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El calvario de Luciana (7)

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La señorona sabía de esa degradación a la que eran sometidas las desdichadas que caían en las garras de Emilia, y desde que conoció el para ella exquisito goce de cogerse a un bello animalito con forma de mujer ya no pudo prescindir de ese disfrute. Sentía una fuerte atracción por humillar a la putita de turno. Se excitaba maltratándola y eso se proponía hacer con Luciana.

……….

Mientras tanto, Graciela, en su casa y compartiendo la cena con su esposo y sus dos hijos, no podía dejar de pensar en su nueva situación. Su marido le estaba hablando pero ella sólo escuchaba el sonido de esa voz, incapaz de comprender lo que la voz decía. Su mente estaba en la mansión y en su vínculo morboso con Emilia. Pensaba en la transformación notable que había experimentado en los últimos dos meses, cuando Luciana había empezado a trabajar en la inmobiliaria. Primero, el despertar de su costado lésbico, con esa fuerte atracción por su empleadita, y ahora su repentina entrega en sumisión a Emilia, cuya voluntad se le imponía sin posibilidad alguna de evitarlo.

“Sí, -se dijo. –claro que puedo evitarlo, Me niego a entregarme en estas condiciones y listo, pero el tema es que no quiero evitarlo. Me excita esto de la sumisión a ella, me pone a mil que ella mande y yo obedecerle, que sea suya.”

-¡Graciela!, ¡¿pero qué te pasa!? ¡estás como ida! ¡te hablo y no me escuchás!

El reclamo de su marido la volvió al aquí y ahora, con él y los hijos mirándola alarmados. El peligro obró como estimulante y se recompuso velozmente.

-Ay, no, perdón, Enrique, es que… nada, me enganché con un problema que tengo en la inmobiliaria y estaba, bueno, estaba tratando de ver cómo lo saco adelante. Pero ya está, reconozco que la cena en familia no es el momento para pensar en esas cosas. –dijo y les sonrió a los tres, que le devolvieron las sonrisas tranquilizados por la explicación.

Esa noche tardó en conciliar el sueño. Su marido se durmió enseguida y ella se dio a pensar cómo sería de allí en más su relación con Emilia. Ignoraba qué era realmente la dominación/sumisión que la proxeneta había mencionado y esa ignorancia le impedía cualquier avance de su imaginación. En determinado momento empezó a mojarse y su calentura creció al punto de verse obligada a levantarse con cuidado, para no despertar a su marido, e ir al cuarto de baño, donde se masturbó echada de espaldas en el piso y debió taparse la boca con una mano cuando tuvo el orgasmo, para ahogar los gritos que brotaban de su garganta. Después de permanecer un rato echada para reponerse, tomó un somnífero de ésos que consumía en ocasiones especiales y regresó a la cama. Se durmió pocos minutos después y tuvo un sueño. Ella ante Emilia que le hablaba pero ella no podía escucharla y entonces Emilia se enojaba y la abofeteaba y volvía a hablarle pero ella seguía sin poder escucharla. Suponía que le estaba ordenando algo, pero ¿qué? ¿cómo obedecer esa orden si no podía escucharla? Y Emilia se enfurecía y seguía abofeteándola cada vez más fuerte hasta que la tensión onírica hizo que despertara, bañada en sudor y mojada. “Dios mío. –se dijo. ¿Quién soy en realidad?”, y poco después, somnífero mediante, volvió a dormirse.

………….

En ese mismo momento Luciana estaba desnuda en cuatro patas sobre la cama, penetrada por la señora Gloria con un consolador sujeto mediante un arnés de cintura. Se lo había metido en el culo y la poseía con violencia, arrancándole gemidos de dolor en cada embestida y gozando de darle fuertes chirlos en las nalgas. Por momentos se inclinaba hacia delante y con una expresión sádica en su rostro le retorcía y estiraba los pezones hasta hacerla gemir y retorcerse de dolor. Luciana era como un animalito indefenso y sollozante y eso hacía gozar morbosamente a la señorona, que después de un rato de violenta penetración anal sacó el dildo del culo de la jovencita, le ordenó que se pusiera frente a ella y se lo metió en la boca, para que lo chupara. Luciana tenía las mejillas arrasadas en lágrimas. Sufría sin poder comprender el porqué de lo que le estaban haciendo. Sólo sabía que esa mujer no la ayudaba.

