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Sufro de fiebre sexual por falta de macho

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«A una mujer así hay que culearla», es lo que le viene a la mente al hombre que la está mirando. Ella es una mujer apenas en sus veintes, quien se baña en las aguas del río del pueblo.

La cascada, detrás de ella, suena tan fuerte que ni en cuenta ha tenido el aproximarse de aquel hombre quien está cercano a ella, viéndola bañarse. Él ya tiene una erección bajo su pantalón; una que le incomoda, no obstante, sabe que es muy probable que pueda saciar muy pronto sus necesidades de macho.

Por su parte, la joven mujer se refresca en las cristalinas aguas de San Nicolás. No hace mucho que regresó y todavía no se aclimata al ya olvidado calor de estas tierras. Es por ello que se metió al río, a bañarse como cuando era niña. Así, a “ráiz”, tal cual Diosito santo la trajo al mundo.

El hombre, quien ve con libidinosidad las voluptuosas curvas que hacen el cuerpo de la dama, ya la imagina tenerla bien empinada con ese tremendo culo apuntando al sol, listo para ser manoseado y penetrado por él.

Mientras, los pensamientos de ella están muy lejos de ahí. Más en el tiempo que en la distancia:

—Me gustas mucho Olivia —eso me decía el último chico que se interesó en mí.

—A mí también me gustas Fernando —le respondí nerviosa.

Ya me tenía abrazada y pegó más su cuerpo al mío. Estábamos en los lavaderos, detrás de la casa.

—¿Te gustaría ser mi novia? —me preguntó Fernando.

—Ya sabes que no puedo tener novio.

—Pero si ya estás grande. Ya eres mayor de edad. Tienes la libertad de hacer lo que te venga en gana —me decía, mientras metía su barbilla entre mi cabello, buscando besar mi cuello.

—Pues sí, pero... —él me interrumpió con un húmedo beso en los labios.

Fernando enredó más su cuerpo con el mío y me empujó de tal manera que hizo que mis nalgas chocaran con uno de los lavaderos.

Para ser sincera, no es que estuviera enamorada de aquel chico. Lo que pasa es que la carencia de hombre me hacía estar hambrienta de macho.

—Estás bien buena —me decía con intensidad, al mismo tiempo que me acariciaba la cintura y, como yo me dejaba, sus manos bajaron hasta que se afianzaron de mis nalgas.

—Mejor aquí le paramos —le dije pese a que ya traía la calentura a flor de piel.

Fernando, sin embargo, se atrevió a meterme la mano bajo el vestido y alcanzó a tocarme la panocha, aunque aún sobre las pantaletas.

—Pero si ya estás bien mojada —dijo con excitación.

—No, no... ya —le decía, y no es que me hiciera del rogar, lo que pasa es que tenía un miedo muy bien fundado. Y no es que le tuviera miedo a perder mi virginidad. Pu´s al contrario. Ya me urgía.

Aunque, como hasta ese momento no había dado rienda suelta a mi calentura, pensé: «¿Y si hoy sí me aviento?».

Fue así que dejé que Fernando me alzara la parte baja de mi vestido dejándome descubierta hasta la cintura. Parece que ver mis muslos y caderas al desnudo lo prendió más, pues le vi un brillo particular en los ojos.

Aún con las pantaletas puestas, él me dedeó. Nunca había recibido tal tratamiento así que fácilmente me sentí llevada a las nubes.

—Eso, así chiquita, tranquila. Te está gustando, ¿verdad? —Fernando me cuestionó.

Yo sólo asentí, y emití un quejido en respuesta sincera.

Me fui dejando, relajando... permitiendo que mi cuerpo se aliviara de su necesidad.

Fernando hizo a un lado la parte que le estorbaba de mi calzón y, tras abrirse la bragueta, sacó el vergazo que por primera vez yo vi y palpé.

Era como un tronco hecho de carne dura. Remataba en una punta blanda con una boquita que babeaba. Bueno, usted ya sabe cómo es eso, pa´ qué le cuento.

Lo sobé y sobé con una de mis manos.

—Eso, así. Ahora ábrete un poco más de piernas —me dijo Fernando y yo le obedecí.

La cabezona y babosa punta ya se acercaba a mi sexo cuando de pronto el temor regresó a mí como un relámpago.

