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Eva y su hijo Abel (5)

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Pasaron unos días, en que la tensión entre nosotros se fue calmando, sin desaparecer. Nos encontrábamos por el pasillo, nos besábamos, nos acariciábamos, nos tocábamos al descuido, sin decirnos nada, sonriendo y recordando en mi caso.

El siguiente fin de semana íbamos a estar solos otra vez, porque Adán visitaba el pueblo, iba a atender el huerto que tenía allí; en realidad creo que lo que quiere es no estar en casa, simplemente estar por ahí fuera. Eli había quedado con unas amigas para ir a la capital de la región, a ver tiendas. Eso decía, pero, como antes, yo dudaba.

A mí me daba igual qué motivos tuvieran, lo importante era que me quedaba sola con Abel. Me duché largo tiempo, estuve frotándome e imaginándome a Abel conmigo, aproveché para inspeccionarme con los dedos, acabar con la depilación que me quedaba pendiente, y luego pintarme los labios un poco. Me acordé del perfume que me habían regalado para Reyes, y me puse unas gotitas. Me encantaba aquel aroma. Todo esto era como si fuese un día de fiesta.

Al salir del baño vi que Abel estaba en el salón. Me acerqué a él, me agaché y le besé la boca; él notó mis labios pintados, les pasó la lengua, se manchó un poco, le lamí yo su lengua pintada de mí, sus labios con mi sabor, y así estuvimos un momento, mientras yo me arrodillaba en el sofá, poniéndome sobre él, sentándome en sus muslos.

Yo me había puesto un vestido ligero, sin mangas, y una braguita tanga que me resaltaba los muslos, me hacía las piernas largas. Ya presumí de ellas en otra ocasión. Por delante me encajaba perfectamente, me hacía, creo, unas piernas y culo bien monos, y el monte de Venus estaba resaltado, todo suavecito. Todo esto, por si acaso. No sólo quería atraer a Abel, también quería sentirme sexi yo misma.

Sus manos se dirigieron a mis nalgas inmediatamente, me acariciaban suavemente, con la punta de los dedos, yendo a tocar el elástico de la braga y tirando un poco para luego soltarlo y que me diera un azotito.

Yo me iba moviendo sobre sus muslos, sentándome o levantándome un poco para acomodarme e irme acercando a su entrepierna, que notaba iba tensándose.

Me sujetó ahora por la cintura, mientras me besaba más fuerte, y me miraba sonriente cuando se separaba, volviendo a besarme otra vez. Qué delicia estaba sintiendo invadirme el cuerpo. Se me ponían los pezones duros, se destacaban bajo la tela, y fue allí donde empezó a chuparme, a través del vestido, mojándome por fuera mientras yo me mojaba adentro. Me sujetaba suavemente con los dientes y luego, como pidiendo perdón, me lamía otra vez, o subía a mi boca, a estar besándome un largo rato.

Sus manos subieron a mis pechos, llegó y apretó con los pulgares mis pezones, que respondían a su toque, a su llamada. Frotaba la humedad de su saliva contra mis pezones, no protegidos por la tela.

Me susurró:

—Vamos a la cama, estaremos más cómodos.

Asentí con la cabeza, nos levantamos y fuimos de la mano por el pasillo. No a su habitación. A la mía, a la cama de matrimonio. Para qué íbamos a estar incómodos, pudiendo tener la cama grande. En la puerta nos volvimos a besar, yo me colgaba de su cuello, me iba separando y juntando los labios con los suyos, nos dábamos piquitos y sonreíamos.

Se inclinó un poco y me levantó; entré en sus brazos como recién casada. Me llevó, dejándome caer suavemente en la cama, y se me quedó mirando.

—¿Qué es, cariño?

—Te estoy admirando, mamá. Estás preciosa.

—Gracias, mi niño, debe ser por ti. Por eso me arreglé hoy.

—Gracias a ti.

Se acostó a mi lado, seguimos besándonos y empezó a desnudarme. Por suerte, lo que llevaba no era difícil de quitar. Arriba, y fuera vestido. Me puso boca abajo y me levantó los pies, que comenzó a besar y lamer, metiéndose mis dedos en la boca y dando gruñidos de satisfacción. Empezábamos el ritual.