Toda la noche pasó la pobrecita entre vejámenes y violencia sexual e incluso debió soportar que después de haber tenido que lamer la concha de la clienta hasta hacerla acabar, la señorona la hiciera echar boca abajo sobre sus rodillas y la nalgueara con fuerza hasta dejarle la cola roja y ardiendo.

-Para esto estás hecha, perra, para hacernos gozar. –le decía y continuaba pegándole. Sólo se detuvo cuando la palma de su mano le ardía tanto que ya le era imposible seguir pegando. Entonces echó al piso a Luciana, que quedó allí sollozando en posición fetal, aterrorizada. La clienta se echó a dormir, satisfecha su sexualidad y colmado su sadismo y sólo despertó cuando en su celular sonó la alarma a las 10 de la mañana.

…………..

Graciela estaba a esa hora en la inmobiliaria atendiendo a un cliente. De pronto en su celular sonó el aviso de un sms.

Se puso nerviosa cuando identificó el teléfono de Emilia.

-Discúlpeme un momento. –le dijo al cliente y leyó el mensaje: “Venite en cuanto termines en tu oficina.”

Recordó ese sueño aterrador y excitante al mismo tiempo que había tenido y respondió: “Sí Emilia a eso de las 7 de la tarde estoy ahí.”

Y en segundos le llegó la respuesta: “Te espero, yegua.”

Jamás había pensado que alguien la trataría de semejante manera y menos imaginó que ese tratamiento la excitaría.

Después de enviar ese sms a Graciela, la proxeneta recibía en el saloncito a la señora Gloria, cuyo semblante lucía rozagante después de la ducha reparadora de tanto goce nocturno.

Mientras bebían café, la clienta le dijo: -Te la zurré un poco. Le puse la cola roja y calentita. ¿Te importa?

-Claro que no, Gloria. Ya no es una persona. Es apenas carne de placer para la clientela. Lo único que no permito es que me la arruinen como fuente de ingresos.

-No, eso claro que no, querida. Pero la hubieras visto. Parecía una perra apaleada. Toda miedosa, sollozando. Eso me calentó y más le di.

-Lo importante para mí es que te vayas conforme, Gloria.

-¡Más que conforme, Emilia! ¡Fue una noche maravillosa con tu animalito!

-¿Vas a repetir?

-¡Por supuesto, querida! ¿Hasta cuándo la tenés colocada?

-Diecisiete días.

-Bueno, anotame para el día dieciocho. –pidió la señorona.

-Date por anotada, querida.

El encuentro terminó cuando Luisa se hizo presente convocada por Emilia para acompañar a la clienta hasta el portón de entrada, tras el cual esperaba el remise que la mucama había llamado por indicación de la proxeneta.

Elba miraba el portón abrirse con el control remoto que accionaba la mucama cuando recibió en su handy el llamado de Emilia convocándola al saloncito.

-Voy ya mismo, señora. –respondió y un instante después estaba allí ante ella.

…………

Cuando Graciela llegó a la mansión y transpuso en su vehículo el portón de entrada se encontró con Elba que en medio de la senda la detenía con un gesto imperativo. Bajó la ventanilla y el ama de llaves le dijo secamente:

-Ábrame la puerta de atrás.

-Hola, Elba, no sé qué…

-Usted lo único que debe saber es que está obligada a obedecer las órdenes que se le den. ¡Vamos! ¡Ábrame la puerta! –insistió Elba con un tono que asustó a Graciela, que además no podía salir de su asombro ante semejante recibimiento. Mientras el ama de llaves se acomodaba en el asiento trasero recordó que ella se había entregado voluntariamente a Emilia como esclava y evidentemente a eso se debía el duro y desacostumbrado recibimiento.

Agitada por diversas e intensas sensaciones puso nuevamente en marcha el auto y entonces Elba le dijo:

-¿Le ordené que arrancara?

