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El secreto de Isabel

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Desde que era pequeña, Isabel siempre se sintió incompleta. Nunca tuvo una mejor amiga, alguien con quien compartir secretos y a quien revelar sus sentimientos. Ella era reservada, y lo fue más aún tras la muerte de sus padres. De todas maneras, Isabel nunca tuvo mucho que ocultar; desde niña siempre fue pura bondad, excepto en sus pesadillas.

Una vez que alcanzó la edad adulta, comenzó a tener sueños en los que se veía a sí misma cometiendo actos que jamás habría realizado en la vigilia: insultaba a quienes la miraban, golpeaba a los que le hablaban, y se comportaba de manera provocativa con desconocidos.

“Isabel… Isabel… a mí me puedes contar tus secretos, Isabel”

Esa noche despertó con un profundo escalofrío. Aquella voz había sonado muy parecida a la suya, solo que se escuchó como un malévolo suspiro.

No fue esa la primera vez que soñaba con esa voz, pero nunca antes el mensaje había sido tan claro.

En el trabajo, la joven estuvo toda la mañana recordando aquel sueño.

– ¡Isabel! – la interrumpió su jefe – ¡Aquí falta dinero!

No era cierto; juntos hicieron las cuentas de las ventas del día y los números eran los correctos.

– Sí, falta dinero – insistió su jefe –; vendiste cuatro pantalones al precio viejo, te dije que aumentaras sus precios en un diez por ciento.

No era cierto; él se había olvidado de darle esa orden.

– Estoy harto de perdonarte por este tipo de cosas, Isabel. Esta vez lo descontaré de tu paga.

Tampoco era cierto, él jamás le había perdonado nada.

A pesar del maltrato verbal y psicológico que le propiciaba su jefe a diario, ella lo apreciaba; su alma pura no conocía de odios ni de venganzas, la joven se sentía agradecida por su trabajo y lo hacía con gusto.

“Isabel… Isabel… solo tienes que pedírmelo y yo me encargaré de él, Isabel”

Aquella noche despertó empapada en sudor. Fue al baño a refrescarse y se miró al espejo, pero entonces su reflejo le sonrió con malicia:

– Vuelve a dormir, Isabel – dijo su reflejo – yo me haré cargo.

Las luces parpadearon durante unos segundos mientras su reflejo mantenía la sonrisa, y entonces despertó. Se trataba de uno de esos casos en donde alguien sueña que está soñando. Estaba agitada, había sido una escena muy real.

Isabel sujetó su hombro, su cuello le dolía intensamente. Con sus dedos sintió algo bajo su piel, pensó que se trataba de algo muscular, nada que un buen masajista no pudiera solucionar, y pronto volvió a quedarse dormida hasta la mañana siguiente.

La joven estuvo durante horas recordando aquel sueño y el dolor en su cuello, aunque éste ya se había ido.

– ¡Mira como ha quedado esta camisa! – la interrumpió una obesa cliente – Me dijiste que no se achicaría al lavarla.

Aquello era falso, ella se lo había aclarado; sucede que la señora no era consciente de su reciente aumento de peso y se había llevado un talle más pequeño que el suyo; al lavar la prenda, ésta se encogió aún más y ya no había manera de que entrara en ella.

Su jefe había salido y ella era la única en la tienda. Intentó calmar a la cliente, pero no logró imponerse con su delicada voz. Luego de resistir los gritos de la señora durante diez minutos, accedió a devolverle su dinero y a aceptar la camisa de vuelta.

Un rato después, su jefe regresó.

– ¡Isabel! – le gritó – Sabes muy bien que no aceptamos devoluciones una vez lavadas las prendas. Además, pudiste haberle dado crédito en la tienda en lugar de regresarle su dinero.

Completamente falso; más de una vez él le había devuelto su dinero a un cliente insatisfecho para no poner en riesgo la reputación del negocio.

– Estoy harto de perdonarte por este tipo de cosas, Isabel. Esta vez lo descontaré de tu paga.

También falso; jamás le había perdonado nada.

Isabel no tenía a nadie con quien hablar de sus problemas laborales. Era soltera y no tenía amigas, y en su familia solo quedaba viva Zulema, su abuela materna.

“Isabel… Isabel… pregúntale a tu abuela, Isabel”

Esa noche despertó agitada; aquel sueño había sido mucho más realista que los anteriores. Se vio caminando de la mano con una joven exactamente igual a ella, con vestidos rosados cubiertos de moños; pero al mirarla vio que su compañera era pura maldad.

El domingo fue sin falta a almorzar a la casa de su abuela Zulema, debía contarle de sus sueños recurrentes y ver si efectivamente ella tendría una respuesta para darle.

– Últimamente en mis sueños aparece una mujer igual a mí, solo que llena de maldad. La otra noche me pidió que te preguntara a ti acerca del asunto; fue muy extraño.

La anciana la escuchaba mientras bebía una taza de té. Tenía ochenta años, pero conservaba la elegancia de siempre. Se tomó todo el tiempo del mundo para terminar la infusión antes de responder.

