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Isabela (Capítulo 2): Aquello que nunca debió suceder.

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Las lágrimas surcaban las mejillas  de Isabela acurrucada en el sofá de su casa. La culpa era suya, toda suya. Y ahora los había perdido a ambos. Y sabía que se lo merecía. Todo el sufrimiento, todo el dolor, todas las lagrimas que derramaba eran justas y merecidas. Como había sido capaz de hacer lo que había hecho con las dos personas a las que amaba. Pero los que no lo merecían eran Guillermo e Ignaki. A Guillermo lo amaba con toda su alma, a pesar de todo, a pesar de haberlo engañado, a pesar de que su marido había matado a su amante, a pesar de todo lo seguía a amando. Y ahora estaba detenido. A Ignaki,  a Ignaki realmente nunca lo había amado. Le quería, sí que le quería, mucho, pero no de la misma forma. Solo había sido un buen amigo que había estado ahí cuando lo había necesitado. Guillermo pasaba mucho tiempo trabajando y ella se sentía sola. Y allí estaba siempre Ignaki, siempre ofreciéndole consuelo, ofreciéndole apoyo. Y al final, un día, sin saber como, había sucedido. Se habían acostado. ¿Cuánto hacía de aquello? Al menos un año.

Nunca debió pasar. Ahora se arrepentía de todo. Ahora su amado estaba encerrado y su amigo muerto. Y todo por su culpa. Había sido ella. Ella era la responsable. Hablaría con la policía, con el juez, con quien fuera. Diría que ella había apretado el gatillo. Diría que ella había asesinado a su amante. Que su marido era inocente de todo, que las huellas del arma las había puesto él allí intencionadamente para encubrirla. Que ella era la responsable de todo. Y aunque realmente no había apretado el gatillo se sentía responsable al ciento por ciento de todo lo que había pasado. Era todo culpa suya. Había matado a su amigo y metido entre rejas a su amado. Era culpa suya. Isabela alargó la mano hasta alcanzar la botella de Bourbon que reposaba en la mesilla y le dio un trago. El sabor del licor se mezcló con el de sus propias lágrimas. ¿En qué momento había empezado todo a torcerse? No lo sabía. Tal vez fue aquel primer beso, aquél primer momento de flaqueza, aquél primer gran error.

***

Isabela e Ignaki estaban sentados en una mesita junto a la ventana de un pequeño café. Ella no tenía ni idea de las ocultas intenciones de su amigo, pero él solo tenía una cosa en mente. En lo único que pensaba era en minar la relación entre sus dos amigos.

-Hoy he hablado muy seriamente con Guillermo.- Mintió descaradamente. –Le he dicho que debía pasar más tiempo contigo, que te tenía abandonada. Y me ha contestado que el trabajo era lo más importante.

Los ojos de Isabela brillaron debido a las lágrimas que comenzaban a asomar. Se sentía desdichada. Amaba a su marido pero él parecía no tener ningún interés en ella. Llevaban varias semanas ya sin tener ningún tipo de relación sexual. Él llegaba a casa exhausto todos los días sin ganas de nada y ella estaba ya durmiendo. Por la mañana el siempre se despertaba un poco antes que su mujer. Cuando Isabela de despertaba solía encontrarse a su marido con un par de tazas de café preparadas y algún dulce para ella. Siempre le preparaba el desayuno. Pero ese era prácticamente todo el contacto que tenían. Después él marchaba a trabajar casi de inmediato y ella se quedaba en casa, sola. Luego se volvían a ver a lo largo del día, dado que ella también contribuía en la empresa, pero eran contactos frugales, impersonales, contactos de trabajo. Como añoraba aquellos tiempos, al principio, con la pequeña empresa recién montada, cuando todavía tenían sexo en el despacho, en los baños, en cualquier lado. Ahora no, ahora nunca. Guillermo siempre estaba demasiado ocupado para ella. Guillermo no la deseaba, y ella lo sabía.

-Creo,- volvió a mentir Ignaki, lanzando el anzuelo final tras su telaraña de engaños. –Creo, y realmente siento mucho decirte esto. Creo que tiene una aventura.