Yo seguía con mis braguitas, hice gesto de sacármelas, pero me lo impidió.

—Luego.

Siguió ocupado con mis pies, y después se fue a mis muslos, que acarició suavemente. Miró por la habitación, no encontró lo que quería, se fue sin decirme nada, y volvió enseguida con una botellita. Era un gel, que me extendió por las piernas, y fue acariciando hasta hacer que me la absorbiera la piel. Me sentía especialmente sensible, húmeda, consciente de cada roce, con la cabeza en la almohada, el pelo me tapaba la cara, y Abel se extendía por mis piernas, que me enviaban la electricidad de su toque al resto del cuerpo.

Ahora había llegado a mi culo, que tomó entre las manos y comenzó a besar, mientras también me aplicaba el gel y firme pero suavemente me daba un masaje.

Con la lengua me fue recorriendo la braguita, se me erizaba el pelo, me daban escalofríos, por la mezcla de su lengua y su toque, del gel y su saliva. Me separó la braga del culo, metió la lengua por la raja y me fue bajando la lengua por el camino hasta mi ano, donde se detuvo, ensalivando mi hoyito. Me tomó en sus manos y me levantó, culo arriba, para bajarme la braga, que me dejó en los muslos, donde se me tensaba deliciosamente, y me llegó a la vulva, desde abajo. Yo temblaba de la espera, notaba sus manos sujetándome fuerte, y luego su lengua incansable que me lamía por dentro y por fuera, me separaba los labios, entraba a visitarme por todos mis lugares, compartiendo su saliva y mis jugos, mientras yo me movía del gusto, y suspiraba Abel, Abel, olvidando quiénes éramos él y yo, pues sólo éramos dos amantes entregados.

Él seguía vestido, y ahora me dejó en la cama, de rodillas, con mi culo hacia él, y se puso de pie para desvestirse. Veía yo su entrepierna hinchada, y cómo su cuerpo joven se desnudaba fácilmente, ante mi admiración, porque yo seguía en la cama, pero le miraba desde aquella posición; no me dio tiempo a cambiar, porque volvió a la cama y siguió acariciando.

Me retiró la braga, y cuando yo iba a bajar el culo me lo impidió, sujetándome con la mano, y, poniéndose delante de mí, me agarró y puso ahora de espaldas, con mi vulva hacia arriba, él de rodillas seguía lamiendo, chupándome el clítoris mientras yo enlazaba mis piernas alrededor de su cuello, y él se hundía en mí. Mis manos, en la cama, me sujetaban en la contorsión placentera; luego, hundiendo los codos, se me fueron a mis tetas, donde pellizcaban mis pezones.

Me empezaba a mover rítmicamente, aumentando la velocidad porque el calor también subía, desde mi chocho hasta el último rincón de mi cuerpo. Mis muslos se tensaban alrededor de su cuello, y él me sujetaba y abría más la vulva, me comía todo el chocho vorazmente, se ayudaba de los dedos que entraban y salían.

Me fue bajando a la cama, y, ya acostada, siguió él chupando y sorbiéndome, mientras iba explorando mi vagina con un dedo, luego dos, y comenzó un mete y saca frenético. Yo gemía de gusto, y le pedí más, más, tres, y con tres dedos en mi chocho me movía a su ritmo incansable, cada vez más hasta que me fui perdiendo en un torbellino que no conseguía detener, y con más violencia me llevaba a donde desembocar, desde su boca y sus dedos por mi chocho a mi boca que gritaba una sola vocal, todo mi nombre y mi mundo, aaahhh. Repetí el grito con cada sacudida del orgasmo, de los orgasmos que me recorrieron el cuerpo entero no sé cuántas veces. Me estuve corriendo un tiempo infinito, sujetando la cabeza de mi hijo, que seguía fuertemente dándome placer hasta que no pude más y le indiqué que parase, le supliqué, porque me sentía morir, con una muerte deseada, en la agonía del placer que me derretía.

