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Al calor del sol

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Lgloria es para los audaces. Lo leí hace mucho en un libro, no recuerdo cuál. La sentencia, por lo que la experiencia me demostró, es cierta, aunque con matices. Falta añadirle otra que la complementa y que contiene tanta sabiduría como la primera. Pero antes, prefiero contar una historia personal que resultará muy ilustrativa.  (Ocurrió el verano pasado)

El verano pasado, aprovechando una tarde de lunes que tenía libre, me fui a una playa lejana que forma parte de una reserva natural. Tiene forma de media luna, y se extiende unos tres kilómetros frente al mar abierto. Por detrás hay una planicie de pastizales arenosos. Sólo se puede acceder por el sur, donde está el aparcadero. El extremo más apartado, hacia el norte, está reservado para el nudismo. Es mi playa favorita: por su arena blanca, por su brisa continua, por sus aguas limpias, y por las bellezas que exhiben sus encantos.

Llegué temprano, sobre las cuatro. En el primer tramo había bastantes familias. Pero antes de llegar a la mitad, la playa estaba prácticamente desierta. Apenas había alguna sombrilla instalada, o algún solitario tirado al sol como los lagartos. Por la orilla, en cambio, se veía gente caminando. Unos iban y otros venían. Yo caminaba por el medio del arenal, dejando unos cien metros a cada lado. La playa descendía suavemente hacia el mar.

Seguí adelante, con mi bolso al hombro, hasta la zona nudista. Un letrero lo indicaba, para prevenir a las señoras (y señores) incautos y pudorosos. Me topé con la primera aglomeración, la mayoría gente mayor, sola o en parejas. Tampoco eran tantos, no más de cincuenta; lo habitual entre semana. Los siguientes estaban cada vez más dispersos.

Sudaba y notaba las piernas fatigadas. Pero continué con la dura travesía hasta que encontré lo que ansiaba: una mujer joven, con un buen cuerpo, y aparentemente sola. Estaba totalmente desnuda, tumbada boca abajo. Tenía una pequeña sombrilla azul a un lado y un bolso de tela. Evalué sus nalgas, no muy voluminosas, pero bien marcadas. Los huesos de la cadera sugerían una pelvis ancha, espaciosa.

Con todo el arrojo (y la desvergüenza) que fui capaz de reunir, me instalé cerca de ella: diez metros más abajo, y dos metros a la derecha. Ponerme justo debajo, en la misma línea, o más cerca, hubiera resultado demasiado descarado; la habría espantado. Así respetaba su espacio vital, pero la obligaba a no ignorar mi presencia.

Estiré mi toalla y dejé el bolso al lado. Me quité la camiseta y el pantalón corto (no llevaba calzón, ¿para qué?). Me di un poco de crema, sin prisas, y luego me eché boca abajo, mirando hacia ella. Tenía las piernas algo separadas y podía intuir el bulto carnoso de su entrepierna: unos pliegues oscuros, nada más. Las piernas eran largas, con muslos delgados.

En cuanto ella se movió, escondí la cabeza bajo el brazo. Creí oír un chasquido, quizá de fastidio. Ese era el momento crítico. Si se marchaba indignada, tendría que esperar una media hora antes de buscar otro lugar, para que nadie sospechase de mis intenciones.

Estuvo un rato sentada, mirando el mar agitado. La veía a hurtadillas por debajo del sobaco. Tenía un rostro agradable, de labios finos y mandíbula afilado. Llevaba el cabello rubio recogido detrás, en un moño. Algunos mechones curvos rodeaban sus orejas, o caían por su frente abombada. Su piel era clara, con algunas pecas, y estaba enrojecida por el efecto del sol. En general me gustaba su físico; sólo me faltaba conocer su carácter.

Al poco se volvió a tumbar, pero esta vez boca arriba. Tenía unos pechos excelentes, ni demasiado grandes, ni tristemente pequeños. Mantenía las piernas bien cerradas a propósito. Era evidente que mi presencia la había intimidado un poco. Pero esa posición no la podía mantener durante mucho tiempo. No era cómoda, ni natural. En cuanto se fue relajando, acabó por abrirlas lo justo para que la fina hendidura volviera a asomar.

