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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (11)

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11. ¿Serendipia? o ¿Catástrofe?

— ¿Así que por eso fue todo? Un resarcimiento por… ¿Haber aceptado que empezaras a trabajar? —Le respondo cuestionándola y me echo de nuevo hacia atrás en la silla, llevando a mi boca el envase de cerveza para beber dos rápidos sorbos, como si la sed los persiguiera sin piedad.

— ¡Sí, en parte! Pero es que además para ti era una fecha muy especial. ¿No me vas a salir ahora con qué no te gustó? ¡Porque eso sí que no te lo creo, Camilo! —Le preciso, enfatizando la oración con el movimiento circular de mis manos frente a su rostro, a la vez que de un buen sorbo termino también con mi cerveza, y al igual que él, doy fuego a un nuevo cigarrillo.

—Esa noche, antes de que dieran las doce campanadas, cual cenicientas, ya estábamos ingresando a la sala de estar en nuestra casa y tú, Melissa, tenías una mirada diferente; hasta tu andar de siempre, tan sobrio y elegante era distinto, exagerando la oscilación de tus caderas, mirándome de soslayo con picardía y recuerdo que llegué a pensar que era por culpa del alcohol. Te dirigiste de inmediato hacia las ventanas que permanecían con las cortinas de tela gruesa abiertas de par en par, y tan solo los ligeros visillos blancos se mantenían ajustados por los bordes —Le expongo mis recuerdos sobre esa madrugada, pero ella me interrumpe.

— ¡Uhum! Me urgía cerrarlas, y creo que tú interpretaste a la perfección mis intenciones de conseguir mayor privacidad, pues disminuiste la intensidad de las luces de la sala y encendiste el equipo de sonido, para colocar el disco de vinilo que tanto te esforzaste por conseguir; ese de música para hacer el amor, creando una atmosfera tan romántica como deseada y entre tanto yo, para acalorarnos más, encendí con el mando a distancia la chimenea, eso sí, sin dejar de mirarte y paseando la punta de mi lengua por los labios, procurando hacerlos más deseables para tu boca… ¡Coqueteándote sensualmente!

— ¡Claro que lo recuerdo! Siempre has conseguido de mi lo que te propones Melissa, y más cuando dejas de lado esa cara de ángel inocente para colocar esa otra expresión de niña mimada y malcriada, con ganas de hacer travesuras. Y esa noche en especial, caminabas mirando hacia el suelo para luego elevar un poco tu cabeza y mirarme con algo de timidez también, como si con cada paso que ibas dando, contaras los metros que te acercaban más a mí, y con aquella lentitud, ir liberando a esa espectacular y sexy mujer que habita dentro de ti, deleitándome la vista con ese baile lento que hiciste al rodear la mesita de mármol en el centro de nuestra sala de estar, colocando por detrás de la oreja un rebelde mechón de tus cabellos azabaches y haciéndome señas con tu mano para que fuera a tu encuentro. Pero yo me mantuve firme en mi sitio haciéndome de rogar, como quien no quiere la cosa… ¡Pero la cosa queriendo!

—Ufff, sí. Y es que al parecer, los tragos en aquel bar no lograron distensionar completamente tu mente ni tu cuerpo y te notaba algo tenso durante el trayecto de regreso, a pesar de que en frente de Fadia y Eduardo, aceptaras con esas fingidas sonrisas al final, darme el gusto de salir a trabajar y consintieras a mi capricho de hacerlo días más tarde en las oficinas del noveno, justo dos pisos debajo de ti. Pero la continuación de aquella noche nos llenó de nuevo con la magia y la ilusión que tanto nos unía a los dos. ¡Yo quería y tu también! Pero te me resistías tímidamente, así que opté por pasar caminando por tu lado de manera muy sexy, provocadora y atrevida, aunque desconocías mis verdaderas intenciones. —Camilo se sonríe, recordándolo.

—Me dejaste allí de pie, contra la pared de la entrada, como si yo fuera alguna pieza más del mobiliario, aunque sobra decir que nunca me consideraste de esa manera y te dirigiste hacia la cocina. Escuché como abrías el refrigerador y cauto, me asomé para observar como tomabas de la licorera de madera ubicada sobre el mesón, la botella de Baileys, igualmente la de Smirnoff y otra de licor de chocolate. No demoraste mucho en preparar y servir, utilizando las dos copas con forma de gota, aquel dulce coctel. Antes de que te dieras cuenta, yo me había regresado hasta la entrada, para ponerme casi exactamente en la misma posición… ¡Esperándote!

Y en el rostro de Mariana, puedo observar como desvía el intenso iris azul de sus hermosos ojos, centrándolos en el cielo raso laminado del bar; se le dilatan las pupilas y dibujan sus labios una sonrisa de maliciosa felicidad, –como en aquella ocasión– con seguridad, reviviéndolo todo en su mente.

