóneme, por favor. –contestó la vendedora con la cabeza gacha y sin interrumpir su tarea de doblar y poner en bolsas con el logo del local toda la compra.

-Pero no,  tesoro, si no me molestaste mirando. Al contrario, me gustó que te interesara lo que hacíamos ahí abajo. –dijo Emilia adoptando ese tono insinuante que usaba en determinadas circunstancias. El clima era de tan alto y sutil voltaje erótico que Graciela notó que se estaba mojando. “¡Dios mío! ¡Qué mujer!” –se dijo y continuó observando la escena mientras apretaba sin darse cuenta el brazo de Luciana, perdida en la niebla de su mente y ajena por completo a lo que ocurría.

-Sos muy linda, nena. ¿Lo sabés? –dijo Emilia mientras la vendedora iba terminando de preparar las bolsas.

-Gracias, señora. –contestó la chica con una vocecita adelgazada por la vegüenza.

-¿Vivís con tus papis o solita? –continuó hostigándola Emilia.

-No, con una amiga, señora, mis padres murieron.

-Ay, pobrecita. –fingió condolerse la perversa proxeneta.

-Hace un año, en un accidente en la ruta. –amplió la vendedora. –Me dejaron el departamento, que era de ellos, pero viviendo con mi amiga a las dos se nos hace más aliviado, con los gastos, digo.

-Entiendo, pichona. ¿Y qué hacés además de trabajar aquí? ¿Estudiás?

-Sí, señora, mi amiga y yo estudiamos medicina.

-Ah, mirá que bien las doctorcitas. –dijo Emilia y al ver que la compra estaba lista le indicó a Graciela que la ayudara a llevar las bolsas. Pero antes sacó de su cartera una tarjeta personal y se la extendió a la vendedora.

-Tomá. –le dijo. –Si alguna vez sentìs que acá no estás bien o ganás poco y querés cambiar de trabajo llamame, linda. –e inclinándose desde su estatura hacia la chica la besó muy cerca de la boca durante dos segundos, sin que la vendedora se apartara. Inmediatamente después indicó el camino de la salida a Graciela que se llevó a Luciana con ella y desde la puerta la puerta Emilia le envió un beso con el dedo a María, que la miraba fijamente.

Una vez en la calle Emilia encabezó la marcha hacia el remís que las esperaba. El conductor, al verlas, descendió del vehículo y se apresuró a abrir el baúl para que pusieran allí las bolsas.

-Las tres vamos atrás. –dispuso Emilia. –Pasá, Graciela. –y una vez que se hubo sentado la arquitecta hizo entrar en el auto a Luciana para después ubicarse ella.

-Bueno, a casa otra vez. –le indicó al conductor e inclinándose un poco hacia delante dijo dirigiéndose a la arquitecta: -Bueno, Grace, ¿te tengo conmigo hasta mañana, entonces?

Graciela se avergonzó de semejante pregunta ante el conductor del remís, pero se sobrepuso y sumergiéndose decidida en el morbo que le provocaba la situación contestó:

-Soy toda tuya hasta mañana.

-Eso merece un premio, querida, y lo vas a tener. –dijo Emilia sonriendo lascivamente.

-¿Puedo elegir el premio?

-Sé qué premio vas a elegir y desde ya lo tenés concedido.

El conductor seguía el diálogo echando furtivas miradas a Emilia a través del espejo. Siempre lo había intrigado esa clienta que usaba cada tanto el servicio de la agencia y siempre lo pedía a él, tal vez por lo confortable y limpio de su auto y su discreción, ya que nunca hablaba si no le hablaban.

Lo intrigaba la mansión, cuya estructura conocía porque cuando lo llamaban le abrían el portón para que esperara adentro. Y en esta oportunidad le llamaba la atención la jovencita tan hermosa y que no había pronunciado una sola palabra en todo el viaje. Y también ese diálogo tan sugestivo entre la clienta y esa mujer pelirroja tan atractiva, de voz aterciopelada, sensual. Pero él estaba para conducir a la clientela y trató de mentalizarse en esa dirección para no excitarse ante lo que presumía un vínculo erótico que unía a las tres pasajeras.

-Por lo que vi en el negocio no dejás pasar ninguna posibilidad por alto, ¿cierto, Emilia? –preguntó Graciela.

-Exactamente, querida. Estoy siempre alerta, que es una de las virtudes fundamentales en un cazador.

La arquitecta tenía más preguntas, pero por discreción las iba a hacer en la mansión, sin testigos peligrosos como el chofer del remís.

Una vez en la mansión Emilia llevó a Graciela y a Luciana al saloncito e hizo comparecer allí a Luisa.

-Venimos de comprarle ropa a la pichona, todas estas bolsas que ves, ropa de puta porque es una puta y debe lucir así para la clientela, bien sexy, bien provocativa, bieeeeeeeeeen puta. Llevátela de vuelta a su habitación con toda esta ropa, Luisa. Tirá todo eso que llevaba puesto cuando vino y tenémela preparada para su trabajo de esta noche. Ya te digo quien viene. –dijo la proxeneta y consultó la agenda que siempre llevaba consigo en la cartera.

