Sofi no tocó el timbre, pero supe que estaba ahí. Conociendo cada centímetro de su topografía, adiviné que debajo de ese tapado que la cubría desde el cuello hasta los pies, estaba completamente triste. Lo dejó caer al piso y dio tres pasos hasta acostarse en la chaise longue que era más de ella que mía.
-Es cómoda, pero no va con la decoración de la casa -le había dicho yo el día que inesperadamente la trajo de regalo.
-Tu decoración -dijo con un suspiro resignado, no combina con nada que sea bello, y yo necesito un lugar donde sentarme.
En todo ese tiempo creo haberme sentado una o dos veces, pero me daba algo de pudor; ella tenía razón, ni la decoración ni yo estábamos a la altura de esa pieza.
Sofi no suele usar mucha ropa cuando viene a casa, más bien ninguna, y yo nunca entendí porqué, pero jamás hicimos algún comentario al respecto. Es innegable que es el ser humano mejor diseñado que haya visto, y tal vez sea esta cualidad de inalcanzable lo que todos estos años me hizo verla como algo irreal.
Nos miramos a los ojos en silencio, como solemos hacer, y ahí ocurrió. Primero imperceptible, pero ganando volumen rápidamente, una lágrima paseó por su mejilla y cayó al suelo, dejando un hoyo tan profundo que seguramente perforó la corteza terrestre. Sin aviso ni voluntad de mi parte, mi mano le acarició la mejilla con el dorso mientras ella empezaba a hacerse un ovillo. Si a alguien pudiera sorprenderle la desnudez habitual de Sofi, ya sería demasiado decirle que por primera vez, después de años de conocernos, teníamos alguna clase de contacto físico.
Su cara era la de siempre, pero la tristeza era inédita, y a pesar de sentir algo de su pena, tocarla fue una sensación rara y muy agradable; mucho más cuando empecé a acariciarle el pelo y ella empezó a ronronear. Se aceleró mi respiración y perdí la visión periférica; solo veía mi mano sobre su nuca y sentía como se iban erizado sus pelos y los míos hasta sentirse como agujas. Todavía guiada por una consciencia propia, mi mano fue bajando por su espalda hasta la cintura, con sólo las yemas de mis dedos haciendo contacto con su piel, cada vez más viva. Cuando llegué a sus nalgas, giró sobre sí misma y quedó acostada boca arriba, con los brazos a los costados y las piernas ligeramente abiertas.
Puse mis manos sobre sus sienes, y mientras le tironeaba muy suavemente el pelo besé sus ojos cerrados hasta beber todas sus lágrimas. Deslicé mi cara por la suya, después el cuello, los hombros y enterré la cabeza entre sus pechos. Bajé las manos y me quedé jugando con sus pezones, que iban hinchándose y endureciéndose al ritmo de su respiración. Seguí mi viaje hacia el sur de su cuerpo y llegué al destino que no había buscado, pero que reconocí sin dudar. En mi imaginación, mi boca se abría y la lengua comenzaba a moverse con frenesí golpeando su clítoris, pero nada de eso ocurrió; cuando mis labios hicieron contacto con esos labios en la geografía de las pasiones, no hicieron otra cosa que acariciarlos delicadamente, casi con miedo de romperlos, haciendo caso a los gemidos de Sofi, que no pedían otra cosa.
Para mi sorpresa, en la boca me quedó el inconfundible gusto de sus lágrimas. Ella sonreía sin decir nada, se incorporó, y sin ponerse el tapado se fue en silencio como había llegado. Sé que por la calle nadie la vio desnuda porque estaba completamente cubierta de felicidad.