— ¡Pero no me acerqué a ti de inmediato! Por el contrario con las dos copas en mis manos, caminé hasta el sofá y sobre la mesa de centro deposité el par de cocteles. Mirándote, me fui despojando del saco de mi sastre, bailando para ti tan suave y lento como la canción que estaba sonando en ese momento. Posteriormente fui deslizando hacia abajo, la angosta cremallera ubicada en la cadera a mi derecha, –liberando mi cintura– dejando que la ley de la gravedad actuara y reclamara nuestra alfombra blanca, las fibras tejidas del paño negro de mi falda, para hacerle juego y por supuesto, compañía. —Hace calor, a pesar de que la brisa que desciende en su rítmico vaivén desde el ventilador nos refresca continuamente.

Camilo apaga anticipadamente su cigarrillo, ejerciéndole bastante presión contra el fondo del cenicero. Lo noto algo excitado por la conversación. Tiene las pupilas grandes, expectantes. ¿Será por eso qué suda?

—Te vi mover las caderas en un ritmo lento, flexionado tus piernas suavemente, aisladas bajo unas medias de brillante gris humo, que se sostenían de las tiras negras de un liguero que tampoco te había visto antes. Desabotonaste sensualmente, los cinco o seis pequeños botones blancos de tu blusa de seda, en consonancia con los eróticos susurros y las notas de piano de «Exotique» del grupo Soul Ballet, –si no recuerdo mal– y la dejaste suelta, abierta por los flancos para insinuarme que no llevabas puesto tú sujetador. ¿Cuándo te lo quitaste? ¿La blusa también era nueva? —Le pregunto ahora pues aquella noche aunque lo pensé, no se lo dije por estar pendiente de otras cosas más importantes, como la ondulada belleza de sus formas al enseñármelas a contra luz. ¡Femenina silueta expuesta solo para mí!

— ¡Jajaja! No te diste cuenta porque antes de salir del bar, fui al baño y allí se me ocurrió la idea de sorprenderte cuando estuviéramos solitos. Y sí, esa noche todo lo que llevaba puesto estaba recién comprado. El traje tipo sastre negro confeccionado sobre medidas, por supuesto el juego de lencería gris con encajes y transparencias, los zapatos de gamuza y tacón alto; también la pareja plateada de anillos pulidos y abiertos, que según tu opinión, lucían preciosos en mis dedos índice y corazón de la mano izquierda. ¡Ahh!, y por supuesto esa delicada cadena de oro en mi tobillo derecho, con el dije en forma de corazón al que le mande a tallar las iniciales de nuestros nombres, que te encantó y lastimosamente se me perdió meses más tarde. — ¡Puff! Suspiro hondamente y guardo silencio, esperando que Camilo no me pregunte por ella, porque siendo un detalle menor, conocer la verdad en este momento, le enfadaría aún más.

Dejo de prestar atención a su rostro, para llevar mi mirada hacia las baldosas de color terracota a mi derecha, –haciendo memoria de aquel momento– pues en un descuido mío, al levantar la pierna para subirme por segunda vez a la motocicleta de Chacho, la hermosa tobillera se me enganchó con algo y al romperse, la recogí del asfalto para guardarla en el bolsillo de la gruesa chaqueta de cuero que me prestó para verme como una verdadera «harlista» y que después se quedó colgada en el ropero de su habitación, ya para siempre. Y me maldigo ahora por no haberle prestado la debida atención en su momento. Nunca se la solicité de vuelta por olvidadiza y Chacho nunca me la devolvió por egoísta. Ese pequeño accidente se lo tomó él como una muestra del destino, donde se rompía el lazo de unión con mi esposo, por preferir estar a su lado acompañándolo. ¡Infiel aventurera!

— ¡Nos mirábamos con el mismo deseo de nuestra primera vez! –Mariana levanta su rostro hacia mí al escucharme, luego de haberse quedado en silencio, mirando el suelo. – Te acercaste finalmente a mí, metiendo tus manos por debajo de la chaqueta a la altura de mi pecho y sin dejar de observarme, palpándome con ellas fuiste al encuentro de mis hombros logrando con la ayuda de tus antebrazos, retirarlo de mi torso por el interior del paño y que por su propio peso, –sin esfuerzo de mi parte– descendió manteniendo al principio sus formas, pero lentamente con la ayuda de mis brazos estirados, desde las no tan ajustadas mangas terminó por precipitarse al piso laminado recorriendo mi espalda, rendido a mis pies y revolcado en el poco espacio libre que había entre la fría verticalidad de la pared, y mi cuerpo ya algo acalorado. — Le comento a Mariana, un tanto agobiado al rememorar tan bonitos momentos, que ahora parecen tan extraños y lejanos en el tiempo.