El corazón de Isabela se hizo añicos en ese momento. Por eso no la tocaba, por eso no la miraba, por eso no la deseaba. Todo su mundo se derrumbó en el instante en el que su amigo, en el que confiaba plenamente, le confesó que su amado la estaba engañando. Paradojas del destino. El corazón se lo partió un engaño, pero no fue el engaño de Guillermo, que jamás tuvo lugar, fue el engaño de Ignaki el que la destrozó. Isabela rompió a llorar desconsolada. No entendía como podía ser. Ella amaba a Guillermo y no concebía que él no la amara a ella.

-No llores, no lo merece. Si no es capaz de darse cuenta de lo que tiene, no merece que derrames una sola lágrima por él.- Ignaki había cerrado la trampa. Ahora solo era cuestión de tiempo saber si Isabela había picado el anzuelo. Se levantó y se acercó a Isabela, la obligó a levantarla y la estrechó contra su cuerpo abrazándola. –No llores, no merece una sola de tus lágrimas.- Y entonces la beso.

No fue el beso que había esperado. Llevaba mucho tiempo deseando robar un beso de los labios de Isabela. Pero cuando sus labios se tocaron ella se apartó de él.

-¿Qué haces?- Le reprochó entre lágrimas.

-Isabela, te amo. Te quiero con todo mi corazón, siempre te he amado. Y no soy capaz de soportar como desperdicias tus lágrimas por alguien que no te merece. Ven conmigo, yo si te trataré como te mereces.

Tal vez fue por el dolor, tal vez fue por los celos, tal vez fue por la sensación de abandono que sentía o tal vez fue por un cúmulo de todas estas cosas, Isabela nunca lo supo, pero lo cierto es que esta vez fue ella quien besó a su amigo. Y este beso si fue lo Ignaki había estado esperando. A los pocos segundos la realidad golpeó duramente a Isabela en cuanto fue consciente de lo que había hecho.

-Lo siento, no sé que me ha pasado- Sollozó Isabela mientras se alejaba de su amigo.

-Espera, no te vayas.- Susurró Ignaki. Pero Isabela ya no podía oírle. Ignaki se quedó solo, contemplando como la mujer a la que amaba huía de él entre lágrimas.

Isabela salió del local tropezando con algunas de las sillas y vagó sin rumbo, sollozando, sufriendo. No entendía lo que acababa de pasar. Ignaki le había dicho que la amaba. Pero ella no le correspondía. Ella amaba a su marido. Y él la engañaba con otra. Su mundo se hacía pedazos por momentos. Y no encontraba nada a lo que agarrarse. No entendía nada. Necesitaba pensar, pero era incapaz. Cientos, miles de ideas descabelladas pasaban por su mente mezcladas con recuerdos del pasado, de los buenos tiempos. Intentaba acceder a los momentos que habían marcado su relación, pero cada vez que lo hacía era sustituida irremediablemente por una mujer sin rostro que ocupaba su lugar. Su mente le estaba traicionando tal y como había hecho su marido.

Intentó recordar el último aniversario de bodas, pero no era ella quien aparecía en su recuerdo, sentada a la mesa disfrutando de una cena elegante. Su marido cenaba con otra mujer. Una mujer de rasgos imprecisos, una mujer que no conseguía reconocer, pero no era ella. Buscó más y más profundamente, intentó rememorar el día en que se conocieron, hace muchos años ya. Pero tampoco conseguía verse allí. Veía a su marido, lo veía presentarse junto a su amigo, pero ella no estaba allí, había otra mujer. Isabela caminó durante mucho tiempo, intentando recordarse a sí misma. Pero no podía. Pasaron varias horas en las que Isabela no fue consciente de nada. Solo deambulaba de un lado a otro, sin destino concreto, llorando e intentando recordar.

Cuando ya había oscurecido totalmente y sus pasos solo se iluminaban gracias al alumbrado público, Isabela comenzó a darse cuenta de las horas que llevaba perdida. Vio a lo lejos taxi que se dirigía hacía hacia ella y casi de forma instintiva levantó su mano para detenerlo. El vehículo paró a escasos pasos de Isabela que abrió la puerta y se sentó en el asiento trasero.

-¿A dónde?- Preguntó el taxista de forma rutinaria sin siquiera prestar atención al aspecto de su pasajera.

