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Devuelto del inframundo

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Jesús Torres entró en esposado y con una capucha en la que sería su nueva residencia y fuente de horrores.

Fue arrestado durante una de las decenas de manifestaciones estudiantiles que producían encontronazos y refriegas con la policía. Protestaba contra la tiranía y ruina de un gobierno nefasto que destruyera la economía intencionalmente, para controlar a la población mediante dependencia absoluta del estado. Sin embargo, la grave ruina hizo que disminuyeran las fuentes laborales, los salarios decrecieran, los servicios desmejoraran, la producción cesara y hubiera hambre, pues el gobierno funesto no pudo satisfacer las necesidades de la población como pretendiera. La propaganda no fue suficiente para contener a las masas indignadas y entonces el gobierno, convertido en dictadura, reprimió ferozmente cualquier intento de rebelión contra su estructura podrida, cada vez más inmunda a medida que se empapaba las manos con la sangre de inocentes que reclamaban su libertad.

Esa tarde cuando ya esposado lo subían en la atestada patrulla, Jesús no tenía idea de que estaba por ingresar al infierno.

La celda era larga, con un suelo gris de concreto bruto y paredes que otrora hubieran sido blancas, aunque ahora lucían amarillentas y con grandes manchas de suciedad amarronadas, y otras más pequeñas y oscuras en algunas partes, algunas en forma de salpicaduras que el muchacho dedujo sin equivocarse apenas verlas: sangre.

Estando ya desnudo, como vino al mundo, sintió un escalofrío al verse rodeado por cuatro hombres mirando su cuerpo con ojos lascivos, ya prestos a hacerle las cosas aberrantes que se hacían con cada infeliz que entraba en aquel trozo de infierno sobre la tierra.

Le sangraban los oídos por severos manotazos hasta quedar casi completamente sordo. Casi se desmayó ante aquellos golpes rotundos y si no hubiera estado atado de los brazos en la viga se habría caído.

Mientras lo sujetaban del cabello y le pegaban en el estómago hasta dejarlo sin aire alguien le aplicó el alicate en los pezones hasta cubrirle el torso de anchos hilos rojos que descendieron bruscamente para fundirse en el tupido bosque de su entrepierna.

No lo interrogaban, no necesitaban saber nada que pudiera decir. Sólo lo torturaban por placer.

Los puñetazos le dejaron el rostro sangrando y el torso violáceo por los hematomas. Los golpes en los costados, infligidos con una media suya llena de arena, hicieron que le doliera respirar.

Jesús había leído artículos sobre torturas. Cuerpos reventados a golpes eran la usanza. No sabía que un día le tocaría experimentarlo en carne propia. Y le faltaba padecer muchos horrores. En los artículos, muchos no sobrevivían a las golpizas, palizas, la electricidad, las técnicas de asfixia, los cortes, las heridas, las quemaduras con calor, con ácido, entre otras atrocidades espeluznantes.

Apenas acababan de traerlo y ya se sentía devastado. Esperaba un cambio de suerte que lo librara del sufrimiento. Tenía la esperanza de resistir y recuperarse de las lesiones padecidas. Abrigaba la esperanza de ser el muchacho saludable de antes.

Jesús en aquel momento no lo sabía, pero los salvajes manotazos en los oídos lo iban a dejar sordo en forma permanente. Sufrió rotura de ambos tímpanos. El deterioro paulatino de su cuerpo se iría incrementando con cada tortura. Aun así, tenía la esperanza de sobrevivir.

Cuando estaba en la celda de reclusión, donde lo arrojarían tras cada tortura, tenía el cuerpo tan lastimado que apenas podía moverse. No encontraba alivio en el duro suelo de concreto que, ante la ausencia de un vasto banco de cemento como lecho, le servía de cama. El aire frío que se colaba por la ventana lo mantenía encogido tiritando. Aun así, intentó pensar que se trataba de una dura prueba de la que lograría salir imperioso.

Llegó la mañana, pero el dolor no se fue con ella.

La ración acuosa y sosa que le sirvieron por sopa, y el trozo de pan duro suministrados dos veces al día junto a un vaso de agua de mal sabor no eran suficientes para regenerar su cuerpo.

