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Tres relatos sin sexo

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La silla de la peluquería

Las tres mujeres le daban la espalda. Llevaban el absurdo uniforme que tanto detestaban, pero que algunos clientes como él disfrutaban. Una camisa blanca, y una minifalda azul. La ropa era barata, y a algunas de ellas les jugaba en contra, porque no tenían el físico para llevar faldas tan cortas, ni camisas tan ceñidas. Pero las tres que ahora trabajaban se veían bien. Eran jóvenes, de piernas largas.

Camilo las miraba desde la silla del sector de espera. Cada tanto, a través del espejo, descubrían su mirada lujuriosa. Pero a ninguna le importaba. Por algo las obligaban a ponerse esas prendas. Para atraer clientes. Ya estaban acostumbradas.

Las chicas trabajaban con presteza en sus clientes. A Camilo, le gustaban mucho todas, pero su favorita era Celeste. En su cabeza se desató una carrera. La primera que terminase de cortar el pelo a su cliente sería la que quedaría libre, y Camilo debería pasar con ella. Alentó mentalmente, con todas sus fuerzas, a Celeste.

Su pequeño juego pareció culminar en una derrota, cuando vio cómo Miriam terminaba de cortarle el pelo a un gordito entrado en años. Pero por suerte, en lugar de llamar al próximo cliente (a Camilo) se perdió en un pasillo, que llevaba al baño.

-¿Quién sigue? –dijo después de unos minutos Celeste, mientras le terminaba de cobrar a su cliente.

Camilo se puso de pie. Esbozó una sonrisa tonta. Y se fue a sentar en la silla del medio, frente al espejo.

-Cómo te vas a cortar. -Le preguntó Celeste.

Le gustó que lo tutee. ¿Se acordaría de él? Desde hace medio año que iba una o dos veces por mes. Aunque seguramente tienen muchos clientes, pensó Camilo.

-Con tijera, bien rebajadito. Y atrás y al costado con la máquina tres.

Celeste accionó algo en la silla, y Camilo sintió cómo se elevaba hasta quedar a la altura indicada. La vio alejarse. Era petisa y culona, como le gustaban a él. Volvió con una capa azul de plástico. Se la ató al cuello, bien ajustada, para asegurarse de que no se filtren los pelos recién cortados por ahí.

Celeste comenzó a rebajarle el cabello. Lo único que no le gustaba de la chica, era que cortaba demasiado rápido. El tiempo con ella era corto, y eso disminuía considerablemente las posibilidades de que se anime a invitarla a salir, o al menos, a pedirle su teléfono.

-¿Sos de por acá? –Preguntó ella.

-Sí, de acá a cinco cuadras. –Contestó él.

Sabía que el hecho de que ella inicie la conversación no significaba nada. Todos los peluqueros hablaban hasta por los codos.

-Y vos de dónde sos. –Se sorprendió preguntando Camilo.

-De Casanova. –Contestó ella.

-Ah, Casanova. –repitió él, sin poder agregar mucho más.

No le gustaba la cara que reflejaba el espejo. Camilo tenía las mejillas muy infladas. El pelo corto no lo favorecía. Pero no podía dejar de ver a Celeste, aunque sea una vez por mes. Era la única excusa que le permitía estar a unos centímetros de la mujer que lo trastornaba tanto. Además, aunque tuviese el pelo más frondoso, no dejaría de ser poco atractivo, por no decir feo.

-Cuánto pelo tenés. –murmuró ella. –Digo, mucha cantidad.

-Sí, por suerte no me voy a quedar calvo. –contestó él, y se sintió orgulloso cuando vio que le sacó una sonrisa.

Celeste pasaba de un costado a otro para hacer su trabajo, y no podía evitar que sus caderas rocen los brazos de Camilo. Luego vino la parte favorita del muchacho.

-Tirá la cabeza para atrás. –le dijo ella.

Camilo obedeció, y mientras las tijeras se abrían y cerraban sobre su cabeza, sintió, exultante, cómo su nuca hacía contacto con las suaves tetas de la peluquera. Le hubiese gustado estar ahí durante toda la tarde.