-Ay, Elba, bueno, yo…

-Parece que es dura de entendederas, arquitecta. Usted no puede hacer nada por cuenta propia, pero acaba de hacerlo al arrancar sin que yo se lo ordenara.

Graciela trató de dominar sus nervios, detuvo el automóvil, respiró hondo, miró a Elba por el espejo retrovisor y dijo con voz trémula:

-Sí, Elba, está bien, discúlpeme… Comprenda por favor que no tengo ninguna experiencia como… como esclava… Perdóneme…

-No me mire cuando me habla. –dijo imperativa el ama de llaves. –Ya le daremos el adiestramiento necesario para su condición de sierva. Por ahora aprenda lo que le dije: nada de actuar por cuenta propia y aquí siempre con la cabeza gacha. ¿Está claro?

Graciela desvió la vista del espejo retrovisor, tragó saliva y asintió con la cabeza.

-No la escuché. –dijo fríamente Elba.

-Sí, perdóneme, sí… sí, está claro.

-¿A quién le está hablando?

-Perdón… Sí, Elba, está claro.

-Señora Elba. –volvió a corregirla el ama de llaves.

Graciela se sentía humillada pero también caliente, muy caliente con esa férrea dominación que esa mujer ejercía sobre ella. Por un instante se sintió como una colegiala ante una docente severa y esa imagen la excitó aún más.

Volvió a tragar saliva dificultosamente y mientras se daba cuenta de que sus mejillas ardían dijo:

Perdón, señora Elba… Sí, sí está claro, señora Elba.

-Muy bien, ahora arranque y vamos a las cocheras. –ordenó el ama de llaves.

Mientras tanto Emilia esperaba en el saloncito a su flamante esclava, para recibirla y someterla después al ritual de iniciación en la servidumbre. Durante esa espera revisaba su agenda para Luciana, quien esa noche sería entregada al ingeniero Heriberto M., un vejete octogenario tan impotente como vicioso. Llamó a Luisa, le dio las consabidas instrucciones y la salida de la mucama del saloncito coincidió con la entrada de Graciela llevada del brazo por el ama de llaves.

Emilia tomó asiento en el sofá y echada hacia atrás, con las piernas cruzadas y una sonrisa de intensa satisfacción en su rostro, dijo:

-¿Se portó bien, Elba?

El ama de llaves ciñó un poco más sus dedos sobre el brazo de Graciela y contesto:

-Aceptablemente, señora, teniendo en cuenta que es novicia. Tuve que reprenderla pero aceptó sus errores y me pidió disculpas.

-Muy bien, Graciela… ¡Muy bien!... No tengo dudas de que mediante el adiestramiento que vamos a darte llegarás a ser una excelente esclava.

-Gracias, Emilia… -murmuró la arquitecta sin alzar la vista, tal como le había sido indicado por Elba.

La intensa y perturbadora emoción que estaba sintiendo la hacía temblar de pies a cabeza y se esforzaba por disimularlo.

-Gracias, Ama. –corrigió Emilia.

-Gracias, Ama. –repitió Graciela.

-A partir de este momento se acabó lo de tutearme. –siguió la proxeneta. –Sé que te va a costar tratarme de usted y llamarme Ama, pero quizá te ayude saber que cada vez que me tutees o me llames por mi nombre vas a ser castigada.

Graciela no pudo evitar un estremecimiento. “Castigada…” –pensó. “Dios mío, ¿qué clase de castigo?” Castigada ella, esposa con veinte años de casada, madre de dos hijos adolescentes, un varón y una chica; ella, empresaria exitosa tentada por varios de sus pares para integrar una de las listas que se presentaría a las próximas elecciones de la cámara del sector.

“Castigada…” –se repitió y al incorporar esa noción a su conciencia volvió a estremecerse y su respiración se hizo agitada.

Emilia percibió las expresiones físicas de lo que la arquitecta estaba sintiendo. Se puso de pie y mientras avanzaba hacia la puerta del saloncito preguntó:

-¿Está todo listo en la sala de juegos, Elba?

-Sí, señora, me ocupé de inspeccionar que esté todo en orden.