—Efectivamente así fue mi am… Camilo. Mientras me enfrentaba a ti en puntas de pies, alcanzaron mis labios tu boca y besándote sin premura, fui desanudando esa bonita corbata de seda gris con diagonales rayas azules, para posteriormente, –sonriéndonos– separarme un poco y echando a andar de espaldas, de los extremos de ella aferrados a mis puños, te traje conmigo hacia una esquina del salón. Allí de pie los dos empezamos a bailar con pasos moderados, como siempre lo hacíamos. ¿Recuerdas? No era la primera vez que sucedía, pero a mí se me antojaba así, con esos roces sensuales y eróticos de nuestros muslos armonizados, tú y yo, igual de enamorados como aquella tarde inicial en la que hicimos el amor en aquel motel, ubicado a tres calles de la universidad. —Hago una pausa para dar un nuevo sorbo a mi cerveza, entre tanto mi esposo revisa con rapidez su teléfono, sacándolo del interior de la mochila, seguramente con alguna notificación que le ha llegado pero no hace gesto alguno que lo delate y despreocupado lo deja puesto sobre la mesa, pero de revés. ¿Quién podrá ser? Me asalta la duda, por celos y femenina curiosidad, tras meses sin saber cómo y con quien pudo compartir el dolor que le causé.

—Pero esa madrugada, no vi en tus ojos azules las nerviosas inseguridades que se te disiparon entre mis brazos, al despertar pegadita a mí después de pasar esas tres horas, juntos. Por el contrario, lucían el brillo de una seguridad apabullante y sin nervios, fuiste liberándome de la opresión del cinturón y con tu frente apoyada en mi pecho, bajaste con mucha habilidad la cremallera de mi pantalón, que por supuesto también cayó, arremangándose en mis pies, dificultando mis movimientos, pero dejándote en claro, al sentir la erección mientras continuábamos bailando, que me tenías donde y como lo habías planeado. —Veo que Mariana tiene sus ojos puestos en el móvil que he dejado sobre la mesa, –tras recibir un mensaje de William preguntándome cómo iba todo– pero parece no haberle incomodado, pues vuelve a mirarme y se ríe.

— ¡Jajaja! Tus afanosas manos no dejaban de acariciar con delicadeza mi espalda por encima de la blusa, sin atreverte a despojarme de ella. ¡El nervioso esa noche parecía ser otro! Pero yo sí que me las apañé para desabotonar tu camisa y sentir en mis senos la tibieza de tu torso descubierto. Con claridad sentía en mi vientre la presión de tu pene endurecido, atrapado bajo la tela de esos slips azules que te había comprado para la navidad pasada y que aún no los habías estrenado, logrando por supuesto excitarme aún más de lo que ya estaba. —Camilo, aun llevando el envase de cerveza a su boca, no puede desconectarse visualmente de mi cara, sin apartar ni un segundo sus ojos de los míos.

—Recuerdo besar tu cuello, empezando desde la base, –dejando un sendero con mi saliva– hasta llegar al pulposo y redondo lóbulo de tu oreja izquierda, mordiéndolo suavemente. Tenía muchas ganas de arrancarte toda esa ropa y observarte sin esa blusa blanca encima pero mis intentos los evadiste llevándome hasta el sofá de tres plazas, donde finalmente por tus prisas y mis pies apresados por el pantalón recogido, terminamos por trastabillar, cayéndonos de manera sumamente graciosa y en diagonal, sobre los mullidos cojines de piel. Y allí fue cuando tú, en un ataque de risa me apartaste con tus manos, –pidiendo una pausa que no se me antojaba– para arrodillarte sobre la alfombra y tomar los dos cocteles, ofreciéndome la copa e invitándome a chocar los cristales para brindar por tu próxima vida laboral.

—Uhum, por supuesto que brindamos pero para ser honesta, aún estaba nerviosa pensando en el final, en ese regalo que yo quería ofrecerte con todo mi amor y que tu tanto ansiabas obtener de mí cuerpo, aunque después de infructuosos intentos no me atreví a dejar que me lo hicieras por atrás y tu como siempre, respetabas mi decisión de postergarlo para un después, hasta que dejaste de insistir. —Camilo se mantiene interesado en la forma en que relato aquel momento, con su mirada fija en cada gesto mío, bien atento al más mínimo movimiento de mis ojos, si los abro mucho o si parpadeo bastante, quizás hasta se haya fijado como levanté el arco de mis cejas y el accionar de mis manos al terminar de hablar.