-La tres me dijiste ¿No? –Preguntó ella, cuando terminó de usar la tijera.

-Sí. –contestó él.

Celeste enchufó la máquina, y comenzó a rapar la parte de atrás. Camilo tuvo que contener la risa, ya que le hacía cosquilla cuando la máquina pasaba por determinadas partes.

-¿Te enjuago? –Preguntó ella, cuando terminó.

-Sí, por favor. –Contestó él, casi suplicando.

-Pasá por pileta.

Lo ayudó a quitarse la capa de plástico. Pasó una toalla por su cuello, para sacarle los pequeños pelitos que quedaron adheridos a la piel. En el piso, alrededor de la silla, quedaban los restos de la masacre que se había desatado: montones de mechones de pelo marrón dispersados por las baldosas.

Camilo la siguió hasta donde estaban las piletas, sin perder de vista el enorme trasero de la peluquera.

Se acomodó en un sillón muy confortable. Tiró la cabeza para atrás, colocándola encima de la pequeña pileta.

-¿Así está bien el agua? –Preguntó ella.

Primero se sintió fría, pero enseguida se entibió.

-Sí, perfecto. –Contestó él.

Celeste puso shampoo en su mano, y comenzó a lavarle el pelo, mientras el agua, ahora cálida, seguía cayendo en su cabeza.

-Se siente muy bien. –dijo Camilo.

-¿Si?

-Muy relajante. –Recalcó él, mientras las hábiles manos se frotaban en su cabeza.

-Me alegro. A mí también me gustan los masajes en la cabeza. –Dijo Celeste.

Camilo se imaginó a ambos desnudos, en una bañera. Se vio acariciando el cuerpo mojado de la peluquera, mientras ella, con sus manos expertas, acariciaba su cabello. La sensación era muy relajante. Una sensación que lo invitaba a dormir.

-Listo. –Dijo Celeste, mientras lo terminaba de secar.- ¿Te pongo gel?

-No, así está bien. –Contestó Camilo, cuando salió de su ensoñación.

Fueron a la caja.

-Ciento cincuenta pesos. –dijo ella.

Camilo buscó en su billetera, al tiempo que meditaba sobre qué le diría a celeste. “¿Me das tu número?”. No, eso era demasiado directo. Primero debería establecer una mínima relación de confianza. “Qué linda sonrisa tenés”. Tampoco era buena idea. Ni siquiera era cierto. Sus dientes estaban un poco torcidos y eran grandes. Si debía alabar su físico, debería felicitarla por el tremendo culo que tenía. Pero tampoco era buena idea. “¿Qué hacés hoy a la noche?”. Esa hubiese sido una buena pregunta, pero veinte minutos atrás, cuando empezó a cortarle el pelo.

Le entregó el dinero.

-Gracias por el cambio. –dijo ella.

Camilo cruzó la puerta vidriada. La observó, mientras daba los primeros pasos para volver a su casa, pero ella ya estaba acomodando la silla para atender a su próximo cliente. Quizá la próxima vez…

El asiento del colectivo

Eran las seis de la mañana. Javier estaba cansado. Trabajar tres jornadas de doce horas seguidas, en el horario nocturno, hizo estragos en su cuerpo. Vio venir, a dos cuadras, al colectivo que lo llevaría a casa. Se subió, y para su alivio, había muchos asientos vacíos. Se acomodó en el fondo, al lado de la ventanilla. Apoyó su cabeza sobre el vidrio, y enseguida se durmió.

Descansar durante la hora que duraba el trayecto, le hubiese hecho muy bien. Pero no tuvo suerte. Unas paradas después, se subió al colectivo un grupo de jóvenes ruidosos. Eran muchos, y el vehículo quedó repleto. Como algunos quedaron adelante y otros en el fondo, se hablaban a los gritos. Acababan de salir de un boliche, y fanfarroneaban sobre sus proezas nocturnas. Él se despertó, molesto. Pero cuando se dio cuenta de que no podía hacer nada al respecto, se resignó.

El colectivo se fue vaciando poco a poco. Pero ya no importaba. Estaba apenas a quince minutos de su destino.