—¡Olivia! —se escuchó desde el interior de la casa. Era mi hermano.

Ambos somos solos, ya lo sabe. Luis y yo así nos quedamos desde que nuestro padre se fue para la Unión Americana, dejándonos bien chamacos aquí en San Nicolás. Ya ve que aquí casi todos los hombres hacen lo mismo; buscando prosperar pu´s se van. Mi hermano, por ser el mayor, se quedó a cargo de mí. Yo, cinco años menor, siempre le he obedecido y le he guardado respeto. Después de todo él me dio sustento, pagó mi educación; por lo menos hasta terminar la secundaria. Eso sí, tenía prohibido tener novio. Cualquier muchacho que se me acercaba, inmediatamente Luis me lo corría al instante. Él siempre fue muy celoso de mí.

—¡...Olivia! —Volvió a gritar. No sé cómo no lo escuché entrar.

El instinto fue automático; aventé a Fernando alejándolo de mí, lo que le molestó, claro, pero al tomar entender de que ni a él ni a mí nos convenía que mi hermano nos encontrara allí, pu´s no le quedó otra que brincarse las trancas de la huerta para salir por detrás de la casa.

—¡Chingao, Olivia, te estoy gritando, ¿no me oyes?! —me dijo Luis, una vez me vio.

—Sí, ya te había oído.

—Entón´s, ¿por qué no me contestas?

—Pues es que estoy ocupada. ¿No ves que estaba lavando? —le respondí, fingiendo que lavaba.

Me había quitado los chones así de rápido y los había metido al agua.

—Ay Doctor. ¿Qué hago? Entiendo que debo obedecer a mi hermano, pu´s él me ha visto desde chiquilla, pero... ya no aguanto. Esto es como una calentura que no me deja vivir tranquila.

—Sí, sí. Tienes razón. Es que es natural. Una chica... o mejor dicho, una mujer como tú necesita pues... eso, necesita desarrollarse por completo y el sexo es parte de la vida.

—Por favor Doctor, ayúdeme.

—Pues la situación está complicada, por el carácter de tu hermano, digo. Es difícil razonar con él. Hmmm... mira, se me ocurre una idea. Te voy a diagnosticar Furor uterino.

—¿Furor uter...?

—Sí, mira, explícale que eso te he diagnosticado y que si no te deja tener novio tu salud está en riesgo.

—Bueno, pero póngamelo en una receta o algo Doctor, sino no me creerá.

Más tarde...

—¡Qué Furor uterino ni que las hilachas! Calenturas, puras calenturas es lo que son. Ardores en el... —me gritó Luis y apenas se contuvo de decirme algo más grande. Dobló el papel que el Doctor me había dado y se fue—. Y pa´ qué te cuento más manita. Tú ya lo conoces y te puedes imaginar cómo se me puso. Si hasta fue a gritarle al pobre Doctor a su consultorio, méndigo escándalo que armó. No no no. No sabes la vergüenza que pasé.

—Ay mana. Sí, tu hermano es medio especial para esas cosas.

—Pero eso sí no sea cuando él le pone contigo porque... ay, discúlpame manita. No creas que la cosa es contigo. Es que me saca de quicio con sus ridículos celos...

—No, no te preocupes. Si te entiendo, tú tienes todo el derecho de hacerlo. Después de todo él no es tu padre y ni aunque fuera, tú eres ya una mujer, no una niña.

—Pues ni tanto. Me siento como una escuintla que se tiene que andar escondiendo para dar tan siquiera unos besos.

—Ay manita. Mira, yo te voy a ayudar.

—No me digas que vas a hablar con Luis, porque es bien terco y yo no quiero que vayan a tener bronca nada más por mí...

—No no. Espérate. No me refiero a eso. Mira Vamos a hacer esto.

No me lo podía creer pero, días después...

—Sí Luis. Tú no te preocupes que tu hermana va a estar segura conmigo —decía Gertrudis muy convincentemente.

—Pero es que yo no veo por qué no se esperan al domingo y así yo las llevo —le replicó Luis.

—Mira, es que el tianguis de los martes es el mejor porque da buenos precios. Los domingos llegan muchos turistas y todo es más caro. Tú estate tranquilo, Paso del mono no está tan lejos y te prometo que  no nos tardamos. Compramos la ropa y volvemos antes de que regreses del trabajo.

