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Antes de las vacaciones

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Si Iván echaba la vista atrás en el tiempo apenas podía evocar uno o dos momentos donde no estuviese con Sergio, y casi todos se limitaban a los momentos normales donde tus amigos no pueden estar contigo. El resto del tiempo, en especial los largos meses estivales, se habían grabado en su memoria a fuego, siempre señalados por la presencia de sus compañeros. Si al acto de echar la vista atrás le añadía también una buena dosis de sinceridad, tenía que admitir que no era frecuente que las amistades infantiles se extendiesen hasta la edad adulta, pero, contra todo pronóstico, ahí estaba la suya con Sergio. La excepción que confirmaba la regla.

Inclinándose dentro de su armario para alcanzar las camisetas que tenía más al fondo intentó apartar esa difusa sensación de nostalgia que se había abatido sobre él desde que despertase escasas horas antes. Con veintiún años no se debería experimentar nostalgia, la nostalgia era cosa de ancianos que rememoran los buenos tiempos, no de la gente joven con todo el futuro por delante. El curso universitario estaba terminando, tenía la certeza de haber aprobado todas las asignaturas (quizá no con las notas esperadas en una o dos de ellas) y en tan solo una hora se iba a reunir con Sergio para celebrar el “juernes” por todo lo alto. Madrid podía ser un monstruo de ruido, tráfico congestionado y multitudes durante el día, pero por las noches su vida nocturna no hallaba apenas rival en la geografía española. Y nadie mejor que Sergio para encontrar los mejores locales.

Descartando la undécima camisa Iván dio un gruñido y se dejó caer sobre la cama, todavía sin hacer. Uno de los motivos de sus nervios era la mala costumbre que tenía Sergio de hacer planes, pero no decir nunca qué actividad había elegido. La mayoría de las veces era un enorme acierto que les conducía a aventuras divertidas, como la vez que acabaron por error en una playa remota cercana a Santander, a los pies de un pueblo que ni siquiera debía contar con cien habitantes. Sobre el papel el plan sonaba a aburrimiento mortal, pero en el fondo habían podido hacer cuanto habían querido, desde acampar a preparar una hoguera en torno a la cual se habían reunido todos, riendo como chiquillos tras una travesura.

De aquel viaje conservaba sobre todo sensaciones. Rumor de olas chocando contra una playa serena y tranquila. Chillidos agudos de aves marinas sobrevolando la línea de la costa. Crepitar de una hoguera cuyas brasas morían lentamente. Conversaciones y risas que se elevaban sobre la arena y el fuego, cargadas de diversión y complicidad. Confesiones susurradas en una pequeña tienda de campaña de lona gris y azul. Gemidos amortiguados y el rítmico entrechocar de los cuerpos que se encuentran en una penumbra casi completa. Olor a agua salada, arena caliente, algas verdes empujadas a la costa por la marea, humo y piel limpia sobre él. La ardiente emoción de la entrega, y el desconcierto posterior cuando ambos actuaron como si nada de aquello hubiese tenido lugar, como si el silencio hubiera estado pactado de antemano. Tan solo en las primeras horas había experimentado cierta vacilación por parte de Sergio, pero al final ambos habían dejado que el momento se esfumase.

Aquella primera vez que se acostaron en la playa estableció una extraña dinámica que aún no conseguía comprender. Cada cierto tiempo acudían el uno al otro, buscándose con tanta desesperación como podrían buscar un trago de agua helada en momentos de gran sed. Normalmente era su amigo el que iniciaba esa extraña danza, presintiendo quizá, más por conocerle como la palma de su mano que por intuición, su intenso deseo. Y él, actuando movido por impulsos que escapaban por completo a su control, se entregaba con tanto fervor como le era posible. Y las horas se deslizaban sobre ambos en una neblina de sudor, hormonas y buen sexo. O al menos así había sido las tres primeras veces, contando la de la playa. Ahora Iván ansiaba más, y todo tenía que ver con un pequeño secreto, descubierto por pura casualidad, y en el que deseaba ser incluido con todas sus fuerzas.

Había visto la caja por primera vez después de una de esas intensas noches de pasión. La cuarta que pasaban juntos. Si la había visto, si se había fijado en ella, era porque no era una caja sin más, no, era más bien un enorme baúl cuya forma emulaba la de un amplificador de guitarra de gran tamaño, de un negro reluciente y con aristas cromadas en negro. Habría dado el pego, de no saber Iván que entre los muchos talentos de su amigo no figuraba la música, y de no haber visto las bisagras que abrían la tapa. La curiosidad se había instalado en su mente y había estado tentado de abrirla, pero el decoro se lo había impedido. Al menos la primera vez.

La caja estaba dentro del armario, lugar ya de por sí privado e íntimo al que había tenido acceso solo porque necesitaba sacar una toalla limpia para él. Iván le había permitido buscarla él mismo y eso revelaba una confianza que no quería traicionar, pero la curiosidad se hacía cada vez más fuerte. Era una caja demasiado grande, demasiado adornada incluso, contuviera lo que contuviese tenía que ser algo especial, algo muy valorado. Al pasar la mano por su superficie fría supo que tenía que abrirla, total, lo más seguro era que no contuviese nada importante, ningún secreto oscuro o vergonzoso. Seguramente no era más que una maleta para viajes con una forma graciosa.

Echando un vistazo furtivo a la puerta por donde había desaparecido su amigo accionó el cierre, cubriéndolo con su mano para ahogar el chasquido que hizo al soltarse. La tapa giró sobre los goznes sin un solo ruido y reveló el contenido del baúl, como un buen prestidigitador haciendo un truco de manos. Los objetos de dentro saltaron a los ojos sorprendidos de Iván, tan abiertos que cualquiera habría podido contar las irregulares motas avellanas dentro de sus iris verdes. El que más había llamado la atención era el arnés. Una pulcra equis de cuero negro en cuyo centro había un grueso aro de metal que actuaba a modo de cierre. Apartando el arnés con cuidado pudo ver un par de juegos de esposas, unas cuantas palas, varios juguetes que no supo catalogar y formas y colores de herramientas que no llegó a definir, semiocultas por el resto de pertrechos que abarrotaban el cajón.

Los pasos de su amigo en el pasillo le habían sacado de su ensimismamiento. Cerró la tapa con rapidez, agarró la primera toalla que encontró y consiguió cerrar el armario sin dar un portazo. Por un momento pensó que le descubriría, que le acusaría de espiarle y violar su intimidad, pero se limitó a preguntarle si había visto su cargador. Iván todavía recordaba con sorpresa lo natural que le había salido la voz al responderle que no, que no lo había visto, antes de irse derecho a la ducha. Tras aquello había logrado aparentar normalidad hasta que se había despedido de Sergio y había vuelto a su casa, donde por fin se rompió el dique que había contenido sus erráticos pensamientos.

Entre todo el caos mental dos ideas parecían salir a flote con más frecuencia que el resto: la primera era un interrogante para el que no tenía respuesta; la segunda era que estaba celoso. Terriblemente celoso. Apartando los celos a un lado consiguió fijar su atención en la pregunta que consideraba que sería más fácil de responder, y era, sencillamente, cómo no se había dado cuenta antes de lo que realmente le gustaba a Sergio. Sus encuentros siempre habían sido apasionados, y le había dejado tomar el control como algo natural. Sergio se imponía y él cedía como respuesta automática. Y le encantaba, sí, pero a pesar de disfrutar enormemente cediendo las riendas, una parte, una esquina de su mente, masticaba de forma insidiosa la idea de que quizá eso no fuese suficiente, que quizá por eso nunca habían hablado de lo que pasaba entre ambos, y que quizá por eso tuviese todo ese cajón secreto. Y, si tenía esa caja, también tendría alguien con quien usarla.

Ese pensamiento le había puesto enfermo. Había acabado por ignorarle, empujándole a patadas hasta el fondo de su subconsciente. Era más sencillo que lidiar con la inmensidad de sensaciones a las que no podía dar nombre y que le atacaban en oleadas cada vez que pensaba en eso. Ni siquiera en la piscina, cuando hacía un largo tras otro para el equipo de natación de la universidad, conseguía que su mente abandonase por completo el tema. Volvía a ello como un perro obsesionado con un hueso viejo. A tanto llegó la obsesión que al final se hartó. Refugiado en el cuarto de la residencia donde vivía echó el pestillo a la puerta, confiando en que nadie le molestaría, e inició una minuciosa búsqueda en internet de todo cuanto había visto en aquella caja.

Había sido la mejor parte, de lejos. Ataduras de todo tipo, no solo con cuerdas, inmovilizaciones, azotes, castigos y recompensas, dolor y mucho placer mezclados de una forma tan sublime que a menudo uno se disolvía dentro del otro. Chats enteros dedicados a ello, literatura, películas y porno. Muchísimo porno del que se convirtió en ávido consumidor, siempre fantaseando con ser él quien estuviera en esa situación. Delante de Sergio. De rodillas a sus pies. Siempre que imaginaba esa escena debía tumbarse en la cama, desnudarse de cintura para abajo y masturbarse. El orgasmo era casi inmediato, bastaba con que cerrase los ojos e imaginase a su amigo con aquel arnés de cuero negro.

