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Un día de lluvia, rayos y truenos
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Estaba en el monte. Hacía frío. El cielo estaba cubierto de nubes negras cargadas de lluvia. Le lancé un palo a mi perro para que fuera a buscarlo. Lo cogió. Volvía con él en la boca cuando se cruzó en su camino mi prima Elisa. El perro, un pastor alemán, dejó el palo a sus pies, la miró y le dio al rabo. Elisa le acarició la cabeza y siguió su camino.

Mi prima Elisa y yo nos criáramos juntos y fuimos inseparables hasta que un día de Reyes se rompió la relación uña y carne. Fue por culpa de una muñeca de trapo con cara de cartón (la hiciera la madre que era costurera) que le regalaran a ella y una pistola de agua que me regalaran a mí. Estaba mi prima con la muñeca en brazos, cuando le dije:

-Hay que lavarle la cara para que sea más bonita.

Vacié mi pistola de agua en la cara de la muñeca. Al rato la muñeca estaba desgraciada, mi prima llorando y yo sin pistola.

Elisa lo tomó tan a pecho que me cortó el habla, o eso pensé por aquel entonces… Muchos años después, Elisa, era una joven guapísima, muy morena, alta cómo un pino y delgada cómo un palillo, de ojos azules y cabello de color negro azabache que recogía en dos trenzas.

Eran las seis de la tarde de un martes del mes de diciembre. Vestía Elisa su viejo vestido con rayas verticales rojas y negras que le daba por debajo de las rodillas y calzaba sus zapatones de encargo, que llevaba con unos calcetines rojos cuando se levantó un viento muy fuerte. Se le subió la falda y le vi las piernas y las bragas blancas. Elisa, sin soltar el saco que llevaba en la mano para llenar de piñas, bajó el vestido, se agachó, juntó las rodillas, abrió las piernas y con una mano detrás y la otra delante lo apretaba contra ella. Se arrimó de espaldas a un pino, y con las dos manos sobre la pelvis, las rodillas juntas y las piernas abiertas, me dijo:

-¡¿Qué miras?!

-Te miro a ti.

No sé si fue por dirigirme la palabra o por el viento, pero estaba cabreada.

-¡¿Y qué coño ves?!

Rompí a reír, y después le dije:

-No, el coño no te lo vi.

Si pudiera soltar el vestido me mordía en la cabeza. Sus ojos parecían los de una loca. Me dijo:

-¡Cabrón!

-Cabrón… Hombre que está casado con una mujer que le es infiel, especialmente si consiente en el adulterio… No estoy casado, no soy un cabrón.

Me seguía echando unas miradas que mataban.

-Ya salió el estudiado. ¡Si supieras cómo te odio! ¡¡Vete!!

-Me voy, pero tú debías salir de debajo del pino, con el viento que sopla te puede caer una piña en la cabeza.

Comenzó a llover con ganas. Corrí hacia la casa de la Meiga, mi perro me siguió y Elisa corrió detrás de él.

La casa de la Meiga (bruja) era una casa abandonada donde viviera una mujer que tenía docenas de gatos negros, por eso le llamaban la Meiga (había muerto hacía un par de meses). Tenía un solo hueco, sin revestir, en que estaba la lareira (cocina de piedra), el comedor, que lo formaba una mesa y dos banquetas, una cama que tenía una cobertura hecha de pieles de conejo y tenía dos ventanas y una puerta de roble sin pintar.

Llegamos a la casa calados. Frotándose las manos, dijo:

-¡Qué frío!

-¿Enciendo un fuego?

Seguía de morros.

-Haz lo que te dé la gana.

Cogí dos piñas en su saco y palos que había debajo de la lareira. Encendí el fuego con mi mechero de gasolina, y después le dije:

-¿Cómo me puedes guardar rencor después de tantos años?

-Yo no te guardo rencor.

-¿Y por qué hace tanto tiempo que no me hablas?

-Me lo prohibió mi madre. Me dijo que acabarías siendo una mala influencia. El tiempo le dio la razón.

Todo lo que me decía era nuevo para mí.

-¡¿En qué?!

-¿De cuantas amigas mías te reíste?

Le eché unos palos más al fuego, y le dije:

-¿Yo? De ninguna.

-Carmiña me dijo…

No la dejé acabar de hablar.

-Carmiña me metió unos cuernos que no entraba por la puerta de mi casa.

Me miró. Su cara era de sorpresa. Me preguntó:

-¿Con quién te metió los cuernos?

-Eso pregúntaselo a ella.

-¿Y las otras siete?

-¡Coño! Las tienes bien contadas.

-¿Qué pasó con ellas?

-Me dejaron ellas a mí.

-Si me dijeron todas que se la metiste.

-Y metí, eso fue lo malo.

-¿Para quién?

-Para mí. Después de probar mi polla quisieron probar otras.

-¿No me mientes?

-¿Qué gano con mentirte?

Estuvimos un momento callados frente al fuego. Rompí yo el silencio.

-¿Ya entraste en calor?

Volvió al tema de antes.

-¿De verdad que todas te metieron los cuernos?

-Todas.

-¿Y te enamoraste de todas?

-Las quise a todas, pero enamorarme no me enamoré de ninguna.

-¿Pensaste en mí alguna vez?

-Yo, y todos los hombres de la aldea. Caen más pajas pensando en ti que higos da la higuera de Armando.

-¡Serás sinvergüenza!

-¿Por decir la verdad?

-Te preguntaba si pensaste en mí alguna vez para hacer las paces.

-Miles de veces. Pero siempre rehuiste mi presencia.

-Eso es cierto. ¿De verdad que todos los hombres de la aldea en edad de hacer una paja pensaron en mí alguna vez?

-Más de una, eso te lo puedo asegurar.