– A veces sucede que alguien escucha cierta información y luego la olvida, solo para luego recordarla en los sueños. Debiste haber escuchado hace mucho tiempo algo acerca de mi hermana y ahora lo estás recordando, te lo contaré nuevamente.

Isabel abrió sus cálidos ojos como si estuviese a punto de escuchar el secreto más grande de su familia; y lo era.

– Tuve una hermana gemela, fuimos siamesas.

La anciana desnudó su hombro izquierdo mostrando a su nieta una enorme cicatriz.

– Siempre me cubro, ¡oh, vanidad! Cuando eras una niña, por un descuido viste mi cicatriz, y me preguntaste qué me había ocurrido. Yo te mentí, te dije que me había lastimado andando en bicicleta.

Isabel observó que el lugar de la cicatriz de su abuela era exactamente el mismo en el que ella sintió ese profundo dolor, pero prefirió no decirle nada y dejar que terminara de contar su historia.

– Al separarnos, a mí me quedó esta horrible cicatriz. Hoy en día la cirugía ha evolucionado y podría corregirse fácilmente, aunque de todas maneras en aquella época la ropa era mucho más discreta, por lo que me era fácil disimularla. Mi hermana no tuvo la misma suerte, ella nació con su rostro unido a mi hombro y cuando nos separaron al nacer, le quedó el lado derecho de la cara completamente deformado.

– ¿Y ella vive aún? – preguntó Isabel.

– No – dijo seriamente –, falleció poco después de nacer. Ahora ya sabes la verdad. Quizás escuchaste el rumor y es por eso que tuviste esas pesadillas, como un recuerdo de aquello que oíste.

Isabel sintió que había más secretos, pero no se animó a seguir preguntando.

Por la noche las pesadillas regresaron, y fueron mucho más realistas esa vez. Soñó que algo crecía junto a su cuello y al tocarse, una mano salía de allí. La sujetó y entonces una mujer entera surgió de su hombro:

“Isabel… Isabel… yo me haré cargo, Isabel. Tú duerme tranquila”

En el sueño se dirigía al trabajo y allí asesinaba a su jefe con una navaja. Lo hacía como suele suceder en los sueños: de un modo inevitable, sin poder controlar su propio cuerpo.

En medio de la noche despertó y sintió nuevamente el dolor en su hombro. Se tocó y efectivamente tenía algo allí, algo bajo la piel.

Aquella mañana pidió turno con el médico para hacerse revisar. Las pesadillas continuaron durante la semana y el dolor en su hombro seguía allí, pero el día en que fue al médico, no tenía nada junto a su cuello.

– Le juro, doctor, hasta ayer estaba allí. Era algo incrustado en mi hombro. Estoy muy asustada.

El médico sonrió amablemente:

– No tienes nada, probablemente sea todo producto del estrés. De todos modos te haré unos análisis para quedarnos tranquilos.

Los estudios no encontraron ninguna anomalía, pero Isabel no se quedó tranquila.

Por la noche los dolores regresaron junto con aquello que sobresalía en su hombro; era como si se escondiera durante el día para aparecer cuando oscurecía. Isabel pensó que lo mejor sería ahondar más en el asunto de la hermana de su abuela, por lo que volvió a visitarla ese fin de semana.

– Debes contarme la verdad, abuela; sé que hay algo más, algo que no me has dicho.

La anciana la escuchaba mientras bebía una taza de té. Se tomó todo el tiempo del mundo para terminar la infusión antes de responder.

– De acuerdo, lo haré, te contaré todo lo que sé.

Isabel abrió sus cálidos ojos como si estuviese a punto de escuchar el secreto más grande de su familia; y lo era.

– Mi hermana murió, pero no hasta muchos años después de haber nacido. Fue conmigo al colegio, ¿te la imaginas junto a mí, tan glamorosa? Los niños se reían de ella… espera, te mostraré su fotografía.

La anciana sacó de su enorme billetera una fotografía destruida por las décadas, era de color sepia, y en ella podía verse a dos niñas vestidas exactamente iguales, con vestidos claros cubiertos de moños. Una de ellas era preciosa: su abuela. La otra también lo habría sido si no fuera porque la mitad derecha su rostro estaba afectado por una enorme cicatriz. De todas maneras, la mitad izquierda no era más agradable, ya que cargaba con un odio producido por las risas de sus compañeros de escuela.

– Un día, mi hermana cobró venganza. Mató a tres de nuestros compañeros con una navaja. La internaron en el Instituto Psiquiátrico Dra. Banach. A pesar de todo seguía siendo parte de nuestra familia, e íbamos a visitarla todas las semanas. Un día nos avisaron que había fallecido por una reacción a su tratamiento con pastillas.

Isabel sintió que su abuela le había contado todo lo que sabía, pero por la noche tuvo un sueño que le indicó que la historia era aún más compleja.

“Isabel… Isabel… no me encierres. No estoy muerta, Isabel… ¡y tampoco lo está tu tía!”

La joven se despertó de un sobresalto, como ya era de día, tomó el teléfono y llamó a su jefe.

