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La vida promiscua de una mujer casada (01)
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Tiempo de lectura: 6 minutos

Episodio: Le pongo los cuernos y se lo cuento a mi marido.

Regresaba con mi marido de aquel evento nocturno. Había sido la inauguración de una exposición pictórica. Adela, mi vieja amiga, fue quien nos invitó, ella conocía al pintor y nos lo presentó.

Ya en la recámara, Joel y yo nos deshicimos de nuestras ropas para estar más cómodos.

Mientras mi marido se quitaba los zapatos sentado en la cama yo, en el otro lado del lecho a sus espaldas, retiré mis prendas exteriores quedando sólo en lencería. Luego bajé mis pantaletas pero con mucho cuidado, pues éstas estaban pegadas a mis vellos púbicos por el semen del hombre con quien había fornicado. Joel no se había dado cuenta y, por supuesto, no debía ver aquellos rastros, así que procedí con cautela.

Mis dedos desenmarañaron mi pelambrera. Era evidente lo sucedido debido a que aún quedaban restos aglutinados de la pringue de aquel otro hombre. Los restos del esperma de aquel extraño ahora ya estaban secos pero todavía ponían en evidencia mi pequeña travesura. No podía dejar que Joel lo notara. Debía limpiarlos apropiadamente así que me encaminé al baño dispuesta a ducharme.

Mientras el agua limpiaba los residuos de mis pasadas acciones yo recordaba cómo me había fornicado aquel extraño y rememorarlo me hizo revivirlo llenándome de goce nuevamente.

“Luego de que nos lo presentara Adela, Alfonzo, el artista anfitrión de nuestra velada, se acercó a mí mientras estaba sola apreciando una de sus pinturas. Me admiraba del erotismo para nada velado de sus cuadros, especialmente el enfocado en el trasero femenino. Se notaba un particular interés por ese tipo de redondeces.

Mientras yo le expresé mi comentario al respecto de su obra, Alfonzo se acercó tanto que me sentí sitiada, me veía intensamente como si quisiera comerme ahí mismo. Supuse que Adela lo había puesto al tanto de mis frecuentes deslices y por ello venía, como suele decirse, con la espada desenvainada. Y bueno, sin ocultar su interés lucía una franca erección bajo el pantalón que yo pude notar.

«Le interesan mucho…» —dije como indagando sus pretensiones sobre mí aunque señalé con la mirada su pintura, y él completó: «¿Los culos…?»

«Sí —continuó con su respuesta y dirigió su mirada al mío propio—, los culos nos revelan el verdadero perfil de la mujer, más que el de su rostro. De hecho considero que las nalgas son las verdaderas ventanas al carácter femenino. Ellas no mienten. Hay culos tímidos, valientes, presumidos, patéticos, apocados, necios, inteligentes, alegres, tristes, enojados, engreídos. Cada una es el culo que tiene» —me comentó.

«¿Ah, de verdad?» —le dije sin saber si sólo estaba burlándose de mí o si hablaba en serio.

«Pero claro» —dijo, y sin ningún pudor puso una de sus manos sobre una de mis nalgas. No pude evitar sonrojarme pues la gente a nuestro alrededor podría atestiguar lo que pasaba entre nosotros.

«Tú, por ejemplo —dijo y deslizó su mano por la curva de mi nalga hasta hundir su dedo medio por el surco que dividía mi trasero—, eres una mujer ciertamente transgresiva, maliciosa, traviesa… —en ese momento ya no tuve duda, eso lo sabía de seguro por mi amiga quien le había hablado de mí—, aunque un poco estrecha» —terminó por decir.

«¿Estrecha…?», le dije con verdadera extrañeza.

«Sí, justo de aquí eres estrecha» —y clavó uno de sus dedos en mi ano, aunque aún sobre mi ropa.

La presión fue tan fuerte que di un brinco y emití un pequeño grito inevitable, pues me había tomado por sorpresa.

«¡Cuidado…!, mi marido está ahí» —dije señalando lo obvio.

Sin importarle que nos viera la gente Alfonzo me besó con una pasión exacerbada.

