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Políticamente incorrecto

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El trabajo la ha mantenido ocupada durante toda la semana y, aunque ha pensado mucho en su amante, no le ha llamado esperando que sea él quien tome la iniciativa. Al ver que no lo hace, ha empezado a inquietarse. Desea fervientemente volver a sentirse llena de él, del mismo modo, comprende que también tiene que lidiar con sus problemas conyugales. Se convence a sí misma de que si no la llama el próximo lunes, lo hará ella. Desde que ha decidido saltarse las reglas del matrimonio, su vida sexual se ha incrementado en cantidad y en calidad y ahora que ha probado las mieles de lo prohibido, sus exigencias se han acentuado notablemente y ya no se conforma con lo de siempre. Ahora sus incentivos son más desmedidos.

En el trabajo ha empezado a examinar y a comparar a todos sus compañeros masculinos. Aunque le cuesta verlos de forma sexual, suele barajar la posibilidad de cómo sería tener un escarceo con alguno de ellos, pero no le atrae físicamente ninguno. Si bien es cierto que tampoco le atraía su amante al principio y sin embargo es el que le procura los mejores orgasmos.

Los martes y los viernes por la mañana acude a sus clases para perfeccionar su inglés, puesto que lo tiene un poco oxidado y su posición se lo exige. Son unos veinte en la clase y en el sector masculino, un joven tremendamente atractivo destaca entre los demás. No falla nunca, en cambio Isabel no siempre puede asistir, dadas sus responsabilidades políticas. Ya ha entablado alguna conversación, aunque siempre ha sido de temas intrascendentes. Es evidente que el chaval se muestra muy atento con ella, por lo que no le pasa desapercibido su interés.

Isabel nunca ha tenido ojos para otro que no sea su esposo y, aunque aprecia el atractivo en un hombre, siempre ha antepuesto el intelecto frente al físico, de igual modo, ha valorado la fidelidad, tanto en un hombre, como en una mujer. Pero eso era antes de que se desatara a la bestia. Ahora se fija en muchos hombres, en el trabajo, en la calle y, sobre todo en el gimnasio cuando va de uvas a peras, donde hay una extensa variedad de jóvenes apolíneos en los que posar la vista. Su joven amigo, físicamente es impecable, y ahora sus ojos se recrean en los detalles de su anatomía, antes que en su intelecto.

Isabel llega de las últimas a la clase, y él parece estar esperándola en la puerta. Se saludan, entran juntos e intencionadamente él se sienta a su lado.

Cuando termina la clase, su joven admirador insiste en invitarla a un café, pero Isabel lleva un poco de prisa porque tiene temas pendientes que resolver en el trabajo, con lo cual, se va rápidamente.

—Otro día, —le dice, y el muchacho se lo toma al pie de la letra.

El martes siguiente la situación se desarrolla del mismo modo y, ante la obstinación del joven, accede para comprobar hasta donde llega ese flirteo. No hay ninguna intencionalidad por su parte, pero tiene curiosidad. Después de las clases acuden a una cafetería cercana. Se sientan en una mesa y Raúl le cuenta someramente su vida. Trabaja por las tardes de soldador y las mañanas las dedica a cultivar cuerpo y mente.

Sin poder evitarlo, los ojos del joven se pasean por sus pechos, percibiendo —a través de la camisa—la dureza de los pezones. Una cosa es segura, y es que el muchacho se muere por sus huesos o, mejor dicho, por sus carnes. Le pregunta si está casada, algo que a Isabel le parece poco original, más bien, todo un tópico, pero entiende que es un modo subliminal de sentar las bases y saber a qué atenerse, pese a que el hecho de tener pareja, no es un impedimento para tontear con la mujer madura. Le explica brevemente a qué se dedica, sin dar demasiadas explicaciones, como también le comenta que tiene un hijo de prácticamente su edad y una hija un poco más joven.

—Seguro que no es tan guapa como la madre, —afirma convencido.

—Por supuesto que lo es, —reivindica ella.

—Entonces tiene que ser preciosa.

Lo cierto es que el chaval se lo está trabajando. Es un caballero, todo lo contrario que su amante. Raúl es galante, educado, cortés, de cuerpo apolíneo, y quién sabe qué más.

—Dime una cosa. ¿Por qué estás intentando coquetear conmigo si podría ser tu madre?