De tanto comerla con la mirada, mi pene comenzó a engordar. Noté como la punta del glande se abría paso entre el capuchón de piel. La brisa marina me acariciaba las nalgas y la espalda. Tenía los pelos de la nuca erizados, mientras mi piel ardía, quemada por el sol. En ese momento, estaba en la gloria. Paciencia, me dije.

Diez o quince minutos más tarde se incorporó. Quedó sentada con las rodillas flexionadas. Las piernas estaban separadas unos dos palmos. Su raja y los dorados pelos del pubis eran perfectamente visibles. Quizá había terminado por aceptar mi presencia. Es posible que sintiera curiosidad. En todo caso, ya había logrado lo más difícil: evitar la huida.

Me di la vuelta y quedé boca arriba. Crucé las manos detrás de la nuca. Mi pene descansaba hinchado entre los muslos. Ella, desde su posición, podía apreciar su tamaño, pero no podía saber cuánto había crecido. Desde luego que no le resultaría indiferente, salvo que fuese lesbiana. Tendría que estar juzgándola, aunque fuera de modo inconsciente.

Mi plan pasaba por abordarla en la orilla del mar; entablar conversación con cualquier excusa. Pero como no se decidía a salir, decidí tomar la iniciativa. Me senté sobre la toalla y fingí buscar algo en el bolso. Giré la cabeza y nuestras mirabas se cruzaron. ¡Premio! Ella apartó la vista inmediatamente. Sonreí para dentro, convencido de que pronto sería mía.

Me quedé mirándola con cara de sorpresa y curiosidad, hasta que no pudo aguantar más y acabó por echarme otra mirada fugaz, de fastidio e incomprensión. Luego bajó la vista. La tenía a mi merced. Confiaba en mi osadía y en mi triunfo final. Pero, como sentenció un famoso escritor, en el amor no basta con rendir la plaza, hay que tomarla por asalto. Me levanté y fui hacia ella con paso decidido. Tenía poco tiempo para improvisar una estrategia.

―Hola. Soy Mario, ¿cómo estás? ―dije sonriendo―. ¿No me recuerdas?

―No ―respondió tajante. Cerró sus piernas e intentó taparse un poco poniendo los brazos por delante, sobre sus rodillas.

―Del año pasado ―mentí con descaro―. Venías aquí con tu prima Isabela.

―Me confundes con otra ―dijo con desdén y con un marcado acento del sur―. No era yo.

―¡Cómo! ¡Te burlas de mí! ¡No eres Cecilia!

―No. Lo siento. Esta es la primera vez que vengo por aquí…

―Pues te pareces bastante. Ni que fueras su gemela. Aunque ahora que lo pienso, creo que ella tiene los ojos verdes. Sí, su voz es más aguda, me parece. La tuya es más dulce.

―¡Ah! ¡Vaya! ―al fin asomó una sonrisa a sus labios―. Oye, no estarás intentando ligar conmigo, porque sería bastante patético.

―Si quisiera ligar contigo no andaría con tonterías ―me puse serio, y me hice el ofendido, pero sin elevar el tono―. Suelo ser muy directo. Si alguien me gusta, lo digo. No oculto nada; voy con todo por delante.

―Eso es evidente ―dijo lanzando una mirada a mi pene que, aunque se había encogido un poco, todavía conservaba un grosor llamativo. Volvió a sonreír y meneó la cabeza.

El sonido del mar nos envolvió. La conversación parecía llegar a su punto final. Pero yo no pensaba desistir tan fácilmente. Eché una mirada a la playa, a un lado y a otro, para ganar tiempo. Debía reagrupar mis pensamientos y buscar el mejor modo de continuar. 

Vi pasear por la orilla a un señor mayor, alto y enjuto, con la piel tan tostada que parecía de cartón. Caminaba medio encorvado, con un bolso grande colgado del hombro. Tuve una idea.

―Vaya, si es el mirón de siempre. ¿Qué oportuno?  

―¿Amigo tuyo? ―habló con sorna. Capté la indirecta. Pero eso es lo que esperaba.

―Lo conozco de vista. Viene a menudo. Pasea con el móvil escondido, y va sacando fotos.

―En serio. ¡No me digas! ―se arrebujó sobre sí misma; cerró sus piernas y pegó su pecho a las rodillas. Creo que conseguí impresionarla.

―Sí, tal como te lo cuento ―la miré a los ojos―. Pero puedes estar tranquila, no le interesan las mujeres. Busca chicos jóvenes, musculosos, y que estén bien dotados. Ya me entiendes.