“¿Sala de juegos”? se preguntó Graciela extrañada.

-Bueno, vamos entonces. –ordenó Emilia y encabezó la marcha hacia el fondo del pasillo seguida por el ama de llaves y Graciela. Llegaron al sector de celdas, que Graciela abarcó con mirada asombrada e inquieta y al llegar al fondo se detuvieron ante una puerta de madera labrada que Elba abrió con una de las llaves de un manojo sujeto a un aro de metal que había extraído de uno de sus bolsillos. Emilia abrió la puerta, accionó el interruptor de la luz y le ordenó a Graciela que entrara. Elba le soltó el brazo y la empujó hacia el interior. La sala que la proxeneta llamaba “de juegos” era en realidad una muy bien equipada sala de castigos. Graciela tragó saliva y sus ojos se abrieron desmesuradamente al recorrer el lugar. Había una cruz de San Andrés con grilletes en los extremos y una cuerda en su centro; una cadena con un par de grilletes que bajaban del techo, estantes en los que se veían máscaras, esposas, mordazas y sextoys de distintos modelos, y en una de las paredes pendían varios látigos, fustas y varas. El piso era de cemento y las paredes de ladrillo a la vista.

La arquitecta tragó saliva y luego de un instante de duda se atrevió a preguntar:

-Ama… ¿qué… qué me van a hacer?...

Emilia miró a Elba, que entendió perfectamente el mensaje de esa mirada. Se puso frente a Graciela, le enderezó la cabeza sujetándola por el pelo y le pegó una fuerte bofetada.

-Aprenda a no hablar sin permiso. –le explicó el ama de llaves, que luego de unos segundos volvió a golpearla.

-Y aprenda que después de cometer una falta debe pedir perdón.

Graciela tenía los ojos llenos de lágrimas arrancadas por esas dos cachetadas cuando Emilia le preguntó:

-¿Lo aprendiste, sierva?

-Sí… sí, Emi… sí, Ama, lo aprendí…

Emilia se paseaba ante ambas mujeres, lentamente, devorando con mirada triunfal a su flamante esclava, y sin dejar de desplazarse preguntó:

-¿Entonces?

-Perdón, Ama… -murmuró Graciela con la vista fija en el piso.

-¿Qué tengo que perdonarte, sierva?

-Que… que hablé sin su permiso, Ama.

-Otra lección: a una esclava que comete una falta sólo se la perdona después de castigarla. –dijo Emilia.

-Está bien, Ama… murmuró Graciela y Elba la abofeteó otra vez.

-Volviste a hablar sin autorización, yegua.

Graciela se desesperó pero mordiéndose el labio inferior pudo contener a último momento una protesta.

-Desnudate. –le ordenó Emilia y cuando Elba le soltó el brazo comenzó a quitarse la ropa aunque incómoda por la presencia del ama de llaves. Sin embargo continuó hasta quedar totalmente desnuda, con la vista clavada en el piso, un brazo cruzado sobre sus pechos y la mano derecha cubriéndose la vagina. Elba le enderezó la cara tomándola del pelo y fue Emilia quien le pegó una nueva bofetada. Los ojos de la esclava estaban arrasados en lágrimas.

-No vuelvas a cubrirte, yegua. –le advirtió la proxeneta e inmediatamente le ordenó a Elba que pusiera a la víctima en la cruz de San Andrés. –De cara a la madera. –le indicó.

Mientras el ama de llaves sujetaba a Graciela, Emilia se paseaba ante el muro en el cual pendían los diversos instrumentos de azotar. Finalmente eligió una paleta de madera, de diez centímetros de ancho por 30 de largo sin contar el mango, sobre el cual se ciñó con firmeza su mano derecha.

Graciela temblaba con violencia sujeta por las muñecas, los tobillos y la cintura a la Cruz de San Andrés. Se atrevió a mirar por sobre un hombro y se estremeció al ver a Emilia empuñando la paleta, que hacía sonar descargándola una y otra vez contra la palma de su mano izquierda.

-¿Qué va a hacerme, Ama? –preguntó con voz temblorosa y los ojos muy abiertos clavados en el instrumento de castigo.