—Si tuviera una madre como tú ya hubiese pecado de incesto, —asegura con la mayor naturalidad del mundo, sin embargo, aquella frase le hace gracia a Isabel y no puede contener una carcajada.

—¿Y qué pasa con tu novia? —le pregunta.

—No tengo muy claro mi relación con ella. Ella quiere casarse y eso no entra dentro de mis planes.

—¿Y cuáles son?

—No lo sé. Cada vez estoy más convencido de que no es la chica ideal para mí.

—¿Por qué dices eso?

—Si lo fuese, querría estar siempre con ella, e incluso la idea de casarme no me agobiaría tanto.

—¿Y cómo es la chica ideal, si se puede saber?

—No lo sé. No tengo predefinido un estereotipo de mujer.

—Tú podrías serlo, por ejemplo.

—No pareces tener buen ojo para las mujeres. Yo te doblo la edad. Como te he dicho, podría ser tu madre.

—Tú no eres una madre convencional.

Isabel sonríe.

—¿Qué me hace no serlo? —quiere saber.

—Se te ve una mujer de mundo, culta, que le da la importancia que merece el cuerpo y la mente, con una trayectoria profesional destacada. No se ven muchas mujeres como tú, con las ideas claras.

—¿Qué sabrás tú lo claras que son mis ideas? Te sorprendería saber que a menudo son realmente turbias.

—¿Y eso?

—Estoy casada, —le dice intentando poner una excusa para no ir más allá, aunque es lo que desea, pese a que tenga que dar un rodeo.

—Eso no es un problema, —asegura él.

—Para ti ya sé que no, pero para mí sí, —le rebate Isabel, pero sin creerse sus palabras.

—¿Te llevas bien con tu marido?

—Sí, —responde, aunque ahora tiene sus dudas. Sigue amándole, pero sus exigencias y sus prioridades han cambiado. ¿Se puede ser feliz con la persona a la que se ama, pero sustituyéndola en los momentos de pasión? Es evidente que no. Su situación comporta un dilema importante difícil de resolver, no obstante, hay dos maneras: seguir ocultando su doble vida, o dejar al amor de su vida. Tanto una decisión como la otra no conduce a la felicidad, dado que, en una y en otra continúa existiendo una carencia de diferente naturaleza.

—Tu marido es muy afortunado. Le envidio.

—Por tus palabras deduzco que los días con tu chica están contados.

—Supongo que sí.

—¿Sabes que me dedico a la política?

—Sí, hace semanas que lo sé.

—¿Ah sí?

—Sí, eres más famosa de lo que crees. La mayor parte de la gente que está aquí te conoce.

—¡Ah!, —exclama—. Entonces tendré que andarme con cautela, —bromea.

—Bueno, no estamos haciendo nada malo.

“Todavía”, piensa ella a la vez que una involuntaria y pícara sonrisa asoma en sus labios.

—Deberías pensar en tu chica.

—Ya lo hago, y tengo claro es que cada vez tenemos menos cosas en común.

—Piensa que lo importante es afrontar las adversidades que surgen en la pareja. Hay parejas que, pese a sus diferencias, son capaces de contraponer los contratiempos y superar las crisis, adaptándose y evolucionando, pero para eso hay que compartir objetivos, valores de respeto y cierta independencia que les permita crecer a nivel individual también.

—No es mi caso.

—Me lo pones difícil. Intentaba que vieras el lado positivo de tu relación, pero veo que las cartas ya están echadas. Lo tienes muy claro.

—El lado positivo es que tú me encantas, —manifiesta posando la mano en su pierna a través de su pantalón y, ante aquella osada iniciativa, Isabel tiene una primera reacción de sorpresa, sin embargo, su mano en su muslo le provoca un cosquilleo un poco más arriba. Raúl, al ver que no hay resistencia por parte de la política, su mano asciende hasta un poco más de la mitad de su muslo.

—Tú lo que quieres es echar un polvo, —le dice Isabel sin reparos.

—Y si pueden ser dos, mejor que uno. Eres una mujer muy atractiva. Me gustas mucho.

—Deberías apartar la mano, aunque no te esté viendo nadie. Como tú has dicho, puede que mucha gente sepa quien soy.

—Podemos ir a otro sitio si quieres, —sugiere anhelante, confiando en que ella sienta lo mismo.