¿A dónde? Era una buena pregunta. Ella no sabía a donde ir. Se encontraba perdida, triste y sola. Y en ese momento, allí sentada, turbada, triste, dolida y desconcertada tomó la que posiblemente fue la peor decisión de todas las malas decisiones que tomaría en su vida. Casi en un suspiro facilitó al taxista la dirección de su amigo Ignaki. El taxista, ajeno a toda la situación puso rumbo a las afueras de la ciudad. Al cabo de unos minutos el vehículo se detuvo frente a un chalecito de dos alturas situado en una de las urbanizaciones de la periferia. Isabela pagó más de lo que el viaje costó dado que ni siquiera espero a recibir el cambio. Dio las gracias al taxista de forma escueta y corrió hasta la entrada de la parcela.

Ignaki estaba sentado en su sillón favorito. Lo tenía perfectamente orientado para poder disfrutar de su pantalla de plasma desde el mejor ángulo posible. Tenía abierto ante él un paquete de patatas fritas y sostenía una cerveza en la mano. Aunque la televisión estaba encendida, realmente no le estaba haciendo mucho caso a las imágenes de la pantalla. No hacía más que pensar en los acontecimientos de aquella tarde. Todo había sucedido tan deprisa que no le había dado tiempo a pensar con claridad. Tanto tiempo intentando conseguir el amor de Isabela y ahora había cometido un desliz imperdonable. En estos momentos seguro que su amada ya estaba en brazos de Guillermo confesándole todo. Guillermo diría que no tenía ninguna aventura, que todo debía ser un montaje para separarlos. Ella lloraría, le pediría perdón por haber dudado de él. Y Guillermo la perdonaría, la besaría, la consolaría. Y entonces Ignaki ya no tendría ninguna oportunidad. La perdería para siempre, a ella, a su amigo y todo lo demás. En todo esto tenía ocupados sus pensamientos cuando sonó el timbre del telefonillo. Ignaki se levantó con cautela. Guillermo debía haberse enterado ya de todo y ahora venía a pedirle explicaciones. Tendría suerte si su amigo no le partía la cara nada más verle. Ignaki presionó el botón de aparato que comunicaba con la verja de entrada sin ni siquiera abrir la puerta de la casa para ver quien estaba en el exterior de la valla.

-Ábreme, por favor, no quiero ir a casa y  no sabía dónde ir.

El corazón de Ignaki dio un vuelco. Era ella. Era Isabela. Había venido a su casa después de todo. Al final el pez había picado. Ahora ya la tenía. Pero debía ser cauto, aún podía perderlo todo, no debía precipitarse. Debía esperar a que ella se metiera sola en la boca del lobo. Isabela nunca debía averiguar que era él el que había conspirado para hacerla caer a sus pies. Para que todo saliera bien Isabela debía pensar que era ella la que le había seducido a él. Ahora empezaba el juego final donde se decidiría todo. Guillermo le había ganado la partida desde el primer día, pero ahora las fichas estaban dispuestas de nuevo e Ignaki tenía un as en la manga. Ignaki pulsó el mando que abría la verja exterior mientras hacía lo propio con la puerta de la casa. Isabela recorrió el corto camino que separaba ambas entradas lo más deprisa que pudo y entró en la casa. Ignaki cerró la puerta a su espalda y se giró para quedar frente a ella.

-¿Dónde has estado? Te fuiste y no sabía que…- Ignaki no pudo terminar la frase porque Isabela se lanzó a sus brazos y le besó. Isabela estaba totalmente fuera de sí. Todo lo que quería y todo en lo que creía se había venido abajo y solo encontró un punto de apoyo. Encontró a Ignaki entre el caos y a ello se aferró.

-Esto no está bien, Isabela.- Dijo Ignaki apartándola suavemente.

-Ya no sé lo que está bien ni lo que está mal. Ya no sé nada. ¿Por qué no debería besarte? ¿Por qué? ¿Tú tampoco me deseas?