Fue así que mi cuñada Gertrudis; bueno, novia de mi hermano en realidad, pues aún no se comprometían; convenció a Luis para que la acompañara a comprar ropa, y como él tenía que trabajar se veía obligado a dejarnos ir solas.

Pero claro que no iríamos a comprar ropa, la idea de mi cuñada era irnos de escapada con un amigo de ella. Un tal Mateo Capistrana. Según ella, eran amigos de confianza y esperaba que yo, pues... bueno, pues que él me desquintara.

Claro que a la primera que me lo dijo pues le dije: “no, ¿cómo crees? Ni lo conozco. ¿Cómo me le voy a abrir de piernas a un tipo así como así?”. Sin embargo, según ella me dijo, aquél era el mejor semental de la región. Lo que me dejó intrigada pues Gertrudis no es de esas que anda por ahí de loca. Es más bien del tipo seria. Así ha sido desde que nos conocimos en la primaria.

Luego me quedé de una pieza al escuchar las historias que me contó. Según ella, el tipo (quien por cierto, era un hombre  que prácticamente me doblaba en edad) traía loquita a cualquier mujer que le conocía, por lo guapo y bien dotado que estaba el hombre (según ella me dijo), pero, además, por lo bueno que era para el catre.

Yo nomás me reí cuando dijo eso. No me esperaba aquellas palabras saliendo de su boca.

Gertrudis me aseguró que había varias chicas de mi edad, o incluso de menos, que soñaban por ser desvirgadas por él. Tanto así, que el hombre se daba el gusto de seleccionar a cuál sí y a cuál después.

No le aunque, yo aún dudaba.

—Oye, ¿y tú estás segura que esto está bien...? —le dije mientras íbamos en el camión rumbo a Paso del mono.

—Claro manita —me dijo—. Mira, de que te desquinte cualquier vato calenturiento, no más por darse el gusto y te deje a medias, pues sin dudarlo. Con este Mateo no vas a quedar insatisfecha, te lo aseguro. Te va a calmar esas ansias que te consumen por dentro. Con él es seguro que vives algo... bueno, pues algo inolvidable. Ya verás.

«¿Y ésta cómo sabe tanto?», pensé en aquel momento.

Llegamos al pueblo un poco antes del medio día. Nos dirigimos a un billar que también era cantina. A mí me dio miedo entrar a un lugar así. Jamás había entrado en uno pero Gertrudis me animó diciendo que no había peligro.

Pese a las palabras de mi cuñada, a mí sí me entraron escalofríos al sentir las miradas de los hombres que voltearon a vernos nomás entramos. Parecía que nos desnudaban nomás con su vista. Todos se me hicieron de mala pinta. Toscos; mugrosos; maleantes... no sé, pura gente mala.

No vi mujer alguna, lo que nomás me metió más miedo. Ya estaba dispuesta a agarrar a mi amiga y salir a toda prisa del lugar pero...

...un hombre de cuarenta y tantos años se nos acercó y saludó afectuosamente a Gertrudis.

Tan familiar fue su saludo que creí que la besaba en la boca, y por poco. Nomás porque Gertrudis le ofreció la mejilla sino por poco la besa en los labios.

El tipo cruzó unas cuantas palabras con mi cuñada mientras que yo lo veía de abajo a arriba. La verdad sí se veía atractivo. Tenía porte y algo que lo hacía destacar de los demás hombres del lugar. Era como que se sabía muy seguro de sí. Luego él me vio.

Tan intensa era su mirada que me sonrojé.

—Hola Olivia —me dijo, al mismo tiempo que se aproximó a unos centímetros de mí.

Yo le respondí un tanto nerviosa.

—Hola... Mateo, ¿verdad?

«Debí dejar que él me dijera su nombre», pensé pero ya era tarde.

—Sí. Pero no te pongas nerviosa —me dijo—. Aquí todos somos de confianza.

De repente me dio un beso justo en los labios. No me lo esperaba.

—Caray, tu prima me había dicho que eras bonita pero se quedó corta —me dijo en un susurro tan bajito que, creo, ni Gertrudis escuchó.

—En realidad no somos primas, mi hermano... —Gertrudis, haciéndome señas rápidas, me indicó que no le siguiera, fue así que ya me quedé callada.