Al lado suyo estaba sentada una chica vestida con una pollera de jean muy corta. Sus piernas largas y torneadas se estiraban e invadían su espacio. La chica se quedó dormida, y su cabeza se apoyó en el hombro de Javier.

Miró a todos lados, como pidiendo auxilio, pero nadie reparó en él. La empujó, despacio, hacia el otro costado, pero cuando creyó que ya había logrado ponerla recta, la chica se desplomó sobre él nuevamente. Sus labios quedaron muy cerca. Ella largaba un aliento etílico fuerte. Javier la observó. Labios gruesos, piercing en la nariz, pelo con mechones teñidos de violeta. Seguramente, en circunstancias normales, era muy linda, pensó.

Tenía que hacer un esfuerzo muy grande para sostenerla. Si cedía, en lugar de estar apoyada sobre su hombro, caería en su regazo. Sería una situación muy incómoda y muy obscena.

El colectivo se vació casi por completo. Solo quedaba Javier, el colectivero, y la desconocida que ahora lo abrazaba y frotaba sus piernas con las de él.

Involuntariamente, rozó la piel tersa de la joven. Vio que sus piernas estaban separadas, y más allá había una cueva oscura. La rozó otra vez, ahora conscientemente, con la parte externa de su mano. La chica no dio señales de haberse despertado. Miró culposo hacia donde estaba el chofer. Pero era imposible que vea el movimiento de sus manos. Como mucho podría ver su torso. Javier la frotó, ahora con más fruición. La chica balbuceó algo, pero sus ojos seguían cerrados. Luego se animó a meterse un poco por debajo de la pollera. Masajeó los muslos, sintiendo cómo su excitación iba en aumento. Una distancia similar al tamaño de su mano, lo separaba de la ropa interior y del sexo de la chica.

De repente el colectivo se agitó con violencia. El chofer no había visto un lomo de burro (una lomada) en mitad de la calle. La chica se despertó. Sintió que sus piernas apretaban algo. Miró hacia abajo, y descubrió que un brazo hurgaba en su pollera. Los labios vaginales eran tocados por una mano torpe.

Vio la cara de pánico de Javier, que intentaba retirar la mano, sin poder hacerlo, porque ella la apretaba con sus muslos. Y entonces comenzó a gritar.

El sofá del living

Diego estaba recostado en el sofá del living. La tele encendida en volumen bajo. No había nada interesante para ver. Los periodistas no dejaban de hablar del coronavirus. Tenía la vista clavada en el techo, y tarareaba una canción que se le había pegado hacía muy poco.

-¿Por qué no vas a tocarte a tu cuarto? Cochino. –Escuchó decir a una voz femenina.

-No me estoy tocando, boba. –Se defendió Diego, no obstante, alejó la mano que estaba apoyada en su muslo, muy cerca del cierre del pantalón.

Quien le habló era Carolina. A pesar de que ya era mediodía, recién se había levantado. Vestía una remera vieja y un short de gimnasia. Su pelo rubio estaba despeinado. En resumen, estaba hecha una crota. Pero con ese hermoso rostro ovalado, de grandes ojos azules, esa piel cobriza, y ese cuerpo exuberante que ya estaba terminando de desarrollarse, no necesitaba vestirse prolijamente, pues con cualquier prenda se veía bien.

Carolina se tiró encima de Diego. Lo abrazó. Le dio un beso en el cuello, y se quedó en silencio, haciéndole cosquillas con su respiración. Diego rodeó su cintura con una mano, y con la otra le acarició el cabello.

-Dormiste tarde ¿No? –Preguntó.

-Recién a las cinco de la madrugada pude conciliar el sueño. –contestó Carolina. Le dio otro beso en el cuello. Se irguió, apenas, y ahora sus miradas quedaron a unos centímetros de distancia. –Ni siquiera encontré una serie buena para mirar.