No había mucho que hacer en la celda sucia y semioscura que le servía de aposento. Si tan sólo hubiera tenido alguien con quien hablar. Intentarlo con los compañeros de las celdas vecinas estaba prohibido y hacerlo le hubiera supuesto ser sacado y arrastrado antes de tiempo a la sala de torturas como castigo.

En la tarde fue arrastrado nuevamente a la infame sala para sufrir tormentos.

Mientras colgaba de las manos fue azotado hasta que se desmayó. Tras ser revivido sus pezones, genitales, ano y las plantas de sus pies experimentaron las atroces caricias de las picanas eléctricas hasta que se desmayó nuevamente.

La aplicación de la electricidad en los genitales fue especialmente feroz. Se le introdujo un cable con un tubo metálico en el pene y con otro que terminaba en una desesperante aguja, afilada como una espina, se le acariciaban, o pinchaban, el glande o los testículos hasta que le quedaron entumecidos de tanto tormento. Con el tubo dentro del pene, como electrodo fijo, le fueron torturados intensamente los pezones y el ano. El dolor de las quemaduras en las partes torturadas era un tormento adicional una vez concluido el suplicio. Defecar por las quemaduras en el ano fue un tormento atroz que se mantuvo por varios días.

Poco a poco el muchacho se iba deteriorando.

Una vez, una sola vez, por suerte para él, le cubrieron la cabeza con unos ochos pasamontañas, hasta quedarle la cabeza cubierta por una masa gruesa de tela, y entonces, mediante un palo forrado con varias capas de goma espuma, le fue golpeada la cabeza con golpes severos que habrían terminado matándolo sin aquella protección. Durante varios días tuvo la cara hinchada, morada y torturada por severas cefaleas que parecían reventarle la cabeza en mil pedazos.

Una tortura debilitante fueron los azotes con vara en las plantas de los pies. Cada golpe le provocaba una oleada intensa de dolor que subía desde sus plantas sus piernas y espalda hasta estallar como una onda de dolor masivo, inaudito en la base del cráneo. Nunca imaginó que golpes en las plantas de los pies pudieran provocarle tal horror, indescriptible plenamente con palabras. Los golpes eran durísimos. Un par de veces perdió completamente la sensibilidad en las plantas durante la administración del tormento. La curvatura plantar se le tornó llana por los edemas de sangre depositada entre los tejidos deshechos. No pudo caminar durante varios días y le quedaron lesiones permanentes por atrofia de tejidos musculares y nervios. Una cojera y dolor al caminar por hipersensibilidad le quedarían como secuela permanente.

Varias veces fue asfixiado hasta perder la consciencia. Unas veces utilizando una bolsa plástica para cubrirle la cabeza y otras sumergido hasta el pecho en un tonel con agua. Un par de veces se le hizo esto estando colgado de los tobillos.

La agonía del tormento con el bisturí eléctrico era peculiarmente atroz. Tal instrumento corta como un cuchillo, quema como metal candente y cauteriza con electricidad, combinando en simultáneo tres torturas horrendas de las que le quedarían, como cicatrices, unas líneas abultadas, como surcos en tierra llana.

Uno de los peores dolores que experimentara en su vida le fue infligido mediante varillas de metal calentadas en un brasero enfrente suyo para que pudiera anticipar todo el horror que le esperaba.

Jesús deseó morir para escapar del sufrimiento. Conocedores de la locura inducida por el dolor lo mantenían atado de modo que no pudiera librarse antes de tiempo.

Jesús dejó de comer para morir de hambre y fue alimentado forzosamente. No iba a morir cuando quisiera sino cuando sus verdugos quisieran.

Habitualmente era torturado por uno o dos carceleros. El muchacho no entendía que podía haber debajo de la piel de aquellos seres con forma de humanos que tanto sufrimiento, inaudito, enloquecedor, perturbador en grado sumo, le prodigaban. No podían ser personas. No era posible. Aquellos monstruos eran demonios, criaturas de horror procedentes del mismo infierno.

