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Este relato no es diferente de muchos otros, pero el contexto en el que se dio la experiencia es lo que lo hace atractivo y especial para recordar. Trabajaba en una oficina gubernamental del sector defensa donde todo, claro, es reglamentado, acartonado, protocolario y formal. Uno creería que esas inmaculadas oficinas solo son escenario de actividades laborales, reuniones de trabajo y las actividades propias de una oficina, papeleo y demás.

Siempre cargo conmigo mi computador personal y, algún día, durante la hora de almuerzo, cedí a la tentación de activar mi equipo y ponerme a repasar las fotografías que tenía sobre nuestras aventuras “cuckold”. Para ese momento, la verdad, mi esposa y yo nos habíamos involucrado en ese tipo de actividades, más por satisfacer la curiosidad que por otra cosa, pero, pasadas las experiencias, poco a poco le habíamos cogido el gusto por explorar nuevas situaciones, conocer otra gente y disfrutar del momento.

En algún momento decidí entrar al baño, que estaba ahí mismo, dejando mi PC prendido, activo y a la vista sobre la mesa, pues era cuestión de un momento mi ausencia. Mi oficina era privada, de modo que el ingreso de gente allí estaba restringido, pero, con el paso del tiempo, había alguna flexibilidad con los colaboradores cercanos para que tuvieran acceso cuando fuese menester. Y ese fue el caso de Rodolfo, el encargado de la correspondencia, quien, viendo que la puerta estaba entreabierta, no tuvo inconveniente en entrar sin hacerse anunciar.

No me vio al entrar y tampoco sospechó que quizá estuviera en el baño, pero si le llamó la atención fisgonear mi computador. Y, claro, las fotografías que pudo ver, donde una mujer, mi esposa, retozaba con un hombre de color llamaron su atención. En ese instante yo salí del baño. Y muy seguramente, supongo yo, al escuchar es ruido que hice al accionar la manija de la puerta, se distanció del escritorio. Yo, al salir, lo que pude percibir era que él recién llegaba. ¡Hola, Rodolfo! Le saludé cuando lo vi. ¿Qué tanto traes hoy? Hola, jefe, respondió. Lo de siempre, mucha correspondencia. Bueno, dije, yo, ¿dónde te firmo? ¡Siéntate!

Me pasó la panilla de entrega y, verificando documento por documento, fui firmando el papel, como lo establecía el protocolo. Jamás imaginé que él había visto lo que aparecía en la pantalla de mi PC, por lo cual seguimos conversando, centrados en la tarea del manejo documental, pero nada más. Y, terminado el chequeo y las firmas, Rodolfo me dio las gracias y se retiró. Hasta ahí, nada había pasado. Cabe anotar que Rodolfo era un muchacho mulato, bastante agraciado y muy jovial.

Pasados los días, Rodolfo procuraba aparecerse cuando yo estaba en la oficina y entablar algún tipo de conversación. Nada especial. Algún comentario sobre la actividad cotidiana, solo, quizá, con el interés de establecer algún tipo de vínculo y relación de confianza. Y, tratándose de un colaborador habitual, pues, yo no tenía algún tipo de prevención hacia él.

Algún día, sin embargo, entre la correspondencia que me estaba entregando, aparecieron unas fotos de él, desnudo, exhibiendo su muy notoria virilidad. ¡Uuuppss! dije yo al verlas, haciéndome el sorprendido, ¿no me diga que también trabaja de Stripper en sus ratos libres? Uuuyyy ¡que pena! jefe, dijo él, pienso yo, hoy en día, simulando hacerse el arrepentido por el suceso. Pierda cuidado, le respondí. Cuide eso, no vaya y me alebreste a las muchachas, comenté haciendo referencia a las secretarias que trabajaban en el lugar.

No, jefe, para nada, contestó. Y, despidiéndose cortésmente, se retiró de mi oficina. Me quedé organizando la documentación que me había entregado y, en alguno de los documentos, entre sus hojas, había otra de las mencionadas fotografías. Se le había quedado ahí, llegué a pensar, pero no reflexioné sobre qué hacía aquel mezclando con la correspondencia aquellas fotografías autopromociónales. No le di importancia al suceso y, para no dejar evidencia en la oficina, eché la fotografía en mi maletín.

