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Anoche, te vi en una pesadilla

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Estaba a punto de deleitarme en mi habitación, un cuarto oscuro, apolillado y mugroso, mediante las caricias de mis propias yemas, cuando una figura oblicua, como un vórtice negro, te dio a luz. Vomitó una suerte de humo maligno, al que vi formándose cada vez más a mis pies. Tomó tu forma.

Allí estaba tu talle, justo como era y lo recordaba: muslos regordetes y finos, calzados exquisitamente por medias diáfanas, deslumbrantes en la penumbra. Subiendo hacia tus caderas, coronadas cálidamente por un abdomen abultado solo en el núcleo, noté que tus pechos estaban desnudos, justo como dos agradables globos pequeños llamando irremediablemente a mi boca. Sobre ellos se alzaban tus hombros menudos, despojados de toda cubierta. Solamente las hebras de tu lacio cabello corto los acariciaban, como presagiando el movimiento que íbamos a tener, deslizándose ante el aire invisible de una ventana que ahora había desaparecido.

Aunque tu contorno brillaba cadente sobre una oscuridad que se tornaba cada vez más palpable y espantosa, y el área de tu monte se hallaba recubierta por una lencería de indudable atractivo, no me excité. Al contrario, padecí de un miedo tremebundo, cuando me percaté de que venías hacia acá, lenta, y despojándote de esa única prenda, sin ninguna otra expresión en tu rostro más que la de una débil sonrisa que no mostraba ojos para mí. Esas ventanas, que eran el alma sobre la que ansiaba reflejarme cuando una muchacha se apoderara de mi cuerpo, no estaban allí.

Hubo todavía más miedo, y menos piedad, cuando advertí que no podía mover ningún centímetro de mi cuerpo, a excepción de mis globos oculares, que se estiraban y se retorcían desesperados ante la idea de ser dominado por un ente perverso, afanosos de despertar del influjo. Estaba gritando, pero solo por dentro. Seguí haciéndolo para despertar a los vecinos, aunque a ti te molestó, porque sin duda apagaba tu apetito. Eso no te impidió abalanzarte sobre mí para poner tu boca en la mía, y tus manos sobre mis palmas, acariciando enseguida los cálidos interiores de tu entrada, porque sabías tenías los minutos reducidos. Cuando mojaste todo alrededor de mi esternón, bajando presurosa a mi glande, sentí que había sido despojado de toda esa idealización de ternura en el sexo que únicamente yacía en mi mente, la pobre fantasía de un joven timorato, de ser palpado con dulzura cuando eso llegara a suceder.

Familia y moradores de alrededor se alertaron ante el chillido de mi voz pusilánime, y se aterraron al oír el aullido portentoso de un demonio fúrico que se doblaba y destrozaba objetos dentro el cuarto. Cuando supusieron que estaban frente a una suerte de posesión demoníaca, más que de una aparición, no fluctuaron en ir armados de imágenes, así como de antorchas, porque la luz se había esfumado para entonces.

Demasiado temprano, y después de haber jugueteado lo suficiente con mi falo extenuado, te colocaste de modo que ahora tus genitales eran expuestos para mí y tu lengua volvía halagar a mi sexo. Intentaste adherirte contra mí, y lo lograste. Pero tu tiempo se había terminado, porque los vecinos ahora avanzaban en tropel por entre las escaleras. Peldaño a peldaño, ladrido a ladrido, la presión que tenías encima era demasiada como para permitirte disfrutar más antes de recoger mi semilla.

De alguna manera sobrenatural, tus piernas rodearon mis costillas, para que luego tus jubilosas caderas pasaran a curvarse enérgicamente, una y otra vez, al tiempo que tus pechos dibujaban un panorama primoroso, pero violento. Antes de escuchar el centelleo, y antes de que ellos golpearan la puerta para abrirla a la fuerza, te deleitaste en mirar que estabas cumpliendo con tu cometido, pues no era solo que ibas a alimentarte de una parte de mí: también habías logrado que lo disfrutara hacia el final.

Desatando todo tu ímpetu sobrehumano por arriba de mi consumido tronco, todo explotó al término, soportando los bríos de un éxtasis que no dejaba de ir y venir, descubriendo que, sea como fuera, y fuera quien fuera, lo mismo iba a experimentar siempre en la conclusión. Lo que en el interior se oían como voces de regocijo, afuera resonaban como espantosos bramidos, alentando al cuerpo de canes embravecidos para que aceleraran su marcha.

El terror volvió de inmediato a ocuparse después del estruendo, cuando hice contacto con tu rostro inexistente, sobre el que un gesto orgásmico se burlaba ya de mí. Después de haberme hecho sentir culpable, escupiéndome a la cara que el apego no significaba nada, tu cuerpo desnudo volvió de donde vino. Chupado del semicírculo de hace minutos, horriblemente te fuiste de allí, esfumándote en una esquina del lóbrego apartamento, dejándome solo nuevamente en el aposento desarmado.

Recuperando el movimiento sobre mis manos, la turba iracunda tiró la puerta, esperando toparse con un demonio para exorcizar. Me encontraron desnudo, masturbándome.

(¡Pip pip! Se acabó el centelleo).

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