Me inicié escribiendo relatos eróticos hace varios años, cuando estudiaba en la Universidad y cayó en mis manos un juego de fotocopias de un libro con relatos de este tipo. Estaba separado por capítulos, al parecer dedicados a las diferentes mujeres con quienes convivió el autor (no tuve fotocopias de la portada o página legal donde pudiese conocer más datos). En tributo a este recuerdo, publico dos de ellos. Va el segundo.
Esa mañana, después de dejar a tus hijos en la escuela, te dirigiste a la universidad. Habían pasado muchos años desde que suspendiste tus estudios; siempre acudiste puntualmente, hasta que tu primer embarazo imposibilitó que continuaras asistiendo. Pero un año antes de divorciarte, cuando tu hija la mayor cumplió ocho años, volviste a la escuela donde tras muchos trámites aceptaron tu reingreso. Varios de los profesores actuales habían sido tus compañeros de clase y todos ellos te brindaron su apoyo al saber que deseabas terminar la licenciatura. Los jóvenes te veían con sorpresa por tu edad, pero también con envidia pues los maestros te tenían muchas consideraciones. Nunca habías sido una alumna brillante y ahora se sumaban los años de inercia que impusieron tus tareas de madre y ama de casa. Fueron muchas las horas nocturnas (una vez que cumplías con tus obligaciones de madre y esposa) que debiste dedicar al estudio de asignaturas ya cursadas; afortunadamente tus ex compañeros de clase te brindaban asesorías personalizadas cuando se las pedías.
Precisamente por el trato personal que te daban en sus cubículos, te percataste de que también te miraban como mujer: eras bella, bien formada y si había un exceso de carne, ésta se encontraba en los lugares que eran más atractivos para los hombres, quienes, entre explicación y explicación, miraban hacia tu escote o hacia tus piernas. El profesor ante el pizarrón del cubículo y tú, sentada en un sillón al lado del escritorio, sonreías al tiempo que “descuidadamente” cruzabas las piernas para que tu falda corta les permitiera ver tan allá como sus ojos buscaban.
—¿Ya entendiste? —te preguntó Alejandro.
—Sí, creo que ya —contestaste viendo hacia las notas que tenías en el cuaderno.
—Entonces haz este ejercicio —te ordenó, escribiendo en el pizarrón un problema de mediana dificultad.
Cuando él soltó la tiza, tú comenzaste a transcribir el problema en tu cuaderno. Él arrastró un sillón con ruedas en las patas y lo acomodó cerca del pizarrón, quedando frente a ti para disfrutar del excelente panorama que le ofrecías. “Ahora yo te enseño”, pensaste cuando de reojo miraste cómo se arrellanaba en el asiento. Después de cinco minutos y tres líneas escritas, no pudiste continuar.
—No entiendo lo que debo hacer ahora. Ya inicié el procedimiento, pero no sé cómo seguir. Mira… —le expresaste al tiempo que tomabas el cuaderno para mostrárselo.
Él, sin levantarse de su asiento, se impulsó apoyándose en la pared y detuvo el sillón casi frente a ti. Abriste las piernas para que sus rodillas quedaran entre las tuyas. Vio lo que habías escrito y te dio instrucciones sobre cómo continuar. Así, tan cercanos, la temperatura de ambos ascendió conforme la solución del problema progresaba.
—¿Ya ves que sí se puede? —te animó apretándote la rodilla con su mano y tú le sonreíste.
—Claro que sí se puede— dijiste ensanchando la sonrisa y bajaste la mirada hacia la mano que, temblorosa, te acariciaba.
—Bueno, eso es todo por ahora. Es necesario que hagas muchos problemas. En caso de dudas, además de acudir a las asesorías con mi ayudante, puedes venir conmigo.
—Yo prefiero contigo… —precisaste y le diste un beso en la mejilla, antes de tomar tus cuadernos. Al levantarte, pasaste tu pecho a unos milímetros de su cara y él pudo aspirar a plenitud el aroma que despedías.
