"Sobre una roca, en medio de aguas termales, se levantaba un pequeño árbol de tronco retorcido, hojas verdes y pequeño tamaño. Una mujer oriental, de culito prieto y tetas pequeñas, daba pequeños pasos en dirección al agua. Dentro de la piscina natural, dos amigas japonesas, con el cabello recogido en un moño, hablaban en susurros riendo y disfrutando de la cálida sensación que el líquido provocaba sus cuerpos. Un poco más allá, sentada en un saliente, una joven europea de pelo rubio y algo entrada en carnes, mostraba sus grandes senos mientras que con el cuenco de la mano se echaba agua por encima. La brisa primaveral, de vez en cuando, traía el aroma de los cerezos en flor que no muy lejos de allí crecían. Otra chica, de gran belleza, se hallaba en las instalaciones del onsen completando el proceso de higiene previo. La lluvia artificial procedente de una ducha de mano resbalaba por su espalda, mezclándose con la espuma del gel, formando remolinos que osaban explorar el nacimiento de la rajita de su culete. Una pequeña toalla de color blanco ocultaba de manera pudorosa su entrepierna…"
– En breve iniciaremos la maniobra de aterrizaje en el aeropuerto de Narita. – sonó la voz del piloto en inglés sacando a Manuel de su sueño erótico.
Cerca de una hora y media después, tras dejar sus cosas en el hotel, asearse y cambiarse de ropa, el varón salió en dirección a una taberna japonesa a la que los habitantes de aquel país llamaban "Izakaya".
– Manuel, bienvenido. – saludó una chica española que llevaba años viviendo en Tokio.
– Hola Sonia, ¡qué alegría verte!
– Mira, te presento a mi amigo Peter, que viene de Nueva York y a mi amiga Sayo, que es de Yokohama, pero lleva tiempo viviendo aquí.
Manuel hizo una pequeña inclinación con la cabeza y hablando en inglés les saludó con un "Hello".
– Sayo sabe un poco de español. – informó Sonia.
– Hora Manueru, ¿qué tal? – saludo la japonesa sonriendo y acompañando el saludo con una inclinación.
La velada transcurrió de manera animada, entre conversaciones que utilizaban palabras en tres idiomas, traducciones improvisadas y muestras de sorpresa por parte de Manuel según iba descubriendo platos y costumbres típicos del país nipón.
Al despedirse, miró a la chica japonesa y queriendo practicar su escaso japonés, y por qué no decirlo, impresionarla, dijo "Adiós" en el idioma de los samurais sin doble intención, fruto de la ignorancia.
– Sayo…onara, Sayo.
Sonia no pudo reprimir la risa mientras que la aludida se ponía roja.
Manuel sonrió estúpidamente sin saber muy bien que estaba pasando.
– Te acompaño al hotel – se ofreció Sonia.
– Vale
Durante el trayecto, ambos iniciaron una animada conversación.
– Tus amigos parecen buena gente.
– Sí, tengo suerte de conocerlos.
– Por cierto, de que te reías al final, ya sé que mi pronunciación es un desastre pero… además tu amiga se puso colorada.
– Ah, eso. Es que dijiste Sayo y luego después de una pausa "onara". Sayo es el nombre de mi amiga y "onara" significa "tirarse un pedo" en japonés
– ¿De verdad? qué vergüenza. – dijo Manuel ruborizándose.
– No pasa nada… además, creo que le gustas.
– ¿Tú crees?
– Bueno, ya quedaremos otro día.
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Dos días después, Manuel bajó del tren en una estación rodeada de árboles. El plan era visitar un templo que estaba en lo alto de una montaña.
El americano, la española y la japonesa le recibieron vestidos con ropa deportiva, zapatillas, camisetas de deporte y mochilas con su correspondiente cantimplora. Sayo llevaba el pelo recogido en una coleta y pantalones negros ajustados que le quedaban francamente bien. Sobre su cabeza, un gorro blanco para protegerse del sol.
– ¡Listos! Empezamos.
La ascensión tenía lugar por caminos que alternaban escaleras de piedra y senderos de tierra. Sobre las laderas crecían arbustos y de vez en cuando aparecían pequeñas cascadas que, junto con el sonido de la respiración y el esfuerzo, ponían banda sonora al camino.
– Konnichiwa – dijo Sonia al cruzarse con excursionistas que venían de vuelta.
– Konnichiwa – respondían por turno los aludidos.
Pronto el resto entró en la dinámica del grupo y el saludo se convirtió en algo automático que contribuía a crear una atmósfera única.
– Paramos aquí. – dijo el americano visiblemente fatigado.
– Vale – respondió Manuel tosiendo.
– ¿Bien? – preguntó Sayo interesándose mientras se quitaba el sudor de la frente con la mano.
– Arigato, gracias. – respondió Manuel apoyando sus posaderas sobre una piedra húmeda.
Sayo se sentó a su lado.
– ¿Quieres una toallita? – le ofreció en inglés.
La japonesa asintió agradecida y se secó el sudor. Manuel no pudo evitar fijarse en sus senos durante un instante. Luego, recuperando la compostura la miró y empezó a hablar al mismo tiempo que ella. Ambos pararon y se rieron. Esta vez el chico esperó contemplando el rostro de aquella mujer que cada hora que pasaba le parecía más hermosa. Tendría que aprender a decir "eres bonita" en japonés, aunque después de lo del otro día mejor era estar seguro.
Casi sin querer, mientras esperaban en silencio, Sayo tomó la mano de Manuel para luego retirarla con rapidez y separarse un poco, como temerosa de su osadía. El breve contacto pilló por sorpresa a nuestro protagonista. En ese momento, si no hubiesen estado en medio de un camino transitado, Manual hubiese correspondido a su gesto con una caricia en la mejilla.