— ¡Esa fue otra sorpresa para festejar mi cumpleaños! Ni por un segundo, se me pasó por la mente… –debo callar un momento pues cruza apresurado, cerca de nuestra mesa y en dirección hacia los baños, un hombre no muy alto de aspecto oriental. –… Que me lo fueras a proponer y que tu quisieras esa noche intentar de nuevo que tuviéramos sexo anal. —Le termino por decir a Mariana, bajando un poco el volumen de mi voz para que solo me escuche ella.

—Siempre me has dado tanto amor y brindado tu comprensión, –le respondo con rapidez– que yo precisaba entregarme a ti por completo, así que esa noche era la más indicada y luego de beber aquel primer trago, solo pensaba en recompensarte de aquella manera. Observé en las dos esquinas de tus labios, residuos del coctel y por eso te los limpié con la punta de mi lengua, aunque tú abrieras la boca esperando un beso más intenso, que no sucedió. ¡Jajaja! —Camilo igualmente se sonríe al recordarlo, sin mirarme eso sí, pues está ahora dándole vueltas sobre la mesa al encendedor, reviviendo con agrado en su mente aquel instante.

—Eso terminó por desesperarte. ¿Recuerdas? Y apartaste con apuro los laterales de mi blusa, con el fin de empezar un divertido juego, al inclinar tú copa y verter un poco del coctel sobre cada uno de mis senos. Con una sonrisa victoriosa te inclinaste sediento sobre ellas, para luego lamer mis areolas y morder sin afán, primero un pezón, estirándolo entre tus dientes, apretándolo con cuidado de no lastimarme y luego el otro, haciéndome sentir… ¡Pufff! Un placentero dolor.

— ¡Son muy hermosas! me dijiste acariciándolas con ternura, y yo te respondí que a mi parecer, –a pesar de que me habían crecido un poco tras el embarazo– frente al espejo me las veía algo caídas después de los dos años de lactancia. Pero tú, negando con tu cabeza, desaprobaste mi valoración y te inclinaste de nuevo sobre ellas para volver a besarlas con ansias, mientras que apretabas con tus manos mis nalgas, diciéndome entre murmullos y chupones, que así como las tenía te gustaban más. —Camilo se acomoda diferente en la silla y con disimulo, baja su mano derecha unos momentos, quizás adecuando verticalmente su creciente erección. Sé que debo tener las mejillas sonrojadas y lubricada mi rajita, al recordar esos excitantes momentos.

—Te seguí el juego –continúo relatándole– y sumergiendo mi dedo dentro de la copa, untándolo bien de licor, dejé caer certeramente algunas gotitas dentro de mi ombligo y tú, por supuesto no te hiciste de rogar. Terminaste con tu boca bien pegada a mi vientre absorbiendo la bebida y con tus manos acariciando la parte posterior de mis muslos, te fuiste apoderando de mis nalgas, provocándome ricos escalofríos; con tus traviesos dedos explorabas en círculos desde atrás sobre la poca tela de la tanguita gris, mi esfínter y el centro de mi mojada y caliente rajita. De abajo hacia arriba, para descender después y reiniciar tus caricias, ejerciendo algo de presión en la mitad del recorrido. Y yo excitadísima, balanceaba mis caderas de forma casi involuntaria, solo para sentirlos mejor. Me tenías bien arrechita, jajaja. ¡Esposito mío! — Sonriente y algo burlona, termino de hablar, para en seguida, saciar la sed con el último sorbo de mi cerveza ya no tan fría, y dejar en el fondo del cenicero la colilla de cigarrillo, bien apachurrada.

—Desbordabas por los poros de tu piel, toda la atracción de la que eres capaz de generar en mí. ¡No había manera ni escapatoria! Y si la hubiera, con seguridad yo esa noche no deseaba huir de tu piel y menos aún, de los aromas que desprendías, pues necesitaba como un ahogado, respirarte toda. —De nuevo enmudezco al ver que regresa de su urgencia, echándole una rápida mirada a Mariana, el hombre oriental.

—Después de saborear aquella bebida en tu ombligo, volví a besar tu cuello y mis manos se aferraron a tus muslos y las nalgas, comprimiendo la piel, apartando una de la otra para volverlas luego a juntar. En algún momento, urgido por la necesidad para retirar mis zapatos, las medias, los pantalones y mi slip, aprovechaste para beber un trago y con un poco de licor en tu boca, aun de rodillas y yo de pie con mi verga erecta frente a ti, empezaste por darle una lamida lenta al glande, ensalivándomelo y logrando con ello, hacerme sentir el pálpito del corazón en la punta de mi pene, para luego poco a poco, engullirlo más y más en ese cálido y húmedo interior, succionando y aflojando, llevándome a un éxtasis desesperante que concluiste juguetonamente al morderlo, mientras lo ibas sacando de tu boca.