Tras separarse nuestros labios volteé hacia ti temiendo lo peor, pero me di cuenta de que tú no me mirabas gracias a que Adela te hacía la conversación. Bien supuse que ella lo hacía a consciencia para brindarme la oportunidad de…”

“¿De ponerme los cuernos…?”, respondió mi marido.

“Ajá”, le contesté a Joel viendo cómo se estaba excitando, tal como siempre pasaba cuando le contaba mis travesuras que para él eran tan sólo fantasías. Le había hecho creer eso desde que comencé a tener ese tipo de aventuras. Joel creía que todo ello me lo inventaba para que él se excitara y así tuviéramos mejor sexo, en parte era cierto, me gustaba verlo excitarse pero… pobre esposo mío, lejos estaba de darse cuenta de que lo que le contaba eran verdaderas experiencias. Es muy crédulo, siempre lo ha sido. Yo gozaba siéndole infiel y él lo hacía al escucharme.

Y es que nuestro matrimonio antes de mis aventuras era tan aburrido que yo lo hubiese dejado, si no fuera por nuestros hijos, sólo por ellos me mantenía unida a él. Aunque, a decir verdad, desde que le contaba “mis fantasías” Joel había mejorado mucho en la cama. Confieso que me gusta montarlo a la vez que lo veo excitarse por mis aventuras. Nunca antes me deseó tanto.

«¿Y ya en el baño que hicieron?» —me preguntó Joel mientras deslizaba un dedo al interior de mi vagina. Ambos estábamos volcados en la cama disfrutando de nuestros cuerpos mientras que yo le contaba mi historia.

“Pues como estaba segura de que Adela te distraería me dejé hacer por Alfonzo.

Nada más entramos al baño no le importó que hubiese un par de personas allí, me colocó delante de los lavabos y subió mi falda.

Apoyada en el improvisado altar me sentí expuesta, no te miento. Alfonzo se hincó sin vergüenza alguna y besó cada una de mis nalgas sin pena de que lo vieran.

«No tienes porqué sentirte avergonzada» —me dijo.

«¿Acaso no es un hermoso culo?» —les preguntó a quienes nos observaban.

Por medio del espejo vi que ellos se quedaban estupefactos, y eso que aún traía las pantaletas puestas. Sin embargo Alfonzo me las bajó y el espectáculo para aquellos fue a mayor. Al tener mis glúteos desnudos ante él los circundó con ambas manos, separó ambos gajos de carne y metiendo su cara por en medio metió su lengua en mi ano. La sensación fue… no sé cómo describirla pero fue intensa. Luego, delicadamente, metió uno de sus dedos por en medio de mis muslos hasta tocar mi vulva.

«Como imaginé, estás bien mojada —luego de sacar su dedo de allí lo llevó a su nariz y cató el aroma impregnado en él—, esto sólo puede significar una cosa, o ¿ustedes qué creen?» —dijo dirigiéndose a nuestros improvisados espectadores, a la vez que abría su bragueta y sacaba su erecto miembro. Estaba por empalarme ahí mismo.

Yo no me pude contener y le tomé la verga con una mano pese a la vergüenza de que me vieran. Fue una cosa automática, era como si quisiera constatar su excitación por mí.

Colocándoseme detrás hizo resbalar la punta de su falo como untándolo con mis líquidos naturales antes de entrar. Mi humedad cumplió su función, sirvió de lubricante cuando él me lo metió.

Ahí, en ese baño público, frente a esos dos extraños que lo atestiguaron, me bombeó como un perro a una hembra en celo.

«A una dama como tú hay que horadarla, penetrarla, abrirla de caderas hasta cansarla» —me decía mientras lo hacía.

Mi pelvis se meneaba rítmicamente de adelante a atrás en reacción natural a sus arremetidas. Nuestras caderas se batían lujuriosamente. Creo que hasta despertamos los deseos de los hombres que nos observaban; en ese momento pensé que éramos como una pareja de perros apareándose, con otros machos observándonos deseosos de poder hacer lo mismo conmigo cuando aquél acabara. Ese pensamiento me excitó muchísimo, estaba sexualmente arrebatada, sentía que mis piernas me iban a fallar en cualquier momento.