Emilia miró a Elba: -Volvió a hablar sin autorización.

-Así es, señora.

-¿Cuántas palabras pronunció?

-A ver… -y el ama de llaves se tomó unos segundos para recordar la frase. –Cinco, señora, cinco palabras.

-Bien, creo que cinco paletazos en el culo por cada palabra estará bien; veinticinco entonces más otros veinticinco por tus relinchos anteriores.

-¡Nooooooo, Ama, noooooooooo! ¡Se lo ruego! ¡La cola me va a quedar a la miseria! ¡Mi marido me va a ver! ¡¿Qué le digo, Ama?! ¡¿Qué le digo?!

-Seguramente encontrarás la manera de que no te vea el culo por un par de días. –contestó la proxeneta fríamente mientras se deleitaba mirando esas nalgas blancas, redondas y todavía firmes.

“¡Dios mío! ¡¿Cómo caí en esto?!”, se desesperó Graciela y mientras esperaba el primer azote se dijo: “Me lo tengo merecido… tengo merecido todo lo que Emilia me haga… Me lo tengo merecido por degenerada, por puta, por morbosa…” y fue en ese momento que sintió el dolor del primer paletazo.

Se estremeció mientras sentía como si ese dolor la recorriera de pies a cabeza luego de estallar en su nalga derecha. Emilia hizo una pausa antes de descargar el siguiente golpe. Quería que Graciela experimentara en toda su plenitud y duración esa sensación ignorada hasta entonces. Y Graciela la vivió a fondo, sorprendida de que ese dolor hubiera sido también placer, un placer oscuro, inexplicable desde la razón.

Emilia sostenía que muy pocas, escasísimas mujeres podían resistirse al goce de una primera paliza bien dada, y ella era una spanker muy experta. Sabía que para inducir a una hembra a la adicción al spanking había que pegarle con una determinada intensidad muy precisa que armonizara dolor y placer, placer y dolor, y era eso lo que estaba haciendo con Graciela. No le daba demasiado fuerte, lo necesario según su propósito, y advertía que estaba logrando el objetivo, porque la víctima jadeaba, gemía inequívocamente atrapada por el goce. Cuando le había dado diez paletazos detuvo el castigo, cambió la paleta a la mano izquierda e introdujo la derecha por debajo de las nalgas, que lucían ya un tono rosado. La humedad le empapó los dedos cuando metió dos de ellos en la concha, que era una catarata de flujo. Miró a Elba sonriendo pérfidamente y ésta le devolvió la sonrisa al advertir de qué se trataba.

-Así que esto te gusta, ¿eh, yegua?

Graciela estaba roja de vergüenza y permaneció en silencio, pero Emilia no estaba dispuesta a admitirle ningún gesto de rebeldía ni desobediencia, por mínima que fuera. La agarró del pelo, le torció hacia atrás la cabeza y dijo:

-Te hice una pregunta, puta, y cuando pregunto se me responde.

-Sí… -musitó Graciela con voz alterada por la torsión de su cuello.

-Sí, ¿qué, puta?

-Sí, Ama, me… me gusta…

-¿Qué es lo que gusta, yegua puta?.

-Que… que me pegue…

-Bien, ¿ya no te preocupa que tu marido te vea el culo rojo?

-Me las voy a ingeniar. –fue la respuesta y entonces, en medio de un sentimiento de profunda satisfacción, Emilia dio un paso atrás, volvió a tomar la paleta con su mano derecha y reanudó el castigo hasta completar los 50 golpes que había previsto. Cada tanto se detenía para inspeccionar la concha de Graciela, que seguía chorreando flujo. Cuando la zurra finalizó ambas nalgas de la esclava lucían muy rojas pero sin moretones, debido a que Emilia había graduado la fuerza de los paletazos.

-Soltala, Elba, y me la llevás a mi habitación dentro de media hora.

-Bien, señora.

Cuando llegó a la puerta, la proxeneta giró y le dijo a su ama de llaves:

-Sé que debés estar muy caliente, Elba, así que si querés podés usarla para que te haga acabar.