Ese semestre habías elegido tres materias, todas ellas eran obligatorias. En cada una siempre hubo quién te resolviera las dudas personalizadamente. Era común que las mujeres vistieran pantalón de mezclilla, tú contrastabas por usar falda o vestido, pero en el asiento tus posiciones eran iguales a las que cómodamente tenían tus jóvenes compañeras: poniendo uno de los pies sobre la banca de adelante, abrías las piernas, te sentabas sobre una de ellas, etcétera, como si también trajeras pantalón. Sin embargo, cuando llevabas pantalón, lo acompañabas de una playera ajustada y sin usar sostén, pero esas veces te sentabas en la fila delantera. El semestre terminó con un ocho y dos nueves, que se tradujeron a una “B” y dos “MB” respectivamente. Las calificaciones no reflejaban tanto lo aprendido como el esfuerzo que dedicaste a las materias; claro que eso no era lo que pensaban tus condiscípulos.
Al semestre siguiente, donde llegabas a la mitad de los créditos de la carrera, incluiste obligatoriamente una materia del área de física, deberías aprobar ésta para tener derecho a continuar con la segunda mitad del plan de estudios; por esta razón era una asignatura temida por muchos; no tanto por su dificultad académica sino que, a más de la mitad, les parecía intrusiva al programa de la carrera. El profesor era menor que tú, al menos en cinco años. Desde la primera clase te diste cuenta de la gran dificultad que tenía para apartar la mirada de tus piernas, así que, para no importunarlo, te sentaste con mucha propiedad —excepción hecha cuando deberían realizar de manera individual algún ejercicio, allí no había problema en aportarle algo de distracción—. Tus primeras calificaciones fueron bajas, aunque aprobatorias; sin embargo, al tener más obstáculos en la comprensión de la asignatura, le solicitaste ayuda, que obviamente te dio invitándote a su cubículo. A la tercera sesión de asesoría, la cercanía era muy íntima cuando te guiaba en la solución de un problema.
—Aquí debes hacer el producto vectorial antes de efectuar la integración —te precisó, acercándose por tu espalda extendió su mano sobre lo que escribías y colocó su mejilla junto a la tuya.
Voltearon a verse y simultáneamente decidieron darse un beso.
—Déjame seguir con esto, porque si no aprendo, seguramente me repruebas —le susurraste—. Después tendremos tiempo para otra cosa… —concluiste promisoriamente.
Las siguientes dos veces que te dio ayuda, las asesorías terminaron desparramando muchas caricias bajo las ropas. En ambas, después que te retiraste, él se sentó queriendo precisar si sólo era un deseo, que le surgía al ver tus piernas o al seguir el movimiento de los pezones bajo tu blusa sin sostén y era acicateado por tu olor en la cercanía, o tal vez realmente se estaba enamorando de ti. Tú también estabas confusa, pues no distinguías si se trataba de satisfacer tu instinto sexual o si era una estrategia que seguía tu inconsciente para no reprobar.
El día del último examen, al igual que la mayoría de los alumnos, empleaste todo el tiempo en resolver los problemas y tenías la seguridad de que no te iría bien. Además, habías llevado pantalón para evitar que tú misma te distrajeras en el juego que a ambos les agradaba: enseñar.
El profesor ya se había dado cuenta de cómo el grupo resolvía el examen, pues continuamente pasaba entre las filas viendo lo que cada quien estaba contestando. Algunas veces se sentaba para descansar y veía hacia tus piernas, extrañando profundamente que no llevaras falda y las abrieras descaradamente al tiempo que le esbozabas una sonrisa que él siempre correspondía.
—Bien, terminó el tiempo. Por favor, pónganle nombre a su examen y entréguenmelo.
—No, profesor, denos otra hora más —clamaban tus compañeros.