No sé cómo, pero en un rato más, en aquél lugar que tan amenazante me había parecido en un principio, me pasé una de las tardes más divertidas que podía recordar.

Mateo me hacía sonrojar  y reír a la vez. Me enseñó a jugar billar; cartas y cubilete. Incluso hicimos equipo en el dominó y les ganamos la quincena a unos amigos suyos. En un par de horas allí, ya hasta ni me acordaba el motivo original que nos había llevado a Paso del mono. Para mí ese era sólo un día muy divertido.

No obstante, en un momento en que fui al baño, al regresar, me llevé tremendo susto en el pasillo cuando alguien me tomó de la cintura y me pegó a él. Me besó con tal enjundia que el grito que quise dar quedó ahogado por sus labios.

Después de lo que me pareció un ratotote se despegó de mí y pude ver que era Mateo.

El susto y la impresión de la sorpresa pasaron y me sentí sonrojada. La verdad, al ver que se trataba de aquél, me sentí feliz.

—Ay, ¡me espantaste! —apenas hallé en decir.

Él sólo sonrió, me tomó de un brazo y me condujo a través del pasillo. Pensé que me llevaba a la mesa donde estaba Gertrudis, pero se siguió de filo y sólo la vi como ella me miraba dejar aquel billar. Gertrudis se quedó sentada. Sin saber a dónde íbamos me subí con él a su camioneta.

Condujo por calles del pueblo mientras que yo sólo lo veía en silencio. Nunca había estado con alguien así, alguien quien sin decirme nada me sintiera prendada de él. ¿Era su temple, su seguridad? No sé. Pero lo cierto es que me tenía hechizada. Él me hacía sentir segura a su lado. Junto a él nada temía, ni siquiera a mi hermano.

Mateo me llevó a su casa.

Me invitó una copa para ponerme a punto, según me dijo. Yo, un tanto nerviosa, quise hablar pero él sello mis labios con besos y más besos. Fue así que nuestros cuerpos, de ahí pa´ delante, se comunicaron sin necesidad de tantas palabras. Fue hermoso.

Tras varios minutos de faje cachondo en el sofá de su sala, me tomó de la mano y me llevó al cuarto. Yo, la mera verdad, iba con las piernas temblando. «Ahora sí me llegó la hora», pensé.

La cama estaba hecha girones, aunque eso no me importó.

En poco tiempo ya me tenía en ropa interior y bien empinada, agarrada a la orilla de la cama, mientras él, desde detrás, me daba tremendos chupetones en las nalgas, tan tronados al final que me parecía estar escuchando balazos. Luego aquello se convirtió en salvajes mordidas. Era tremendo.

Mateo me dijo:

—Así que “deveras” no habías estado con un hombre.

—Pues con ninguno como tú —le dije plenamente enamorada.

—Gertrudis me dijo que aún eras virgen, ¿es cierto?

Sonrojada, asentí.

—Mira nada más. ¿Y cómo una jovencita tan linda no la han desflorado aún? No creo que los hombres de San Nicolás se queden así como así, sin hacer nada, al contemplar a una florecilla sin cortar. A de haber más de uno que se te “haiga” insinuado.

—Pues la mera verdad sí pero [...]

Fue así que así, le conté sobre mi hermano.

—Pues qué cabrón —así me dijo tras oírme—. Aunque, si yo hubiera tenido una hermanita así de chula como tú, pues... yo creo que haría lo mismo. Ningún vato le metería mano. La cuidaría como a mis ojos.

Luego él me besó.

«Creo que estoy enamorada», pensé mientras disfrutaba de sus labios.

Mientras el volvía a mi trasero, ahora para meter su lengua en mi hendidura, pensé que las fantasías que yo había tenido en aquellas noches solitarias, en las que el calor me desbordaba en plena cama, no se comparaban en nada nadita con lo que estaba viviendo.

Sentía como aquél clavada su cara en mi trasero; cachetes contra mejillas, así estábamos. También comenzó a dedearme ahí. Lo que antes imaginé no se comparaba con lo que estaba sintiendo.

—Tiene un rato que no saboreo una pepita nuevita —le escuché decir a Mateo.

Él me giró sobre la cama y quedé patas pa´ riba. Mateo comenzó a darme lengua en tal postura.