A Mariana se le suben los colores al rostro y justo sobre el tabique y las aletas de su respingada nariz, chispeantes gotitas de sudor le brillan, haciendo más radiante y hermosa su fisonomía. Humm… ¡Como si ella lo necesitara!

—Lo había visto en una película de alguno de los canales porno por suscripción y quería hacértelo, solo que no se había presentado la ocasión y yo no quería parecerte una puta hambrienta de sexo. Me había cohibido varias veces por esa estúpida presunción de que no te gustara, pero esa noche necesitaba excitarte a como diera lugar, y a mí misma más que nunca, para ir poniéndome a tono y no ponerte trabas a la hora de que al pedírtelo, pudiera soportar ese inicial dolor que antes no me había dejado entregártelo y disfrutáramos por fin cuando me lo metieras por mí culito. —Le respondo con sinceridad y hago una pausa para traer a mi mente hasta el mínimo detalle, pero antes de continuar, Camilo se me adelanta y se defiende.

—Pues no sé por qué pensabas eso de mí, Melissa, si nunca he sido un mojigato. Debiste habérmelo hecho saber con anterioridad, te aseguro que para mí esas sorpresas hubieran sido agradables y disfrutadas. De todas formas, esa noche me tenías loco de deseo por estar contigo pero no para hacerte el amor con los preámbulos y el romanticismo de siempre, sino para cogerte en infinidad de poses y por todas partes, con ganas desaforadas de darte placer lujurioso, pues merecías alguna forma de castigo por haberme ocultado tus sentimientos y necesidades. —Mariana toma un cigarrillo y su encendedor, pero sus ganas de fumar parecen quedarse enredadas en los recuerdos de esa noche y en lugar de darle vida con el fuego, concentra su mirada en el delgado pitillo blanco prisionero entre sus dedos y de su boca risueña, solo salen autobiográficas sus memorias.

— ¡Sexo fuerte, desenfrenado y rudo! Me tomaste firmemente del cabello, –deshaciendo en un santiamén, la alta moña de mis dos horas en la peluquería– y aprovechando el largo de mi melena, la enrollaste en tu mano halándome hacia arriba con algo de rudeza, logrando que me levantara del suelo, y un gemido mío lo acallaste con un beso acercándome al sofá, haciéndome entender la pose en la que deseabas que me entregara a ti. La ternura rutinaria al hacernos el amor, con seguridad vendría después de quedar exhaustos pero relajados, y haber saciado nuestra excitación, observando abrazados por la ventana de nuestra habitación ese nuevo amanecer. —Camilo acomoda sus brazos en la mesa, cruzándolos, y posa el mentón sobre la muñeca de su mano izquierda, –justo al lado de la lustrada esfera de su cromado reloj Omega– regalándome una sincera sonrisa y sin dejar de observarme con el tostado café de sus ojos, que suele suceder cuando se encuentra sumamente interesado en alguna conversación o en alguien. ¡Como ahora, en mí!

—Inclinada boca abajo, con tu brazo derecho como apoyo sobre el cojín central, la mano del otro aferrada al respaldo y tus bonitos senos con las areolas rosadas ya expandidas por la excitación, coronadas por tus pezones vigorizados pero… ¡Desamparados de mil caricias! Con tu espalda algo arqueada y tú vientre plano bien sostenido por el ancho brazo lateral del mueble, dejabas a mi disposición la forma de melocotón de tus nalgas para hacer y deshacer deliciosas cochinadas. Te veías además de hermosa, muy excitada y dispuesta.

—Y claro que lo estaba, mi cie… Camilo. Pero te confieso que esa madrugada sí eché en falta más caricias y muchos más besos intensos, de esos que saben a miel en mi boca y a humedecido deseo en mi cuquita. Sentir el frenesí del «antes de…», con esa intensa necesidad de ser tocada por tus manos, abiertos y explorados los pliegues de mi vagina por tus dedos y luego chupada o mordida por tu boca, pero estabas demasiado eufórico y solo querías penetrarme sin preliminares.

— ¡Lo sé y lo lamento! Sé que esa vez no hubo sexo oral como preludio ni palabras subidas de tono por anticipo, sencillamente aparté hacia un lado la tirita de tu tanga y sin demasiado esfuerzo ni necesidad de las manos, mi verga ubicó de inmediato tu ardorosa entrada ya lubricada, –un sendero hacía el placer tantas veces recorrido, todas deseadas, cada una de ellas disfrutadas– y tan solo presioné lo suficiente, halándote de tus cabellos enrollados en el puño de mi mano hacia atrás, observando en el espectáculo de tu rostro, una expresión de inusual docilidad y acostumbrada inocencia, con esas mejillas encendidas, tus ojos entre cerrados y en tu boca una sonrisa de satisfacción, por tus metas cumplidas. ¡El resto lo hiciste tú, Melissa!