Sus fantasías escalaban despacio, pero sin detenerse nunca, siempre con Sergio en el papel central de todas ellas. Sin embargo, aunque había descubierto que tenía mucho en común con su amigo, su relación parecía haber vuelto a los cauces normales de la amistad. Tan solo se habían vuelto a acostar una única vez más, la quinta, y después nunca había vuelto a lanzarse sobre él pese a que en más de una ocasión se había insinuado. Sergio parecía indiferente a cuantos intentos hacía, desde la última noche que se fueron juntos a la cama, cuando se le había escapado la súplica de que le diese unos azotes. Volvían a estar en junio, con las vacaciones casi encima y la triste certeza de que era muy probable que no volviese a pasar nada entre ellos si no rompía, de algún modo, de cualquier modo, el silencio del que era cómplice.

La alarma de su móvil consiguió arrancarle del mundo del recuerdo. Mascullando con furia echó un vistazo a su habitación y rescató una camiseta de manga corta con un degradado de colores que iba del blanco al verde oscuro, un vaquero corto por las rodillas de color beige y unas deportivas también blancas. Podría haber elegido lo mismo sin dejar su cuarto como si hubiese pasado un huracán por él, pero nada como la presión para ayudar a agilizar el proceso de toma de decisiones. En una única zancada larga se plantó en el pequeño aseo, agradecido por haberse duchado por la mañana, y se examinó en el espejo. Sus claros ojos verdes le devolvieron la mirada y estudiaron su rostro. Girando a ambos lados la cabeza se estudió la cuidada barba de dos días que procuraba dejarse siempre, confiando en que ayudaría a darle un aire más rudo a su mandíbula. Se atusó el pelo, del mismo tono que el maíz maduro, con los dedos y un poco de agua y echó hacia atrás los cortos mechones. Con un suspiro de frustración terminó por aplicar un poco de cera para definirles y mantenerles en su sitio y se roció las axilas con desodorante. Por suerte tenía un físico envidiable, bien tonificado gracias a la natación.

Consultando de nuevo la hora en su móvil dirigió sus largas zancadas a la parada de autobús más cercano. Aunque llegaría tarde ni se le pasó por la cabeza la idea de coger un taxi. Hacer semejante estupidez en Madrid suponía condenarse a una hora atrapado en algún embotellamiento y a gastarse prácticamente todo el dinero de la noche en ese escueto viaje. De todos modos, sus amigos sabían que era propenso a llegar con retraso. Prácticamente contaban con ello siempre que hacían planes. Se apeó del vehículo casi veinte minutos después junto con otras seis o siete personas que siguieron su camino mientras él se encaminaba a la pequeña plazoleta donde había quedado con los demás y con Sergio. Un punto de encuentro equidistante de las casas de todos. Para su sorpresa y alegría, tan solo se pasaba cinco minutos de la hora acordada. Apretó más el paso, pues, aunque le había visto esta mañana, de pronto sentía una añoranza extraña de definir.

Sergio ya estaba ahí, puntual como un reloj suizo. Apoyado en el respaldo de madera de un banco desvencijado su postura relajada resaltaba la delgadez natural de su cuerpo, de miembros largos y fibrosos, pero no especialmente fuertes. Su piel cremosa y suave contrastaba contra la camisa de manga corta que había elegido, de un intenso color azul marino. Sus vaqueros deshilachados y estéticamente agujereados, más cortos que los elegidos por Iván, enseñaban unas piernas delgadas y libres de vello, rematadas por unas Converse azules bastante baqueteadas y que empezaban a romperse cerca de la goma. Con una sonrisa recordó la negativa tajante de su amigo a reemplazar sus amadas zapatillas hasta que la suela literalmente se caía a pedazos. Sus inconfundibles rizos morenos, apretados como elásticos muelles de azabache, estaban malamente contenidos dentro de un moño en lo alto de su cabeza, tan tentador como prohibido. A Iván le encantaba hundir sus dedos en el pelo de Sergio, esponjoso como la lana pero muchísimo más suave. El problema era que su amigo lo detestaba.

En el momento en que ya casi podría haberle tocado de haber querido, se echó a reír con ganas. Una risa franca, alegre y exuberante que sacudió su cuerpo menudo de arriba abajo. Iván miró a Alba, una compañera de la universidad y amiga, y la dirigió un breve saludo con la mano antes de palmear la espalda de su amigo, que seguía riéndose. Sergio se giró para mirarle, con los ojos aún húmedos por la risa que empezaba a remitir. Esos ojos sorprendentes, de un intenso tono gris plomizo y rodeados de unas pestañas tan densas y negras que casi parecían artificiales. Sin duda unos ojos hermosos, pero extraños. Sergio se irguió en su estatura, no más de un metro setenta y cinco y bastante por debajo del uno ochenta y seis de Iván, aunque su abultada melena rizada le añadía unos cuantos centímetros de propina; y dio un par de puñetazos amistosos en el bíceps del joven que ensanchó su sonrisa, a la espera de que le hiciesen partícipe de la broma.

–¿De qué os reís, cretinos? –bromeó Iván saludando a Alba con dos besos.

–Oh, de nada, de nada importante. Sólo le contaba a Sergio que al profesor ese que siempre va con el de estadística se le han caído las gafas al plato de sopa mientras comía. Ha puesto perdidos a todos en la mesa.

La anécdota en sí no tenía nada de particular o ingeniosa, pero todos volvieron a estallar en carcajadas al imaginar la escena. A ellos pronto se sumaron Marta y Lucas, quienes también se rieron en cuanto Alba les hizo partícipes del chascarrillo. Cuando por fin pararon de reír tenían flato y se doblaban sobre sí mismos, con las lágrimas escurriendo mejillas abajo. Por fin Sergio se incorporó, con las manos en las lumbares para disminuir la punzada que sentía en el costado, y dando un par de golpes al suelo con el pie llamó al orden.

–Vamos, os va a encantar lo que tengo pensado.

Ahí estaba, mandón como siempre y con una sonrisa ilusionada en la cara. Los demás elevaron fingidas protestas, pero Iván no. Se limitó a situarse a su lado, rezagado tan solo unos milímetros y, aunque sonreía, la expresión de sus ojos parecía indicar claramente que estaría dispuesto a seguirle hasta el fin del mundo si se lo pidiese. Sergio le palmeó el brazo por encima del codo como agradecimiento por lo que consideró sólo interés en el plan y echó a andar entre risas y bromas, principalmente dirigidas contra otro de sus compañeros, ausente por no haber terminado aún los exámenes. Del habitual grupo de cinco que solían ser, Rodrigo era el único que estaba estudiando un doble grado en estudios internacionales y derecho. Se mataba a estudiar, pero no parecía importarle demasiado. De hecho, Sergio tenía la firme creencia de que disfrutaba más rodeado de apuntes que de sus amigos de carne y hueso.

Sergio miró de reojo a Iván, que conversaba animadamente con Alba sobre el nuevo novio de esta. Al principio se había sentido ligeramente decepcionado cuando se enteró de que su amigo se decantaba por la historia como carrera. Al menos hasta que él mismo empezó trabajo social, su auténtica vocación. Iván aspiraba a ser profesor y le encantaba enseñar, era paciente, atento y detectaba con facilidad quién necesitaba más ayuda y quien se limitaba a hacer el vago. Y ni siquiera con ese intento de barba que había adoptado últimamente conseguía dejar de transmitir la imagen de ser un pedazo de pan. Verle tan feliz con su grado como sabía que estaba le compensaba de sobra el perder seis horas al día a su lado, aunque nada pudiese hacer con la otra amarga sensación que arrastraba desde el verano pasado.

Guiando a sus amigos les condujo a una sala bastante pequeña, custodiada por un portero que tenía más pinta de hípster que de guardián de una discoteca. Se limitó a revisar el móvil de Sergio y a dejarles pasar con un gesto aburrido. Los cinco jóvenes se apelotonaron y entraron juntos, siendo recibidos por una frenética música en vivo con obvias reminiscencias del pasado, de los locos años veinte. Sobre un escenario minúsculo una banda tocaba versiones jazz de canciones más o menos modernas, dándoles tantísimo ritmo que el cuerpo empezaba a bailar automáticamente. Contra las paredes había algunas mesas y sillas, en su mayoría desocupadas pero llenas de vasos vacíos. El centro de la estancia estaba lleno de bailarines que se movían sin descanso, incluso los músicos bailaban a la vez que tocaban.

–¿Qué es esto? –preguntó Lucas intentando que Marta no le arrastrase a la pista.

–¿Tú qué crees? Música jazz en vivo. Relájate y ponte a bailar.

Sergio le dio un empujón entre risas y le siguió hasta la pista. Se movía con agilidad y a pesar de su menudo tamaño sus movimientos resultaban seguros y fluidos. Iván se situó a su lado, con Marta y Alba animando a Lucas a que se soltase, entre risas y gritos de ánimo. La música se aceleraba y relajaba de forma aleatoria, a capricho de los músicos de jazz que parecían disfrutar tanto como los chicos. Iván no habría sabido precisar cuánto tiempo pasó antes de retirarse a la barra a pedir una botella de agua, acalorado y sudoroso.