—No creo que sea buena idea, —se excusa Isabel intentando aparentar que no es tan fácil acceder a ella y, en vista de que el joven no aparta la mano de su muslo, ella la coge suavemente y la retira.

—Lo siento, no puedo, —dice, aunque lo desea tanto como él, ahora bien, aún existe un freno moral que le impide ser tan espontánea con el muchacho al que apenas conoce.

—Tengo que irme, —dice, cuando en realidad lo que quiere decir es: “Vamos a mi casa”.

El viernes siguiente Isabel sabe que Raúl estará de nuevo esperándola. Esta vez tiene más definidos sus objetivos después de haber imaginado lo que podía haber sido esa mañana y no fue.

—¿Tomamos algo? —le pregunta Raúl después de la clase.

—¿En tu casa o en la mía? —pregunta Isabel totalmente lanzada, después de haber estado toda la semana meditando y sin recibir ninguna llamada de su amante.

Raúl ha quedado gratamente sorprendido ante la naturalidad de Isabel y no tiene dudas al respecto.

—Vamos a la tuya.

Isabel vive en un ático en el centro de la ciudad. Goza de una situación económica privilegiada y eso no le pasa desapercibido a Raúl, que cuando entra, mira hacia todos lados sorprendido por lo estilosa que es su casa.

—Menuda choza tienes.

—Gracias.

Cierra con llave por si acaso vuelve alguien inesperadamente, cosa que no suele pasar, pero igualmente lo hace, aunque, en el supuesto caso de que vuelva alguien, de poco va a servir, quizás, eso sí, para dar un poco más de margen de maniobra, como en las típicas escenas de las películas en donde el amante sale apresuradamente por la ventana, pero con el inconveniente real de que la ventana da a una gran terraza por la que no hay escape posible.

Ya en la habitación están el uno frente al otro sin saber muy bien qué hacer o esperando que alguien dé el primer paso.

—Ya estamos aquí, —dice Isabel un poco inquieta.

—Sí.

Raúl la coge por la cintura y la acerca hacia él fundiéndose en un prolongado y apasionado beso. Sus manos se pasean por la espalda y una de ellas desciende buscando sus curvas.

—Me gustas mucho, —se sincera el muchacho.

—Tú a mí también, —le responde ella entregada, y ambos se dejan caer en la cama para seguir magreándose el uno al otro.

Raúl le desabrocha la blusa y se la quita atropelladamente. Después hace lo mismo con el sujetador. Admira sus pechos erguidos, los coge y los lame, primero uno, después el otro. Una mano furtiva se desliza hasta su entrepierna, deteniéndose en ella y apretándosela a través de la tela del pantalón, mientras Isabel disfruta de sus caricias a la espera de que la desnude completamente, mas, su joven amante no se hace de esperar. Le desabrocha el pantalón, se lo quita y se queda con unas diminutas braguitas al tiempo que la vista del muchacho se deleita contemplando su hermosa anatomía. Su ansiedad le impide esperar a que ella le desnude. Se pone en pie, se quita el suéter, después la camiseta e Isabel contempla el canon de hombre ideal de la antigua Grecia. Mientras se deshace de su ropa repara en las fotos que hay en la mesita y coge una de Isabel con su marido.

—¿Es tu marido?, —le pregunta.

—Sí.

—Mejor que no vea esto, —le dice, dándole la vuelta al marco.

—Sí. —Le contesta importándole bien poco su marido en esos momentos.

Hay otra foto de su hija de la que se percata mientras se quita los pantalones.

—¿Es tu hija?

—Sí.

—Es preciosa. Casi tanto como la madre. Y, por cierto, también tiene un polvazo, como ella.

—Le tendrás que pedir permiso al novio.

—¿Por qué? No se lo he pedido a tu marido. Te lo he pedido a ti.

—Cierto, —exclama. ¿Vamos a mirar fotos o a follar? —le dice al tiempo que se quita sus braguitas quedando expuesta y completamente abierta para él.

—¡Ostias! —Exclama Raúl dejando el marco a un lado.

