Semanas después supe su nombre: Ángela. Ángela venía muchas mañanas a desayunar a mi bar desde hacía poco tiempo, quizá tres semanas. Yo suponía que habría encontrado empleo por la zona recientemente, porque nunca la había visto antes y, por descontado, no era la típica cliente del vecindario: a estas las reconocía inmediatamente. Ángela era una mujer que aparentaba tener un poco más de la treintena; era guapa, de facciones suaves y finas; tenía una negra melena larga y rizada, calzaba tacones y vestía jeans ajustados, camisa blanca y americana. Ángela llegaba, se sentaba frente a la barra y pedía la consumición: "Un café con leche doble y un cruasán".
Mi empleado la servía puntualmente, mientras yo, a apenas tres metros, junto a la caja, la observaba. Ver sus labios salidos sorbiendo despacio el café caliente, me excitaba. Un día, no pudiendo más, me ausenté de la caja, fui a la oficina y me hice una paja. Ah, qué paja, imaginando mi polla entrando y saliendo de esos bonitos labios. Otro día, se me ocurrió una idea, un fetichismo: ¿por qué no agregarle mi semen al café que se tomaba Ángela? Sería, ¡la ostia!, ¡me haría mejores pajas! Y otro día, lo llevé a cabo. Me pajeé a primera hora, cómo no, pensando en Ángela, y guardé el semen en un vasito de chupito que oculté en una de las neveras. Luego, le dije a Vicente, mi empleado, que le quería ayudar en su ardua tarea de hacer cafés y cuando vi a Ángela detrás de la barra, le dije a Vicente: "Yo hago el de la señorita". Puse el café, puse la leche y, disimuladamente, abrí la nevera y añadí el contenido del chupito. Ángela se lo bebió. Lo repetí varias veces. Ella, se ve, no notaría severos cambios en el sabor; como mucho, una vez me dijo Vicente que había mencionado el preciado amargor del café.
Por lo demás, mi vida era bastante monótona. El bar, la casa, mi mujer, mi hija… Mi mujer, aunque yo llegaba a casa alrededor de la medianoche, siempre me esperaba despierta. Mi mujer, Adela, era una hembra carnosa que tenía unas tetas estupendas, redondas, gruesas, con morenas areolas y pezones; tenía algo de tripita y un culo orondo. Tenía cuarenta y ocho años, los mismos que yo, sin embargo conservaba un rostro juvenil. "Alejandro", este soy yo, "mañana te llevaré al bar un puchero que acabo de cocinar, debes alimentarte mejor, te estás quedando en los huesos con tanto trabajo, y más ahora, que me ha dicho la Paquita que hasta te has puesto tú a dar los cafés"; "Adela, hay que ayudar", apostillé. Por las noches, una sí y otra no, mi mujer y yo follábamos, sin armar demasiado escándalo para no despertar a la nena, cuchicheando nuestros espasmos, en la postura del misionero.
Pero aquella noche fue distinta. Eran las once y media. El bar estaba cerrado. Vicente se había ido ya y había dejado la persiana a medio levantar. Yo estaba dentro del bar cuadrando la caja. Entonces, oí un ruido. Alcé la cabeza. Vi que alguien intentaba pasar por debajo de la persiana; al principio, me alarmé; sin embargo, en el momento en que reconocí aquel tacón que ya se introducía en el interior del local precediendo a la pierna enfundada en unos jeans, me tranquilicé; mas no del todo: ¿qué quería aquella mujer a esas horas? Agachada, Ángela metió la cabeza y dijo: "Hola". "Hola", dije; "Uff, qué nochecita", exclamó Ángela; "¿Qué ocurre?", pregunté; "No, nada, nada", dijo Ángela. Por como arrastraba las consonantes, supe que estaba bebida. "Oye, jefe, ¿me pones un whisky?"; "Hemos cerrado"; "Vamos, jefe, no te hagas el duro, que sé que no me quitas ojo", dijo Ángela, arrojando la chaqueta sobre una mesa.
Ángela llevaba puesto un body palabra de honor que resaltaba la belleza de sus tetas. "Uno sólo", dije; "Trato hecho", dijo Ángela mientras se acercaba más a la barra. Le serví la bebida. Ella encendió un cigarrillo. "Está prohibido fumar", dije; "Venga ya, jefe", soltó ella riendo. Pasaban los minutos y los dos permanecíamos en silencio: únicamente se oía el teclear de mi calculadora y el entrechocar de sus hielos. "Jefe", habló Ángela, "hoy, esta noche, mi novio ha cortado conmigo", se detuvo. Luego continuó: "Dice que necesita aires nuevos, figúrate jefe, ¡aires nuevos!, una botella de oxígeno le daba…, si yo sé que se está follando a la putilla de su coordinadora, ¿a quién quiere engañar?, aire dice, aire, y… ¿qué tendrá esa que no tenga yo?, todas tenemos lo mismo…, culo, tetas… y coño, que es lo importante, bueno, y boca, ya sabes jefe, para hacer mamadas", Ángela notó que sus últimas palabras me habían puesto incómodo. Siguió: "Jefe, ¿te gustan las mamadas?"; "Mi mujer no me las hace"; "Acabáramos", dijo Ángela, y, ni corta ni perezosa, se encaramó a la barra y, de un salto, cayó junto a mí. "Tú sigue, tú sigue cuadrando la caja, que yo me ocupo de todo, esta se la dedico al cabrón de mi novio". Yo estaba sentado en un taburete frente al mueble donde está el ordenador, y Ángela se coló en el hueco, se hizo sitio, se arrodilló y me quitó el cinturón, me desabotonó el pantalón y me abrió la portañuela. ¿Era real? Fue real.
Se metió mi polla entre sus labios húmedos, acariciándomela, lamió despacio prepucio y frenillo, comió más, hasta que se la introdujo entera en su boca y la saboreó como un manjar. "Oh, oh, oh", gemía yo; "Sigue, jefe, sigue haciendo caja", dijo ella abandonando su tarea durante unos segundos, luego cogió aire y continuó. Qué maravilloso placer sentí, jamás lo podré olvidar. Sentí que ya estaba a punto de correrme y creí conveniente avisar: "¡Me corro, me corro!", Ángela, entonces, escupió la polla de su boca, la empuñó con una mano y me terminó pajeándome: mi semen cayó desordenadamente sobre su cara; ella suspiraba: "Ah, humm, ah, hummm". Miré hacia abajo y vi la babaza del semen en sus mofletes, en su nariz, en su barbilla; las gotas que resbalaban hacia la comisura de sus labios y la punta de su lengua capturándolas: "Humm, sabe a… café".