Sergio siguió su estela, aprovechándose de la mayor corpulencia de su amigo para abrirse paso hasta la barra. Una vez allí pidió un refresco de limón, apoyándose en la madera pegajosa del frontal de la barra. Iván se le quedó mirando fijamente. Unos cuantos rizos se habían escapado de su moño y ahora oscilaban libres a ambos lados de su cara. Tenía la piel brillante por el sudor y la camisa oscura se pegaba a su pecho fino y delgado. Sin poder evitarlo recogió uno de los rizos fugados y lo echó hacia atrás, recogiéndolo detrás de la oreja. Se inclinó sobre su amigo, acercando su cara a la del joven que no apartó la mirada de la suya. Para su consternación, cuando ya solo les separaban unos pocos centímetros, Sergio retrocedió un paso.

–Disfrutemos de la noche, ¿de acuerdo? Sin complicaciones y sin rollos extraños. Y si mañana tienes ganas podemos hablar.

Le dejó plantado en la barra. Acercándose a sus amigos y bailando como si no hubiera pasado nada. Iván no tenía ganas de seguir con la fiesta, pero sus amigos se lo estaban pasando muy bien y retirarse sólo le habría servido para amargarles la noche a todos, por lo que intentó integrarse nuevamente, aunque sus movimientos eran rígidos y más torpes que antes. Por fortuna nadie pareció notarlo y Sergio se comportó como siempre. Su comportamiento le desconcertaba y solo con pensar en que quería hablar y el contenido de dicha charla no contribuía a mejorar su humor. Tan solo esperaba no haber destrozado su amistad. Si lo que iba a decirle se resumía en que acostarse había sido un error, esperaba que al menos quisiera conservar la amistad.

Ni siquiera pudo conciliar el sueño. Tumbado en la cama daba vueltas y más vueltas, pensando en lo que sería, en lo que podría ser y en lo que había sido. Aceptaría cualquier cosa a cambio de no perderle como amigo. Eso era clave, la única clave importante. No perderle. Ni siquiera sabía bien a qué hora debía ir a su piso, un diminuto apartamento que con solo treinta y dos metros cuadrados parecía más una caja de cerillas que un verdadero piso. Al preguntarle a qué hora debía ir Sergio se había limitado a decirle que cuando le viniese bien, sin darle mayor importancia. Sabía de sobra que su amigo no pensaba acudir a clase, y él empezaba a pensar que también terminaría por saltárselas, con tal de no prolongar la angustia. Por fin, tras giros y giros, consiguió quedarse dormido por fin.

Se despertó pasadas las diez de la mañana. Ni siquiera había escuchado la alarma de su móvil. Deteniéndose tan solo a revisar que no tuviese mensajes voló a la ducha y a vestirse, sacando una camiseta gris arrugada del montón de las que había descartado la noche antes y unos vaqueros azules bastante más cortos de los que solía llevar, que le cubrían tan solo hasta medio muslo. Se calzó sus deportivas y metió el móvil y las llaves en el bolsillo del vaquero, por fortuna bastante grande, antes de salir corriendo de casa. Ni siquiera aminoró cuando llegó al cruce frente al portal de su amigo, ganándose unos cuantos pitidos irritados y varios insultos. Llamó cuatro veces al timbre y aguardó impaciente a que su amigo le abriese la puerta. La ansiedad volvía a apretarle el estómago.

El ascensor, un viejo trasto de los tiempos de la posguerra como mínimo, se le antojó lentísimo, pero le permitió prepararse un poco para lo que fuera que viniese. Sergio le esperaba, apoyado en el quicio de la puerta y vestido con unos pantalones de chándal cortados por encima de las rodillas y una vieja camiseta, tan larga que le cubría hasta la mitad del muslo e impedía precisar cualquier rasgo de su cuerpo. Su espesa melena rizada estaba suelta y alborotada, y a la luz del sol que entraba directamente por la ventana permitía apreciar que su tono no era realmente negro, sino el mismo marrón muy oscuro que el del café solo.

Iván entró en el pequeño piso detrás de Sergio, sin decir una sola palabra salvo “hola”. Sergio se dejó caer en el sofá y apagó el televisor, que había estado encendido emitiendo una serie de comedia bastante mala. El joven se sentó a su lado, con las manos entre las rodillas y apretándose los nudillos con tanta fuerza que se le pusieron blancos. Su amigo le cogió las manos y se las separó con suavidad, impidiendo que se hiciese daño con las uñas.

–Déjalas sueltas, y no estés tan nervioso.

Consiguió obedecer a la primera orden. La segunda quedaba completamente fuera de su alcance, por lo que se limitó a lanzarse, igual que se lanzaba a la piscina los días que acudía a nadar.

–¿De qué querías hablar?

Podía sentir sus ojos grises clavados en su cara, pero era incapaz de levantar la mirada y enfrentarlos. Sintió como Sergio retiraba la mano que había dejado sobre las suyas y como suspiraba y se acomodaba en el sofá. Cuando habló, su voz era suave y controlada.

–Quiero salir contigo. Como pareja. Me gustas y quiero salir contigo, pero creo que tú no quieres lo mismo. Si solo quieres sexo sin compromiso quiero saberlo, igual que si prefieres que seamos solo amigos, pero lo que ha pasado este año… no me gusta. No es lo que quiero.

Esta vez sí pudo mirarle. Atónito y boquiabierto se le quedó mirando. Incapaz de articular palabra. Tragó saliva intentando deshacer el nudo que sentía en su garganta y abrió la boca para hablar. No consiguió producir nada salvo un sonido extraño y estrangulado, semejante a un chirrido. Sergio sonrió, pero no habló. Se limitó a coger una taza llena de zumo de manzana que tenía encima de la mesa y a dar un par de tragos.

–Yo pensé que sólo querías… sexo. Nunca dijiste nada y pensé…

–Lo intenté, desde el primer día en la playa. Pero te pusiste nervioso y creí que lo mejor era esperar un poco más. Y después repetimos y repetimos y no parecía que quisieses hablar de nada, pensé que estabas bien con la situación, pero yo no. A mi me gustas, y si no quieres salir conmigo me gustaría al menos saber qué quieres.

Una cálida sensación brotó de su pecho y le caldeó el cuerpo entero. Suspiró y por primera vez desde que le había dicho que quería hablar pudo inspirar hondo. Sintiéndose repentinamente travieso sonrió y relajó su postura, cruzando una pierna sobre la otra.

–¿Si digo que sí me dejarás tocarte el afro? Pero tocar de verdad.

–Quizá sí, quizá no –respondió sonriendo divertido–, pero seguro que te dejo tocarme más cosas.

–Entonces digo que sí. Sí, saldré contigo. Seré tu novio.

Inclinándose hacia delante agarró la cara de Iván con ambas manos que se quedó muy quieto, como un ciervo deslumbrado por los faros de un coche. Sergio apretó sus labios contra los del joven, que abrió los suyos y le permitió el acceso a su boca. Su lengua cálida y húmeda se abrió camino, avanzando por la boca de Iván que llevó sus dedos al espeso cabello de su ahora novio que le rodeo la cintura con sus brazos delgados estrechándole más contra sí. Iván se maravilló de la textura de los rizos, tan espesos, suaves y mullidos que apenas podía llegar al fondo de semejante maraña. Deslizó las manos hacia abajo mientras Sergio clavaba sus pequeños dientes, regulares y parejos, en su labio inferior. Los rizos se deshicieron bajo sus manos para saltar y recuperar su forma cuando dejó de estirarles.

Se separaron entre jadeos, pero ni Iván sacó las manos de la melena de Sergio, ni este soltó la cintura de Iván. El chico acarició los espesos muelles de la cabellera de su amigo y se inclinó para darle un suave beso, rápido y breve, el que se quedó a deber la noche anterior. Sergio le sonrió y le atrajo más hacia él, acariciando su espalda de arriba abajo.

–¿Puedo hacerte una pregunta?

–Claro, la que quieras –respondió Iván sonriendo.

–¿Por qué nunca me dijiste nada? O hablaste conmigo, si pensabas como yo.

–No lo sé, no sabía si querrías algo o si solo querías sexo. No quería perder la amistad.

Sergio asintió y siguió acariciándole la espalda. Iván se armó de valor, mirando esos ojos grises tan claros y fascinantes.

–¿Puedo hacerte yo una pregunta?

–Sí, por supuesto. Dime.

–¿Por qué…? ¿Por qué nunca has usado conmigo lo que tienes en ese cajón?

–¿Qué cajón?

Las caricias se detuvieron al tiempo que ambos se separaban. Las manos de Iván cayeron lacias a ambos lados de su cuerpo. Sergio miró con suspicacia a Iván que pareció encogerse ligeramente. Con la cabeza gacha y sin mirarle directamente volvió a hablar, de manera apresurada y a trompicones.

–No pretendía espiar, en serio. No fue algo intencionado. Solo vi en tu armario un ampli, un ampli de guitarra ¿sabes? Y me resultó raro porque tú no sabes tocar la guitarra eléctrica. Me acerqué a verle y vi que era una caja con forma de ampli, y no pude evitarlo. La abrí y vi lo que había dentro. Pensé que me dirías algo o que lo usarías en algún momento. Pero al final nunca lo has hecho y no sé, ¿no quieres usarlo conmigo? ¿es por algo en concreto?

Sergio frunció el ceño y hundió sus dedos en su espesa melena de rizos, alborotándoles en todas las direcciones y jugando con los elásticos muelles.

–¿Te gusta ese rollo?