Raúl se deshace de los pantalones apresuradamente. Isabel se relame esperando el premio y él se muestra desnudo exhibiendo una erecta verga adornando su esculpido cuerpo. No es, ni de lejos, como la su otro amante, pero es el conjunto de sus cualidades lo que le cautiva. El chaval se pone encima de ella y ambos restriegan sus cuerpos desnudos. Las manos de Raúl colisionan con las de Isabel en su ruta de exploración por ambas fisionomías. Las manos de Isabel aferran su culo y piensa que es pura poesía. Aquella mujer de cultura portentosa está atribuyéndole calificativos artísticos a un culo, pero qué culo, piensa. Igualmente, el joven atleta experimenta la satisfacción de acariciar las aterciopeladas nalgas de la política, reconociendo el privilegio de retozar con ella.

El muchacho la besa, explora su boca y luego sigue su camino hacia el lóbulo de la oreja, desciende por el cuello, entretanto, su mano acaricia su estómago y circunvala el monte de venus para deslizarse por la pierna. Su lengua repasa sus pezones, luego se descuelga por su barriga dando repetidas vueltas por el ombligo buscando la humedad de sus pliegues y ella ahoga la respiración cuando la lengua encuentra la guarida. Él le aparta las piernas y degusta por vez primera su sal penetrante. Huele, lame y se embelesa con la ambrosía de aquella diosa. Las manos de Isabel cogen su cabeza y la aproxima hacia ella, buscando con los movimientos de pelvis, su lengua. El muchacho se aplica en la tarea de devorar la gustosa almeja, a la vez que soba los turgentes pechos. A continuación, baja la mano por la planicie de su abdomen, acariciando cada resquicio de su tersa y suave piel. Isabel se incorpora y tumba a su joven amante en la cama, ensamblando el sexo en su boca, del mismo modo, se pone a la altura de su miembro para engullirlo, acoplándose en un perfecto sesenta y nueve. Sus flujos resbalaban directamente en la boca de Raúl, y su miembro desaparece en la de Isabel, deleitándose y excitándose cada vez más hasta que abraza el anhelante momento en el que el joven apolíneo la penetre. Piensa que puede estar ovulando y le pregunta si tiene condones, pero es evidente que obtiene una respuesta negativa, aunque ella está demasiado excitada para ser sensata, de hecho, hace ya unos meses que la sensatez ha desaparecido de su vida, a pesar de ser un personaje público de relativa notoriedad. Pese a todo, le pide que no eyacule en su interior. Coge el miembro y se lo introduce, de tal manera que le muestra sus nalgas mientras salta sobre él a la vez que contempla sus nalgas perfectas en forma de corazón y se aferra a ellas. Le faltan manos para magreárselas. Simultáneamente le dedicaba las palabras más complacientes que pueda escuchar acerca de su trasero. Después de un rato saltando encima del joven potro, Isabel se da la vuelta y vuelve a acoplarse recorriendo su torso con las manos al mismo tiempo que vuelve a brincar sobre el joven que la está llevando al inminente clímax. Raúl se incorpora para cambiar la posición y compartir el mágico momento mientras se besan.

Isabel se acuesta, abre las piernas y Raúl vuelve a penetrarla, iniciando un nuevo bombeo, entretanto ella presiona su culo, se lo araña con saña e incluso le provoca heridas con sus uñas, como si fuese una gata en celo. Ambos mueven su pelvis al compás, y durante unos minutos, el ajetreo pélvico se hace progresivamente más frenético hasta que ella libera su orgasmo.

—¡No pares! ¡Sigue! —le ruega Isabel cuando sus terminaciones nerviosas confluyen al unísono en su sexo dejándose llevar por el placer.

Su orgasmo parece no remitir, pero Raúl se contiene con la única finalidad de no cortarle su placer, y cuando Isabel consuma su clímax, él saca el miembro de su interior y eyacula sobre ella. Después se tumba a su lado totalmente extenuado.

—Ha sido maravilloso, —señala el joven.

—Sí, —subraya ella.

—Déjame que te limpie.

Coge varios clínex y se esmera en limpiarle las salpicaduras de su semen. Isabel pasa los dedos por los restos de su cuerpo y se los mete en la boca.

—¿Te gusta el semen? —le pregunta sorprendido.

—Sí, —dice relamiéndose los dedos todavía pringosos—y tu verga también, —añade.

—¡Joder, Isabel! Como me pones.

Raúl vuelve a tener una erección sin ningún tipo de contacto, y ella se lleva el miembro a la boca realizándole la mejor de las mamadas.