—No es posible, ya están esperando afuera los que tienen clase aquí.
—Dígales que se vayan a otro salón, o vámonos nosotros a otra parte —insistían.
—Lo siento mucho, no puedo esperar más, pero les puedo garantizar que quienes ya aprobaron los dos primeros exámenes no van a salir reprobados.
Ante esa aclaración, el profesor recibió varios exámenes en alud.
—Pero podemos mejorar la calificación si nos da más tiempo —suplicaron los más renuentes.
—O empeorarla si no me los dan ahorita —contestó el profesor, recibiendo las últimas hojas que le entregaron de mala gana.
—¿Cuándo sabremos nuestra calificación? —le preguntaste al tiempo que cruzaban la puerta.
—La próxima semana —dijo encaminándose hacia su cubículo y tú lo seguiste.
—Pensé que ibas a calificar ahorita.
—No soy tan rápido —replicó.
—Claro que no es inmediato, pero yo me podría esperar a que lo hicieras.
—¿Qué no tienes algo qué hacer hoy?
—No, al menos en tres horas —contestaste.
—Bien, pero te invito primero a caminar un poco —actividad que él practicaba una o dos veces al día.
—Bueno —aceptaste y él abrió la puerta del cubículo, entraron, tomó su portafolios y metió en él los exámenes.
—Puedes dejar aquí tus cosas —te indica con voz baja acariciándote la mejilla, después de cerrar la puerta con seguro.
Le correspondiste con un beso en su mano. Dejaste tu bolso y cuadernos sobre el escritorio. Te abrazó y su nariz comenzó a recorrer tu pelo, aspirando el aroma que lo incitaba aún más. Volteaste y se fundieron en un beso. Sin separar las bocas, las manos de ambos recorrían el cuerpo del otro, pronto se atrevieron a meter las manos bajo las ropas. Tu espalda y pecho eran recorridos lascivamente, de la misma forma en que tú metías una mano bajo el pantalón para acariciarle las nalgas y con la otra sobabas su espalda. Sentiste en tu pubis cómo crecía su erección al mismo tiempo que percibías cómo se ampliaba tu humedad. Al oír que tocaron a la puerta, se separaron. Él se arregló la camisa y abrió. Era el profesor con quien compartía el cubículo.
—¿Están trabajando? Aquí traigo varios exámenes —preguntó al entrar, dando a entender que necesitaba ponerse a calificar.
—Ya nos vamos. Regreso como a la una, por si alguien me busca —respondió manteniendo la puerta abierta para que salieras.
—Hasta luego —dijiste a salir. No obtuviste respuesta, porque el recién llegado estaba entrampado en adivinar el perfume que usabas y percibió cuando pasaste junto a él. Pobre, creyó que era esencia sintética, nunca podría encontrar esa fragancia subyugante en otro envase distinto a tu cuerpo.
Enfilaron a la salida de la escuela, atravesaron el estacionamiento lleno de autos y, después de caminar unos metros por la estrecha banqueta del circuito exterior, tomaron una vereda amplia, la cual se fue estrechando conforme la vegetación se tupía. Te tomó de la mano para evitar que resbalaras.
—Aquí hay muchas piedras —dijiste al sentir la incomodidad de traer zapatos deportivos con suela delgada.
—Pues sí, todo esto es el pedregal, que incluye a Ciudad Universitaria —aclaró sarcástico al ponerse tras de ti y tomarte de las caderas con ambas manos.
—Yo pensé que caminaríamos por el circuito.
—A mí me gusta más caminar por donde no tenga qué preocuparme de los vehículos —replicó.
—Ya no sé dónde estamos, los árboles me tapan los edificios. ¿Estás seguro de que no vamos a perdernos?
—Conozco bien este camino, llega a las peñas que están atrás del Espacio Escultórico —dijo para tranquilizarte.
—Pues está muy accidentado y solitario.