–No al principio, cuando lo vi. Luego llegué a casa, me puse a buscar cosas, a mirar en páginas y… –un vivo rubor ascendió por su piel como una intensa llamarada de calor, coloreando su cuello y alcanzando sus mejillas–. Me gustó lo que vi, y pensé que podríamos… juntos, si tú quieres también.

–Podrías habérmelo dicho, ya veo que te va –dijo Sergio conteniendo la risa y con los dedos entrelazados tras la nuca, contemplándole con satisfacción y regodeándose en el delicioso sofoco que le incendiaba la piel.

Iván se encogió de hombros, esos hombros anchos de nadador consumado. Sabía de sobras que Sergio le estaba provocando y de muy mala manera, pero se sentía tan encantado por el hecho que se sometió al instante. Su pene empezaba a responder dentro de sus pantalones mientras por su cabeza desfilaban los cientos de escenarios que se había imaginado en los meses pasados.

–Intenté ser… sutil. Cuando descubrí que me gustaba de verdad tú ya no parecías querer acostarte conmigo. Y cuando te pedí azotes… me ignoraste, no sé, pensé que no querías algo así conmigo o que… –se interrumpió abochornado.

–¿O que qué? Dime.

–Que lo había malinterpretado y tú no eras… –carraspeó y al final se lanzó– que tú no eras dominante.

La sonrisa de Sergio se había vuelto juguetona y confería a su rostro una expresión ladina que no conseguía tapar la dulzura de su mirada. Iván estaba adorable, tal y como había soñado con tenerle: sumiso, dócil y complaciente. Descruzó las piernas y se inclinó hacia adelante, apoyando las manos en sus rodillas para poder mirar desde cerca al chico.

–Pídemelo bien. Pídeme que te lleve a la cama y que use mis juguetes contigo. No te di esos azotes entonces porque no estaba seguro de si lo pedías sólo por el ardor del momento o si había algo más detrás de tu petición –explicó con voz suave, aunque implacable–; pero ahora tengo claro que, aunque fuera seas todo un macho, un gran atleta, un gran nadador e intentes ir de duro, en la cama sólo deseas que alguien te mantenga en tu sitio. Y ese sitio es de rodillas y a mis órdenes. Así que, adelante, pídelo bien.

El pulso de Iván se había acelerado de forma increíble. Su corazón golpeteaba contra sus costillas de manera frenética y tenía una visible erección en los pantalones cortos. Ligeramente avergonzado intentó cubrirse con las manos, pero Sergio las detuvo antes de que pudiese hacerlo. La intensidad de su mirada parecía atravesarle, quemarle incluso. Se mordisqueó el labio y finalmente sonrió, una sonrisa ancha en la que podía verse aceptación y el deseo irresistible de ceder el mando. Con las mejillas encendidas como calderas se arriesgó a mirarle directamente a los ojos, verde contra gris, y se inclinó hacia adelante para darle un suave beso antes de responder.

–Quiero que me lleves a la cama, quiero que me hagas tuyo, estar de rodillas y… –tuvo que tomar aire, invadido de una súbita timidez, antes de continuar–: quiero que uses esos juguetes que guardas en la caja con forma de ampli. Todos ellos.

–Sígueme.

Iván podía nadar mucho, matarse a hacer deporte y tonificar el cuerpo musculoso y atlético que tenía, pero nunca podría igualar la economía y gracilidad de movimientos de Sergio, producto en parte de un cuerpo más pequeño y delgado, pero también a su seguridad en sí mismo. Le precedió al dormitorio con pasos cortos pero enérgicos y le indicó la cama con un gesto imperioso. El joven tomó asiento y le observó sacar la caja del armario y depositarla en el suelo con un bufido. Tenía pinta de ser pesada, pero no le pidió ayuda y él no se atrevió a ofrecerse. Se limitó a quedarse sentado, a la espera, sintiendo crecer la excitación en su interior. Sergio sacó una capucha de cuero que Iván no había visto en su único y breve primer vistazo, pero que reconoció sin esfuerzo gracias a su investigación previa, y una soga larga, muy larga y de color rojo. Arrojó ambos pertrechos a la cama, al lado del chico, y bajó las persianas. El cuarto se quedó en penumbra y de nuevo se disparó el pulso de Iván.

–Adelante, desnúdate.

Su tono de voz era suave, casi un susurro, pero encerraba tantísima fuerza que ni siquiera se le pasó por la cabeza la idea de desobedecer. Poniéndose en pie se sacó la camiseta por la cabeza, revelando un torso musculoso y bien proporcionado, de líneas marcadas y músculos ondulantes bajo la piel cremosa. Con cierta duda la dejó sobre el escritorio y se sacó después las zapatillas. Sergio le contemplaba en silencio, sus ojos de acero recorrían su cuerpo de arriba abajo y una leve sonrisa asomaba a sus labios carnosos. Iván desabrochó sus vaqueros y los dejó caer al suelo, seguidos por sus bóxers. Su pene saltó hacia delante, duro y firme, mostrando sus buenos diecinueve centímetros.

–Buen chico. Vuelve a sentarte y quédate quieto.

Se dejó caer en la cama sin una sola protesta. Cuando Iván se acercó a él le llegó el aroma del suavizante que usaba en su colada, su jabón y su champú. Nada de desodorante ni perfumes, solo el olor de la piel limpia. Se sintió tentado de levantar las manos y acariciarle, pero resistió el impulso y se limitó a dejarlas entre sus piernas, mirando confiado al joven que se inclinó y recogió la máscara. Ahuecando el cuero con las manos soltó la cremallera trasera y abrió las que cerraban las aberturas para los ojos y la boca, de forma que el primer impacto no fuese tan claustrofóbico. El cuero olía a nuevo y no presentaba ninguna marca de uso. Antes de que se la pusiera se echó hacia atrás de repente.

–Espera, ¿lo has… lo has usado con alguien antes?

La mirada que le dirigió, entre divertida e irritada, le despejó cualquier duda y se sintió muy estúpido por haber preguntado siquiera. Sergio le acarició el pelo, inclinándose para darle un beso rápido en la frente.

–Todo es nuevo. Vas a estrenarlo tú. Tú eres con quien siempre he querido hacer todo esto, solo tú.

La cálida sensación que floreció en su pecho nada tenía que ver con la vergüenza de antes. Se relajó y antes de que pudiese formular alguna otra objeción Sergio deslizó el objeto de cuero por su cabeza. Tardó un poco en ajustar la ceñida máscara, pero cuando lo consiguió y subió de nuevo la cremallera trasera el elástico material se ciñó a la perfección a su cráneo, pegando sus orejas al hueso y dificultando notablemente su audición. Todavía podía oír, pero no con la misma claridad que antes. Pensó que también le cerraría las restantes cremalleras, pero rebuscó en la caja y sacó una clásica mordaza de bola, de intenso color rojo y no demasiado grande. Resultaba evidente que se había diseñado para poderse usar conjuntamente.

A pesar de su reducido tamaño, la estrecha abertura dejada por la cremallera de la máscara complicó ligeramente la tarea de ajustarla; sin embargo, esa misma estrechez facilitó que mantuviese la boca perfectamente inmovilizada y bien llena, pues la mordaza impedía que cerrase la mandíbula y la máscara de cuero que la abriese. Iván miró a Sergio que sonrió y agarrando la cremallera sobre los ojos del chico la deslizó con suavidad hacia un lado, trabando los dientes de metal y dejándole en la más absoluta oscuridad. Las estrechas ranuras que le permitían tomar aire olían intensamente a cuero, y hasta que su olfato se acostumbrase e ignorase el olor, era todo cuanto podía percibir.

Desnudo y sentado en la cama ni siquiera sabía dónde estaba Sergio. Una sensación de vulnerabilidad se apoderó de él y se quedó más quieto si cabía, sin atreverse a mover ni un solo músculo. Por su parte, Sergio desenrolló la larga cuerda y la acarició entre sus dedos. Suave y sedosa, de tela y no de fibra, era idónea para inmovilizar sin causar roces o levantar la piel. Nunca había probado ninguna atadura demasiado compleja, pero confiaba en ser capaz de seguir un tutorial con relativa facilidad, por lo que agarró a Iván del antebrazo y dejándole de pie colocó su Tablet de modo que pudiese verla bien y tras encontrar una atadura convincente, se puso manos a la obra.

Pausando el vídeo cada vez que dudaba, se tomó su tiempo. Iván solo notaba la larga cuerda deslizándose por su cuerpo, ajustada a sus músculos y a sus formas. Bajando, subiendo, bajando otra vez, pasando por su espalda y de vuelta a sus caderas, entre sus piernas y sobre el vientre. No tenía ni idea de lo que su ahora pareja hacía con él pero no tenía miedo, tan solo curiosidad y el deseo de poder ver el resultado. Por su parte, Sergio intentaba mantener la concentración para no equivocarse con el intrincado patrón de nudos y pasadas. Tirando de las cuerdas una última vez dio un paso atrás y admiró su obra.

El cuerpo perfecto de su novio estaba envuelto en la cuerda, que se hincaba en su carne lo suficiente como para inmovilizarle, pero no lo bastante como para causarle daño. Sus pectorales grandes y definidos quedaban rodeados y resaltados por las pasadas de cuerda, que creaban un curioso arnés que descendía después por la espalda hasta pasar por las ingles, rodear las caderas y la estrecha cintura y volver al pecho ascendiendo por los abdominales, de forma que el pene erecto y los testículos quedaban encerrados en un triángulo de cuerda por delante, y las nalgas separadas por un doblez de la misma. El remate eran las prolongaciones sueltas a la espalda, que le permitían inmovilizar los brazos o las piernas o ambas extremidades a la vez, sin soltar por ello los nudos del tronco.