-Te deseo más de lo que nunca he deseado a nadie.- Ignaki volvió a unir sus labios con los de Isabela notando el sabor de su amada mezclado con las lagrimas que surcaban sus mejillas. Ya la tenía justo donde quería. Ahora Isabela estaba a su merced. Con el corazón acosado por las dudas, los celos y el dolor no sería capaz de resistirse a él. Ahora le tocaba ser frío, calculador. Ofrecerle lo que ella necesitaba, seguridad, amor, estabilidad. Que mientras todo se derrumbaba solo hubiera algo firme en su vida. –Ven, siéntate conmigo, voy a llamar a Guillermo, le diré que pasaras la noche aquí.

-¡No! No le digas nada.- Rogó Isabela mientras se sentaba en el sofá al lado de Ignaki.

-Tranquila pequeña,- Ignaki intentaba tranquilizarla. Un paso en falso y la volvería a perder tal vez para siempre.- No le contaré nada. Solo le diré que hemos tomado unas copas y que no quieres conducir de vuelta en ese estado, o mejor que te has quedado dormida en el sillón. No te preocupes, el no se enterará de nada.

Como única respuesta Isabela se acurrucó en el sofá y rompió a llorar. ¿Qué estaba haciendo? Iba a traicionar a su amado por celos. Iba a acostarse con su amigo por despecho. Iba a engañar a uno y a aprovecharse del otro. Y no estaba seguro de si aquello estaba bien o mal. No era capaz de pensar con claridad. Ella quería a su marido, pero él la engañaba. Y en cuanto a Ignaki… Sabía que le haría daño, pero no le importaba. Ahora nada tenía importancia. Tanto daba herir a uno como al otro. Si en ese momento Isabela hubiera sido consciente del dolor que acabaría provocándose a ella misma tal vez todo habría sido distinto, pero no estaba en condiciones de darse cuenta de nada.

Ignaki se dirigió al surtido mueble bar que había hecho instalar en el salón y del que estaba particularmente satisfecho. Daba un toque de elegancia y resultaba muy práctico cada vez que tenía visitas. Pero sobre todo era una forma de impresionar a las mujeres que metía en su cama. Ahora mismo su objetivo no era impresionar a nadie pero pensó que no sería mala idea servir un par de copas. A Isabela no le sentaría mal un trago y tal vez el estado de embriaguez favoreciera sus planes. Mal no haría, eso seguro. Y en cuanto a él, necesitaba beber algo. Las cosas se estaban precipitando y solo el alcohol le daría el valor suficiente como para culminar sus planes. Cogió dos vasos anchos de la parte superior del mueble y sirvió un par de hielos en cada uno. No preguntó a Isabela, sabía que sentía predilección por el buen Bourbon y seleccionó la mejor botella que tenía para la ocasión. Escanció el licor en abundancia hasta que ambos hielos fueron totalmente cubiertos en cada uno de los vasos y se acercó al sofá donde su amada sollozaba. Dejó los vasos en la mesilla y pasó su mano por los cabellos de Isabela.

-Tranquila, preciosa, verás como todo sale bien. Toma.- Ignaki recogió el vaso que acababa de depositar en la mesa y se lo acercó. –Echa un trago, te sentará bien. Isabela se incorporó y tomó el vaso que su amigo le ofrecía.

-Muchas gracias, -le dijo mientras una tímida sonrisa asomaba en sus labios, -tú sí que sabes como cuidarme.- Isabela vació la copa de un solo trago. Y eso la hizo sentirse mucho mejor. El licor inundó su interior reconfortándola, haciéndola entrar en calor. –Ponme otro, lo necesito.

-No abuses, pequeña, no te vaya a sentar mal.

-No, no, ponme otro, me lo beberé con más calma, te lo prometo.- Ignaki se acercó a ella y la besó saboreando el Bourbon que impregnaba sus labios. Le acercó la copa que se había preparado par él y se levantó par rellenar la que había bebido Isabela.

-Espérame aquí, voy a la cocina a llamar a tu marido.- dijo Ignaki ya con los hielos tintineando en el nuevo vaso recién servido.

-No me dejes sola. No te vayas.- Pidió Isabela.

-Volveré enseguida, no te preocupes, y cuando vuelva, no volveré a separarme de ti.