—Sí, pero me gusta por lo solitario… —te dijo entrelazando sus manos sobre tu ombligo; pegó su cuerpo para que sintieras tras las ropas qué tan parado tenía el pene y te dio un beso en la mejilla para después lamer el lóbulo de tu oreja.
—Mhh… me está dando calor… —precisaste moviendo tu trasero sobre el bulto que le crecía más con cada caricia que le hacían tus nalgas.
—Ya mero llegamos, caminemos otro poco más —dijo dándote un empujón con su bajo vientre, al tiempo que te detenía de las tetas.
A los pocos minutos de caminar dificultosamente —por seguir pegados, con sus manos viajando de arriba abajo por el frente de tu cuerpo, bajo tu blusa, única prenda superior, y sobre el pantalón entallado que traías—, llegaron a unas grandes rocas de lava negra, rodeadas de matorrales. Quedaron frente a frente. Se besaron y acariciaron lo suficiente para que quitarse las ropas fuera ya una exigencia. Comenzaron a hacerlo y sus pechos pudieron sentir el roce de la piel. Después de un beso más su boca se prendió de una de tus tetas y mutuamente se desabrocharon los pantalones; te los bajó de golpe con todo y pantaletas donde se apreciaba el brillo de tu humedad, y cuando su cara pasó por tu mata lo enardeció la fragancia que despedía tu vulva. Se terminó de bajar el pantalón y casi de inmediato, de pie, te penetró cuando separaste un poco las piernas, pues estabas sumamente mojada y excitada. A los pocos segundos supiste que él había terminado: suspendió el movimiento, quedó exhausto, separo sus manos de tu excelso trasero y sentiste cómo salió flácido su miembro. Tú seguías encendida, tu lengua siguió lamiendo los vellos de su pecho, pero él ya no reaccionó a tu petición implícita. Se agachó, besó tu vientre, levemente fofo en aras de la maternidad consumada doblemente, te subió las pantaletas y después el pantalón. Te abrazó antes de que se cubrieran el torso y te dio un beso más; todo lo hizo en silencio sin percatarse del enojo que te causó la frustración Cuando sentiste más mojada la pantaleta, seguramente porque tu flujo arrastró al abundante esperma que él había descargado, hiciste una mueca de sonrisa al tener la claridad de que tú no podrías enamorarte de alguien así; él, confundiendo tu gesto, te correspondió con una auténtica sonrisa de satisfacción y te besó la nariz. Regresaron tomados de la mano por el mismo camino, callados, pero la satisfacción que resplandecía en su rostro hizo que tu enojo tardara más en calmarse.
Ya no se encontraba el otro maestro en el cubículo cuando ustedes llegaron. Él se sentó y tú preferiste permanecer de pie. Sacó los exámenes del portafolios, miró rápidamente cada una de las hojas del tuyo y, aunque había errores evidentes que implicaban una calificación reprobatoria, sólo musitaba algunas cosas que leía y asentía con la cabeza. Al terminar de mirar tu examen escrutó la lista, vio las calificaciones anteriores, tomó la pluma y anotó “B” (bien) en el acta de examen sin darte tiempo a que preguntaras algo.
—Pues ya pasaste —dijo sin más, llenó la boleta correspondiente y al cruzar la calificación de “B” precisó: —“B” de bien, aunque si se tratara de físico y no de física, pondría “MB”, ¡muy bien!
Te extendió la boleta acompañándola de una sonrisa. Aunque te molestó su comentario, pues sentiste que habías pagado por la calificación ya que estabas segura de que tu promedio difícilmente alcanzaría una “S” (suficiente), no mostraste tu enojo. “Gracias”, dijiste al tomar tu bolso y los cuadernos que habías dejado sobre el escritorio cuando salieron al paseo.
—Gracias por las clases —precisaste—, por lo que me enseñaste, por todo… —y tú misma te interrumpiste, pues te dieron ganas de ser sarcástica para mostrar la frustración que tuviste, pero preferiste reprimir cualquier comentario al respecto.