Satisfecho con el resultado le ayudó a llegar a la cama donde le tumbó boca arriba, doblándole las piernas y atando las muñecas a los tobillos, de forma que no pudiese incorporarse ni mucho menos cerrarlas. Con una ancha sonrisa en la cara comenzó a desplegar un variado surtido de juguetes sobre la cama, entre ellos vibradores de todos los tipos imaginables. Se sentía muy orgulloso de su colección, no le había salido nada barata y le había supuesto un gran sacrificio ahorrar todos los meses para ir añadiendo un nuevo juguete a su cajón, pero ahora se alegraba enormemente de ello. Pensaba disfrutarles todos, y la mejor manera para ello era con Iván, que aguardaba en silencio con la respiración ligeramente agitada. No le comentó sus planes: ni era necesario ni la máscara de cuero le hubiese permitido escucharlos salvo que le hubiese hablado directamente al oído, casi gritando.

Inspirando hondo para relajarse se quitó la ropa y se sentó, ya desnudo, entre las piernas abiertas de su amigo. Su pene erecto resultaba tentador, parecía pedir a gritos ser acariciado o cabalgado, pero eso sería demasiado fácil y rápido. No, tenía una idea mejor. Sin perder en ningún momento la sonrisa rodeó la base de los testículos de Iván con una suave cinta de raso, hasta que quedaron apretados y tersos dentro de un escroto que pronto adquirió una viva tonalidad rojiza. Asegurándose de no estar cortándole la circulación les acarició, inclinándose para poder pasar la lengua sobre ellos y disfrutando de la nueva textura. A diferencia de él, Iván siempre iba completamente depilado, lo que le facilitaba enormemente la tarea que tenía en mente.

Dio un par de suaves palmaditas a los testículos y elevándose sobre el cuerpo de su amigo alcanzó sus pezones. Tras acariciarles con los dedos llevó a ellos sus labios y les cubrió de besos. La piel sensible y de un tono rosado no tardó en responder a las caricias, endureciendo el delicado pezón y resaltando la textura rugosa de la aureola. Mordiendo con suavidad el derecho recogió de la cama unas pinzas metálicas unidas por una fina pero larga cadena y colocó la primera en el izquierdo. Los pequeños dientes metálicos se hundieron en la carne, apresándola con fuerza y enviando señales de dolor que sin embargo se convertían en placer. Iván dejó escapar unos cuantos gemidos, agudos y entrecortados, mientras intentaba mantenerse sereno. Estaba a merced de su amigo y la incertidumbre le mantenía en un estado de alerta continua, debido en parte a la privación de buena parte de sus sentidos.

Sacando de su boca el pezón Sergio pasó su lengua sobre la aureola varias veces mientras acercaba la pinza muy despacio. En el último segundo, casi pillándose la punta de la lengua, dejó que el acero frío mordiese por fin el pezón que aún quedaba libre. Ambos quedaron unidos por la cadena que conectaba ambas pinzas, cadena que el joven se apresuró a agarrar y de la que tiró con suavidad hacia arriba. Las pinzas resistieron sin problemas y elevaron ambos pezones a la vez, clavándose más en la suave carne y desencadenando una cascada de gemidos que inundaron el pequeño dormitorio. Sergio sonrió con suficiencia y besó el cuello de Iván, acercándose después a su oído.

–No he hecho más que empezar y ya estás gimiendo como nunca antes. Tenía que haber sabido que esto te gustaba mucho antes, ahora tendré que compensarte por los atrasos.

Aunque su voz era suave y le llegaba ligeramente amortiguada por el cuero Iván se estremeció. Lo deseaba tantísimo que mordió con fuerza la mordaza, frustrado por no poder responder. Al momento notó hundirse de nuevo la cama entre sus piernas cuando Sergio volvió a sentarse allí de nuevo, esta vez con un rollo de pinzas normales entre sus dedos. Las había preparado mucho tiempo atrás, uniendo unas a otras con un fino hilo de sedal. Tirar de cualquiera suponía mover las demás. Colocó la primera en el pubis, pellizcando la piel muy cerca de la base del pene, y fue distribuyendo el resto por el tronco, ascendiendo siempre en forma de V, hasta que las veinticinco pinzas estuvieron colocadas. Veintidós de ellas en el tronco y tres en el pubis.

Iván gemía y gemía. Notaba los pellizcos de las pinzas por su cuerpo. Un breve instante de dolor que se amortiguaba en cuanto la piel se adormecía, y que revivía conforme Sergio tiraba del sedal que las unía, más intenso en las pinzas más cercanas al punto donde había tirado, pero doloroso en toda su longitud. No le costó demasiado caer en la cuenta de que eran pinzas. La certeza de ese hecho bastó para calentarle, las había visto en infinidad de vídeos y ahora las usaban con él. Gimoteó cuando un nuevo tirón, más fuerte esta vez, casi consigue arrancar varias de las pinzas. Su piel cremosa empezaba a presentar señales rojizas y pequeñas marcas que Sergio acarició con las yemas de los dedos.

Dejando las pinzas en paz, se centró de nuevo en el pene de Iván. Gotas de líquido preseminal caían desde el orificio, deslizándose por su pene hasta sus presionados testículos. Eligió una brocha de maquillaje y tras untarla de lubricante la pasó desde el glande hasta la base, acariciando el frenillo en el camino. Los delicados pelos de la brocha cosquilleaban la piel hipersensible del órgano, haciendo que el joven se retorciese y gimiese más alto. Para satisfacción de Sergio las cuerdas resistieron y le mantuvieron en el sitio, impidiéndole moverse. Volvió a pasar la brocha, extendiendo el lubricante en suaves caricias destinadas a enloquecer al chico. La sensación era fantástica y a la vez desquiciante, necesitaba más, su cuerpo le pedía más. El contraste entre las delicadas pasadas sobre su pene y los tirones a las pinzas de los pezones y del resto del cuerpo le inundaban de sensaciones opuestas y a la vez complementarias: la exquisitez de las caricias contra la ferocidad de los pellizcos.

La cabeza de la brocha pasó por el orificio. Sergio la hizo girar y los cientos de finos pelillos que la componían se movieron como locos sobre el glande, estimulándole en un sinfín de cosquillas que también alcanzaron el orificio. Iván nunca había sentido nada parecido, la sensación se aproximaba ligeramente al orgasmo o tal vez fuese solo su mente saturada de emociones la que establecía esa comparación. Elevó las caderas cuanto le permitieron las cuerdas, deseando más, gimiendo e intentando suplicar a pesar de la mordaza. En cuanto sus caderas se elevaron la brocha se retiró, dejándole a medias. Sergio la volvió a pasar esta vez hasta abajo, empapando de lubricante también los testículos.

Aferrando con su mano el pene del chico le masturbó arriba y abajo mientras apartaba la brocha. Notaba el calor que emanaba del órgano en su mano, le sentía palpitar al ritmo del acelerado corazón de Iván. Nunca le había visto así, tan duro y tan dispuesto. Pasó la lengua por sus labios e inclinándose sobre el pene escupió directamente en el glande, sumando su saliva al lubricante. Escuchando los gemidos del joven apretó el pene con más fuerza y, ayudado por la gran cantidad de lubricante, le masturbó arriba y abajo, aumentando progresivamente la velocidad. Su mano corría con facilidad sobre la piel suave y caliente, mientras veía salir una gota de líquido preseminal tras otra. Iván gemía con fuerza, cada vez más seguido. Un gemido se superponía con otro y su cuerpo se agitaba y se retorcía, contenido por las cuerdas que se clavaban más en su carne a cada movimiento.

Iván se debatía, acercándose al orgasmo a gran velocidad. Alzaba las caderas una y otra vez a pesar de que las cuerdas de su vientre se le clavaban cada vez que se movía, desesperado. Deseaba que Sergio le obligase a terminar, que le hiciera acabar para él. Sus testículos atados suponían un leve impedimento fácil de sortear, tan solo necesitaba un empujoncito más, sólo un poco más. Entre fuertes gemidos se concentró en el movimiento de la mano de Sergio, que subía hasta frotar el frenillo para terminar ascendiendo hasta el orificio, bajando por último hasta que golpeaba los testículos con delicadeza. Estaba a punto, tan a punto que podía sentirlo. Hincó los dientes en la mordaza, deseando poder sacársela para hablar y decirle lo mucho que gozaba cuando la mano que acariciaba su pene se retiró de golpe.

La misma mano aferró la base de los testículos con fuerza mientras la otra palmeaba sus testículos con más intensidad que antes, distrayéndole del orgasmo y dejándole justo al borde del orgasmo. La frustración se acumuló en él que gimoteó y lloriqueó, intentando conseguir que Sergio se compadeciese de él. Sin éxito. Sergio soltó una risilla, mirando a su novio atado y entregado. Sabía lo que deseaba, sabía que quería terminar, pero no, no aún, no tan pronto. Agarró un pequeño vibrador no más grande que su pulgar, pero de gran potencia pese a eso, y escondiéndolo dentro de su puño lo encendió y volvió a masturbar a Iván.