Ignaki dejó a Isabela sumida en sus pensamientos y entró en la cocina cerrando la puerta a su espalda. Casi no podía creer en su suerte. Tenía a la mujer que amaba tumbada en su sofá, destrozada y deseando que la consolara, que la cuidara, que la hiciera suya. Y no pensaba desaprovechar la oportunidad. Ahora quedaba encargarse del marido. De su amigo, pensó con una punzada de culpabilidad. Pero la culpa fue enterrada muy profundamente en el momento bebió de la copa que sostenía en la mano. No era momento para sentirse culpable. Llevaba mucho tiempo esperando algo como aquello, se había esforzado mucho por conseguir a Isabela y ahora no podía echarse atrás. Guillermo no tenía la más mínima importancia ya para él. Había tenido su oportunidad, vaya que si la había tenido. Y la había desaprovechado. Si él hubiera tenido a una mujer como Isabela en casa jamás habría permitido que se le escapara. Y justo eso es lo que tenía ahora.

Se sentó en una de las sillas altas que bordeaban la barra que partía la cocina por la mitad. La diseñadora que contrató para decorar la casa había hecho un gran trabajo. A un lado de la estancia se encontraba la cocina propiamente dicha, la encimera, la vitrocerámica, el horno, la nevera y todo aquello que se utilizaba para cocinar. Una mesa grande con sus respectivas sillas ocupaba la otra mitad de la sala y justo en medio, partiendo el espacio en dos, la barra. Era similar a la barra de un bar, rodeada de taburetes e incluso tenía un grifo de cerveza de diseño. Solo había utilizado el tirador en un par de ocasiones, al celebrar alguna fiesta, pero el efecto era lo que contaba. Descolgó el aparato telefónico que reposaba junto a la pared y volvió a beber un buen sorbo de Bourbon para reunir el valor de llamar a su amigo. Marcó el número de la casa de Isabela y Guillermo. Los tonos se sucedieron uno tras otro pero nadie descolgó al otro lado de la línea. Guillermo aún debía estar en la ofician. Ignaki colgó el teléfono y respiro hondo. Al cabo de unos segundos volvió a levantar el auricular y marcó el número del despacho de su amigo. Y esperó.

Guillermo guardó y cerró el documento en el que estaba trabajando mientras se disponía a apagarlo todo para marchar a casa cuando sonó el teléfono. Guillermo miró la pantallita en la que aparecía el número de su amigo como llamada entrante y descolgó.

-Dime Ignaki.

-Eh… Hola Guillermo. ¿Qué tal?- A Ignaki le temblaba la voz.

-¿Qué pasa amigo? ¿Estás bien?

-Sí, sí. Nada, que estaba distraído. ¿Currando hasta tarde, eh?- Ignaki consiguió controlarse para sonar perfectamente normal.

-Pues sí, ya sabes como es esto, siempre hay cosas que hacer.- Guillermo parecía agotado. –Pero me voy a marchar ya. Me has pillado apagando el ordenador, si llamas cinco minutos más tarde ya no me pillas.

-¿Cómo ha ido el día pues?

-Bien, bien, como siempre… ¿Me has llamado para preguntarme que tal me había ido el día?

-No, no, que va. Te llamaba para preguntarte si había algún problema en que tu mujer pasara la noche aquí, en mi casa.

-¿Qué? ¿Por qué?- Guillermo se sorprendió por la extraña proposición de su amigo.

-Pues nada, si es que hemos cenado aquí juntos, ya sabes, como estás tan liado últimamente y hemos bebido un poco de vino y tal y por eso de no coger el coche.

-No te preocupes Ignaki, ahora mismo voy para allá y así nos tomamos algo los tres juntos y charramos un poco, que con tanto trabajo hace tiempo que no nos juntamos como en los viejos tiempos. Y así de paso se viene conmigo en el coche. –Guillermo se puso el abrigo mientras hablaba por el teléfono.

-Será mejor que no, es qué se ha quedado dormida en el sofá, la pobre. Debía de estar rendida, y tú, tú también suenas agotado. Vete a casa y descansa, no te preocupes por tu mujer, yo cuidaré de ella.

-Sé que lo harás. Está bien, no se me ocurre con quien podría estar mejor que contigo. Dale un besito de mi parte, buenas noches.

-Buenas noches.- Contestó Ignaki mientras colgaba el teléfono. –Y no te preocupes, que besarla la besaré.- Dijo para sí mismo cuando su amigo ya no podía oírle.

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