Estuve respirando fuerte mucho rato, mientras Abel me lamía de cintura hacia arriba, para volver a poner sus manos sobre mis caderas y quedárseme mirando. Yo le miré con el amor mezclado de madre y amante, sonriendo en el olvido que me había dado el sexo, contenta yo sola con él, abandonada a mi hijo y a sus deseos.

Abel se me acercó, puso su boca al lado del oído y susurró:

—¿Te gustó?

Asentí con la cabeza, volviendo a sonreír con el abandono que me poseía desde que habíamos entrado en la habitación.

—Sí, mi amor, me encantó. Y quiero devolverte este favor. Ven aquí, que te muerdo.

Le lancé una dentellada sonriente, y vi cómo le brillaban los ojos. Eso me excitaba más. Recuperada, me dirigí a sus labios y los besé, y luego los mordí, sin obtener sangre, pero eso ya vendría luego, le dije. La misma mirada, ahora con un temor y un deseo mezclados.

Le ataqué el cuello, chupando fuertemente, deslizando las manos por sus hombros, mientras le volvía a besar con fiereza, atacando y retirándome, sin darle tiempo a contestarme, dominando yo a mi hijo, contestándole como él me había respondido antes. Le olí el pecho, donde se concentraba su sangre, en su corazón. Vagamente me llegaba mi propio olor de hembra, el perfume que me había puesto, se confundían con mi respiración en su vientre, donde había llegado y me refrescaba como un animal en su pradera, mi lengua en su ombligo, donde habíamos estado unidos; subí las manos a su pecho, y mientras le besaba su tenso vientre alcancé los pezones, y clavé las uñas en la piel alrededor, sólo advirtiendo de mi poder.

Abel todo estaba en tensión, la electricidad de mi deseo se juntaba con la seguridad de ser la presa, y yo su cazadora. Le perseguí por la espalda con las manos que eran garras ya, mis uñas le raspaban la espalda, muy despacio, mientras le decía, acercándome a su pene:

—¿Te gusta? ¿Te gusta así, Abel? Dímelo.

Quedó dudando un segundo, mirándome con asombro, pero se rindió ante mis poderes recién descubiertos:

—Sí, te adoro, hazme lo que quieras. Te quiero follar.

—Espérame, que yo te diré cuándo. Yo mando ahora.

Le di la vuelta, me senté sobre él, le rocé con las uñas nuevamente, bajando por la columna, apretando a veces con los dedos, tensa y poseída, mientras él se entregaba. Me senté sobre sus muslos y le abrí las nalgas. Deslicé el dedo por la raja, llegué al ano, que primero masajeé y luego abrí con un dedo, él volvió a quedarse tenso, expectante. Aquello fue un aviso nada más, no era lo que yo quería en ese momento. Desplegaba mis posibilidades como mis alas.

—Soy tu diablesa, Abel. Te poseo para siempre.

Le toqué el pene, y comencé a frotarlo, suavemente, duramente, almacenando y soltando las ganas que tenía de él.

—Me vas a follar cuando yo te diga, Abel.

—Cuando tú digas, mi ama.

Otra vez boca arriba, a horcajadas sobre él, sujetándome a su pene como si lo cabalgara, le tomé las manos, elegí dedos, los lamí, me los llevé a la vagina, moví la mano de mi hijo para indicarle los lugares, le ordené apretar, que no parara, y me obedeció como buen hijo. Él me masturbaba mientras yo le lamía los pezones, con fuerza le apretaba, y luego le soltaba.

Le mandé detenerse y me quedé mirando su cara. Me bajé a besarle suavemente.

—Penétrame, éntrame, invádeme, fóllate a tu madre, Abel.

Entró en mí porque se lo mandé y lo deseaba, como yo. Yo le esperaba sobre él, dirigí su pene y me sentaba y levantaba gozando de su pene tan erecto. Le miraba fijamente, observando sus gestos, sin callarme yo nada de lo que sentía, fóllame, sigue así, la mano, yo me iba masturbando mientras él me penetraba. Me di la vuelta para sentir más sin ver. Me corrí agarrada a sus piernas. Él se corrió unos segundos después de mí.

Me estaba acariciando el culo, y abriéndome las nalgas, cuando se abrió la puerta.

 

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