– Hoy no iré a trabajar, estoy enferma.

Lo dijo sin titubear y sin más explicaciones; fue como si otra persona se hubiese puesto en su lugar para realizar esa llamada. Finalmente usó su día libre para ir al Instituto Psiquiátrico Dra. Banach. Quedaba a más de doscientos kilómetros de su casa y tuvo que conducir durante horas para llegar allí.

Muchas familias escondían sus vergüenzas en la época en que su abuela era joven, claramente cabía la posibilidad de que sus padres hubiesen engañado a todos con la muerte de su hija, e incluso a su hermana también le hubieran ocultado la verdad para que de ese modo ella siguiera adelante, pretendiendo que nunca tuvo una gemela asesina. No importaba realmente si su abuela fue la que mintió o si fueron los padres de ésta, lo único que ella estaba haciendo era seguir las pistas de sus sueños recurrentes.

Rodeado de una enorme arboleda, encontró el edificio. El lugar era gigantesco y desolador, las paredes eran de un gris opaco, como si se tratara de una fortaleza en lugar de un hospital; como si lo importante allí no fuese curar a los enfermos, sino evitar que se escaparan.

– Según el registro, tu tía no ha tenido visitas en más de sesenta años – dijo la enfermera –. Estará encantada de conocerte, sobre todo cuando se entere de que te llamas Isabel, al igual que ella.

La joven oyó una risa en su oído izquierdo. Al voltear la cabeza, vio que una señora reía alocadamente mientras la llevaban atada en una camilla.

– Te acompañaré – dijo la enfermera –, este no es lugar para que una bella muchacha como tú ande caminando sola.

Isabel se veía aún más pequeña e indefensa que de costumbre al caminar junto a la imponente enfermera. Así era la mayoría en aquella institución, debían serlo para controlar mejor a ciertos pacientes difíciles.

Caminaron por un corredor de más de cien metros de largo. Al llegar al final, subieron por las escaleras hasta el tercer piso, debido a que el ascensor estaba descompuesto. Su tía se encontraba en el sector de los pacientes que jamás salían del pabellón.

– Aquí es, habitación F7 – dijo la enfermera –. No te preocupes, ya no es peligrosa.

Era cierto, su tía llevaba muy mal sus ochenta años, y estaba sentada en una silla de ruedas, completamente encorvada. Cuando la joven se acercó, la anciana levantó uno de sus delgados brazos en señal de silencio:

– No son necesarias las presentaciones, puedo reconocer a mi propia sangre – dijo mientras su mano temblaba de manera incontrolable.

Se dio la vuelta y la joven Isabel pudo reconocer a su propia abuela bajo esa piel pálida, de tono grisáceo. Por supuesto que no parecían hermanas gemelas, aquella anciana había sido muy maltratada por las fuertes medicaciones, tratamientos extremos y por décadas sin luz solar. La anciana tenía el rostro completamente arrugado y podía verse el latir de las venas de su calva, pero lo más notable en su aspecto era esa enorme cicatriz en el lado derecho de su rostro, que deformaba cada una de sus facciones. En la oscuridad de su habitación, su aspecto ya no importaba, pero aún podía sentirse el peso de una vida de odio y vergüenza.

– Soy la gemela de Zulema – dijo la anciana –, dicen que eso se salta una generación. No sé si sucederá siempre, pero me alegro de que así haya sido esta vez. No puedo explicar el dolor que me invade desde que me han separado de mi hermana, desde que me encerraron me siento incompleta sin ella a mi lado. Pero la visita de dos niñas tan bonitas como ustedes, compensará muchos años de soledad.

La joven Isabel abrió por completo sus cálidos ojos y salió corriendo del lugar sin siquiera responder a su tía ni despedirse de la enfermera que esperaba en el corredor junto a la puerta.

Regresó a su casa manejando a toda velocidad, estaba cansada, pero era como en esos sueños en donde uno se ve a sí mismo y no puede controlar su propio cuerpo.

Las pesadillas de esa noche fueron más vívidas que nunca:

“Isabel… Isabel… ponme un nombre, Isabel”

La joven despertó y corrió hasta el baño. Observó su hombro en el espejo y notó que aquello estaba más desarrollado que nunca. Se tocó con la punta de sus dedos y pudo sentirla; era su hermana gemela no desarrollada, era la persona que invadía sus pensamientos.

Isabel sujetó aquel pequeño bulto y lo separó lo más que pudo de su hombro mientras tomaba una tijera del botiquín con la otra mano. En un instante la cortó junto con un gran trozo de piel y carne, al fin estaban separadas. La sangre no paraba de brotar de su herida y pronto se desmayó.

Las luces del baño parpadearon. No se trataba de un sueño ni de un desperfecto eléctrico, sino del cerebro de Isabel que se desconectaba y se reconectaba de manera interrumpida.

Minutos después, recuperó la consciencia. Al mirar su reflejo, ya no vio la cálida mirada de siempre; su rostro había cambiado y ya no se sentía incompleta.

FIN

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