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Estos fríos días de marzo

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Yolanda me esperaba todos los martes a las diez de la mañana. Yolanda sabía que a esa hora de ese día yo pasaba por su calle, y me esperaba. Me esperaba sentada en una silla de anea; y, en estos fríos días de marzo, lo hacía envuelta en una bata. Ahí la veía. Bajo la bata llevaba un pijama. Sin embargo, a pesar de la baja temperatura, Yolanda calzaba unas chanclas playeras que dejaba entrever sus bronceados pies. Bronceados pies del color de su cara. Bronceada piel que yo ansiaba ver desnuda, por la que yo moría. "Hola", me saludó; "Buenos días, Yolanda", la saludé; "¿Entramos ya o hace un cigarrillo?"; "Entramos". Yolanda empujó la puerta semiabierta del portal y ambos pasamos adelante a través de un pasillo; bajamos cinco escalones y, tras abrir la puerta de su estudio, entramos.

La cama estaba pulcramente hecha en mitad de la habitación que era a la vez dormitorio y a la vez salita de estar; justo en el centro. Mientras Yolanda se quitaba la ropa, yo saqué un billete de 50 euros de mi cartera y lo dejé en el mueble sobre el que estaba el televisor. Yolanda se tumbó de espaldas en el edredón, después de encender una pequeña estufa eléctrica que tenía cerca de la cama, y me esperó. Esperó a que yo también me desnudase. Una vez lo hice, se abrió de piernas. Yo, frente a ella, admiré su figura. Yolanda era delgada; sus caderas eran anchas y sus tetas eran como pequeños limones: los pezones sobresalían de la carne, oscuros, más oscuros que su piel. Me subí encima de Yolanda después de ponerme el preservativo y mi polla penetró en su coño lubricamente. "Venga, niño, hazme tuya", me susurró Yolanda al oído cuando acerqué mi cabeza a la suya; y comencé a follarla. "Ah, aahh, sí, sí, dame..., más, más", decía Yolanda entre gemido y gemido con la intención de que me corriera a gusto. "Aahh, vaya polla tienes, lo que se pierden algunas", seguía diciendo Yolanda entre jadeos y suspiros. "Uff, oh, oohh, Yo-lan-daaa", grité al correrme. Fue a despedirse de mí a la puerta de su estudio. "¿Mañana vendrás?", me preguntó; "Ya sabes, Yolanda, cada semana", respondí; "Sí, lo olvidé", dijo, y cerró la puerta.

Pero, cosas que pasan, sí, volví al día siguiente. Yolanda no estaba. Pregunté a otra puta que por la calle paseaba a la espera de clientela. "¿Yolanda?, ella no está aquí siempre, ni siquiera vive aquí"; "¿Ah, no?", pregunté desconcertado; "No", dijo la puta, "pero ¿si te puedo servir en algo?", me guiñó. Cierto es que esta mujer prometía un buen polvo; rubia y con exuberantes formas, parecía nacida para follar, para satisfacer los apetitos sexuales de cualquier macho. Pero no, no quise entrar con ella y me despedí amablemente.

Yo la imaginaba con otro hombre, quizá su marido. Imaginaba a Yolanda extasiada, ida de amor, suplicando sin fingimientos más brío a su amante: "Más, dame más...", como lo hacía conmigo. O la imaginaba metiéndose en la boca una hinchada polla, quizá la de su marido, que en el momento final lanzaba un chorro de semen sobre sus labios entreabiertos. No podía saberlo con exactitud. Digamos que, si Yolanda tenía una doble vida, ésta estaba prohibida para mí.

¿Cuál no sería mi sorpresa cuando, unos minutos después de despedirme de aquella puta, vi a Yolanda por la misma calle? "Hola", dijo nada más cruzarse conmigo, "me dijiste que hoy no venias"; "A mí me acaban de decir que tú no estabas", dije alzando la mano cerrada y señalando detrás con el pulgar; "¿Esa?, te ha mentido para que te vayas con ella, ya sabes", dijo riendo; "Entonces ¿vives aquí?"; "Pues claro, no voy a vivir en un palacio...", rio; "Claro", asentí.

Después, follamos.

Aunque esta vez no quiso cobrarme. Yo noté algo distinto: Yolanda no fingía; de hecho, Yolanda no emitió ningún gemido mientras yo, arqueado mi torso sobre el suyo, le chupaba las tetas a la misma vez que la embestía dando golpes de caderas firmes y acompasados. Fue sólo unos segundos antes de correrme, y durante toda la corrida, que Yolanda dio un gran suspiro y puso los ojos en blanco. Interpreté por estas señales que ella también se había corrido; no obstante, se lo pregunté. "Aahh, sí, me he corrido..., y no sabes cuánto tiempo hace que esto no me sucede", me contestó, habiéndome dado un sonoro beso en los labios antes.