—Que te chupen la panocha “deveras” que es algo bien rico —confesé.

—Pero que te la acaricien al mismo tiempo es todavía mejor —me respondió Mateo al mismo tiempo que me metía dos de sus dedos en plena raja sin dejar de chuparme el capuchón.

Yo sentí como si me saliera de mi cuerpo mientras experimentaba lo prohibido.

—“Deveras” que estás nuevecita. Tu puchita se siente bien apretadita —me dijo mientras seguía mete y saque sus dedos en mí.

De pronto, tras dar una última lamida que recorrió desde mi ano hasta toda mi raja, se irguió y, tomándome de las pantorrillas, me levantó y abrió mis piernas.

—¿Qué te parece si te la meto ahora? —me preguntó y yo lo quede viendo sin poder decir palabra.

La mera verdad sentí miedo. Pero no me podía echar para atrás en ese momento. Después de todo, todo lo que había vivido ese día había sido nuevo y maravilloso. Ahora, ya con serenidad, lo veo claro. No debía esperar que lo siguiente fuera menos, sin embargo, en ese momento dudé.

—No te creas chaparrita —dijo Mateo sonriéndose y yo pensé: «...y ´ora, ¿me va a dejar así nomás? ¿Pu´s qué es esto? ¿De qué se trata?». Aún te falta por aprender otras cosas antes de comerte lo mero bueno —él continuó.

Fue así que, inmediatamente, Mateo me enseñó a cómo chupárselo... Sí, la mera verdad podría decirse que fue él quien me dio cátedra en eso, ´ora sí que como luego dicen tus hijas, ¿no?

Bien pues, luego, me hizo que le pusiera el condón con la boca. No fue tan fácil, la mera verdad, pero lo hice.

—Bien, ¡ya está! —le dije cuando por fin el gorro le cubría su pene.

Mateo me tomó y me volvió a colocar recostada sobre mi espalda, con las piernas a lo alto y lo suficientemente abiertas para que mi sexo quedara expuesto.

—Tranquila, relájate —me decía Mateo a la vez que su tiesa carne se colocaba en posición y, muy poco a poco, se abría paso por entre mis labios virginales.

—¡Ahuuuuu...! —por fin grité al sentir el tremendo dolor.

Creo que mi grito bien pudo rebasar las paredes de esa casa, pues fue intenso.

—Calma amor, calma. Ya pronto viene el placer —dijo Mateo y no mentía.

En tan solo unos minutos más los gritos ya no fueron de dolor...

—Ay, ay, ay... así mi amor, así papito. ¡Qué rico...! ¡Qué rico es esto! ¡Uy... no me lo puedo creer! —dije, grité—. ¡Mmmmm. Delicioso!

Tuve a Mateo a mis espaldas, abriéndome las piernas a todo lo que dan y metiéndomela bien recio.

Luego, nos entrepiernamos como si fuéramos tijeras entrecruzadas.

Me tuvo bien abierta y sujeta de mis muslos, dándome sentones sobre él, mientras él estaba en cuclillas (no sé cómo me aguantaba tanto en esa postura).

Me la metió estando yo de espaldas a él y recostada bocabajo. Con fuertes chasquidos, él estrellaba su cuerpo contra el mío... uyyy... fue una cosa bien pero bien hermosa. Te lo juro, con esos momentos tuve varias dedeadas tiempo después, con tan sólo recordar.

Mientras estaba sentada sobre él, con mis piernas atenazadas a su espalda, y subiendo y bajando lentamente, ¡tuve el primer orgasmo de mi vida!

Sí, si te digo. Yo fui otra después de conocer a Mateo Capistrana. Él fue un hombre muy especial en mi vida.

Bueno, pues mientras él me penetraba desde atrás yo sólo sonreía de placer. Estaba completamente bañada en sudor. Todo mi cuerpo estaba empapado. Sudorosa por el calor generado entre ambos, estaba mojada toda.

Tal labor no podía tener otra consumación que una calidez nunca antes apreciada por mí. Una tibieza que sentí en la intimidad de mi ser. Percibida pese a verse guardada tras el látex que separaba su piel masculina de mi tersura femenina.

Instantes después, ambos, yacíamos en cama, reposando de tan tremenda jornada.

Yo descansaba al cobijo de uno de sus fuertes brazos mientras que él calmaba su agitada respiración.