A las caricias de la mano de Sergio ahora se sumaba la vibración continuada del pequeño juguete. Los gemidos de Iván sonaron más altos, roncos, se atascaban en su garganta a causa de los jadeos que también profería y todo su cuerpo brillaba, cubierto de sudor. Tiró de las pinzas de los pezones al tiempo que mantenía el vibrador contra el frenillo. Ahora los testículos estaban de un vivo color ladrillo y las venas se marcaban en la superficie del escroto. Les acarició con la mano libre tras soltar la cadena de las pinzas. Los pezones rosáceos habían adquirido un apetecible tono frambuesa y la mordaza de bola relucía por la saliva que la empapaba. Hizo subir y bajar el vibrador por toda la longitud del pene de Iván que volvió a gemir, más alto, sacudiendo su cuerpo dentro de las prietas ataduras.

–¿Quieres correrte? –le preguntó divertido, acercándose a su oído para que le oyese.

Iván intentó articular una respuesta con todas sus fuerzas. Incluso consiguió emitir algo que podía tomarse por un “sí”. Sergio se rio implacable y el vibrador subió y bajó de nuevo, deteniéndose sobre los testículos. Apretó los dedos en torno al tronco del pene del chico y tironeó del sedal que unía las pinzas de su cuerpo, muy cerca de las tres del pubis.

–¿No? Qué pena… Bueno, mejor para mí, yo tampoco quiero que lo hagas.

Iván se sintió al borde de las lágrimas. Se sacudió y se revolvió con furia, logrando únicamente que el vibrador se escapase de la mano de Sergio y rodase hasta la cama, donde se quedó encendido, muy cerca de sus testículos. Sergio le miró con sorpresa y se apartó ligeramente. De no haber tenido puesta la capucha Iván tampoco habría podido distinguir nada en la expresión impertérrita de su novio. Sergio se limpió las manos con un pañuelo de papel y eligió un masturbador de silicona. Nunca lo había usado, pero al meter dentro uno de los dedos comprobó que las protuberancias de dentro se aferraban a su piel, tirando y soltando con solo moverse. Sonriendo de nuevo echó una buena medida de lubricante dentro y se aseguró de que llegase hasta abajo.

–¿Estás peleón eh? Qué chico tan malo estás hecho. Me parece que tendré que ser más severo contigo.

Iván lloriqueó entre gemidos. Su excitación estaba en niveles que nunca antes había experimentado. No deseaba parar y a la vez deseaba correrse y que todo terminase; deseaba entregarse por completo, humillarse y pedir perdón por haberse sacudido y sin embargo rebelarse había sido un momento glorioso, a pesar de las consecuencias que ahora debía enfrentar. El masturbador de silicona estaba abierto por ambos extremos, sin duda alguna para permitir ventilación y que el semen no se quedase ahí retenido tras su uso, pero Sergio empleó el orificio del final de manera bien distinta.

Presionando con fuerza consiguió encajar el pequeño vibrador en el agujero. Asegurándose de que no se saldría volvió a introducir el dedo para comprobar si su idea funcionaba. Con una sonrisa ladina mordisqueó el interior de los muslos de Iván que gimió, no sabiendo bien qué esperar. Sergio siempre hacía algo parecido cuando estaba a punto de penetrarle. Algo inquieto por si era eso lo que pretendía levantó la pelvis, facilitándole el acceso a pesar de todo. Para su sorpresa solo notó una leve presión en el glande de algo húmedo que se abría apenas una fracción de segundo antes de engullir por completo su pene.

El masturbador de silicona vibraba gracias al añadido de Sergio, y la textura interior, llena de bultos y oquedades bastaba por si sola para volverle loco. Apresaba toda su longitud con fuerza, vibraba cerca de su glande con muchísima fuerza, pero la vibración descendía y bastaba para que la disposición de los relieves de dentro de la funda de silicona hiciese el resto. Era como recibir una felación y una masturbación a la vez. Sus gemidos se convirtieron en gritos, cada vez más altos. Ni siquiera la mordaza era capaz de contenerles. Sergio manipuló con habilidad el cierre de la mordaza, pero en lugar de liberar su boca se limitó a reemplazarla por una de aro, lo bastante grande como para poder penetrar su boca con comodidad sin que este pudiera resistirse.

Colocando una pierna a cada lado del cuerpo de Iván, se agarró al cabecero e introdujo su pene en la boca abierta del joven. La mordaza le permitía mover la lengua, pero Sergio no prestó atención a ese detalle, empujando hasta que sus testículos reposaron contra la barbilla cubierta de cuero de Iván que gemía sin parar. Manteniéndose sujeto al cabecero con una única mano empezó a mover las caderas, a velocidad creciente. Aunque le hubiese gustado relajarse y disfrutar plenamente, con la otra mano se aseguró de mantener el tubo de silicona en su sitio, de forma que no solo él disfrutase, como añadido, parte de su atención se mantenía fija en Iván, controlando sus reacciones para impedirle alcanzar el orgasmo.

Moviendo más deprisa las caderas introdujo su pene en la garganta del joven, que intentó reprimir con escaso éxito un par de arcadas. Sus testículos chocaban contra la barbilla del chico mientras sus diecisiete centímetros entraban y salían sin pausa. Con cada penetración Iván se volvía loco. Movía su lengua intentando acariciar cada centímetro de piel que le llenaba la boca antes de que quedase fuera de su alcance. Ansiaba poder cerrar los labios, proporcionar más placer a Sergio que gemía sobre él mientras le controlaba, vigilando estrechamente que no llegase en ningún momento a conseguir el tan ansiado alivio. De un brusco tirón salió de su boca y azotó con su pene la máscara de cuero, deleitándose en el húmedo sonido que produjo. Agarrando con fuerza la funda de silicona tiró de ella, sacándola en el preciso momento en que Iván pensaba que por fin conseguiría terminar.

Los gritos de frustración y placer se entremezclaron, saliendo libres gracias a la mordaza de aro que no les acallaba de ninguna manera. Sergio apoyó su mano sobre la boca abierta del joven y presionó hasta que estos cesaron, preocupado por si los vecinos escuchaban algo. Cuando sus gritos se convirtieron en suaves gemidos retiró su mano y soltó también la mordaza de aro. Dejó que el chico abriese y cerrase la boca un par de veces, destensando la mandíbula, antes de sostenerle por la barbilla y presionar la última mordaza, y su favorita, contra sus labios. En lugar de una simple bola de silicona, un consolador de tamaño mediano entró en la boca abierta de Iván. No lo bastante grande como para causarle arcadas, pero sí lo suficiente como para obligarle a chupar y tragar si no quería atragantarse. Sus dientes se clavaron en el remate, con forma de bola convencional, y no pudo evitar gemir al notar como Sergio la apretaba más que las otras dos, llenando por entero su boca y anulando cualquier posibilidad de escape.

En cuanto estuvo satisfecho con el resultado, Sergio volvió a acomodarse entre las piernas de Iván. En la muñeca izquierda llevaba siempre una goma elástica con la que recoger su abultada y rizada melena que agarró con los dientes para poder emplear ambas manos en sujetar su mata de rizos. Con movimientos ágiles y expertos recogió todos los muelles en un prieto moño afro que sujetó con la goma, asegurándose de que ninguno le cayese sobre la cara. Iván aguardaba impaciente, con el pene más duro que nunca y tan caliente que ni siquiera necesitaba tocarlo para percibir el calor que irradiaba. Las venas que antes apenas se marcaban ahora resaltaban como alambres bajo la piel, palpitando apenas imperceptiblemente. Sergio limpió el lubricante con un papel y pasó la lengua por el glande, notando el sabor salado del líquido preseminal del joven que gimió al notar la caricia.

Sabiendo que ahora le resultaría más difícil incluso que antes mantenerle bajo control, Sergio agarró los testículos de su novio por la base, apretando con más fuerza la lazada de raso que les sujetaba y asegurándose de mantenerles siempre bien prietos dentro de su mano. Bajó la cabeza despacio y el grueso trozo de carne se abrió camino por su boca, hasta llegar a su garganta. Iván le recompensó con un agudo gemido y una serie de espasmos de cadera involuntarios que le dejaban saber sin ninguna duda lo mucho que estaba disfrutando y a la vez lo insatisfactorio de ese goce. Cerrando más los labios en torno al pene del joven lamió todo su tronco una y otra vez hasta que lo sacó despacio de su boca, tan solo para volver a meterlo hasta que su nariz quedó contra el pubis pinzado de Iván.

Por su parte, el rubio no podía hacer nada salvo gemir y jadear. Las ataduras que tanto le habían gustado al principio ahora se le antojaban crueles dispositivos de castigo que le impedían alcanzar su objetivo, y la mano suave y cálida de Sergio parecía más un cepo que una mano, atenazando sus testículos y apretándolos cada vez que sospechaba que podía terminar. Cegado por la capucha cualquier mínima sensación sobre su cuerpo se incrementaba: la boca cálida y húmeda de Sergio que acogía su pene, su lengua blanda y siempre en movimiento, las pinzas que seguían atenazando pequeños pedazos de piel a lo largo de su torso y las dos metálicas en sus pezones, las que más le dolían y por tanto las que más deseaba aguantar. De vez en cuando conseguía captar algún sonido, ruidos de succión y pequeñas arcadas, pero en general la capucha hacía un buen trabajo manteniéndole aislado. Retorció las muñecas en vano y movió su pelvis de forma que su pene subiese y bajase más deprisa, ganándose por ello un buen tirón en los testículos.