Él se sintió halagado y se levantó para darte un último beso, pero tú, sin dejar de sonreírle, abriste la puerta y moviste la mano para acompañar el “adiós” que dijiste al salir, sin darle oportunidad de algo más.
En esa semana, de manera esporádica, volvían tus inquietudes y, cuando te fue posible, dedicaste algunos minutos a pensar sobre lo acontecido en ese semestre. Como ya vivías solamente con tus hijos, pensabas que tal vez la falta de compañía masculina orilló a que tus coqueteos fructificaran en nexos más íntimos. Concluiste que no deberías tener relaciones formales con nadie, aunque no te negarías algún “acostón” cuando lo necesitaras, sin embargo, lo que había pasado no te garantizaba que siempre pudieras quedar satisfecha.
Pasaron los meses y, aunque tuviste algunos encuentros sexuales con dos personas más y varios “fajes”, no fuiste más afortunada que en las mediocres relaciones que habías tenido con tu esposo. “Probablemente tu problema es de frigidez”, te dijo una psicóloga y recomendó que tomaras una terapia grupal. En ella supiste que debía existir un placer sexual más intenso y que valía la pena insistir.
Tuviste varias proposiciones, incluso una de ellas la consideraste seriamente, pero antes de que pudieras corresponderla, la dicha llegó sin darte cuenta, donde menos lo esperabas. Así es el amor, llega de improviso… Tu vida cambió radicalmente; hiciste cosas que jamás imaginaste, barriste con muchos tabúes sin darte cuenta. No había duda, el disfrute te hacía llorar de felicidad. En las vacaciones de primavera tuvieron una semana de luna de miel y pasearon felices recorriendo varios lugares. Cuando regresaron, buscaron todos los sitios que habían formado parte de sus historias para llenarlos de amor. Él conoció la casa de tus padres, te hizo el amor en tu cama de niña, y te llevó a la que fue la suya, las impregnaron de frenesí para regocijar a los fantasmas infantiles y a las fantasías adolescentes con la humedad de su ternura, queriendo transmitir hacia su pasado esa dicha, tendiendo un puente intemporal de amor.
Al terminar las vacaciones, regresaron tus hijos. Volviste a la escuela y al trabajo. También él procuraba no alterar de golpe la situación de tu hogar. Se veían diariamente, en ocasiones llegaba muy noche, dormía a tu lado y salía antes de que los niños se levantaran. Una noche que lo recibiste en mameluco, te lo abrió bajándote el cierre del frente mientras te besaba y, sin despegar su boca de la tuya, te acostó sobre el sofá. Te penetró eufórico, gritaste de felicidad, pero cuando él estaba a punto de venirse te separaste al escuchar ruidos: tu hija se despertó al escuchar tus aullidos de amor. Al parecer ella no se dio cuenta de la presencia de tu acompañante, porque la luz de la sala estaba apagada y, en la oscuridad, ya estabas de pie y con el mameluco cerrado, entre ella y él; en tanto escuchaba los cuchicheos de la plática que sostenías con tu hija, se preguntaba qué había pasado. La fuiste a dormir mientras él, ya repuesto de su euforia y la sorpresa, salió de tu casa. “La explicación, si se llegara a necesitar, sería que mi hija tuvo una ensoñación”, dijiste cínicamente en el grupo de terapia la siguiente tarde.
Se esmeraban en estar juntos el mayor tiempo posible, incluso procuraban usar un solo auto. Una vez que tu amante pasó por ti a donde estudiabas, escucharon una voz que te llamaba, voltearon y vieron que alguien corría hacia ustedes.
—Espérame, amor —ordenaste y te adelantaste a recibir al profesor de física que pedía hablar contigo.
“Sí, después nos vemos”, fue lo único que tu amante pudo escuchar antes de que despacharas a tu interlocutor.
