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El verano, mi prima y la pasión

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Era una de esas estúpidas tardes de verano en las que el calor y el aturdimiento del televisor te dejan traspuesto en la sobremesa. Toda la familia –mis abuelos, mis padres, mis tíos y los primos– se había ido marchando a sus camas a echar una cabezada o a la piscina a darse un chapuzón, hasta que en salón solo quedamos mi prima Míriam y yo.

Debo aclarar que yo tenía un sueño atroz, como todo el mundo, pero casi nunca tengo oportunidad de hablar con mi prima, pues durante el curso tengo las tardes y los fines de semana cogidos con los entrenamientos y los partidos, mientras que Míriam estudia en un centro privado en las afueras, solo para chicas, obviamente religioso. Pero ojo, que mi prima no es ni mucho menos una de esas niñas timoratas que le tienen miedo a todo y ni siquiera abren la boca por no molestar. Muy por el contrario, es una chica divertidísima, que le encanta la música y que te habla de todo lo que te puedas imaginar. Lo del colegio es culpa de su padre, mi tío, que es un poquito gilipollas y no quiere que Míriam crezca y se haga independiente.

Para seros sinceros, debo deciros que mi interés por quedarme con ella no era solamente por saber cómo le iba, sino también por saber cómo nos iba a nosotros, pues el año pasado, al final del verano, nos despedimos con un besazo de esos de película y un abrazo que parece durar toda la vida y en los que parece que os vais a fundir en una sola persona. El beso fue más cosa suya que mía, eso es verdad, porque a mí me cogió de improviso, pero yo me había pasado todo el curso pensando en el sabor de su boca –¡a menta!– y la caricia de su lengua contra la mía, y aunque nos habíamos escrito algunas cartas –el maldito instituto no permite móviles, vaya tela–, estas habían sido más bien en clave, porque lo mismo allí les da por revisarlas y menuda se montaba si la monja de turno descubría una carta diciéndole a una de las alumnas todas las cochinadas que soñaba con hacer con ella. Así que nos habíamos intercambiado una serie de cartas muy correctas, en las que decíamos que nos echábamos de menos y que teníamos ganas de vernos, pero de una forma tan general que yo ya no sabía si ella aún sentía lo mismo.

Pero por alguna razón, en lugar de ser directo, empecé a hablar con ella de tonterías sin importancia. Quizá fuera porque tenía miedo de que se riera de mis pretensiones de retomar lo que fuera que habíamos dejado a medias, aunque a mí me gusta pensar que soy un caballero y no iba a sacarle el tema a la desesperada. La cosa es que hablamos un buen rato, pero el calor cada vez me tenía más aturdido y los ojos se me entornaban sin yo quererlo, hasta que en un momento debí de quedarme dormido mientras ella me hablaba.

Cuando desperté apenas había pasado media hora. Descubrí que estaba reclinado sobre el hombro de Míriam, que miraba una teleserie sin importarle el tener que soportar mi peso y el calor que yo debía de darle.

–Buen sueño que te has echado, ¿eh? –me recriminó–. ¡Ya veo lo que te intereso!

–¿Cómo…? –aún me hallaba muy atontado por la siesta, que siempre me sienta como un tiro, y no fui capaz de darme cuenta de que su tono parecía duro, pero iba acompañado de una sonrisa– ¡No, no! ¡No es eso!

–Ya, tonto, interesarte ya se ve que te intereso.

Esto último lo dijo dirigiendo su mirada hacia abajo, y no fue hasta unos segundos después que comprendí a lo que se refería: tras despertarme de la siesta, mi bañador se había visto invadido por una erección imposible de obviar. Me inundó una sensación de pudor y vergüenza, como si hubiese hecho algo muy infantil, y deseé que mi virilidad se desinflase como por arte de magia, aunque ya sabéis que esto no funciona así. De hecho, aunque hubiese podido controlar con mi pensamiento las reacciones de mi cuerpo, lo cierto es que mi mente iba a mil por hora, pues aún medio tumbado sobre ella, podía observar bien el escote de su camiseta y las perlas de sudor que caían hacia abajo, hacia el secreto oculto de unos pechos que, ahora era consciente por primera vez, habían ganado volumen desde el año anterior.

–¡Lo siento! –Se me ocurrió como única respuesta posible– ¡Cuando me despierto siempre se pone así!

–Ah, vaya, y yo pensando como una tonta que era culpa mía –me picó– ¿Seguro que ni siquiera es un poquito por mi culpa?

–Bueno, sí… –me lancé–. Usualmente no llama tanto la atención.

–¿Te duele?

–No, no. Solo está dura, pero no duele – la informé.

Y entonces hizo un movimiento que, pegados como estábamos, ocurrió en apenas un segundo: extendió su mano por encima de mi bañador, sintiendo por encima de mi sexo, a pesar del bañador, la caricia de su palma. Dejé escapar mi respiración y, sin darme cuenta, el aire se convirtió en un gemido susurrado que acarició sus oídos.