—A qué tu prima Gertrudis. No pues, la mera verdad, esto sí se lo voy a agradecer —me dijo Mateo y así rompió el silencio.

—¿Qué, el presentarnos? —le repliqué.

—Ey.

Sonreí feliz, pues pensaba de forma similar. No cabía duda, tenía la mejor cuñada del mundo.

—Ya tenía rato que no desquintaba.

—¿De verdad? Gertrudis me dijo que eras el mero macho desvirgador de estos “lares”.

Mateo se rió.

—Ah que la “Gechu”. Pues sí, la verdad. Nomás que por un tiempo lo dejé. Quiero decir todo, no sólo el desvirgue, sino que dejé de ponerle a la que se me ponía enfrente.

—¿Y por qué? Necesitabas un descanso o...

—No, qué va. No, es que ya no era lo mismo. La mera verdad, se me había convertido en vicio. En una cosa que sólo llenaba un vacío.

Fue así que Mateo Capistrana se sinceró conmigo [...]

—Así que eras casado —dije, después de que me contó su vida.

Ni siquiera lo hubiera pensado.

—Lo soy aún, bueno, al menos aún no me he divorciado y... me dirás pendejo, pero aún espero que algún día regrese.

Le acaricié el vello de uno de sus morenos brazos, al mismo tiempo que lo escuchaba.

—Y ahora, ¿piensas volver a las andadas? —le pregunté con una sonrisa.

Él rió.

—Pues ya sabes lo que dicen, un calavera es un calavera y nunca abandona, sólo reposa un poco. Además debo cumplirle a tu prima —dijo Mateo y me quedé de a seis.

—¿Cómo?

—Pues sí. Me hizo prometerle que si me traía a una verdadera señorita que efectivamente estuviese rica, y me devolviera los ánimos de coger pues... vamos, pues que a la siguiente en echármela al plato fuese a ella.

—¡¿Qué?! —gritó Olivia.

—Sí. La mera verdad, tu prima ya llevaba varios meses rogándome que se la volviera a meter. Vamos que me la volviera a coger como antes, pero yo... pues lo que ya te dije. Como que no me sentía bien para eso. Además, como que ya se estaba obsesionando. Incluso me ofreció ser mi mujer. Le dije que eso no iba a pasar, que mejor se consiguiera un novio. Alguien sólo para ella. Que era lo mejor.

—Por cierto, ¿sabes si ya tiene novio?

—Pu´s sí —dije mecánicamente, sin saber de qué otra manera responder.

—Ah que caray. Pos ni modo, habrá que ponerle los cuernos al vato—dijo y rió.

Siguió hablando pero en mi mente sólo enfocaba una cosa, Gertrudis le pondría los cascos a mi hermano. Por lo menos Mateo ya estaba dispuesto a ayudarla en ello.

¿Qué debía hacer?

Mientras iba sentada junto a Gertrudis, en los asientos del camión que nos llevaba de regreso a San Nicolás, no dejaba de pensar en eso: ¿Qué debía hacer?

  • Ø  ¿Decirle a Luis de lo que me había enterado? Imposible. No podría explicarle el cómo me enteré.
  • Ø  ¿Comentárselo a Gertrudis? No, aquello sería indiscreto.

Después de todo, eso no cambiaba el hecho de que gracias a Gertrudis pude conocerlo a él y pude vivir tan maravillosa experiencia.

Ambas guardamos silencio el camino restante.

Gertrudis, quizás por respeto. Ella sabía muy bien lo que había vivido minutos antes. Era, sin duda, una de las experiencias más importantes de la vida. Ella lo vivió también y, de cierta forma lo compartió conmigo. De seguro que ella guardaba silencio al saber, en carne propia, cómo me sentía en aquel momento.

Por mi parte, tomé una decisión: Guardaría lo que sabía de Gertrudis como un secreto de cama. Algo que sólo saben las personas involucradas. Al final de cuentas, yo ya tenía el mío propio. Sin que mi hermano ni nadie más lo supiera, y todo gracias a ella. Yo había sido desquintada por el mejor desvirgador que pudiera imaginar. Y aquel secreto, sabía perfectamente, me lo guardaría bien, la que al final se convirtió en mi cuñada.

