Nuevos relatos publicados: 13

Hombres marcados. Cap. 13 Marcapáginas

  • 9
  • 12.282
  • 9,50 (2 Val.)
  • 1

Capítulo 13

Marcapáginas

 

En el saloon anexo al hotel donde se alojaban los tres jinetes, quedaban pocos clientes ya, los más borrachos o los más desesperados, que a veces viene a ser lo mismo. Paul seguía departiendo alegremente con Jacqueline en un extremo de la barra, mientras que Red seguía sentado solo en su mesa, aún tenía un asunto que aclarar y no solo no quería aclararlo antes de irse a dormir sino que también confiaba que la aclaración le ayudara a terminar lo que aquel día, de buena mañana, no había podido rematar.

Jacqueline ordenó al joven Len que fuera ya recogiendo algunas mesas pues ya eran, como hemos dicho, pocos los clientes que quedaban. Salió el chico de detrás del mostrador, camisa blanca ajustada y aquel delantal que cubría el motivo del nombre del chico. Empezó a recoger vasos y botellas vacías y a dejarlas encima del mostrador. Red seguía los movimientos del joven camarero con sus penetrantes ojos negros, un gesto serio y una mano apaciguando su entrepierna. Len había recogido ya todas las mesas y solo le quedaba la del vaquero de la cara marcada. Con paso vacilante se acercó a la mesa y, sin saludar, empezó a recoger. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando notó la mano de Red, trepando por sus muslos, oculta a las miradas indiscretas por la blanca tela del delantal. Cuando esta llegó allí donde más placer había, el muchacho se disponía a dejar una botella vacía en la plateada bandeja que sujetaba. La mano de Red recorría ahora el camino que separaba los dos prietos montículos que curvaban tan deliciosamente el blanco tejido.

– Quita tus manos de ahí si no quieres que esta botella te deje otra marca en la cara.

La voz del muchacho era firme y en sus ojos no había la menor sombra de duda.

Apartó Red la mano, lamentando la respuesta del joven que posiblemente se debía a lo que el propio chico había visto en el callejón trasero. Terminó Len de recoger la mesa y se marchó, sin volver a cruzar una palabra con el jinete de la cara marcada.

Así estaban las cosas y así tendría que aceptarlas, pensó Red, mientras se levantaba y se dirigía a la puerta que comunicaba el bar con el vestíbulo del hotel. Al pasar junto a Jacqueline y Paul dio las buenas noches. Len que estaba cerca de ellos ni siquiera levantó la vista.

Subió a su habitación. La luz estaba encendida, Johnyboy estaba en su cama, unos calzones grises como única prenda, y lo que más le sorprendió a Red, leyendo un libro. Apenas si levantó la vista del libro cuando Red lo saludó. El jinete de la cara marcada se dirigió a su cama y mientras se desnudaba, empezó a hablar.

– No sabía yo que te gustara leer.

Por toda respuesta un murmullo.

– ¿De qué va el libro?

Johnyboy levantó la vista de las páginas de mala gana.

– Es la historia de dos tipos que se conocen en la guerra, uno le ha salvado la vida al otro y se han hecho inseparables... No te puedo contar mucho más porque lo acabo de empezar– contestó Johnyboy, pensando que con aquello lo dejaría en paz Red, quien había empezado a desnudarse hasta quedar en calzones, unos impolutos y sedosos calzones blancos.

Red se echó en la amplia cama y cerró los ojos con intención de dormir. Fuera apenas se oía nada a pesar de estar la ventana abierta pues hacía bastante calor. Un ruido en el patio trasero, alguien arrastrando una caja, le hizo a Red acordarse de lo que había pasado en aquel mismo lugar aquella misma noche. Algo se estremeció dentro de sus calzones de seda. Se dio media vuelta e intentó dormir.

Johnyboy estaba entusiasmado con el libro que le había prestado Mr. Bradbury. Había llegado bastante frustrado y decepcionado a la habitación después de lo que le había pasado en el cuarto vecino, menos mal que la lectura de la historia de aquellos dos amigos no solo le había hecho olvidar lo pasado sino que también le había sumergido en un relato que lo tenía completamente absorto. Nunca se hubiera podido él imaginar que aquel tipo de historias podían ser contadas. No sabía con cuál de los dos personajes principales quedarse, pues los dos le resultaban extraordinariamente atractivos, aunque quizás se inclinara un poco más por el capitán Drexter, con su disposición continua a ayudar a su joven camarada, el teniente Larson, y su apariencia tan varonil y sensible a la vez. Iban los ojos de Johnyboy devorando líneas cuando llegó a un pasaje que le dejó completamente turbado; era una escena en la tienda de campaña que compartían los dos oficiales. El día había sido duro, pero más duro para el más veterano, el capitán Drexter, quien se preguntaba por qué su compañero de armas, el teniente Larson, llevaba ya unos días mostrándose taciturno y distante con él, como si quisiera evitarlo. Se habían metido ya cada uno en su catre, catres que estaban muy juntos pues la tienda no era demasiado grande; tenían la costumbre de conversar un poco antes de dormirse, pero aquella noche, el capitán Drexter se sorprendió cuando vio que el teniente Larson, apenas un murmullo deseándole buenas noches, se giró y le dio la espalda. Esto intranquilizó aún más al capitán, quien estuvo un rato sin poder dormir, dándole vueltas a lo que podría ser que atormentara a su buen compañero. Mientras se debatía en cuál podría ser el motivo de la actitud de su compañero, sentía cómo este se agitaba y no paraba de dar vueltas en la cama. Era evidente que algo le pasaba a su amigo, pero no se atrevía Drexter a preguntarle pues temía una mala contestación o lo que era peor, una mirada de desprecio. Así pasaron uno minutos que se le hicieron interminables cuando la voz de Larson vino a sacarlo de sus pensamientos.