Su mano se movió lentamente, con mucha delicadeza, y mi virilidad parecía pulsar exigiendo su liberación. Sus dedos carecían de experiencia, eso era evidente, y ahora acariciaban con vergonzosa delicadeza, ahora apretaban con la fijación que el borracho aferra su vaso. Ahí es cierto que noté algo de dolor, presionada como estaba mi pobre entrepierna, pero había un toque pícaro y placentero en aquello, por lo que no me molestó.

– ¿Y eso? –me preguntó de repente, entre asustada y sorprendida.

Al mirar, me di cuenta que tenía el bañador un poco mojado, pues de tanto frotar había acabado haciéndome soltar un poco de líquido, que pese a ser una pequeña cantidad destacaba como un charco de sangre en la escena de un crimen. Volví a sentirme azorado porque no sabía qué responder, y comprendí que las palabras tampoco tenían mucho sentido, por lo que aferré su mano y la introduje con cuidado dentro del bañador, impregnando su mano con unas pocas gotas blancas que la fascinaron.

De repente, con apenas un par de segundos de tiempo, escuchamos los torpes pasos de mi abuela bajando la escalera. En condiciones normales la habríamos escuchado con mucha antelación, pero comprenderéis que no estábamos muy atentos al mundo exterior. La reacción de Míriam fue puro instinto: levantó la palma de la mano y se la lamió, tragándose de ese modo todas las pruebas de nuestra torpe pasión. Yo me levanté de un brinco y, corriendo, me fui corriendo hacia la piscina, donde me zambullí y borré las huellas del delito.

–¡Que me aso de calor! –gritaba en un intento de explicar mi loca carrera.

–Este nieto mío cada día está más gilipollas. Tanta maquinita tanta maquinita… –la escuché quejarse a Míriam.

Nos salvamos de un disgusto por los pelos, porque de habernos descubierto, mi abuela solo habría podido actuar de dos maneras: o se muere del susto, o lo grita a los cuatro vientos, provocando que mi tío meta a Míriam en un convento y a mí en la Legión Francesa. Pero a pesar de habernos salvados, la situación estaba complicada, porque el chalet de mis abuelos es grande, sí, pero ni mucho menos una mansión: es imposible estar a solas sin que alguien pase por alguna razón, e incluso si hubiese logrado esconderme en algún rincón con mi prima, nuestra ausencia habría sido notada en cuestión de minutos, y ya me imagino el interrogatorio por parte de mis padres: “Pero chiquillo, ¿tú dónde te metes? A ver, ¿se puede saber qué estabas haciendo? Que para tres semanas que nos juntamos todos en verano, y tú parece que nos tienes por apestados o algo. Eso es de la maquinita, seguro, todo el día con la maquinita esa…”. Y así hasta que confesase o me sangrasen los oídos, que no sé yo qué sería peor.

Por suerte, Míriam es decidida, seguramente más que yo, y en lugar de sentirse impotente por la situación, decidió echarle valor al asunto. Por eso, en la piscina, con la excusa de llevarme una toalla, me dijo en un momento que no había nadie cerca:

–¿Puedes venir esta noche a mi cuarto?

Asentí, porque poder, lo cierto es que podía: los primos nos repartimos en dos dormitorios, uno de chicos y otro de chicas, y en el de chicos todos nos encubrimos las fechorías, por lo que si alguien te ve salir a hurtadillas y no volver hasta pasado un buen rato, no se dice nada: hoy por ti, mañana por mí. De hecho, mis primos solían escaparse con frecuencia en mitad de la noche para asaltar los helados del congelador. ¿Pero qué pasaba con nuestra prima pequeña, que dormía con ella?

–Por Pili no te preocupes, que se duerme. –Y sin decir nada más, se marchó hacia el interior del chalet.

No hubo más explicaciones y tampoco tuve valor para pedirlas. Lo que tuviera que ser, que fuera. Pensaba constantemente en lo que habíamos hablado y me sentía tremendamente excitado por la idea de vernos y seguir donde lo habíamos dejado, de tal modo que me pasé toda la tarde y la noche en las nubes. Como de costumbre, la cena dio paso a campeonato de parchís, hasta que los más pequeños se acostaron, momento en que mis tíos sacaron las bebidas más fuertes y se relajaron para discutir. Yo miraba nervioso a Míriam, esperando a que se dijera que se quería acostar, pero estaba acurrucada junto a su padre, como si nunca hubiera roto un plato, y no me prestaba más atención que la que es normal en una reunión de familiares.

Finalmente, cuando todos dijeron que se iba ya a la cama, Míriam también se levantó y se fue para su cuarto, donde efectivamente se podía escuchar los ronquiditos de Pili. Sería luego cuando me enteraría que todos los años se ponía mala del oído por culpa del agua de la piscina, y la madre siempre le daba una medicación que la dejaba fuera de combate durante toda la noche. Pero como yo no lo sabía, tardé un rato en irme hacia el cuarto de mis primas, moviéndome con tal sigilo que bien podría haber pasado por un ladrón si alguien hubiese salido en ese momento de su dormitorio; por suerte, nadie lo hizo.