—¡¿Así que no te importó que ella fuera a tener sexo con Mateo más adelante?! Digo, estaba por engañar a tu hermano con el mismo hombre del que quedaste prendada... el mismo hombre que acababa de haberte hecho mujer.

Olivia recordaba el rostro de su marido mientras le preguntaba aquello y no podía evitar sonreír, ahora que había regresado y que se bañaba en el río de San Nicolás.

—Así fue y no me arrepentí, la verdad, porque tiempo después, cuando íbamos a dejar San Nicolás para venirnos a los Estados Unidos, fue la misma Gertrudis quien me hizo la valona para poderme despedir de Mateo antes de dejar México. Mientras ella le ponía con Luis, como si no hubiera mañana, yo pude pasar casi todo un día entero con el hombre que más nos había hecho felices a ambas.

Olivia recordó como su marido se mostró un tanto desencajado al haberla escuchado. Sin duda aquello lo había cimbrado, no obstante, la expresión en sí combinaba otras huellas; había algo de excitación en los desorbitados ojos de Johnny y en sus hinchados labios. También le temblaban las manos. Las palabras de su, ahora esposa, lo habían afectado bastante.

Pero eso es lo que él le había pedido después de todo: Franqueza; honestidad. Olivia era una mujer muy especial y lo supo desde que la conoció hace más de un año. Por su parte, Johnny quería saber qué es lo que la había convertido en esa persona tan especial, en esa mujer de la que se enamoró. Una mujer que lo exaltaba en la cama. Una que le había hecho salir de la depresión tan fuerte que había sido perder a su primera esposa. Esa mujer con quien se casó por ser ella tan maravillosa, y esa era Olivia López Portillo; una mujer mexicana con sangre caliente corriéndole por las venas, pero también con la sensatez para controlarla.

Y es que, incluso, Olivia se convirtió en una verdadera madre para sus dos hijas y la satisfacción para él, pero todo tiene una fuente. Johnny se había enterado cómo fue que su, a hoy, esposa se había convertido en mujer; o por lo menos cuál fue su primer y rotundo paso. Pero, luego, ella le pidió un enorme y valiosísimo favor.

Olivia; a un poco más de un mes de casada; le pidió a su esposo que la dejara ir a visitar su natal tierra. Ella no le mintió, siendo honesta desde un principio, iba con clara intensión de encontrar o, mejor dicho, re-encontrarse con Mateo Capistrana, el hombre quien fue el primer hombre.

—No me malinterpretes —le dijo—. Johnny, tú eres y siempre serás el amor, el ser más importante de mi vida de ahora en adelante. Tus hijas son mis hijas. No tengo otra familia. Es sólo una necesidad que debo... que deseo cumplir. Una y sólo una vez, te lo prometo. Regresaré y ya nunca más...

Johnny le selló los labios colocando uno de sus dedos sobre ellos, y dijo:

—No digas más. Si ese hombre te hizo... te ayudó a convertirte en la mujer que eres ahora, de la que me enamoré, tienes todo el derecho. Ve. Ve y dale las gracias de mi parte  —le dijo su confiado esposo, ocultándole las lágrimas que amenazaban con brotarle.

Y ahora que se bañaba en las aguas de aquel río, Olivia lo recordaba con calidez y afecto. Estaba casada con el mejor esposo del mundo.

Perdida en sus recuerdos, Olivia estaba lejos de percibir al tipo que la mal miraba y quien sólo esperaba que saliera del agua para caerle encima.

Y así:

Olivia fue tomada por detrás, nomás hubo salido de las aguas. Ella pataleó y gritó. El hombre se aferró a ella como si su vida dependiera de ello.

Sintió que iba a ser violada y, por un brevísimo instante, se arrepintió de haber hecho ese viaje. No obstante, el hombre la soltó y fue en ese momento que ella lo vio. Se trataba de Mateo. Mateo Capistrana estaba frente a ella.

El otro hombre sólo fue testigo de cómo, aquella mujer completamente desnuda, abrazaba apasionadamente a aquél otro.

Fue así como ambos permitieron que sus cuerpos se reencontraran en plena hierba, mientras que al otro no le quedó más que observar, pues no se atrevió a hacerle frente a aquel macho cabrío que demostraba tan diestras habilidades en aquello del arte sexual.

 

FIN

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