―Pues tú tampoco deberías preocuparte. No eres tan chico, ni tan musculoso.

―No, está claro que no, pero lo otro sí, ¿o no? Y a falta de algo mejor…

Ella encogió los hombros. Parecía a un tiempo asustada de lo que podía insinuar y deseosa de saber adónde quería llegar o qué pretendía. Estaba inquieta y puede que algo tensa; su vista se deslizaba sobre mi cuerpo y huía hacia el mar, para volver a mirarme a los ojos.

―No me digas que no, que me hundes… ―bromeé―. Míralo bien. ¿Qué te parece?

―Uf, no sé ―lo observó con detenimiento―. Es lindo. Modosito.

―¡Vaya! Esperaba algo más ―me reí con ella―, como soberbio, o maravilloso.

―¡Qué más quisieras tú! ―dijo alzando la barbilla.

Estalló en una risa. La tenía; ya era mía. Y lo había logrado gracias a mi arrojo y a una buena dosis de ingenio, además de a los años de experiencia. Detrás de éste éxito, había otros asaltos que habían terminado en un firme rechazo, o en una tregua pactada.  

―¿Puedo sentarme? ―pregunte con humildad, pero con firmeza―. Para charlar un rato. Me gusta conocer gente. Y tú pareces simpática.

―Bueno ―dijo tras unos segundos de vacilación―. Si sólo es para eso.

Extendí la mano al tiempo que le decía mi nombre. Ella la tomó con suavidad y prolongó el saludo antes de decirme que se llamaba Liria. Tenía unos dedos largos y finos, de aspecto delicado, con las uñas recortadas, que desataron mi imaginación. No sé lo que sintió ella, pero me pareció que en sus ojos brillaba el deseo, o al menos cierta picardía.

Es difícil saber hasta qué punto le gustas a una mujer, y cuánto está dispuesta a consentir antes de que te estampe una bofetada en la cara. En cambio resulta más fácil saber cuándo tu presencia le resulta odiosa o desagradable. Con respecto a Liria, yo no sabía si le gustaba mucho o poco, pero de lo que no tenía ninguna duda es que no le caía antipático, ni le resultaba intimidante u ofensivo. Con eso tenía suficiente como para arriesgarme.

Sin más, fui a coger mi toalla, y de paso me llevé el bolso. De modo que me instalé con todo mi equipo a su lado. Una vez tomada una plaza, no estaba dispuesto a renunciar a ella. Mi pene, entre tanto, tras arrugarse ostensiblemente, había vuelto a crecer con brío renovado. Pronto me resultaría imposible controlarlo, así que debía proceder con rapidez. 

Me eché boca arriba y me apoyé sobre los codos. Ella se tumbó de lado, con una pierna flexionada, dejando oculto su pubis. No me pareció justo, pues yo dejaba mi pene, más crecidito, totalmente a la vista. En compensación, podía disfrutar de sus pechos, que estaban a escasos centímetros de mi brazo. Se me hacía la boca agua mirando los pezones.

Arranqué la conversación con las preguntas típicas y ella enseguida se sintió tan cómoda como si fuéramos amigos de toda la vida y estuviéramos en la cafería del barrio. Por fuera parecía cada vez más relajada y segura. Sin embargo, tenía la extraña sensación de que estaba terriblemente agitada y descompuesta por dentro.

Liria me contó que era enfermera y que preparaba el acceso al servicio público. Entre tanto, disfrutaba de contratos temporales, de sustitución. Uno de esos lo había traído a esa zona del país, lejos de su hogar familiar. Había llegado el mes pasado y se sentía un poco sola. 

La escuchaba con atención, sin perder la oportunidad de recorrer con la mirada su cuerpo, tan próximo al mío que podía sentir su olor y su calor. Ella se esforzaba por mirarme a los ojos, o a la cara, tratando quizás de adivinar qué pensamientos escondía. De vez en cuando lanzaba una mirada al mar y de paso a lo que yo tenía entre las piernas.