En otra ocasión, Rodolfo, muy conversador, aprovechando que departíamos con el personal de la oficina, aprovechó la ocasión para averiguar algo de mis gustos. Alguna de las muchachas comentaba que ella, los domingos, salía con su familia a almorzar en algún restaurante preferido, a lo que otra comentaba sus preferencias, y así, todos iban manifestando sus gustos. Hasta que, alguno de ellos, preguntó: Jefe, ¿y usted a dónde va? Bueno, comenté, no muy seguido, pero me gusta ir a un restaurante que queda sobre la “Park way”, “Mi bella Suiza”. Por ahí cada dos o tres semanas me pego la pasadita, generalmente los domingos.

Un día mi esposa llegó a mi oficina, a medio día. Habíamos quedado de encontrarnos ahí para salir luego a un compromiso, también de tipo laboral, en un lugar cercano a dónde nos encontrábamos, de modo que se facilitaba encontramos con otros convocados y proceder todos hacia allí, en grupo, movilizándonos en el transporte que la organización había dispuesto para ello. Rodolfo, como acostumbraba de un tiempo para acá, apareció para entregar oportunamente la correspondencia. Jefe, me saludó, papelería, como siempre, dijo mostrándome un cartapacio de documentos. Hola, Rodolfo, le saludé. Mire, dije, conózcase con mi esposa.

Hola, dijo él, extendiendo la mano muy amable para saludar a mi mujer. Rodolfo Salazar Barón, para servirle. Mucho gusto, contestó ella; Laura. Me ocupé realizando el protocolo de la recepción d ellos documentos y firma de la planilla, ero, mientras lo hacía, pude detallar que el hombre inspeccionaba con detalle a mi esposa. ¿No siente calor, señora? Preguntó. Como esta edificación es tan cerrada, el calor se concentra en las oficinas y el ambiente se vuelve un tanto pesado. Sí, le había respondido ella, pareciera que no hubiera buena ventilación y que el aire no circulara. Sí, es cierto, comentaba Rodolfo, porque en algunas oficinas han montado aires acondicionados para tratar de tener un ambiente un poco más frío, sobre todo a esta hora, que es cuando más calienta.

Bueno, joven, dije entregándole la planilla a Rodolfo, misión cumplida. Bueno, jefe, perdone la pregunta; ¿Van para algún evento? Sí, contesté, un seminario en la Escuela de Ingenieros, por acá cerca. O sea que ya no vuelven por acá, comentó. Tengo que volver, dije, porque dejamos nuestro vehículo en el parqueadero. Lo que no sabemos con certeza es a qué hora volveremos. El, acto seguido, se despidió de mí y muy atentamente de mi mujer. Y ya. Cada cual por su lado.

Días después de aquello, mi mujer me sorprendió preguntándome, ¿Qué haces tu con las fotos de un muchacho en tu maletín? ¿Qué fotos? Pregunté, la verdad, un poco sorprendido con la pregunta. Un muchacho moreno, continuó ella, creo que es el mismo que te entregó la correspondencia en la oficina el otro día. Ummm, no sé, no me acuerdo… ¿por qué? Pues, dijo ella, eso quisiera yo saber, ¿por qué tienes unas fotos de él estando desnudo? Y, mirándola, recordé el episodió en la oficina y se lo comenté. De modo que, relaté, rematando la historia, para no tener ese material por ahí, en la oficina, puse la foto en el maletín. ¡Yo ya me había olvidado de eso!

Me parece que eso no debería estar en ese maletín, me dijo, entregándome la foto. ¿No sería mejor devolvérsela al muchacho? Pues, sí, comente, pero hace tanto tiempo que pasó aquello, que me parece inadecuado volver sobre el tema. Bótala si quieres. Yo, la verdad, no le había puesto atención a eso. Me parece, dijo ella, que se la deberías devolver. Bueno, dije yo, no me veo en ese plan, pero puede ser que eso sea lo mejor. Démela, pues…!!!