Y Mariana sin poderse contener, se rio con muchas ganas, llamando la atención del grupo de cinco hombres que en la mesa de al lado, –cerveza en mano– seguían emocionados las acciones del juego en el partido de futbol.

— ¡Jajaja! Siiiií… ¡Jejeje! Mientras te sentía entrar y salir, empujando con fuerza al golpear tu pubis contra mis nalgas, –haciéndome perder el equilibrio momentáneamente– tu jadeabas bien rico y excitado, y yo con mis ojos cerrados, mordía mi labio inferior aprisionando con desespero el grosor del cojín al sentirme invadida por el palpitar de tu verga, y pensaba en lo afortunada que era yo al haberme atravesado en tu vida. Me brindabas todo tu amor y compañía. La comprensión para mis caprichos y el respeto a mis ideales. ¡Quería hacerlo, en serio que sí! Lo deseaba y lo necesitaba, pero especialmente lo quise hacer por ti. Más aún, después de que me llevaras al clímax por segunda vez y tú, aguantando tu corrida como siempre pensando primero en darme placer, –sintiendo ya esa sensación de paz espiritual que me queda tras alcanzar el orgasmo con intensidad, y con los espasmos cediendo en su recorrido por mi vulva y las piernas– así que te lo pedí con mis ojos entrecerrados, pues era el momento oportuno y a pesar de que las palabras salieron de mi boca algo entrecortadas y en un tono suplicante, lograste escucharlas con claridad. ¡Házmelo por atrás, por favor! ¡Es todo tuyo mi culito, mi amor!

***

Observo a Mariana agachar un poco la cabeza y mirar de reojo alrededor nuestro, quizás algo apenada por si alguno de los clientes cercanos la hubiese podido escuchar, pero creo que eso no es probable, ya que siguen con sumo interés las acciones del compromiso de la liga italiana y en voz alta comentaban una falta no sancionada.

—Que dices, ¿pedimos otras cervezas o nos vamos de aquí? —Le hago la pregunta de inmediato a mi esposo, no tanto para evitar algún comentario suyo al respecto, sino porque el local se estaba empezando a colmar de más gente, haciendo que me sienta más acalorada y sedienta. Era eso o por recordar aquellas escenas de sexo entre mi marido y yo. ¡Tan hermosas, como añejas!

—A ver Melissa… ¿Y a dónde iríamos? Las playas deben estar atiborradas de bañistas y el malecón de vendedores. Creo que por la hora es mejor esperar un poco a que baje el sol. ¿No crees? Si quieres podrías usar tus hermosas influencias, –le digo acercándome bastante a la mesa y mirándole sin recato sus aumentadas bubis– y pedirle a tu adorado míster musculito, que nos haga el favor de poner a enfriar esto que tengo aquí, mientras nos tomamos otras dos pero que sepan de verdad a cerveza y ojalá con suficiente alcohol. —Y le enseño a Melissa, la botella de Ron Viejo de Caldas que cargo dentro de la mochila, observando como en su boca se forma una «O» por la sorpresa, para a continuación delinearse en sus labios una suspicaz sonrisa, y bastante fascinada, utilizar como dos radares el par de ojos que rivalizan con este cielo caribeño, buscando a mi espalda, la ubicación del moreno y enamoradizo cantinero.

—Okey, dame la botella y espera un momento. —Desplazo hacia atrás la silla, aceptando su reto, y me pongo en pie tomando sin drama alguno por el cogote, la botella de ron; avanzo hasta la barra pero cuatro pasos después, me doy media vuelta y levantando la voz un poco, –debido a la algarabía por alguna otra anotación en el partido de futbol– le pregunto a mi esposo: ¡¿Club Colombia dorada o roja?! —Y mi esposo, saca hacia afuera del cuello de su camisa, una cadena de laminados eslabones dorados en forma de espiga, –levantándola por un extremo del cordón, donde centellea una gruesa argolla– y la balancea sonriéndose e indicándome sin palabras, pero con absoluta claridad, la marca de cerveza de su preferencia. Debe ser la alianza de matrimonio, –pienso– aunque no la lleve puesta en su dedo... Como si lo hago yo. Me giro dándole la espalda a mi marido y sonrió esperanzada pues… ¡Aún la conserva!

***

Mientras la observo caminar hacia la barra con el garbo y donaire tan característico en ella, yo me pongo de pie para dirigirme hacia el baño y evacuar de mi vejiga las cervezas consumidas, y da la casualidad que los hombres y las pocas mujeres allí presentes, –aprovechando el entretiempo en el partido de futbol– momentáneamente centran su atención en la curvilínea figura vestida de negro que se desplaza en medio de las mesas, esquivando blancas sillas plásticas, algunas ocupadas y otras vacías, y con seguridad alguno que otro piropo, mientras se encuentra con el sonriente y fornido Andrew al otro extremo del local.