Tenía una excelente labia, fluida y versátil. Desde luego no era una mujer tímida y apocada. No podía serlo si había venido sola a una playa nudista. Tampoco era de las que se asustaba fácilmente; ni una de esas mojigatas que enseguida se escandalizan. En esos momentos mi pene había crecido lo suficiente como para querer alzarse. Liria lo había visto moverse y caer, por tres veces, y no se había inmutado. Pero de repente, paró de hablar, sonrió, y me dijo:

―Como siga así se te va a poner todo… ―señaló con el índice a mi grueso rabo.

―¡Qué le voy a hacer! Estando al lado de una mujer como tú, es imposible controlarlo.

―Ya veo. Pero es que con esos movimientos, me distrae. Me corta el discurso.

―No le hagas caso. Ya se calmará ―sentencié.

―Lo dudo mucho ―dijo entre risas―. ¡Habría que hacer algo! ¿No crees?

Entonces, sin previo aviso, estiró su brazo y me lo agarró con la mano. Tiró de la piel hacia atrás con suavidad y dejó que el glande asomase libre. Estaba rojo y brillante, además de húmedo. Sólo lo vi un momento antes de que se lo metiera en la boca. Se agachó sobre mí y yo aproveché para acariciar sus nalgas.

La playa estaba como en las primeras eras de la humanidad. Delante tenía toda la inmensidad del mar. Algunos pájaros, gaviotas creo, surcaban el cielo. A mi izquierda, tan lejos que apenas lo distinguía, había una sombrilla roja inclinada. A la derecha, nuestra propia sombrilla me ocultaba la larga lengua de arena.

Cerré los ojos y me dispuse a disfrutar. No lo hacía mal, o al menos le ponía mucho interés. Tanto, que estuvo a punto de hacer que me corriera en su boca. Por suerte reaccioné a tiempo y tiré de ella hacia atrás. Me miró sin comprender y yo le expliqué que fuera con más calma, o todo terminaría antes incluso de empezar.

No me hizo mucho caso. Enseguida se tumbó sobre mí y me cubrió de besos el rostro. Luego nuestras bocas se juntaron. Besaba con demasiada fiereza y precipitación. La pobre, o llevaba mucho tiempo sin aliviarse, o realmente se sentía febrilmente atraída por mí. Lo primero parecía evidente, lo segundo no lo podía descartar.

Al fin conseguí que me dejara respirar. Ella se sentó sobre mi vientre. Acaricié sus pechos, que habían ganado en firmeza. Con un movimiento ágil y rápido despegó su cadera y agarró mi verga para introducírsela en su sexo.

―Espera ―le dije― tengo unos preservativos en el bolso.

―Deja, no hace falta. No estoy en los días fértiles. Podemos jugar cuanto queramos.

―Bueno, lo decía también por la higiene.

―Oye, que soy una chica limpia y sana. Más razones tendría yo para dudar de ti. A saber a cuántas les has metido esta porra rebelde.

―No a tantas como crees ―mentí algo ruborizado―. Soy muy selectivo. Llevo unos meses que no me como nada, ni un simple bollo relleno.

―Cuando mientes frunces el labio, ¿lo sabías?

No, no lo sabía. Al principio pensé que se estaba burlando de mí; luego, mucho más tarde, supe que lo decía en serio. Decidí obviar el asunto y concentrarme en lo que estaba haciendo. De lo que se trataba era de disfrutar al máximo.

La verdad es que no puedo recordar con precisión la secuencia completa de lo que hicimos. Sé que cabalgó sobre mí durante un buen rato; que luego se echó sobre su toalla y yo le separé las piernas y me eché encima para metérsela hasta el fondo. Ella estuvo también a cuatro patas, y más tarde volvió a tragarse mi verga, cuando empezaba a perder turgencia. Probamos otras tres o cuatro posturas más. La besé por todas partes y finalmente me corrí con profusión en su interior. Acabé agotado, satisfecho y feliz.

Pero la tarde no había hecho más que comenzar. Después de darnos un largo baño en el mar que nos dejó limpios y frescos, nos tumbamos juntos, con nuestros cuerpos entretejidos. Hubo más caricias, más besos. Liria volvió a llevar el peso de la conversación.

Antes de que pasara una hora estábamos retozando de nuevo sobre la arena. Sólo que en ésta ocasión nos lo tomamos con más calma. Ella me lamía despacio y me chupaba el glande como si fuera un helado. A mí me tocaba acariciarla por todas partes, estrechar y separar sus nalgas entre mis manos, y meterme entre sus piernas para limpiar de sal los labios de su sexo.