Diego masajeó la piel de Carolina, ahí, en el diminuto espacio desnudo que había entre la remera y el short, con las yemas de los dedos. Bajó, despacio, y sintió la corrugación del short, en la parte del elástico. Al ver que ella no daba señales de incomodidad, se aventuró unos milímetros más, sintiendo el inicio de la vertiginosa curva de las nalgas de Carolina. Ella, al sentir esos dedos en el límite de lo permitido y lo prohibido, abrió los ojos, comiéndose a Diego con su intensa mirada de cielo.

-Hubieses ido a mi cuarto. Hace mucho que no dormimos juntos. –Dijo Diego, con cierta tristeza en su tono de voz.

-Es cierto. –Murmuró ella. Apoyó su cabeza en el torso de él. Sintió los latidos del corazón. Le gustaba pensar que ese leve aceleramiento se debía a ella.

Diego acarició su mejilla. Era exquisitamente suave. La recorrió arriba abajo, percibiendo también el prominente pómulo.

-Quizás hoy vaya… -dijo ella. –A tu cuarto. Quizá hoy vaya a tu cuarto para ver alguna peli.

-Te voy a estar esperando. -Dijo él, sin dejar de acariciar su rostro, mientras la otra mano seguía jugando en las fronteras del pecado.

-Te quería decir algo. –Dijo Carolina.

-Qué. –Diego intuyó algo malo.

-Tu amigo Agustín… Me está escribiendo.

-¿Te está escribiendo?

-Sí. Estamos hablando.

-Te quiere coger. –Advirtió Diego.– Siempre me bromeaba con que cuando cumplieras dieciocho…

-Creo que yo también…

-¿También qué? –Inquirió él, sintiendo cómo los celos incontrolables lo embargaban.

-También quiero que me coja.

-No lo hagas.

-Vos te acostaste con muchas amigas mías. ¿Yo no puedo? Qué machista.

-Es distinto. –dijo él. Ahora la rodeó con ambas manos por la cintura. Los pechos de Carolina se apretujaron en su cuerpo.

-¿Distinto? –Le susurró ella al oído.

-A vos no te molesta. A mi sí.

-¿Te molesta? ¿Y por qué?

-Me dan muchos celos. –se sinceró Diego.– Si lo hacés con alguien tiene que ser con uno que no conozca.

-Yo nunca te pedí algo así. –Acotó ella.– Además ¿Quién te dijo que no me dan celos?

Ahora fue ella la que acarició la cara áspera de Diego.

-Tendrías que afeitarte. –Le sugirió.– La cuarentena no es excusa para dejarse estar.

-Mirá quien habla. –retrucó él.– ¿Es en serio?

-Sí, tenés que afeitarte. –Contestó ella.

-Lo de Agustín, boba.

-No, no me gusta. Solo quería saber lo que pensabas.

-Ahora lo sabés.

Se quedaron mirándose un rato. Sus narices casi se tocaban. Las manos se entrelazaron. Su respiración se coordinó. Diego sintió que nunca podría alejarse de esa muchacha preciosa. Nunca podría vivir lejos de ella.

La puerta se abrió, rompiendo la magia.

-A ver quien me ayuda con las compras. –dijo la mujer que entró. Cargaba un montón de bolsas de supermercado llenas de mercaderías, y apenas podía con ellas.

-Yo te ayudo ma. –dijo Carolina.

Nunca le gustó que se le endilguen determinadas tareas solo por ser mujer, pero había sentido cómo el sexo de Diego comenzaba a hincharse, y si se ponía de pie, quedaría expuesto.

-¿Conseguiste dulce de leche ma? –preguntó él, desde el sofá.- Acordate que a la tarde ningún supermercado va a estar abierto.

-Sí, Diego. –Contestó la mujer, con cierta exasperación.

Cuando terminaron de guardar la mercadería, Carolina se acercó a Diego nuevamente. Le dio un tierno beso en el ojo.

-Voy a leer a mi cuarto. Avísenme cuando esté el almuerzo.

-Ya les dije que tienen que evitar esos besos y abrazos. –dijo la madre.– Este virus no es ninguna broma.

-Sí, ma. –dijeron los dos, al unísono.

A las dos de la mañana, Carolina no podía dormir. Así que decidió ir al cuarto de Diego, para mirar una película juntos, como cuando eran chicos.

Fin

(9,70)