Pasó el tiempo, hasta que, un día, en su acostumbrada visita para entrega de correspondencia, me envalentoné, y mostrándole la foto a Rodolfo, se la devolví diciéndole que la había encontrado en el escritorio y que quizá a él le estaba haciendo falta. Y, tomándola de vuelta dijo, Uuyyy, que pena, gracias. Y no se dijo nada más. Así que se despidió y se retiró, como siempre.

Poco después, en algún momento, necesité hacerle llegar a mi mujer la copia de un trabajo que me había encargado imprimir, aprovechando que disponíamos en la oficina de una impresora láser, y no se me ocurrió otra idea que pedirle el favor a Rodolfo para hacérsela llegar. Vivíamos cerca, así que aquello parecía ser un encargo menor. Y él, claro, no se negó.

Llegado a casa, ese mismo día, mi mujer comentó que le había parecido muy educado y amable el muchacho con el que había enviado el trabajo. Bueno, ¿y acaso no lo reconociste vestido? Pregunté. ¡Bobo! Respondió ella, pues claro. El muchacho que entrega la correspondencia ¿no? Sí, respondí. Era él. Era la única persona disponible y con la cual podía mandar esos papeles. Es un muchacho muy amable, comentó.

Otro día, Rodolfo llegó a mi oficina, como siempre, y, de repente, mientras le recibía la correspondencia, me disparó la pregunta. Jefe, ¿a su esposa le gustan los negros? Sí, respondí, un tanto sorprendido con aquello. Y para no dejarme amilanar ante la intervención, continué. Ella congenia con todo el mundo, sin distingo alguno. ¿Por qué pregunta? Me pareció que ella tenía alguna predilección por los hombres de color. ¿Y eso? ¿E qué sentido? ¿Qué te hace pensar eso? Perdone jefe, cosas de cada uno, contestó. El otro día que estuvo por acá, me pareció que me veía, como de manera especial, dijo. Mmmm… ¿te pareció? Pregunté. Este, jefe… sí…perdone… cosas de muchachos, respondió.

Nunca supe que, después de su visita a mi casa aquel día que fue a entregar el trabajo, ella y él conversaban regularmente. En aquella ocasión él se había ofrecido a asistirla a ella por si necesitaba algún favor, así que regularmente la llamaba, sin falta, todos los lunes, para ponerse a la orden si algo llegara a necesitar durante la semana. Ella, mi esposa, nunca me lo comentó.

Así que me pareció extraño que llegara a mi oficina un día, ya próximos a salir del trabajo. No había caído en cuenta que el 7 de mayo, al día siguiente, era su cumpleaños, de modo que, no me sorprendió cuando sacó botella de vino blanco y copas, supuestamente para celebrar. Bueno, dije, pero lugar inadecuado este para anticipar la celebración de los cumpleaños ¿no te parece? No, contestó ella. Es algo fuera de lo común. Bueno, pensé yo, brindemos entonces, sin discusión.

Y nos quedamos ahí, bebiendo vino y charlando de todo un poco. Me dijo, viendo que tenía mi PC sobre el escritorio, que quería ver nuestras fotos picantes, así que ubiqué los archivos y empezamos a repasar varias de las fotos que se habían tomado en el pasado. Y, en esa actividad, y bebiendo vino, se fue pasando el tiempo. Ella, pensé yo después, tenía todo preparado, porque una vez acabamos la botella de vino, no tuvo reparos en sacar una nueva botella. ¿Cuántas botellas trajiste? Pregunté. Cuatro, respondió. No son muchas, continué. No… apenas. Apenas, ¿para qué? Me pregunté a mi mismo…

Estábamos solos en mi oficina, siendo las nueve de la noche, y estando el edificio casi vacío, cuando, de repente, alguien golpeó a la puerta. Yo abrí. Era Rodolfo. Hola, jefe, dijo. Vi luz en su oficina y quería comprobar si era que se habían ido sin apagarla. No, contesté… Estamos aquí. Hola, dijo mi esposa, viéndolo en la entrada. ¿Te tomas un vinito? Se apresuró a convidar al muchacho. Bueno, no sé, jefe… dijo, mirándome… Pasé, dije, y cerré la puerta tras él. Ella cumpleaños mañana y estamos anticipándola celebración. Ah, bueno, ¡qué pena!