No sé cuantas veces se corrió ella, porque en eso del sexo, no era de esas que gemía o se contorsionaba como una serpiente. En cambio, la veía muy alegre, y eso me reconfortaba. Yo me corrí dos veces más. Una en el fondo de su estrecha y cálida vagina; la otra en su boca, por deseo expreso suyo. Ella suspiró complacida, a mi lado. Yo me quedé muerto.

Más tarde volvimos a la orilla. El sol comenzaba a ponerse sobre el mar. La playa estaba prácticamente desierta. Creo que eran cerca de las ocho y media. Con el agua a la altura de las rodillas, que subía dos palmos por efecto de las olas, nos limpiamos mutuamente. Ella lavó y quitó las arenas de mi pene, que había quedado reducido a una sombra. Yo limpié los pliegues carnosos de su sexo; y ¡qué cálido lo tenía!

Entre nosotros había surgido una intimidad, y una confianza, similar a la que adquieren las parejas que llevan varios meses juntos. Creo que había una alta conexión, una buena armonía entre los dos. La lástima era que cada uno tenía que seguir con su vida.

Media hora más tarde nos marchamos juntos.

Pero la historia no termina aquí... 

Como decía al principio, la gloria la suelen alcanzar los que se arriesgan, los valientes. Para los cobardes sólo queda el olvido; ellos mueren mil veces, cada vez que renuncian a luchar por aquello que desean. Es cierto, pero también decía que hay otra máxima que la acompaña, y es ésta: quien a hierro mata, a hierro muere.

 A mediados de diciembre, recibí una llamada de Liria. Me sobresalté al escuchar su voz, pues no recordaba haberle dado mi número de teléfono; aunque sí mi dirección. No había vuelto a tener noticias de ella. Me dijo que tenía que verme, que estaba en la ciudad. Yo acepté encantado. Quedamos en un bar cercano a mi trabajo.

Nada más llegar me costó reconocerla. ¡Llevaba tanta ropa encima! Además, había engordado un poco; sus mofletes eran más carnosos. Me senté frente a ella y enseguida la noté tensa y distante. Parecía estar muy disgustada y, al mismo tiempo, esperanzada o inquieta. Temí que, como otras, se hubiera enamorado perdidamente de mí, que me quisiera sólo para ella. Pero yo no estaba dispuesto a renunciar a mi independencia.

―Estoy embarazada ―dijo forzando una sonrisa―. De cinco meses.

―¡Estupendo! ¿No? ―repliqué asombrado e hice una de las preguntas más estúpidas que puede hacer un hombre―: ¿Y quién es el padre?

―¿Quién va ser? Tú.

―Pero si dijiste que no eran tus días fértiles.

―Pues no debían serlo del todo. No sé cómo pudo ocurrir.

―Y, ¿no pudo ser otro? ―adopté la aptitud y el tono del detective―. Intenta recordar, mujer. Quizás en los días siguientes, o en los días previos.

―Pero, ¡qué te crees! ―se enfadó bastante―, no me acuesto con cualquiera. Y no, no me acosté con nadie desde lo nuestro. Y antes imposible.

―Entiendo ―recordé lo excitada y el hambre de sexo que había tenido en la playa.

―Si quieres hacemos la prueba de paternidad… cuando nazca. Y mientras tanto fingimos ser novios. Porque tú estás conmigo, ¿verdad? No me vas a dejar sola en esto.

―Yo no huyo, no abandono a nadie, y menos a ti ―dije ofendido. Y la cogí de la mano.

Sí, yo mismo me había echado el lazo al cuello y me había subido al patíbulo.

Resumiendo, que tuve que asumir mi responsabilidad. Ella no estaba dispuesta a abortar; ni podía legalmente a esas alturas. Demostré una vez más que soy un hombre valiente, que no me escondo. Pero recibí mi merecido: quien juega con fuego, acaba por quemarse.

Tuve que casarme al año siguiente y tuve que renunciar a mis aventuras y mis asaltos a plazas inexpugnables. Dije adiós a mis hazañas y a mis glorias, con pesar. No quedó más remedio. Liria, que desde el principio me había captado muy bien, me lo dejó muy claro: si me descubría en un desliz, era capaz de cortarme las “pelotas” mientras estuviera durmiendo.

Eso es todo. Y que Dios reparta suerte...

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