Míriam me esperaba con una sorpresa: su pijama estaba en el suelo, y entre la fina sábana que la cubría podía intuirse, merced de la luz de la luna que entraba por la ventana, un cuerpo hermoso que hasta ese momento no había sido consciente de cuánto deseaba. Me acerqué a su lado y se echó a un lado para permitir que me acomodara en su cama, que era pequeña. Decidí quitarme la ropa antes de introducirme, pues de lo contrario aquello habría parecido un combate de contorsionistas. Al descubrirme su cuerpo, me quedé asombrado por su piel, que parecía una de esas figuras de mármol que en el instituto nos enseñaban los antiguos tallaban para mostrar las medidas perfectas. Sus pechos me resultaban hipnóticos, no solo por su tamaño, que efectivamente era mayor de lo que recordaba, sino por las sendas aureolas tiznadas que destacaban, cada una coronada por un pezón que parecía señalarme acusador. Aquellas hermosas esferas subían y bajaban con su respiración, y me dirigí hacia ellas sin mediar palabra, besándolos con una desesperación similar a la del condenado que sabe que no verá un nuevo día.

Por su parte, Míriam también se había fijado en mi cuerpo, pues por más que me dijeran siempre que si la “maquinita”, lo cierto es que entre los partidos y los entrenamientos estoy bastante en forma. Sus manos acariciaban mi abdomen y mi pecho, y como me acabé colocando sobre ella para poder libar de sus pezones, sus caricias acabaron concentrándose en mi espalda y mis nalgas, que apretaba con la misma desesperación que a mí me azotaba. Sus piernas rodearon mis caderas, mientras que sus labios lanzaban besos si concierto alguno sobre mí, aterrizando la mayoría en mi cabeza, si bien algunos lograron distraerme de sus senos y me permitieron volver a probar aquel sabor amentolado que encerraba su boca y la deliciosa humedad en la que te untaba la caricia de su lengua.

–Despacio, despacio –me di cuenta de repente que me susurraba, y es que, encendido como estaba, mi sexo la embestía sin paciencia ni estrategia alguna, fallando las más de las veces, pero a punto de introducirse en ella en los últimos intentos.

Puesto que la única protección que teníamos era la de la noche, finalizamos nuestro abrazo y dedicamos unos segundos a mirarnos, sonrientes y ansiosos. Fue ella, cierto es, la que se escurrió entre las sábanas y se zambulló entre mis piernas, quizá entusiasmada por las gotas del néctar que había probado unas horas antes sobre su mano. Con todo, debo decir que yo tampoco fui torpe ni timorato, porque logré apartar sus muslos –colocados sobre mi pecho, pues de otra manera nos habríamos caído de la cama– y penetré con mi dedo índice y angular la frontera que mi virilidad no había sido capaz de atravesar. Lo hice muy despacio, con cierto miedo, pero la cálida humedad que me recibió, unida al ronroneo apagado que mi prima empezó a entonar, me hizo mostrarme más decidido, variando el ritmo y el movimiento.

Míriam tampoco perdía el tiempo, ni sus atenciones me resultaban indiferentes, pues sus labios se habían fijado sobre la cumbre de mi sexo, que su cálida lengua empapaba y recorría con rítmica pasión. Su mano agarraba el resto de mi virilidad, y más segura que en la tarde, la domaba a sus deseos con absoluta facilidad. Es difícil explicar el placer que yo sentía, como corrientes eléctricas que conmocionaban mi cuerpo, y en un momento no pude más que retirar mis dedos de su sexo y enterrar en él mi boca para contener lo que de otro modo habría sido un alarido de placer que habría despertado a toda la familia. Esta explosión de placer me vino de sorpresa, no pudiendo avisar a mi prima, en cuya boca derramé toda mi esencia.

Ella mantuvo el cálido néctar en su boca, pues a fin de cuentas no tenía otro lugar donde soltarlo, y poco a poco fue tragándolo –¡podía escuchar como mi esencia iba introduciéndose en su interior!– mientras yo me desvivía por entregarle con mis labios y lengua un disfrute similar al que ella me había dado. Libre de sus quehaceres con mi cuerpo, se sintió plenamente libre para dejarse llevar, moviendo sus caderas al compás de mi lengua, construyendo lentamente un orgasmo intenso, que pareció atravesarla e introducirse en lo más dentro de su ser, dándole una agitación que me atrevería a decir que duró varios minutos, y que la terminó dejando exhausta, tendida sobre la cama.

–Tienes que irte –me dijo tras un rato de silencio en el que fui sintiendo cómo me iba deslizando hacia el sueño.

Cuidadosamente me levanté, le di un beso que me supo a mí mismo, y escapé hacia mi habitación. En la casa reinaba la oscuridad y el silencio triste de los que ya no recuerdan lo que es el amor y el placer.

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