Sergio continuó lamiendo y succionando, chupando con tanto ahínco que el glande oscurecido de Iván se tornó púrpura. Sacando su pene de la boca le repasó con la lengua, mordiendo con exquisita suavidad y a la vez fiereza el tronco del pene. Iván gritó al notar los dientes de su amigo clavarse despacio en su pene. El gesto no era doloroso, no le hizo nada de daño, pero le resultó tan erótico que un nuevo chorro de líquido preseminal goteó desde el glande. Complacido por su reacción Sergio depositó un suave beso sobre el orificio y recogió con su lengua ese nuevo rastro húmedo antes de volver a tragarle. No era la primera vez que le hacía una mamada, por lo que sabía a qué debía estar atento. Moviendo la lengua y apretando los labios le dejó tomar brevemente el control, consintiendo que penetrase su boca a un ritmo frenético que terminó en cuanto le sintió contraerse.

Con un rápido movimiento se echó hacia atrás y retiró su cabeza al tiempo que le apretaba los testículos. Enrollando el sedal en torno a su dedo dio un rápido tirón hacia arriba, arrancando parte de las pinzas en un único movimiento que desató una nueva oleada de gemidos y gritos ahogados. Nuevamente había impedido que su amigo consiguiese terminar y su frustración se traducía en jadeos y suaves lloros que encerraban una cualidad erótica incomparable. En dos tirones más retiró el resto de las pinzas, que chasquearon en el aire cuando dejaron de pellizcar la piel ahora enrojecida del chico. Sergio pasó los dedos por las marcas, besó algunas y masajeó el resto ayudando a reestablecer la circulación en cada uno de los pellizcos. Su novio gritaba con cada presión que los dedos de Sergio ejercían en esas zonas, que le dolían ahora más que cuando llevaba las pinzas. Conforme la circulación se reestablecía el dolor dejaba paso a una ligera molestia, tan solo un recordatorio de quien mandaba en realidad.

La cabeza de Iván daba vueltas. Ya no podía pensar con claridad abrumado como se encontraba por el dominio que Sergio ejercía sobre su cuerpo y su placer. De ser por él hacía tiempo que habría tenido un orgasmo, pero el control que su novio mantenía sobre él le impedía una y otra vez alcanzar tan ansiado placer. La tortura era sublime, y tan placentera a pesar de la intensa frustración que ni siquiera se resistió cuando volvió a extender lubricante por su pene y a encerrarle dentro de la funda de silicona, donde al menos ya no estaba encajado el vibrador. La certeza de que ni siquiera su propio placer dependía ya de sus decisiones le había calado hondo, y no luchaba por rebelarse como sí hiciera antes. Ahora se entregaba, completamente sumiso mientras lamía el consolador que taponaba su boca y deseaba que volviese a ser Sergio quien lo hiciera.

La sorpresa que sintió cuando las cuerdas que retenían sus tobillos y muñecas se soltaron no duró mucho. Pegándose a su oído para que pudiese escucharle con claridad pese a la capucha Sergio le indicó que se pusiera boca abajo en la cama, con las caderas en el aire y la cara contra el colchón. Sintiéndose algo torpe y entumecido Iván giró como le habían pedido y, una vez colocado, Sergio se apresuró a inmovilizarle de nuevo, aunque empleando un método distinto esta vez. Juntando sus manos por detrás de los muslos, a la altura del hueco poplíteo, anudó con la cuerda ambas muñecas. La propia posición le impedía doblar los brazos y sus muslos quedaban apretados por los mismos. Iván gimió al notar que nuevamente no podía moverse, pero en ningún momento protestó. Ni siquiera cuando aseguró sus muñecas a las piernas, un poco por debajo de las rodillas.

Sergio coló sus manos entre los muslos con algo de esfuerzo y, aferrando el pene y los testículos, los llevó hacia atrás de manera que sobresaliesen tras los muslos, apretados y disponibles para sus caprichos. Separando un poco más las cuerdas que mantenían sus nalgas distanciadas la una de la otra Sergio contempló el ano de Iván: un círculo de piel de un rosa oscuro, con ligeros pliegues que el conferían un aspecto estrellado bastante atractivo. Pasando un dedo sobre la sensible piel recogió el bote de lubricante de la cama y untó su plug favorito con él. En circunstancias más normales se hubiese decantado por juguetes más convencionales, pero comenzaba a sentir cierta urgencia. Sin perder la sonrisa cubrió de besos las nalgas del joven antes de presionar el plug contra su ano, que se abrió despacio para recibir el tamaño más que generoso del juguete.

Iván gimió al notar la intrusión, aunque el lubricante la hizo llevadera. En esa nueva postura tenía incluso menor rango de movimiento que antes por lo que se limitó a gemir y esperar, con la cabeza hundida en el blando colchón. Sergio recuperó la cinta de pinzas y colocó las dos primeras en la espalda de su novio, que gimió al notar los nuevos pellizcos, ascendiendo después por la espalda en hileras paralelas a la columna. La última de las veinticinco pinzas la dejó sin colocar al quedar demasiado cerca del cuello. No se sentía cómodo presionando tan cerca de ahí. Con suavidad acarició las nalgas de Iván, tan blancas y perfectas que incluso en el cuarto en penumbra se distinguían con plena claridad. Del plug que llevaba en el ano colgaba un fino tubo unido a una pera y una válvula que regulaban el flujo de aire que entraba y salía, permitiendo inflar o desinflar el aparato, pero no era la única de sus funciones.

Impulsado por el deseo de ver su cara cuando lo hiciese crecer dentro de él, se arrodilló junto a la cabeza de su chico y soltó la mordaza para poder abrir la cremallera que mantenía cerrada la capucha. Con alguna que otra dificultad pues no quería retirar el consolador de la boca de Iván, consiguió retirar la capucha sin que saliese también la mordaza, pudiendo volver a abrocharla en su sitio. La cara del joven estaba enrojecida por el calor y el roce contra el cuero, con el corto pelo rubio apelmazado contra el cráneo y los ojos llorosos. Sergio palmeó sus mejillas y se deleitó con la mirada de adoración que le dirigió el joven antes de bajar la vista a su erección. Estirándose hasta alcanzar la pera de goma presionó su interior muy despacio, para no pasar aire al plug que, no obstante, empezó a vibrar con fuerza.

Iván se retorció de placer cuanto le permitieron las ataduras. El juguete conseguía estimular su próstata de una forma exquisita aunque despiadada, pues su potencia no era regulable y resultaba quizá demasiado intenso. Con un gimoteo suplicante intentó ablandar a Sergio que, sin embargo, se limitó a apretar la pera en su puño, enviando esta vez una buena cantidad de aire al plug. Iván sintió como su ano se dilataba de golpe conforme el aire expandía la cubierta de látex del juguete que aumentó considerablemente su tamaño. Sergio volvió a accionar la pera y nuevamente obligó al ano de Iván a abrirse, dilatándolo por la fuerza sin que el joven pudiese oponer resistencia. Iván se contorsionaba, gemía y soportaba el asalto a su interior como podía sin dejar de mirar a Sergio, que sonreía y se masturbaba mirándole mientras accionaba la pera, enviando más y más aire.

Con un último bombeo terminó de hinchar el plug que había duplicado su tamaño en apenas un par de minutos. La respiración de Iván era ahora un rápido jadeo y Sergio no necesitó más que mirar a sus pantorrillas, donde brillaban gotas de líquido preseminal, para descubrir cuánto había disfrutado en verdad el chico. Con un movimiento elegante bajó de la cama y se estiró, poniéndose de puntillas y rotando después los brazos para desentumecerlos. Inclinándose sobre el cajón comprobó que apenas quedaban dentro un par de juguetes, por lo que localizar su única pala, de cuero grueso y mango de madera, no le llevó demasiado tiempo.

–¿Recuerdas los azotes que me pediste? –preguntó moviendo la pala en el aire–. Llevo deseando dártelos desde ese día, y quizá incluso unos cuantos más, por haberme hecho esperar tanto para tenerte así.

Sus ojos grises relampaguearon en la penumbra mientras se aproximaba de nuevo a la cama donde esperaba Iván, que temblaba ligeramente. La realidad estaba superando sus más alocadas fantasías siendo mil veces mejor que estas, pero ahora, al contemplar los remaches plateados que adornaban la pala por toda su superficie y a la vez ayudaban a que el azote fuese más fuerte, consiguió imponerse como clara vencedora. Intentando relajar el cuerpo para ofrecer una menor resistencia observó como Sergio se movía buscando una buena posición. La pala surcó el aire y antes de que pudiese procesar lo que pasaba impactó contra sus muslos, lejos de donde había esperado el azote.

El siguiente azote siguió ascendiendo por los muslos, hacia las nalgas, pero también hacia el pene y los testículos del chico. Por un momento Iván se preocupó de que fuese a golpearle precisamente ahí, aunque el siguiente azote, hábilmente dado sobre el muslo, pero esquivando los genitales, le despejó cualquier posible preocupación. Cada golpe provocaba que gritase y gimiese, dejando una franja de piel que parecía arder y escocer al mismo tiempo. El chasquido de la pala al impactar quedaba prontamente silenciado por los quejidos del joven que ascendían en volumen conforme el cuero mordía de nuevo una zona ya azotada previamente. Las tachuelas metálicas de la pala incrementaban el dolor por el impacto, modificando ligeramente cada golpe.

