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Me asaltaron en mi propia cama

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Serían como las 02:00 am, en la noche de año nuevo, cuando sentí que alguien entró en mi cama. Sin decir nada, María Edilma, que así se llama, simplemente se montó sobre mí, levantó su blusa y dirigió mis manos hacia sus nalgas, comprobando que estaban desnudas debajo de su corta falda. Su cuerpo se sentía cálido y ella, sin demora, me besó con inusitada pasión.

Todo había empezado unos meses atrás. Ella era una muchacha joven, casi de mí misma edad, que vivía con nosotros y ayudaba con los oficios de la casa. Cuando mis amigos estudiantes iban a visitarme, no teníamos inconveniente en permitir que ella pasara tiempo con nosotros. Entre tarea y tarea, ella preguntaba sobre una cosa y otra, y a veces participaba con nosotros en juegos inocentes que nos inventábamos para pasar el tiempo.

Una tarde me visitó Álvaro, un compañero de estudios muy cercano. Entre juego y juego nuestros cuerpos, se rozaban y estaban muy próximos, pero aquello no pasaba de ser juegos de muchachos. Acompañé a Álvaro a coger el bus de regreso a su casa. Poco antes de despedirse me dijo, usted le gusta a esa hembra y ella lo está buscando; aproveche. ¿De verdad? le dije yo. Y ¿qué hago? Ella lo va a buscar, dijo él. Cuando lo haga, aproveche y bésela. Y espere a ver qué pasa.

Todo el trayecto de regreso a casa me fui pensando en lo que mi compañero me había dicho. ¿Cómo se había dado cuenta de eso? ¿Cómo se percató que ella me buscaba? ¿Para qué? Al llegar a casa, volví a acomodarme en la mesa del comedor, donde hacía algunos instantes estábamos haciendo las tareas. No pasó mucho tiempo cuando Edilma apareció en escena y me preguntó si ya había terminado las tareas. Le dije que sí, que iba a revisar que no me faltara nada y que todo estaba al día. Y, en ese momento, ella empezó a jugar, a tratar de hacerme cosquillas. Y yo, a no dejarme. Algo parecido habíamos hecho cuando Álvaro estuvo con nosotros, pero ahora estábamos solos, ella y yo.

En medio de nuestra refriega, ella tratando de manosearme y yo a no dejarme, recordé lo que dijo mi amigo y, en algún momento, simplemente la besé. Ella no se resistió. Es más, ceo que lo estaba esperando. Nuestras lenguas se rozaron una y otra vez mientras nos abrazábamos. Hasta ese momento se me había ocurrido ver a Edilma de otra manera. Ese beso disparó todas mis sensaciones y los latidos de mi corazón se aceleraron a mil, despertando aún más el instinto. Ella era toda una hembra y me gustaba lo que estaba pasando, así que deslicé mis manos por debajo de su blusa y toqué sus abultados senos.

Ella, en algún momento se detuvo y preguntó, su amigo lo aconsejó, ¿cierto? ¿Tendría que hacerlo?, le respondí. Usted hace rato me busca y me nació besarla. ¿Hay algo malo en eso? Respondió besándome otra vez, con intensidad, permitiendo que yo siguiera acariciando sus senos por debajo de su blusa. De repente se apartó y se desabrochó la blusa, exponiendo sus senos para que me quedara más fácil acariciarlos. Y no solo eso. Era la primera vez que veía los senos de una mujer al natural y se los besé, como si estuviera amamantándome.

Eso pasaba en el comedor de mi casa. Mis padres no estaban, pero mis tres hermanos estaban en el segundo piso y no sabía en qué momento podrían bajar. Ella intentaba desnudarme, pero yo sentía miedo de ser descubierto y me cohibía de hacer algo más. Tan sólo le permití que me bajara la camisa, quedando desnudos nuestros pechos mientras seguíamos besándonos y acariciándonos. Yo la tocaba por todas partes; para mí era algo nuevo. Sobaba su espalda, sus pechos, su entrepierna y su vagina, que estaba húmeda.

De un momento a otro ella se bajó la falda y quedó desnuda frente a mí, sin importarle nada. Yo, de verdad, me asusté y me corrí. Ella, así como estaba, siguió abrazándome, desabrochó mi pantalón y empezó a acariciarme mi pene, que para ese instante estaba duro y erecto. Se sentía muy rico cuando ella lo acariciaba con sus manos. Realmente me hacía ver estrellas. Pero yo le decía, no, aquí no. Mejor después, cuando todos estén dormidos, nos encontramos de nuevo. Pero ahora no. Ella me miraba burlonamente, sonreía y me volvía a besar. Seguía desnuda frente a mí, sin importarle nada quien nos viera o nos descubriera. Sin embargo, yo no fui capaz de seguir el juego y le dije que iba a subir, y la dejé sola en el comedor.