Mi esposa sacó otra copa y le sirvió vino al recién llegado. Entonces, pensé, esto como que no es casualidad. Rodolfo, tomó la copa y se sentó al lado de mi esposa, quedando ambos frente a mí, que me senté en mi puesto, detrás del escritorio. Y, apurando el vino, ella empezó a preguntarle a Rodolfo cosas de su vida, obra y milagros. Y él, sorbo tras sorbo, se iba sintiendo más en confianza y empezaba a hablar y a comportarse con más soltura y confianza.

Ya íbamos por la tercera botella de vino, cuando mi mujer, muy desparpajada, empezó a acariciar la pierna izquierda de Rodolfo, quien estaba sentado a su lado derecho, preguntándole sobre sus amigas, sus conquistas, sus novias, con lo cual el nivel de la conversación y la tensión sexual que se percibía en el ambiente aumentaba. El muchacho le seguía la corriente a mi mujer y aprovechaba para coquetearla, no sin dejar de mirarme como pidiendo mi permiso para hacerlo. Yo simplemente le guiñaba el ojo, como enterándole que la dejara hacer a ella su santa voluntad.

Las manos de mi mujer, inquietas, pronto pasaron de acariciar la pierna del muchacho a frotar su miembro por encima del pantalón. Era notoria la erección que la situación y las caricias de mi mujer estaban provocando en él. Y en esa dinámica, así, de repente, mi mujer me dice, oye, amor, ¿me permites un regalito? ¿Qué será? devolví la pregunta. Y ella, masajeando con intensidad el miembro de Rodolfo, contestó, un pedazo de carne que me tiene provocada. Este… dije yo… no sé… ¿Qué pensará este muchacho? Pero en mi condición de cornudo consentidor, ya sabía lo que iba a suceder y que aquello no tenía reversa.

Entonces ella, audaz, y muy oportuna, dirigiendo la mirada al muchacho, le preguntó, directo y sin rodeo alguno, ¿te gustaría que te lo mamara? El joven me miró y dijo, yo no tengo inconveniente, señora, si usted gusta, yo se lo permito. ¿Ya ves? Me dijo ella, como dándome a entender que aquello era posible. Bueno, le dice ella al muchacho, facilítame las cosas. Entonces, él, levantándose de su puesto, se coloca frente a ella y se baja los pantalones, dejando a la vista su gran miembro que, para ese momento, no estaba del todo erecto.

Mi mujer lo toma entre sus manos, lo masajea de arriba abajo y, mirándome nuevamente, me dice, este va a ser mi regalo de cumpleaños. ¿Estás de acuerdo? Solo atiné a fruncir mis hombros, dando a entender que no me importaba aquello. Así que ella, sin oposición de mi parte, procedió a llevarse a la boca el pene de aquel hombre y empezar a chuparlo con mucha dedicación. Con una mano acariciaba sus bolas mientras que con la otra masajeaba el tronco del miembro masculino que, entre chupada y chupada, bien pronto empezó a crecer y endurecerse.

Ella fascinada con la sensación de sentir como ese miembro se endurecía, lo masajeaba con mayor intensidad. El muchacho estaba, al parecer, dichoso con el tema y evitaba mirarme, cerrando sus ojos. Señora, decía, lo mamas muy rico, con lo cual mi esposa se animaba a continuar su tarea, concentrando su lengua en lamer circularmente el glande de aquel hombre, que disfrutaba a placer las maniobras de ella, quien, de cuando en cuando, volvía a tomar un sorbo de su copa de vino para continuar con su labor. El, en contraprestación, solo se limitaba a acariciar su cabeza, guiándola de a poco para que sus mamadas fueran más y más profundas.

Pasado un largo rato, ella se detuvo. Y, mirándole sonriente le preguntó, ¿te apetece penetrarme? Claro que sí, respondió él. Bueno, ahora sí, haz lo que sabes hacer, dijo ella quitándose sus bragas. Se levantó de su puesto, apoyó sus brazos en el escritorio, quedando frente a mí para darle las espaldas a él y levantando sus nalgas, dijo, soy toda tuya. No te tardes.

