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El suplicio en el tonel

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En la fuente de su suplicio sólo había oscuridad. Estaba inmerso en una total negrura mientras la textura líquida invisible, pero apreciablemente fría, lo rodeaba desde el pecho hasta la cabeza, invertido como estaba. Después, la oscuridad externa se fue haciendo interna, porque, aunque sus ojos no veían nada, fue como si la oscuridad se fuera haciendo tan densa que empezó a sentir sueño, pesadez, hasta que finalmente dejó de patalear.

Entonces, cuando dejó de sacudirse, lo levantaron.

Colgaba de los tobillos sobre el tonel lleno de agua, negra ante la poca luz, donde lo sumergían, hasta el pecho, para sofocarlo hasta que perdía la consciencia.

Cuando retornó la lucidez sintió el aire frío que se colaba por la ventana, a esas horas de la madrugada, acariciándole bruscamente, como garras gélidas, el tembloroso cuerpo desnudo. No fue del todo agradable recuperar la consciencia ante las expectativas del sufrimiento. Prefería que un infarto hubiera acabado con su vida mientras estaba desmayado.

Sin embargo, como una contradictoria paradoja, Mike sintió con satisfacción el confortable aire ingresando agradablemente en sus pulmones lastimados. Cada suculenta bocanada le devolvía literalmente una porción de vida. Casi podía sentir el sabor del aire, como nunca antes lo había sentido. Nunca antes había disfrutado de cada sorbo de aquel gas precioso como ahora. Pero el alivio duró poco, porque, tras permitirle respirar unos segundos, volvieron a sumergirlo en la negrura líquida.

No podía hacer otra cosa que apretar los ojos, encoger los brazos, que tenía esposados detrás de la espalda, frotarse las piernas y curvar los dedos de los pies mientras se asfixiaba. No había experimentado antes una desesperación semejante. Ahogarse dolía como pocas cosas en la vida. Con cada aspiración involuntaria el agua ingresaba bruscamente por sus vías respiratorias anegando sus pulmones hasta que, de nuevo, se desmayaba.

Ya llevaban haciéndole aquello un rato.

Cuando ya no podía soportar más inmersiones, sin que sufriera un infarto, se quedó suspendido de cabeza como lo tenían y entonces vio al torturador más despiadado sonreírle malignamente mientras sujetaba un par de cables con pinzas que le pondría en los pezones, el pene o los testículos para administrarle descargas eléctricas. Chispas azules iluminaban tenuemente la oscura sala mientras, al acercarse, el torturador frotaba los espeluznantes electrodos que en pocos segundos estarían tocándole la piel.

No era más que un estudiante de 22 años que protestaba en una marcha. Era inaudito el salvajismo ante semejante ofensa.

Su cuerpo ya no era suyo. Estaba a disposición de sus verdugos. No era más que un prisionero en una sala de torturas. Podían hacerle lo que quisieran. Nadie vendría a socorrerlo. Los gritos angustiosos de decenas de torturados en las celdas a su alrededor le confirmaban que estaba solo, perdido y sin esperanza, a merced de aquellos monstruos.

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