-Mmmmhhhh, a ver, sí, la señora Gloria. Va a llegar a las 10 de la noche, así que tenémela lista para esa hora. Elegí qué ropa le vas a poner y ya sabés, le aplicás una enema y me la tenés bañadita y perfumada. Ahora traenos café.

-Bien, señora. –dijo la mucama y abandonó la habitación llevándose las bolsas con la ropa y a Luciana.

Al rato volvió trayendo los dos pocillos de café y la azucarera, depositó la bandeja sobre la mesa ratona y estaba por retirarse cuando Emilia la detuvo.

-Luisa, prepará a la putita ahora para nosotras, para mí y mi amiga –y le sonrió a Graciela. -Tenela lista y estate atenta cuando yo te avise para que la lleves a mi dormitorio.

-Entendido, señora. –dijo la mucama y abandonó el saloncito para cumplir con la tarea encomendada

Graciela bebió el primer sorbo y dijo:

-Gracias por el premio.

-Te lo ganaste, querida.

–Sí, creo que sí y ahora decime, Emilia, ¿pensás que esa chica del local te va a llamar?

-No sé, querida, pero nunca dejo de probar.

-¿Y si te llama qué vas a hacer?

-Cada captura es diferente, Grace. Viste cómo se dio con Lucianita, pero en el caso de esta chica, de María, si me llama la cito en alguna confitería y averiguo lo más posible sobre ella. En principio ya sé que sus papás murieron y que vive con una amiguita en el departamento que heredó, pero bueno, acá no viene hasta que yo esté segura de que no corro ningún riesgo. Tengo protección y lo sabés, pero igual me cuido mucho, querida. Y ahora basta de hablar de esa chiquita. –dijo Emilia y se arrimó a Graciela en el sillón que compartían, le rodeó los hombros con un brazo y fue acercando muy lentamente su rostro al de esa pelirroja que la apasionaba. Graciela pensó que iba a besarla y entonces cerró los ojos y entreabrió su boca ansiosa de ese beso. Pero Emilia era zorra vieja en eso de seducir y detuvo su boca a centímetros de la boca de la arquitecta. Le echó su aliento caliente unos segundos, notó que su presa temblaba y entonces le dijo manteniendo la proximidad de ambos rostros:

-Me dejaste con ganas la otra noche, Grace… ¿Por qué no se te ocurrió en ese momento lo de tu amiga que lo está pasando mal? ¿Querías hacerte desear, perrita? ¿Querías dejarme caliente?

-Ay, no, Emilia, ¿qué decís? ¿Te creés que yo no tenía ganas también? Pero bueno, esa noche no se me ocurrió esta excusa.

-Bueno, por esta vez pase, pero la próxima que yo te quiera conmigo toda la noche y pretendas escaparte directamente te secuestro… -dijo Emilia y esta vez sí besó a Graciela en la boca, boca que se abrió entregada, húmeda, deseosa de esa otra boca diabólicamente hábil en el arte de besar. Los labios y la lengua de Emilia la enloquecían y el enloquecimiento aumentaba a medida que esa mano ascendía por sus muslos bajo la falda lentamente, muy lentamente anulando su razonamiento, su capacidad de pensar, convirtiéndola en un cuerpo de mujer ardiendo en el paroxismo de la calentura sexual. No estaba hipnotizada ni le habían dado la droga, pero sintió que ya no era ella con su historia, con su título universitario, con su experiencia empresarial, con su familia. Era sólo una hembra ardiendo de deseo lésbico. Erizada de pies a cabeza se dejó besar en la boca y el cuello largamente, una y otra vez, con una lentitud sabia que la iba obnubilando cada vez más. Su última idea fue: “Esta mujer es un demonio, hace lo que quiere conmigo, no podría negarme a nada que me pidiera…” Y la proxeneta se apartó de pronto dejando a Graciela respirando agitadamente, con los ojos entornados y la boca abierta y le pidió que se desnudara, y el pedido, formulado con todo firme, sonó como una orden que Graciela obedeció mientras la dueña de casa la observaba cada vez más excitada. No podía tratar a una mujer de otra manera que dominándola, imponiéndose, su naturaleza era la de una dómina. Y mientras esto pensaba Emilia, la arquitecta iba exhibiendo sus encantos: sus piernas largas, bien torneadas, la curva armoniosa de sus caderas rotundas, sus pechos de un blanco marfilíneo y pezones rosados que ya estaban duros y erectos, sus nalgas redondas. De pronto la visitante reparó en algo y preguntó alarmada:

-¿Me vas a sacar de acá así… ¿Desnuda?... No quiero que…

-Dos cosas, Grace. –la interrumpió Emilia. –Lo que quieras o dejes de querer no me interesa. Yo soy quien manda, pero por otra parte no te preocupes, porque de acá te saco hasta mi dormitorio por un pasillo al que nadie de la mansión tiene acceso.

Graciela respiró hondo ante lo que acababa de oír sobre el mando. “Yo soy quien manda”, había dicho Emilia y evidentemente era así. Eso la asustó por lo que había de amenazador en esa frase y de amenazador también en sus propios sentimientos. Si Emilia mandaba, ¿hasta dónde estaría ella dispuesta a obedecerla?

(Continuará)

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