Otro hombre entró al sanitario y por el sonido de los pasos era evidente que otros más venían tras de él. Aquello bien podría convertirse en un escándalo así que tomé a Alfonzo y me lo llevé de allí.

«Hagámoslo en un lugar más privado» —le dije y nos metimos al baño de damas, a uno de los cubículos.

Ya ahí encerrados Alfonzo volvió a bajarme las pantaletas que apenas unos segundos antes me había subido. Mis nalgas temblaron como gelatina y él las amasó entre sus manos.

El hombre continuaba erecto y yo me sentía halagada por tal interés. Me hinqué esta vez yo, dispuesta a agradecerle lo que me había hecho sentir hacía un momento. Se lo chupé consciente de dejárselo bien lubricado para continuar con lo que hacíamos.

Con el falo ya bien mojado él se sentó en el inodoro. Allí continuaríamos con nuestro acto adúltero uniendo nuestros sexos.

Yo me le monté introduciéndome su pene en mi ya ansiosa vagina que lo deseaba tanto y que, por tanto, estaba húmeda y receptiva.

«Estás deliciosa… —me dijo— te sientes húmeda y bien calientita» —y decía la verdad.”

“¡¿No usaron condón?!” —exclamó mi marido dándose cuenta de lo obvio.

“No” —le respondí a la vez que aceleraba mi movimiento de mi mano sobre su pene. Le sonreí maliciosamente pues bien sabía yo que eso le excitaría. De seguro creería que sólo estaba jugando al decirle eso.

“¿Cómo fuiste capaz de hacer eso?” —dijo y a mí me ganó la risa. Joel se me fue encima y nos revolcamos sobre las sábanas como un par de chiquillos haciéndonos travesuras.

Mi marido que estaba bien erecto por lo que le había contado se resguardó dentro de mí como tan sólo unas horas lo había hecho Alfonzo. Le seguí contando detalles de mi cópula con aquél y así continué estimulándolo. Le conté cómo Alfonzo marcaba el ritmo de la cópula al sujetarme de mis nalgas con total dominio y fuerza que yo sólo me dejaba cargar. Sus manos me subían y bajaban provocando en ambos el placer de la unión sexual.

“Hacíamos mucho ruido; el asiento de plástico del sanitario no dejaba de golpear con éste debido a nuestros brincos. De seguro más de una se daría cuenta de lo que hacíamos ahí adentro. Las características sonoras del lugar tampoco ayudaban. No obstante seguíamos, poco nos importaba el mundo exterior en ese pequeño espacio en donde nos uníamos en el placer sexual del ayuntamiento. Bueno, por lo menos hasta que…”

“¡¿Hasta qué?!”

“Hasta que Adela fue en mi busca. Me sorprendió pues se asomó por debajo de la puerta del excusado llamándome por mi nombre.

Paramos lentamente nuestro muelleo.

«Oye, tu esposo te está buscando» —me dijo.

Desde donde estaba Adela vio los testículos de Alfonzo que era la única parte visible del aparato sexual que en ese momento me estaba yo tragando, y ella me lo hizo saber.

«Caray amiga, se ve que la han pasado muy bien» —me comentó al ser testigo de nuestros sudores ahí abajo.

Nada tonto, Alfonzo respondió: «Dile a su esposo que ahora va, pero primero debemos concluir adecuadamente lo que empezamos.

Y volvió a cargarme de las nalgas iniciando nuevamente el movimiento copular con ímpetu. Bien sabía que debíamos terminar antes de que nos descubrieras.”

“¿Qué pasó con Adela?”

“Adela disfrutó un instante de la vista y luego se fue.”

“Entonces, ¿terminó? ¿Se vino dentro de ti?”

“Sí” —respondí en algo que fue más un gemido pues en ese momento mi esposo también se estaba viniendo. Me inseminaba igual que lo había hecho Alfonzo.

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