A partir de ahí nuestra relación cambio. Cada vez que llegaba de la universidad, ella me buscaba, me llevaba al comedor y nos besábamos, como esa primera vez. Aquello se convirtió en un rito. Era inevitable que pasara y, si mis padres no estaban en casa, la aventura se hacía más frecuente. Poco después acordamos encontrarnos en el comedor, después que todos se acostaran. Ella retiraba los asientos para que pudiéramos tendernos sobre el tapete, debajo de la mesa del comedor y ahí retozar, abrazándonos, besándonos y acariciándonos sin límites. Ella chupaba mi pene y yo besaba su sexo, que tenía un olor peculiar e irresistible para mí, pero hasta ahí habíamos llegado; no porque no quisiéramos más, sino porque yo seguía con el temor a ser descubierto.

En nuestras conversaciones Edilma empezó a insinuar que llegáramos al final. Ella me preguntaba ¿cuándo lo vamos a hacer? Y yo respondía preguntándole, ¿hacer qué? A lo que ella respondía insertando su dedo índice de su mano derecha en el círculo que formaba con el dedo índice y pulgar de su mano izquierda. Era claro que ella quería ser penetrada, pero yo me resistía a hacerlo. Me daba miedo hacerlo en casa.

Después de muchas evasivas, un día dijo que, si yo no era capaz, ella si lo iba a hacer. Yo me reía porque aquello era parte normal de nuestras conversaciones cotidianas. Estábamos muy unidos, prácticamente éramos una pareja en convivencia, máxime cuando nos abrazábamos y besábamos con frecuencia; casi que a diario. Solo faltaba el punto final.

Fue entonces, el día de año nuevo, cuando ella cumplió su promesa. Si yo no era capaz, ella si lo iba a hacer. Antes de ese día, varias veces me había invitado para que la visitara en su habitación, cuando todos durmieran, pero yo nunca lo hice. Así que, aquel día, una vez culminaron las celebraciones y despedimos el año viejo. Edilma irrumpió en mi habitación y se coló en mi cama una vez segura que nadie estuviera despierto.

Aquello me tomó por sorpresa y nuevamente sentí miedo, porque en aquella habitación no sólo dormía yo sino también mis hermanos menores, pero a ella eso no le importó. Así que, llegados a ese punto, no la rechacé. Nos besamos como siempre y ella, ansiosa, dirigió mis manos para que le acariciara sus nalgas desnudas y muy pronto estuvimos desnudos los dos, fundiendo nuestros cuerpos abrazo tras abrazo. Mi pene estaba erecto y ella, sobre mí, no demoró en disponerse para que nos acopláramos y dejar que mi miembro penetrara su húmeda vagina.

Sentí un calorcito agradable mientras entraba en aquella mujer. Su vagina parecía succionar mi sexo, porque sentía que algo me apretaba y se deslizaba arriba y abajo. Ella se movía, primero lentamente, suavecito, mientras nos seguíamos besando y acariciando, pero poco a poco empezó a mover su cadera de lado a lado, de arriba abajo y, en algún momento, sentí que su cuerpo hacía todo un círculo sobre mi pene.

Se sentía rico. Nuestros cuerpos estaban sudando debajo de las cobijas y ella no quería separarse de mí, para nada. Seguíamos unidos en un interminable beso. Ella se movía a intervalos y yo seguía con mi pene erecto, aun dentro de ella, pero todavía no había eyaculado. Yo estaba cómodo en aquella situación y no quería que acabara. Al tacto su piel se sentía suave y noté como la textura de la piel de sus piernas cambió; se puso como piel de gallina.

Edilma empezó a gemir, bajito, como un suspiro y, en nuestros escarceos y caricias, llegamos a colocarnos lado a lado. Mi pene se salió de su vagina, así que para volver a estar dentro de ella, ahora fui yo quien la monté y volví a penetrarla nuevamente. Ella abrió las piernas en toda su extensión y emitió un tímido quejido de placer que me excitó y me llevó a empujar dentro de ella con más intensidad y más rápido, y cuando ella volvió a gemir, eyaculé irremediablemente. Ese susurro de su voz, pidiendo que no parara, disparó la reacción en mí.

Nos quedamos abrazados, no sé cuánto tiempo. Creo que dormimos un rato. Pero una vez recuperados, volvimos a la carga. Ella y yo estábamos a gusto y queríamos más. Todavía recuerdo la sensación que su piel despertaba en mí cuando la acariciaba y la excitación tan grande cuando ella tomaba mi miembro entre sus manos.

Aquello fue grandioso, pero ella, una vez satisfecha su curiosidad, me dejó allí y volvió a su cuarto. Había cumplido su promesa. Si yo no tomaba la iniciativa, ella si lo haría. Y agradezco mucho que lo haya hecho, porque aún hoy sigue vivo en mí el recuerdo de ese momento. Y así fue como me iniciaron en la vida sexual. Un poco resistido, pero valió la pena, gracias a María Edilma.

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