—¿Qué pasó? —preguntó intrigado al ver que regresabas malhumorada.
—Nada. ¡Pinche güey, que espere sentado pues se va a cansar…!
Llegaron en silencio al auto. Te abrió la puerta. Cuando él subió para quedar al volante de tu carro, después de que te abrocharse el cinturón de seguridad, los recuerdos removieron aún más el enojo que sentiste aquella vez en las peñas.
—¡Pinche güey! —repetiste.
—¿Qué te dijo o qué te hizo? —insistió.
—Nada, sólo quiere coger. ¡Está jodido! Hace como seis meses me llevó a las peñas, me calentó un poco, me bajó los calzones y, sin nada más, me cogió, se vino luego y ya. Me dejó toda caliente. No lo volví a buscar más. Ahora que otra vez me vio, me está invitando a volver a dar un paseo. “Sí, después”, le dije. ¡Ya mero que voy a querer otra vez…! —explicaste, entre más detalles, sin mayor recato y presa todavía del enojo que te trajo el recuerdo.
Tu amante, después de escucharte, sonrió. Él se sentía afortunado de amarte, de haber encontrado a una mujer que lo llenaba y, también, de poder satisfacerte completamente. Antes de echar a andar el motor te besó apasionadamente, al tiempo que su mano acarició tu rodilla y fue subiéndola…
—La verdad, yo lo entiendo, una mujer como tú no debe desperdiciarse —te susurró en el oído mientras su dedo acariciaba tu clítoris. Tu vagina comenzó a humedecerse.
—¡Vámonos, porque aquí nos pueden ver! —exigiste riendo y le retiraste la mano que te acariciaba.
Aunque nunca se lo dijiste, él no estaba ajeno a la búsqueda de amor que habías hecho, eran muchos los indicios para inferirlo, y hoy tenía una comprobación más; también lo percibió una mañana, a pleno sol, en tu auto, pues en ese mismo estacionamiento de la escuela donde estudiabas habían hecho el amor a petición tuya, y cuando se retiraban le expresaste: “ya te cogí donde yo quería: en mis terrenos”, como recordando algo que alguna vez hiciste o quizá dejaste pendiente. Ciertamente hubiera repetido la acción este día, pero se lo impediste. Esta vez, al salir del estacionamiento, él te dio una explicación sobre lo que pudo haberle pasado a tu profesor de física.
—Eres tan hermosa y estás tan buena, que se calentó excesivamente, por haberte acariciado durante el camino. Así, al llegar a las peñas y tenerte para sí, se vino de inmediato, seguramente mucho hasta quedarse sin fuerzas, pues penetrarte acariciando tus nalgas es el mayor de los placeres, me consta, y por eso no tuvo tiempo de pensar en satisfacerte. Desde luego que le gustó y quiso repetirlo, lo cual no quiere decir que sólo te quiera para eso. Pero qué bueno que nadie pudo convencerte antes que yo de que le entregaras tu amor.
Al terminar de hablar, soltó la palanca de velocidades, tomó tu mano y le dio un beso. Con la misma mano le acariciaste la cara. Te sentías dichosa por haber encontrado a alguien con quien compartir esa hermosa locura que, desde antes adivinabas, debería existir, la de dar y recibir amor y sexo, simultáneamente. En el periférico, cuando él estaba concentrado en conducir, tuviste tiempo de recorrer una a una las pocas veces que “hiciste el amor” —así, entre comillas— con otros. No pudiste evitar que salieran unas lágrimas cuando recordaste a tu terapeuta afirmar que no creía que hubieses solucionado el problema de frigidez tan rápido, "incluso aceptando que él fuera tan especial como tú aseguras", refiriéndose a quien entonces tenía un mes de andar contigo y ahora te acompañaba. Esa semana habían tomado la decisión de vivir juntos. Sí, tuviste muy buena suerte de encontrarte con tu verdadera media naranja.