He venido aquí en varias ocasiones para ver jugar a mi equipo preferido y en otras, acompañado por Eric y Pierre con el fin de saciar la sed de algunas tardes y distraerme en otras cosas, y no pensar en Mariana. La más reciente fue solo tres días antes de saber que mi esposa regresaría a buscarme y aquí me encontré a medio día con Maureen, para resolverle algunas dudas con respecto a nuestra «amigable» relación, pues aunque ella ya se encontraba enamorada y muy dispuesta, yo por el contrario me sentía todavía dolorosamente engañado y desubicado. Y esta es la primera vez que voy a usar este angosto baño, solo pero acompañado ahora de quien me había hecho mucho daño y tanta falta a la vez.

Bajo la cremallera sin prisa y con mi mano derecha desenfundo, –gracias a Dios– mí ya serena herramienta. ¡Y es que mear con una erección presente, es un proceso bastante complicado y hasta doloroso! Mientras disparo el chorro de orina contra el pulido pedernal del orinal, cierro los ojos para seguir evocando en mi mente la continuación de esa noche, justo en la parte donde ella lo dejó.

Mariana había disfrutado conmigo y yo con ella. Si bien es cierto que esa madrugada había resultado infructuosa, –al igual que nuestros primeros intentos de tener sexo anal– por el dolor que ella sintió nada más al sentir la leve presión del glande, intentando abrirse un espacio en su arrugado y ajustado agujerito, no lo pudimos terminar como ella lo había planeado y deseado.

A la segunda muestra de dolor de su parte, se me bajó la adrenalina del momento por completo y me contuve. Dejé de moverme e insistir, a pesar de que Mariana me rogase que lo probara otra vez. Lo que yo menos deseaba, era causarle dolor físico o emocional, por lo cual opté por cambiar de lugar y ella de pose, para tener una sesión de sexo «normal» por su vagina, sentándome en el centro del sofá, con Mariana a horcajadas sobre mis piernas; sus brazos rodeando mi cuello y sus labios fundidos con los míos en un beso al principio casi eterno, angustiada pidiéndome perdón.

Se levantaba con decisión, –torturándome con el roce de sus pezones sobre mis mejillas, sin poder atrapar alguno con mi boca– apoyada en los pies sobre los cojines de piel, dejándose caer después al flexionar las piernas, penetrándose ella solita hasta donde podía o quería, y moviendo con ritmo acelerado sus caderas sin dejar de besarme la frente y lamer la punta de mi nariz.

Se detuvo por un instante que me pareció imprudente, pues yo, conteniendo los espasmos en mi granítica virilidad, –que se resbalaba ruidosamente por su anegado interior– estaba a punto de venirme dentro suyo, y Mariana autoritaria, tomó la decisión de separar por centímetros de mi pecho, el calor de sus sudadas tetas, para mirarme fijamente mientras se clavaba hasta el fondo mi verga y decir, no una ni dos o tres sino varias veces más, lo mucho que me amaba, en medio de sus resuellos y mis jadeos.

Luego siguieron varios te quieros entrecortados y correspondidos con mi cariñoso… ¡Yo también! Con movimientos pendulares de sus caderas sobre mi pubis prisionero y sus ojos dulcemente cerrados, – lentamente susurrado su… ¡Que rico me pichas, amor!– al inclinar su cabeza muy cerca de mi oreja izquierda y sin el oxígeno que en esos momentos a los dos parecía hacernos tanta falta. Todo ello en medio de los paseos que mis manos realizaban afanadas por la deseada geografía de sus henchidos pechos y con los gemidos prolongados, los suyos y los míos, que con gusto dejábamos escapar bien amplificados desde el interior de nuestras resecas gargantas.

Una conflagración sexual se reinició de repente entre dos cuerpos calientes y sudorosos, ya los dos de costado, luchando por otorgar mayor placer al deseado contrincante, sin dejar de mirarnos y tampoco de disfrutar la apetecida y contundente lucha sin cuartel en los labios, con nuestras lenguas como dagas; mi verga lubricada entraba con facilidad y al momento salía brillante, –humectada hasta más de la mitad– con furiosas ganas de volver a horadar su candente interior; entre tanto Mariana, con los músculos de su dulce «panochita» intentaba absorberlo y retenerlo dentro suyo por más tiempo, hasta que explotamos minutos después, ella y yo a la vez, sin egoísmos o engaños pero con amorosos rasguños tatuando nuestra piel.