Por la noche volví a mi casa. Mi mujer, Mariví, en la salita de estar, veía la televisión. "Buenas noches, amorcito", me dijo sin despegar la vista de la pantalla. Entré en la cocina para picar algo de comer pues estaba hambriento. "Te he dejado unas croquetas en el microondas, sólo tienes que calentarlas", oí que decía mi mujer. Programé el microondas y, tras sonar la campanilla, saqué el plato de croquetas y las devoré. Después fui a la salita de estar. Mariví vestía la bata polar de color rojo que le regalé el día de su cumpleaños. El cabello rubio de Mariví, peinado con la raya a un lado, me retrotrajo a otro tiempo. Un tiempo feliz. Un tiempo en el que nos amábamos con pasión. "Mariví", dije, "hoy he vuelto a ver a Yolanda"; "Te la sigues tirando"; "Sí"; "Echaste a su madre de tu empresa, se suicidó por tu culpa, ¿ella no lo sabe?"; "Por supuesto, no sabe quién soy". Esa noche, Mariví y yo follamos, como siempre que sentíamos dolor, dolor por las cosas mal hechas. El vello rubio de Mariví rodeaba mi polla hinchada, que entraba en su coño con fuerza.

Yo pensaba mucho en Yolanda. Sí, ya sé, me la tiraba, y sólo eso es lo que me importaba; pero pensaba en ella. Mi matrimonio iba bien; quiero decir, Mariví y yo nos entendíamos y aceptábamos nuestras infidelidades con naturalidad. Cierto es que cuando descubrí a Yolanda en la calle, enseguida supe de quién era hija, pues el parecido que tenía con su madre muerta era asombroso, y que fue precisamente Mariví la que me animó a frecuentarla. "Fóllatela y paga, se lo debes", me decía a oscuras en nuestro dormitorio mientras me hacía una felación; "Calla, sigue, sigue Mariví", le decía yo a punto de correrme; "Mmm, mmm, prométemelo", me decía Mariví con mi polla entre sus labios, antes de continuar hasta el final; "Ooh, oohh, sííí, Mariví". Y me sacaba una promesa a la misma vez que el semen.

"No sé nada de Yolanda", me informó una de las putas que rondaban por la calle estrecha; "Ya no vive aquí", dijo otra; "¿Dónde vive ahora?", pregunté; "No sé"; "No sabemos"; "¿Quieres follar, guapo?", me propuso una tercera que por ahí estaba; "¿Cuánto?", pregunté; "Cuarenta, y te lo hago rico rico". Me fui con ella. Era una morenaza de caderas finas y tetas grandes que se quitó el mono rojo que llevaba en un instante en cuanto entré en su habitación. "¿Cómo quieres?", me preguntó; "Por detrás", le dije. Se colocó a gatas sobre el colchón y yo lo me arrodillé detrás; me saqué la polla del pantalón y, tras ponerme el preservativo, se la metí por su estrecho agujero. "Ay, canalla", exclamó, "vaya pollazo". Me agarré a la cintura de la puta y emprendí mi cubrimiento con vigorosas embestidas, a las que la puta respondía con sonoros gritos de satisfacción: "Aahh, aahh, aahh". A punto de eyacular, solté: "Yolanda", y la puta soltó: "Aahh, la pobre". Paré. "¿Qué has dicho?", pregunté; "Nada, nada, sigue, guapo, córrete". Saqué mi polla del agujero y me tumbé bocarriba pensativo sobre el colchón. La puta se apoyó en uno de sus codos y se arrimó a mí. "Guapo, no he dicho nada, no me hagas caso..., digo cosas mientras me follan, pero no son en serio", se explicaba la puta entretanto me quitaba el preservativo y comenzaba a pajearme, "vamos, vamos, guapo, córrete, córrete". Su mano empuñaba mi polla y la recorría de arriba a abajo. "Uf, sí, vamos, me corro, me corro, oohh". Mi semen salió disparado y cayó esparcido sobre el brazo de ella. Después dijo: "Yolanda está muerta".

Yolanda murió de pena

por no tener un amor,

por follar con este actor

que le puso una cadena.

Saberlo fue su condena:

que su madre muerta está

por culpa de él. Ay, será

ahora ella la que se muera.

Ya el infeliz desespera

con razón: su hora vendrá.

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