– Bueno, bueno. Seguimos no… ya tendréis tiempo para jueguecitos – intervino Sonia.
– ¿Eres mala? – intervino Manuel recuperando la lengua de Cervantes para la ocasión.
Sayo miró sin comprender y Sonia le dijo unas palabras en japonés en las que el español creyó oír una mención a su nombre.
Unos minutos después una señal de madera en forma de flecha indicó que faltaba un kilómetro para llegar. Sonia, que iba primera, avivó el paso. Sayo, empezando a sudar de nuevo la siguió de cerca, mientras Manuel y el americano trataban de no perderlas.
Ya en la cima visitaron el templo y luego, en una pradera cercana, disfrutaron de un picnic compuesto de bolas de arroz blanco rellenas de atún y envueltas en una tira hecha de algas. De bebida agua y refrescos de sabores imposibles que contenían una pizca de alcohol.
En el camino de vuelta, cuesta abajo. Hicieron una parada para orinar. Japón es el país de los servicios. No importa que estés en medio del bosque, seguro que siempre se podrá encontrar un aseo cerca. Incluso uno de estos aseos con botones que lanzan chorritos de agua caliente y que hacen innecesario el uso de papel higiénico. Mientras orinaba, Manuel pensó en Sayo, sentada en una de esas tazas con calefacción, orinando, quizás tirándose un… apartó la imagen de su cabeza, era estúpido pensar en ello, parecía un niño de ocho años repitiendo el "caca, culo, pis".
– Cuesta abajo es más fácil. – dijo Peter cuando retomaron el camino.
– Sí, la verdad es que sí.
Manuel decidió extremar la precaución, no era momento de tropezar torpemente por ir pensando en ella.
Antes de coger el tren de vuelta compraron helados de té verde.
– ¿Te gustan los dulces? – preguntó Sayo a Manuel en inglés.
– Sí. –
– ¿Yo es dulce? – probó a preguntar, esta vez en español
– Eres dulce.
Sayo se dirigió a Sonia en japonés y Sonia habló en castellano con Manuel traduciendo.
– Básicamente, Sayo quiere saber si te apetecería ir pasado mañana a su casa a probar comida japonesa.
– Sí, podemos ir, así me contáis que…
– No me has entendido. – dijo Sonia interrumpiéndole
– La invitación solo te incluye a ti.
****************
Manuel dedicó el día siguiente a la excursión a ir de compras y visitar el barrio dónde se vendían todo tipo de dispositivos electrónicos. De vuelta al hotel, su mente se centró en Sayo. Estaba nervioso y tenía cierto temor a que la chica pensara que era un desastre o a equivocarse de nuevo. En su activa imaginación, llegó a visualizar como era arrestado por la policía por insultar y comportarse como un pervertido. En una celda una mujer con cara de pocos amigos se estaba poniendo unos guantes de látex mientras que un guardia, con señas, le indicaba que se bajase los pantalones.
Suspiró y decidió pensar, al menos por una vez, de forma práctica. ¿Se entenderían? Qué haría si no le arrestaban antes y llegaba a tener cierta intimidad. Al menos tendría que aprender algunas palabras. Así que, con este propósito en mente, navegó por Internet y tras descartar algunas palabras que le parecieron demasiado subidas de tono, apuntó "oppai" (teta) y "oshiri" (culo)… beso era fácil "kisu" y por supuesto bonita… "utsukushi"… como no, la más útil y la más dificil de todas. ¿Quién dijo que romper el hielo fuese fácil?
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– Hola – saludó en castellano cuando Sayo abrió la puerta de su casa.
– Hola. –
Sayo se había puesto una "yukata" una bata decorada con flores que se sujetaba con un cinturón de tela grueso. El cabello suelto y los labios pintados de rojo pálido.
– Utsukushi – dijo Manuel
– Tu japonés mejor que otro día. – respondió Sayo riendo.
– Pasa y siéntate. – añadió en inglés
– ¿Te ayudo?
Sayo le dijo que no hacía falta.
Manuel se sentó en la mesa y miró a su alrededor. El salón y la cocina compartían el mismo espacio abierto. Un sencillo sillón de dos plazas, la tele y un cuadro representando una escena del periodo Edo del antiguo Japón.
– Perdona, no te he enseñado casa.
El invitado se levantó y acompañó a su anfitriona mientras esta le mostraba el dormitorio principal, una habitación sin nada y un cuarto de baño con bañera y retrete moderno.
La comida, a base de pequeñas porciones de distintos platos transcurrió de manera amena, de bebida tomaron cerveza y de postre algo dulce que estaba muy bueno. Luego se sentaron en el sillón y Sayo le mostró unas fotos familiares que por lo poco que entendió, fueron tomadas en un festival de verano.
– Bonitas fotos y bonita chica
– ¿Tu crees? – dijo Sayo cogiendo la mano de Manuel.
El perfume, la singular belleza de su cuello desnudo, la electricidad y calidez que transmitía su mano y el ligero mareo fruto de la cerveza unido, esta vez sí, a la intimidad del momento hicieron posible lo inevitable. El beso en los labios. Un beso correspondido, un beso con lengua, saliva y pasión.
Después de minuto y medio, se separaron.
– ¿Te gustó?
– Sí.
– Voy un momento al baño. – dijo Sayo.
Manuel la observó mientras caminaba y antes de que cerrase la puerta la llamó por su nombre.
– ¡Sayo!
– Sí. Manuel san.
– Sayo… onara
Sayo no cerró la puerta del todo y obedeció.