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Me convertí en mi madre (3): JAV (2c)

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La acompañé a la cama, ella me ceñía la cintura con su brazo, yo la tomaba del hombro. Llegamos al cuarto, abrí la cama y la acosté. Me puse a su lado, tapado apenas con la batita que había tomado antes, al salir. Nos quedamos mirando. Una sonrisa de paz nos vino a las caras.

—¿Estás mejor, mamá?

—Sí, hijo, nunca había sentido algo tan fuerte, se ve que la falta de costumbre del cuerpo, bueno, de usar el cuerpo, fue una sobrecarga, me parece.

—Estuviste mirando.

—Sí, tenía miedo de lo que pudiese pasar, no sé, o no sabía. Ahora veo que me puedes sustituir sin problemas.

Calló un momento, veía que tenía ganas de añadir algo. Tosió, por ganar tiempo y valor.

—¿Te lo pasaste bien?

—Eh… Primero tenía miedo, pero luego, me temo que las sensaciones fueron más exageradas de lo que jamás había sentido. Papá no tenía que enterarse, y esa fue mi excusa, pero la verdad es que disfruté mucho, y papá lo hace muy bien.

—Sí, hijo, de eso no tengo queja. Me alegro por ti, pero me he quedado triste porque ahora que ocupas mi lugar he pensado que me queda toda una vida por delante, en ti, en tu cuerpo, y yo estaba hecha a esta vida…

—Tendremos que tener la esperanza de que algo cambie, no sé, esto tan irreal no sé qué puede pasar en el futuro. Me encanta tu cuerpo, mamá, y pienso que esto se arreglará.

—Ay, hijo, ojalá. ¿De verdad te gusto… O, más bien, te gusta?

—Sí, no sabía lo que se puede disfrutar con el sexo femenino. Era algo egoísta con las chicas, y ahora… Bueno, ahora lo de las chicas, nada. Espera, ¿y las vecinas?

—Eh, bueno, ten en cuenta que estamos solas gran parte del día, nos reunimos, nos contamos nuestras cosas y como nuestras cosas incluyen el deseo, nos tenemos que arreglar así. Ellas consiguen que, los días en que no hay débito, nos pongamos a tono. No todos los maridos pagan sus deudas como tu padre, hijo.

—Ya, ya veo que es buen pagador y está bien de fondos.

—Pues tú tampoco tienes malos recursos, según he visto antes, cuando tuve que usar tu pene.

—Hombre, no me ha fallado hasta ahora.

—Mira, hablando de él, por la puerta asoma.

Era verdad, la cabeza asomaba por el calzoncillo arriba. Toqué a mi fiel amigo, que tantas alegrías me había proporcionado, y que me acompañaba de toda la vida, sin exagerar. Ahora, al tenerlo tan alejado, y sin embargo tan cerca, me entró nostalgia, y lo acaricié un poquito. Él parece que se alegró de verme, y me saludó creciendo un poco más. Mi madre sonreía.

—Qué gusto.

—¿Sigo?

—Sí, —dijo con otra voz, más profunda.

Me agaché y besé mi pene, para luego lamerlo; todavía le quedaban algunos restos de la eyaculación anterior. Lo dejé limpio, y luego metí el glande en la boca, animándolo. Se me ocurrió que algo que no había hecho nunca, y que a lo mejor estaba bien era esto: Le bajé el calzoncillo a mi madre, sujeté el pene y lo metí entre mis tetas. El resultado fue rápido y placentero, a juzgar por la cara de mamá, que se movía ahora para despojarse de la camiseta. Yo ya no tenía nada encima, el calor me había hecho despojarme de lo poco que tenía encima.

Había aceite corporal en la mesilla de noche, que yo usaba para mis masturbaciones, y ahora lo saqué del cajón, y lo apliqué generosamente en mis tetas y mi pene, o sus tetas y mi pene o mis tetas y su pene, da igual, todo quedaba en familia.

Embadurnados así, comenzamos a besarnos dulcemente, subiendo la pasión con los minutos de frotes y caricias. Nos dimos cuenta de que cada uno podía obtener el mejor placer del otro sin decir palabra. Sabíamos qué era lo que nos gustaba en el otro cuerpo, pero no en el que habitábamos. De modo que las palabras más dulces salían ahora para completar nuestros deseos. A mamá le gustaba que le lamiera por dentro, que chupara su clítoris, a mí me fascinaba que pasara sus senos por mi espalda, y, puesta sobre mí, me besara, mientras yo giraba la cara para recibirla. Todo esto lo hacíamos en el otro, en la otra, y funcionaba, pues el cuerpo tenía memoria del placer o del deseo callado.

Me subí a su cara y me chupó el pene, siempre reanimado, o quizá fue ella quien se subió a mi cara y fui yo quien abría su vagina y lamía su clítoris. Entrábamos y salíamos compartiendo ese día de aventura y deseo, que para ella había sido más esfuerzo que para mí. Sujeté sus nalgas, las abrí, lamí su ano, lo acaricié, apenas metí la punta del dedo, pero noté que deseaba algo más, y me pidió que más, más saliva y más dedo dentro de mi hijo, o quizá fue ella quien me pidió que entrara suavemente en su ano dispuesto, en un secreto que quedó por revelar para otro momento. Después de un sesenta y nueve que nos llevó tan arriba que no veíamos más que los ojos del otro, volvimos a usar el aceite para calmarnos con un masaje, que nos preparó para el final. Entró en mí con una fuerza que no me conocía, con un conocimiento que no tenía, entro hasta el fin de mí y mis pensamientos, yo respondí abriéndome del todo, cerrándome en torno a él, que era yo, desde donde ella había estado antes. Éramos uno o una, dos cuerpos que se aprendían y conocían y no olvidaban. Mi madre me penetró como si lo deseara de toda la vida, y yo la recibí con un enorme suspiro de satisfacción, de gusto que se me escapaba por la boca, y por eso volvía a respirar fuerte, para recuperar ese aliento que se me había ido, y así estuvimos tanto tiempo que no sé cuándo acabamos, eyaculando, corriéndome, húmedos, convertidos en un río sin cuerpo. Así, entrelazados, húmedos, llenos de líquidos por todos lados, nos quedamos dormidos.

***

Al despertarme me sentía un poco raro, como que no me encontraba bien, como un hormigueo por todo el cuerpo. Me levanté y me vi en el espejo, con aspecto de haber pasado una noche agitada. Menos mal que era sábado. Me rasqué, como todas las mañanas, y volví a mirarme en el espejo. Volví a mirarme en el espejo. Volví por tercera vez a mirarme en el espejo. ¡Era yo! Por lo menos era el yo de hacía dos días. Me miré con atención. El pene y los testículos colgaban como debían, el pelo lo tenía revuelto… Era yo otra vez. El hormigueo estaba desapareciendo.

Se abrió la puerta. Mi madre me miraba. Sonreía.

—Buenos días, hijo, ¿dormiste bien?

Vino a mi lado y me besó. Me besó en la boca, un rato largo.

—Ya ves que hemos vuelto. Vístete, que hay que desayunar. Papá espera.

Me dio con la mano en la nalga y se fue contenta, con una sonrisa…

Cuando mi padre salió a jugar al golf, nos sentamos en el salón y, hablando y comentando, tocándonos para comprobar la realidad, pasamos un buen rato de madre e hijo. Con los comentarios y toques para comprobar esa realidad pasamos luego un buen rato de amante y amante. Así seguimos ahora, conocedores del secreto que no se ha repetido pero intentamos reproducir cuando podemos.

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