-Gracias, señora.

-Pero vos no le hagas nada. Quiero toda su excitación para mí.

-Está bien, señora, no se preocupe, se la voy a llevar chorreando.

Emilia sonrió, satisfecha, y abandonó la sala de juegos dejando a su flamante esclava en manos del ama de llaves.

………….

La noche cayó sobre la mansión y a las 10 Elba salió a recibir al ingeniero Heriberto M., que atravesaba el portón de entrada conduciendo su automóvil importado. Se detuvo junto al ama de llaves y abrió la puerta para que ella subiera. Mientras el vehículo iba rumbo a las cocheras el vejete preguntó:

-Está de veras tan buena? ¿No han usado fotoshop para ese book?

-Tranquilo, ingeniero, ya va a comprobar que la perrita es tal como aparece en esas fotos.

-Se me hace agua la boca. –dijo el octogenario y Elba se lo imaginó con Luciana, sometiéndola a esas perversiones con las que reemplazaba, o pretendía reemplazar, las erecciones que lo habían abandonado hacía ya mucho tiempo.

La jovencita había sido preparada por Luisa como cada noche: una buena ducha, el perfume, la ropa de puta, y a esperar sumisamente al cliente.

El ingeniero Heriberto M. entró a la habitación poco después de las diez. Luciana estaba sentada en el borde de la cama y al verlo experimentó una sensación de desagrado. Era un vejete algo encorvado, de pelo gris y escaso y andar vacilante. Se acercó a la jovencita, le tomó la barbilla entre el pulgar y el índice de la mano derecha y mientras la envolvía en una mirada libidinosa le dijo:

-Sos tan linda como muestran las fotos, che. Valés la muy buena plata que pagué por vos.

Luciana seguía padeciendo esa sensación de disgusto, pero la hipnosis y la droga que se le suministraba puntualmente todos los días habían inhibido en ella por completo la capacidad de resistirse. Los clientes, hombres o mujeres, le provocaban sensaciones de placer o de disgusto, como la había disgustado Gloria cuando le dio esa paliza que le dejó las nalgas rojas y ardiendo, pero ella ni pensaba ni se resistía, sólo lloraba si el disgusto era intenso.

Obedeció cuando el ingeniero, sentado junto a ella, le ordenó que se pusiera de pie y se quitara la ropa. Una vez desnuda, al viejo se le aflojó la mandíbula por la impresión ante esa muestra de belleza perfecta y la contempló durante unos segundos con la boca abierta.

-Girá, putita, girá despacio que quiero verte toda. –le dijo y Luciana lo hizo. Fue girando lentamente hasta que al quedar de espaldas el ingeniero le ordenó:

-Quieta.

El culo de la jovencita lo deslumbró. Un culo amplio, redondo y empinado. El mejor culo que había visto en toda su vida y que de haber tenido viva la capacidad de erección le hubiera bastado contemplarlo para que su pija se pusiera dura.

“Bueno, pero eso ya fue, ahora habrá que probarlo con los dedos y algún juguete.” –pensó. Se puso de pie, se acercó a Luciana y rodeándole la cintura con el brazo izquierdo para sujetarla comenzó a sobarle las tetas sin lograr que los pezones se endurecieran como él esperaba. Decepcionado y rabioso se apartó y le dio a Luciana una bofetada.

-Así que te hacés la fría, ¿eh, puta de mierda?

Los ojos de la jovencita se llenaron de lágrimas. Su desagrado por ese hombre aumentaba y ahora era acompañado por un miedo creciente. El vejete la derribó de un empujón sobre la cama, donde la pobre quedó sollozando, y luego se dirigió hasta el gran placar de la pared y fue abriendo cada una de las puertas hasta que encontró lo que sabía que iba a encontrar: un conjunto de elementos sado. Se le hizo agua la boca viendo la mordaza de bola, el antifaz ciego, las cuerdas, esposas, la fusta, el látigo de varias tiras de cuero, la vara, los dildos y vibradores.

-¡Bien! ¡bien!. –se entusiasmo y de inmediato repasó lentamente los objetos para elegir cuáles usaría.

(Continuará)

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