– Drexter ¿estás despierto?– oyó que le preguntaba el compañero.

El corazón le dio un bote en el pecho.

– Sí, ¿por qué?

Notaba la angustia en la voz del joven teniente, quien había vuelto a su mutismo.

– Larson ¿te encuentras bien?– preguntó viendo que el otro no decía nada.

Entonces sintió una especie de sollozos. ¿Estaba llorando?¿Estaba llorando el teniente Larson?

Se incorporó en su catre y fijando la vista todo lo que pudo, no había mucha luz en el interior de la tienda, pudo ver cómo la espalda de su compañero subía y bajaba en desconsolado llanto. Se levantó y se acercó al catre del amigo. La poderosa espalda del teniente seguía con su movimiento incontrolable. Drexter posó una mano allí donde había quedado la marca del tiro que estuvo a punto de costarle la vida al teniente. Con las yemas de sus dedos la fue recorriendo delicadamente, como las caricias que una madre hace a su bebé. Sentía el calor del cuerpo del amigo y sobre todo sentía la rotundidad de su piel dorada, la misma piel dorada que ahora sus labios besaban, llevado no sabía muy bien por qué impulso. Notó que el amigo se tranquilizaba, que sus sollozos cesaban, mientras él seguía recorriendo con sus labios las suaves cordilleras de la espalda del teniente hasta ir descendiendo allí donde la espalda daba paso a unos montes aún más apetitosos, siguió bajando los labios, apartó la blanca tela que los tapaba, y fue descendiendo por aquel desfiladero en el que sabía que le esperaba una dulce emboscada. El teniente, rendido ante aquella poderosa arma, separó un poco las piernas, a fin de que los labios del capitán no encontraran ninguna resistencia. La visión de la puerta que encerraba lo único que ya Drexter tenía en mente, hizo que se aplicara con más empeño si cabe a lograr su objetivo. Su lengua se afanaba en recorrer aquel rosado botón que se abría y cerraba en cortos movimientos, movimientos que no impedían que poco a poco la húmeda lengua del capitán fuera penetrando, como penetra la fresca lluvia en la seca tierra. Siguió lamiendo, empleándose a fondo, tan obcecado estaba en su empresa, que se sorprendió cuando sintió aquellos espasmos de placer contraerse sobre su cara, seguidos de un olor acre y dulce a la vez, como leche recién ordeñada, y una mancha de líquido blanca que iba oscureciendo poco a poco las sábanas.

El corazón de Johnyboy bombeaba sangre a mil horas, una sangre que se acumulaba en un único sitio, allí donde sus calzones grises habían adoptado una curiosa forma, forma que no había pasado desapercibida para el otro huésped de la habitación, Red Cutface, quien había seguido la transformación de la tela desde su cama, los ojos entrecerrados, la polla chocando contra el duro colchón. Vio que los ojos de Johnyboy dejaban un momento el libro y pasaban a fijarse en él, quien seguía con los ojos entrecerrados, sabiendo que a aquella distancia, su joven jefe pensaría que estaba ya dormido, pero lo que acababa de ver no solo no le había quitado el sueño sino que lo había despabilado más, tanto como lo que a continuación vio.

Johnyboy se había bajado los calzones, lo que provocó que su polla dorada y contundente chocara contra el vientre; seguía con el libro en una mano, mientras con la otra empezaba a menearse aquel prodigio de la naturaleza y de la juventud. Red aplastaba la cara contra la almohada, pues era mucha la quemazón que seguía notando entre sus muslos, su polla iba a acabar haciendo un agujero en el colchón como no pudiera él aliviarla un poco. Entonces Johnyboy se giró, dándole la espalda, aún con el libro en una mano y con la otra meneándose el rabo, rabo que ya Red no podía ver, ahora veía las nalgas apretadas y delicadamente doradas del joven jinete, lo cual también le permitía agarrar por fin la culebra ardiente que serpenteaba entre su vientre y el colchón, a la que empezó a aplicarle un buen meneo, la vista fija en la espalda y el culo de Johnyboy, que a su vez también se pajeaba, ajeno al placer que su propia anatomía levantaba a escasos tres metros. Se corrió primero el joven y al instante el vaquero de la cara marcada quien apenas recobrado del esfuerzo, tuvo que disimular de nuevo la postura, pues ya Johnyboy había vuelto a colocarse boca arriba, el libro en una mano, los calzones cubriendo lo que hasta hace poco había estado a la vista. A pesar de que su joven jefe siguió leyendo bajo la tenue luz, Red sintió cómo el sueño le llegaba por fin, quizás por el sosiego que había conseguido tras aquel rápido meneo, del que buena cuenta daba una mancha que sombreaba la sábana.

(Continuará)

(9,50)