El dolor no era tan solo dolor. Cada golpe le hacía gritar y retorcerse, desatando el miedo al siguiente y el deseo de que el castigo acabase. Al menos, en la superficie de su mente, la parte que conservaba un breve rescoldo de racionalidad, pues el resto de su mente parecía pedir a gritos más, un nuevo azote, un nuevo golpe, ser castigado y sometido hasta que llegase a su límite. Deseaba con todas sus fuerzas correrse, pero en su nueva postura ni siquiera ese alivio le estaba permitido, desquiciándole y a la vez reafirmándole en su convencimiento de que debía someterse y acatar los deseos de Sergio.

Sin dejar de azotar a Iván, Sergio comenzó a masturbarse. Cambiando de posición para poder golpear cómodamente sin necesidad de parar. Poniendo buen cuidado de no acertar en los testículos o el pene, fue ascendiendo por los muslos hacia las nalgas firmes y tersas de su novio. La piel blanca, tan parecida en color a la suya, fue tornándose roja, al principio un leve tono rosado que, conforme golpeaba una y otra vez, ascendía en intensidad. Pequeñas líneas horizontales surcaban ahora los muslos y las nalgas del joven, producto del impacto de los bordes de la pala contra su piel. Entre cada par de líneas paralelas, se apreciaban pequeños redondeles algo más amoratados que el resto producidos por las tachuelas. Moviendo la pala frente a la cara de Iván, que gemía y mantenía en alto las caderas, se inclinó sobre él para poder mirarle.

–Espero que no vuelvas a portarte así. Si lo haces, tendré que ser más severo incluso.

Un destello de desafío brilló por un segundo en los ojos de Iván, tan breve que apenas fue visible, pero sin embargo no pasó desapercibido para Sergio que sonrió. Sabía que su chico se encargaría de darle motivos de sobra para repetir algo así, la cantidad de líquido preseminal que bañaba la parte posterior de sus muslos y sus pantorrillas no dejaba espacio a la duda acerca de si disfrutaba los azotes o no. Querría ser castigado de nuevo, y no fallaría en darle razones para hacerlo.

Accionando la válvula del plug con una mano dejó que saliese todo el aire, apagando a continuación su vibración y arrojando a la cama la pala. Usando las cuerdas a modo de amarraderas tiró del cuerpo de Iván hasta que le dejó al borde de la cama, en una postura lo suficientemente cómoda para penetrarle sin dificultad. Se situó detrás del chico y pasó su pene entre sus nalgas, sintiendo en las manos el calor que emanaba de ellas y las suaves depresiones causadas por los relieves de la pala. El ano de Iván se mantenía abierto, húmedo, rebosando lubricante y listo para ser penetrado, por lo que con un único empujón de caderas se abrió paso dentro de él, escuchando cómo gemía y coreándole con sus propios gemidos.

Agarrándose a la soga que rodeaba el cuerpo del joven con una mano azotó ambas nalgas con la otra mientras empezaba a moverse. El vaivén de sus caderas aumentó su velocidad sin que por ello cesasen los golpes. Sus testículos rebotaban contra los de Iván que gemía enloquecido y arqueaba cuanto podía la espalda, dejándose penetrar sin oponer ninguna resistencia. La mordaza de goma de su boca le animaba a chupar a la vez y eso hizo, imaginándose siempre que se lo hacía a Sergio, agradeciéndole cada penetración. El plug había cumplido con su cometido y Sergio se deslizaba dentro y fuera sin ningún problema, cada vez más deprisa. Sus jadeos y gemidos, más moderados que los de Iván, se unían a los de este y rebosaban el pequeño cuarto.

Enroscando el dedo en torno al fino sedal, arrancó la hilera de pinzas de un único tirón esta vez, deleitándose en el grito de Iván cuando sintió todas las pinzas abandonar su piel casi a la vez. Las marcas en su espalda resultaban casi más visibles que las de su vientre, y Sergio se las acarició antes de buscar a tientas bajo el torso del chico la cadena que unía las pinzas que aún llevaba en sus pezones. Acarició la piel de ambos que las pinzas aún dejaban fuera y los presionó hacia dentro. Iván gimió y volvió a lloriquear, retorciéndose, pero sin apartarse de Sergio que con deliberada lentitud abrió la pinza izquierda.

El gemido pareció más un grito. La sangre volvió de golpe al pezón y lo hinchó bajo los dedos de Sergio que le acarició y apretó, moviéndose frenéticamente dentro y fuera de Iván que aguardaba, con la respiración acelerada y el sudor cayéndole sobre los ojos. Soltando el pezón Sergio apretó los testículos del joven en su mano, mera precaución para evitar un orgasmo ya demorado y capaz de producirse en cualquier momento, y liberó el otro pezón de su pinza, no sin antes dar un último tirón de la cadena. Iván gritó mientras todo su cuerpo se tensaba, incluido su ano que apretó el pene de Sergio quien no paró de moverse. Su mano impactaba una y otra vez contra las nalgas de Iván, cuyos dientes se clavaban en la bola que remataba la mordaza y temblaba debajo de su compañero.

Con un violento envite Sergio entró una vez más, pero esta vez se quedó quieto, mientras alcanzaba su orgasmo profiriendo roncos gemidos. Sus manos agarraron las caderas de Iván donde clavó las uñas, dejando la marca de cinco pequeñas medias lunas perfectas a cada lado. Iván gemía con más suavidad esta vez, con el cuerpo sacudido por escalofríos que le hacían temblar y notando como Sergio suspiraba de placer antes de retirarse. Ignorando los planes que pudiese tener ahora, apoyó la cabeza en las almohadas y cerró los ojos sin dejar de gemir, intentando relajarse para lo que sea que tuviese preparado su novio para él.

La lengua cálida y húmeda de Sergio pasó despacio desde sus testículos hasta su glande, segundos antes de que acogiese en su boca todo el pene de Iván que abrió los ojos con sorpresa. Gimiendo intentó mirar a Sergio sin conseguirlo, avisarle de alguna manera de que no podría contenerse si seguía así. Los suaves labios del chico apretaban su tronco cuando este subía y bajaba, deteniéndose siempre en el frenillo para mantener el glande en la boca. Sergio pasó la lengua de nuevo por el orificio, deslizándola después como una culebra sobre todas las marcadas venas que encontró a su paso.

Iván no pudo contenerse. Gimiendo como un poseso se dejó ir y alcanzó por fin el orgasmo, que estalló en su cabeza como fuegos artificiales mientras un intenso placer le sacudía por entero y le impedía incluso gemir, cortándole la respiración. Jadeando y boqueando, medio asfixiado por la mordaza, lanzó un chorro de semen tras otro en la boca de Sergio que les recogió todos, moviendo la lengua para no dejar escapar ni una gota antes de tragar. Todavía notaba espasmos, pequeños calambres que recorrían sus testículos y su pene que ahora empezaba por fin a relajarse, perdiendo parte de la firmeza que había mantenido hasta escasos segundos antes.

Con un chasquido húmedo Sergio dejó que el pene de Iván abandonase su boca, en la que todavía perduraba el sabor a su semen. Tras despejar la cama y dejar a parte los juguetes que debía lavar sus dedos ágiles se apresuraron a soltar los diversos nudos que apresaban el cuerpo de Iván, que permanecía con los ojos cerrados y sin fuerzas para moverse. Las cuerdas se habían clavado en la carne, irritando, pero sin causar heridas de ningún tipo. En unas horas no era probable que le quedasen marcas de la soga, aunque sí de las pinzas y los azotes. En cuanto su cuerpo se vio libre de las ataduras Iván se acomodó sobre la cama, aún bocabajo, totalmente agotado. Sergio tuvo que levantarle la cabeza para poder soltar la mordaza, empapada de saliva, que abandonó la boca del chico con facilidad.

–¿Ha estado bien? –preguntó tumbándose a su lado, apoyando su cabeza llena de rizos contra el cuello de Iván que consiguió rodearle con los brazos y soltar su moño, ya medio deshecho.

–Ha estado mejor que bien. Hay que repetirlo, por favor, dime que repetiremos.

Sus dedos estaban profundamente hundidos en los rizos de Sergio que por primera vez no protestó ni intentó apartarle. Abrazando al chico a su vez le dio un tierno beso en los labios, algo enrojecidos por la mordaza y la saliva, y le permitió acariciar su oscura melena. Se había ganado una recompensa y, bien pensado, esas caricias no estaban tan mal. Al ver que aún aguardaba una respuesta sonrió y le volvió a besar antes de comprometerse.

–Repetiremos.

–Nota de ShatteredGlassW–

Gracias a todos por haber leído este relato escrito a petición de un lector a través de mi correo electrónico. Si queréis que escriba algo para vosotros podéis pedirlo a través de mi email, si la temática me gusta y dispongo de tiempo, os haré un relato personalizado. Por supuesto, las personas, lugares y hechos descritos en el relato son completamente producto de mi imaginación, y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

Si tenéis comentarios o sugerencias y queréis comunicaros de una forma más personal conmigo podéis hacerlo a través de mi correo electrónico: [email protected]

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