—Vas a hacer que me corra de nuevo.

—No. Quiero que me folles otra vez.

—¡Joder! Estaría haciéndolo todo el día.

—Tengo toda la mañana. Estoy dispuesta para ti.

—Madre del amor hermoso, —exclama el sorprendido muchacho que no da crédito a la fogosidad de la mujer madura con la que está disfrutando más que con todas las remilgadas con las que ha estado hasta el momento.

Isabel se olvida del trabajo, se olvida de su marido y se olvida de todo, excepto de lo que le apetece fornicar con el joven atleta. Se incorpora y se pone de espaldas, apoyando las manos en la cama, mostrándole y moviendo sus encantos.

—¿A qué esperas?

—¡Joder! —exclama fascinado Raúl al ver la exquisitez de la seductora visión.

El muchacho desea ser un pulpo para poder atender las maravillas que ofrece el cuerpo de la diosa que está a su merced. Se agarra el miembro, lo acerca a su gruta e Isabel desliza su mano por debajo para cogerlo y acompañarlo. Los dos suspiran de placer con aquella primera estocada y, tanto el ritmo como los jadeos empiezan a ser constantes y enérgicos. Ella retuerce y contorsiona sus caderas, intentando sentir el puntal en todos los rincones. Después de un cuarto de hora sacudiendo sin descanso, Raúl abandona la posición y se tumba. Ella aferra su polla y se coloca encima para cabalgar de nuevo sobre él. El muchacho goza tanto como ella. Acaricia sus tetas y las besa. Sus manos van y vienen repasando toda su anatomía. Las nalgas son atendidas, los pechos son abordados y su cintura es dibujada con el perfil que van trazando sus manos al descender. Isabel se apoya en su torso mientras salta una y otra vez como una amazona. Aquellos duros pectorales y su tableta de chocolate le chiflan, dado que Isabel nunca ha estado con ningún hombre tan atlético. Después de otro cuarto de hora brincando sobre su polla, acelera el ritmo ante la inminencia del orgasmo que le alcanza recibiéndolo con una explosión de placer.

El clímax la deja sin fuerzas para continuar. Se queda quieta encima de él. No puede moverse, pero le gusta sentirlo dentro, aunque ya haya culminado su placer. Él desea continuar e intenta moverse dentro de ella, pero Isabel no responde a sus movimientos. A continuación, lo descabalga y le coge el enhiesto miembro para empezar a masturbarlo, entretanto él la contempla, admirándola como mujer y, mientras le masturba, le dice las frases más ardientes que ninguna otra mujer le ha regalado jamás.

Isabel se desliza hacia abajo y encierra en su boca la cabeza palpitante, logrando en pocos segundos que eyacule dentro de su boca. Pese a ello, no abandona el falo, de ese modo no desperdicia nada de su esencia. Cuando lo tiene todo en la boca se lo traga y se relame los labios sin que él pierda detalle.

—¡Increíble! —admite el joven—Mi novia nunca ha hecho algo así, ni en sueños.

—Yo no soy tu novia, cariño, —afirma, como si ella fuese una profesional y hubiese estado toda la vida tragándose el semen, cuando en realidad era una práctica reciente en su emergente y promiscua vida sexual.

—No, eres una diosa.

—Sí, soy tu diosa.

Acerca sus labios a los suyos y lo besa, y a él parece no importarle el hecho de haber tenido su semen en la boca y habérselo tragado.

Después de eso, y de que su euforia decrezca sustancialmente, reconsidera que tiene que ir a su despacho, a pesar de que le ha prometido que toda la mañana se la dedicaría a él.

—Tenemos que irnos, —le advierte.

—Claro. ¿Volveremos a repetir?

—Supongo que sí.

—¡Joder!, —exclama Raúl sintiéndose el hombre más afortunado del mundo. —Ha sido el mejor polvo de mi vida, —se sincera esperando que para ella haya sido igual de intenso, en cambio, aunque haya disfrutado enormemente, reconoce que su otro amante le hace perder la compostura y la decencia, en definitiva, la hace sentirse muy puta y eso le encanta. Hasta el momento es el único que llena por completo su vacío y reconoce que en su nueva condición no necesita otro príncipe azul, sino al potro salvaje que parece no querer dar señales de vida.

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