Para qué dijo eso. Rodolfo levantó las faldas de mi mujer para apreciar y acariciar sus nalgas en primer lugar, se puso de cuclillas detrás de ella para besarlas y pasar su lengua por el sexo de mi mujer que ya, para ese momento debería estar humedecido, y, ahí sí, después de haberla estimulado un poco con los dedos de su mano, procedió a apuntar su verga y empujar su miembro dentro de la vagina de mi mujer.

El gemido de placer que ella emitió cuando esto pasó, no se hizo esperar. El muchacho tenía una verga muy grande y era de esperar que el contacto de sus sexos generara alguna reacción en mi esposa que, dejando caer su pecho sobre el escritorio, y sin dejar de mirarme, empezaba a sentir el placer que las embestidas de aquel hombre le estaban produciendo. Ella se veía pequeña y vulnerable ante las embestidas de aquel, pero ella lo estaba disfrutando. Gemía y gemía con cada movimiento de ese macho y la estaba pasando bien.

No pares, decía ella, no pares. Y ante esto, el muchacho arreciaba sus embestidas. Su miembro no entraba del todo en el cuerpo de mi mujer y ella apretaba sus caderas para acoger con firmeza el sexo que entraba y salía de su cuerpo con mucho vigor. Ella movía sus caderas a un lado y otro, a la par que el muchacho, empujaba y empujaba con ritmo e intensidad. Tenía cogida a mi mujer de las caderas, apretándola para atraerla hacia sí al ritmo de sus embestidas, tal vez tratando de apresurar el final de la faena.

Para ella, encantada como estaba, el tiempo no pasaba y lo que hacía aquel no era de importancia, pues disfrutaba a plenitud de su regalo. Era yo, quien, observando lo que pasaba, me confundía en pensamientos y suposiciones. El tipo se está aprovechando y le está dando duro, sin compasión ni delicadeza, pero ella estaba inmersa en sus sensaciones y totalmente fascinada con la experiencia. ¡Dale! ¡dale! decía, una y otra vez. El volumen de sus gemidos dictaba la intensidad de sus sensaciones y, pasados los minutos, la conclusión del acto finalmente llegó.

El muchacho se aferró a las caderas de mi mujer y apretó su cuerpo contra el de ella, concentrando su vigor en la descarga de semen que la inundó en sus entrañas. Ella movía sus caderas a un lado y otro hasta que, pasado el tiempo, aquello cesó. El joven se retiró con su miembro ya flácido y aquello terminó. El, casi de inmediato, se subió los pantalones, como quien acaba de cometer una pilatuna y quiere ponerse a salvo. Y ella, con toda naturalidad, bajó su falda y volvió a sentarse en su puesto.

Acabó esto… ¡Acabemos este vino! Dijo. Y así, como si fuera lo más natural del mundo, volvió a servir las copas y la charla continuó como si aquello no hubiera pasado. Rodolfo, tus novias deben vivir encantadas contigo. Te mueves muy rico y tu miembro se siente bien estando allá adentro. Gracias, respondió él. Su cuca, decía él, apretaba mi pene con fuerza. Yo lo sentía muy rico. Es que tu pene es muy grande, respondía ella, apenas cabía en mi sexo. Eso era lo que lo hacía mas delicioso. ¡Brindemos…! y que se repita, dijo.

Y ciertamente, aquello se repitió. En otro escenario, en otra situación y en otras circunstancias. Aquella foto en mi maletín sirvió de afrodisiaco para que mi esposa llegara al colmo de atreverse a ir a mi oficina para tener un encuentro con aquel muchacho. Y debo admitir que no dejé de sentir algo de vergüenza por lo sucedido, porque se trataba de alguien conocido, un empleado, pero hombre, al fin y al cabo, y del gusto de mi mujer. Fuera como haya sido, aquello pasó y, afortunadamente, tanto para ella como para él, la aventura fue satisfactoria y dio pie para otros encuentros.

La oficina, quien lo creyera, sirvió de escenario para promover un encuentro sexual entre la esposa del jefe y uno de sus empleados. Quien lo creyera. Con mi consentimiento, claro está. Aquello no trascendió, menos mal. Ella, por sugerencia mía, no volvió a aparecer por allá. Nadie supo que Rodolfo se había follado a la esposa del jefe en aquella oficina y que aun, todavía con mi consentimiento, la seguía follando cuando había oportunidad.

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