Sólo podía haber un escape para tal espanto. Deseaba con vehemencia que se propasaran durante una tortura y acabaran con su pena matándolo. Había llegado a idealizar la muerte como la irrefutable liberación de su agonía.

Una tarde mientras padecía una golpiza se escucharon gritos afuera y su torturador alertado por un mensaje de texto salió despavorido.

La dictadura había caído.

La ironía quiso que los verdugos de Jesús fueran torturados muchas veces hasta su muerte en la misma celda por el régimen de liberación, que quiso hacerle a los cerdos lo que le hicieron a otros, aquella misma celda donde muchas veces el muchacho en medio de dolores atroces desgarrara el aire con sus gritos y gotas de su sangre alimentaran las manchas de las paredes y el suelo. Todavía podían verse manchas de su sangre mezcladas con las de muchos en aquella funesta celda que nunca más vería y procuraría olvidar.

Jesús volvió a su vida previa, aunque no como antes. De las torturas le quedaron, como secuelas, una sordera casi total y permanente, y problemas al caminar.

Sus limitaciones adquiridas no fueron inconveniente para que al cumplir los 27 años, hecho un hombre apuesto, cinco años después de su tortura, se casara con una preciosa chica, con la que tendría una vida feliz y dos preciosos hijos.

A momentos, tuvo la impresión de acabar perdiendo la vida en el infierno que viviera durante dos semanas. La pésima alimentación no le permitía recuperarse adecuadamente del deterioro experimentado en los tormentos. Ya era por complexión un muchacho flaco y perdió cuatro kilogramos durante aquel horror. A menudo, durante los peores momentos del sufrimiento atroz que padeció creyó que moriría. Los gritos constantes en las celdas contiguas lo desmoralizaban y llegó a esperar con ansias que la muerte lo liberara de la desquiciante agonía de los suplicios.

Cuando fue liberado lucía pálido, huesudo y demacrado, con grandes manchas marrones bajo los ojos. Las marcas de las torturas se evidenciaban por todas partes: la espalda, nalgas y costados deshechos a latigazos, el torso morado por hematomas de puñetazos, el rostro hinchado y reventado a golpes, vestigios de sangre por manotazos en los oídos, un afección pulmonar por las sesiones de ahogamiento, marcas negras en el torso y las plantas de los pies por quemaduras con varillas candentes, entre otras muchas lesiones. Hubiera muerto con certeza de no haber sido salvado por las circunstancias.

Hoy, a sus 30 años es un hombre feliz que se estremece en ocasiones cuando recuerda los rezagos de sus vivencias de hace ya varios años. Cuando tenía 28 años, gracias a una novedosa y sofisticada operación de reconstrucción de tímpanos, subvencionada por una organización pro derechos de víctimas de tortura internacional, recuperó la audición y otra vanguardista cirugía de reconstrucción y regeneración de almohadillas talonares le ha permitido caminar correctamente. Es por hoy un hombre rehecho física y mentalmente junto a su familia.

El régimen de liberación orquestado por militares rebeldes que sacara del poder a la infame dictadura que durante ocho años oprimiera el país dio paso a negociaciones políticas que desembocaron en el advenimiento de la democracia, imperfecta, pero más favorable que un régimen totalitario. Poco a poco la nación fue reconstruida y todo rastro de aquella nefasta tiranía olvidado.

Algunas diminutas marcas blanquecinas u oscuras, indicios residuales de las descargas eléctricas, otras mayores y hundidas o en relieve, producto de las quemaduras con metal caliente y aquellas otras como líneas voluminosas que le quedaran del infame tormento con el bisturí eléctrico, le recordaron durante muchos años sobre ese lado oculto y malévolo de la naturaleza humana que se esfuerza por mimetizarse para eventualmente salir y corromper el mundo con oscuridad para perjuicio de muchos. Pero las marcas de su pasado eventualmente desaparecieron o se atenuaron junto con los recuerdos más oscuros de sus vivencias más sombrías desterrados con la fuerza del amor de sus seres queridos y de la paz, añorada durante los peores momentos de agonía en las torturas, que sucedió a la tragedia.

FIN

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