***

Me sacudo con fuerza las manos sobre el lavamanos blanco, tras refrescarme el rostro, salpicando inmisericorde las baldosas ajedrezadas alrededor de mis pies. El espejo rectangular en el que me observo, tiene una delgada y zigzagueante fisura que arranca desde debajo del remache cromado en la esquina superior derecha, y amenaza con avanzar algunos centímetros más hacia la izquierda, –en dirección tal vez al centro– pero no hay peligro de que se termine de vencer al menos por un tiempo, mientras el dueño se apiada y consigue a alguien para que lo reemplace. Curiosa coincidencia con mi situación, qué parece no tener un pronto remedio. ¡En fin!

La algarabía y el bullicio deportivo anterior, han sido reemplazados por música salsa y varios gritos acompañados por aplausos, celebran emocionados al escuchar los primeros sonidos del bajo, el trombón, la percusión y el piano de «Sigue Tu Camino» la exitosa canción del talentoso maestro Oscar D’ León, quien según William y Kayra, se había fajado tremendo conciertazo el año pasado durante el festival de veleros.

Ese me lo perdí lastimosamente, pero este año al menos he podido disfrutar de Juan Luis Guerra, Maroon Five y la Emperatriz del Soul, Gladys Knight entre otros, –en el festival de Jazz– acompañado por William, mis dos amigos franceses y por supuesto de Kayra y su adorable hija Maureen.

Tres apresurados y fuertes golpes en la madera de la puerta a mi izquierda, me traen de nuevo a este mundo. Alguna vejiga en emergencia solicitando auxilio, me reclama este espacio. Al abrir la puerta saludo con un gesto rápido de mi cara, a un apurado hombre barbudo con barriga de camionero, y continuo hacia mi mesa esperando verla con las cervezas frías, más no es así.

Doy algunos pasos más y se termina la pared que me impide tener un mejor panorama. Desde la esquina me doy cuenta que Mariana se encuentra de pie y de medio lado, con su sonrisa amplía, apoyando un brazo sobre el rojo mesón, –descolgada en el borde su mano, y la otra reposando abierta sobre la cadera derecha– pero cercada por tres hombres cortejándola. O cuatro, si tengo en cuenta al fornido y sonriente Andrew que permanece detrás de la barra al igual que todos, pendientes a los gestos alegres en su albo rostro y con seguridad, a la divertida conversación que sostiene mi esposa con aquellos nuevos pretendientes. ¡Malditos gallinazos de mierda!

Me invade la característica sensación de celos, con el vacío en mi estómago y la firmeza con la que presiono los dientes, al sentirme nuevamente apartado, confirmando mi disgusto y haciéndome sentir como fuera de juego. Esto no debería sucederme tras el tiempo que ha pasado después de vivir todo aquello, pero sencillamente es más fuerte que yo y me seguirá sucediendo. Lo sé.

Mariana se da cuenta de inmediato sobre mi alejada presencia y sin sobreactuarse desde allí, asediada más no encadenada en medio del trio de mujeriegos, decididamente seductora me guiña un ojo y apiña los diez dedos sobre el rosado botón estirado de su boca y un segundo después, explota en dirección hacia mí un expresivo beso, –abriéndose espacio por entre un dúo de cabezas y hombros– trastornando sus masculinos egos, al extender de improviso y por completo, las falanges de sus manos, cual granada de fragmentación.

Intrigados, los tres buitres giran sus cabezas buscando conocer al afortunado que recibió el impacto. No tengo de otra más que levantar mi mano para saludarlos por cortesía, fingiendo una desenfadada sonrisa, pero sintiendo por dentro un varonil orgullo, un tanto olvidado. Lo sé, pienso que es realmente estúpido de mi parte, jactarme ahora de ser lo que ya no soy. Y sin embargo para Mariana, hago la gentil invitación, –con el movimiento en arco de mi brazo izquierdo– a sentarse al lado de su rey bien herido, apartándole caballerosamente por el respaldo, su trono de plástico.

Ahora ella apurada, se despide de sus nuevos conocidos estrechándoles brevemente sus manos, obsequiándoles una sonrisa hechicera. Le comenta algo al musculoso cantinero, seguramente con la intención de agradecerle la atención prestada y del mesón toma los oscuros envases de cerveza, –cuatro para ser más exactos– y alegre, con un movimiento cadencioso, echa hacia atrás su recortada melena y se abre paso por entre aquellos tres derrotados, camina de manera segura hacia mí, ondulando sus caderas tras cada paso que da y por la rendija risueña de su boca, se asoma el comienzo de su lengua en forma conoidal, juguetona e infantil, toda ella jactanciosa.

Y lo mejor… ¡Con dos «Club Colombia Doradas» bien heladas en cada mano!

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