-Vaya, nunca se me había ocurrido pensarlo.

-¿Cómo te sientes al saberlo?

-Bien, sienta bien saberse deseada.

Con el calor me había empalmado. Tapé el paquete con las dos manos. Viendo saltar chispas al arder los palos, le dije:

-Me estoy poniendo malo.

-¿Qué te pasa?

-No puedo decírtelo, si te lo digo dejas de hablarme otra vez.

-Dilo sin miedo.

-Estoy empalmado.

Me sonrió. Me miró para la entrepierna, y me dijo:

-No te creo. Quita las manos.

Quité las manos, vio el bulto y se escandalizó.

-¡Andas salido!

-Mujer, los dos aquí solos, te vi las piernas y las bragas…

No me dejó acabar.

-¡Me voy!

-Fuera llueve y hace frío.

Se apresuró a decir:

-Y aquí hace mucho calor.

Elisa estaba colorada cómo un tomate maduro. Al querer irse la cogí por la cintura y la besé en el cuello. Su piel era sedosa. Olía a champú de huevo. Apreté el paquete contra su culo, y le dije:

-Tengo que intentarlo, aunque vuelvas a cortarme el habla.

-Déjame, Quique.

Su voz me había sonado dulce, acaramelada, cómo de enamorada. La volví a besar en el cuello. Le mordí el lóbulo de una oreja. No trataba de soltarse de mí y eso me ponía más perro, dijo:

-¡Déjame, primo!

Mis manos dejaron su cintura y se posaron en sus duras tetas. Seguía sin moverse. Le levanté el vestido y mi mano derecha se metió dentro de sus bragas. Tenía el coñito mojado. Me dijo:

-Eres malo.

Le metí el dedo corazón dentro de él.

-Déjame, cochino.

Le giré la cabeza y la besé. Sus tiernos labios temblaron al entrar en contacto con los míos y su fino cuerpo se estremeció. No me devolvió los besos. Al dejar de besarla, me dijo:

-Déjame ir.

No se iba porque no quería. Me puse en cuclillas delante de ella y le bajé las bragas. Seguía sin moverse. Le levanté el vestido y vi su coñito rodeado de vello negro. Me preguntó:

-¿Qué vas a hacer?

-Comerte el coñito.

-¿Y si viene alguien?

No me había dicho que no. Ya la tenía, le respondí:

-Con este tiempo nadie sale de casa.

-Cierra la puerta por dentro por si acaso.

Ya no había vuelta atrás. Cerré la perta de la casa, volví a su lado, me agaché y comencé a lamer su coñito mojado. Puso sus manos en mi cabeza, acarició mi cabello, y me preguntó:

-¿Le hacías esto a ellas?

-Sí.

Metí mi lengua en su vagina… Lamí su coñito de abajo arriba, lamí su clítoris…

-¿Sabe rico mi coñito?

-Está delicioso.

Dejé que el vestido me cubriera, y seguí lamiendo y follando su sexo con mi lengua. Tenía el coñito estrecho… Después chupé el dedo corazón y se lo metí dentro del culo. Con la voz entrecortada, dijo:

-¿Sabe mejor mi coñito que los otros que comiste?

-Mucho mejor.

Hice que se girara, le lamí el ojete y le metí la punta de la lengua dentro.

-¡Qué cochino!

Metiendo y sacando el dedo de su coñito le follé el ojete con la lengua. Poco después sentí cómo le temblaban las piernas y como un líquido calentito bajaba por mi dedo al tiempo que su coñito lo apretaba. Elisa gemía en bajito. Se estaba corriendo y era cómo si no quisiera que yo lo supiera, pero lo supe. ¡Cómo para no saberlo con su ojete abriéndose y cerrándose al entrar y salir la punta de mi lengua de él!

Al acabar de descargar, saqué la cabeza de debajo de la falda, me puse en pie y busqué su boca con la mía. Me devoró… Lamió, chupó y mordió mi lengua. La que parecía recatada se había convertido en una vampiresa, le pregunté:

-¿Vamos para la cama?

Su respuesta fue poner su mano en mi cabeza, levantar el vestido con la otra y llevar mi boca a su coñito… Volví a lamer su clítoris, se lo chupé, volví a lamer y chupar sus labios vaginales, le volví a follar la vagina con la lengua y le volví a follar el culo con el dedo. Se puso cómo loca.

-Así, así, no pares. ¡Ay, qué gusto! Sigue, sigue. Ay, que me voy a correr, ay, que me voy a correr, ay que me corro, ay que me corro. ¡Ay qué me corro! ¡¡Me corro, Quique!!

Al correrse tiró de mis pelos cómo si quisiera arrancarme la cabellera. Mientras temblaba dos regueros de jugos acuosos bajaron por el interior de los muslos de sus largas piernas. Sus gemidos eran deliciosos.

Acabó de correrse al tiempo que dejaba de llover. Con una sonrisa de oreja a oreja, subió las bragas y me dijo:

-Me voy.

Me toqué el paquete, y le pregunté:

-¿Me vas a dejar así?

-Yo no te puse así, te pusiste tú solito.

Un rayo iluminó la casa, y al rayo siguió un trueno. Me saltó encima. Sus brazos rodearon mi cuello y sus delgadas piernas mi cintura. Sentí su cuerpo temblar y su respiración acelerada. Le tenía pánico a los truenos aunque lo peligroso fueran los rayos. Comenzó a caer granizo. Hacía tanto ruido sobre las tejas que parecía que se iba a caer el tejado. Le dije:

-Tengo ganas de meter dentro de tu coñito.

-Sería muy peligroso.

-Para algo está la marcha atrás.

Besándonos la llevé hasta la cama. La puse encima. Echada sobre las pieles parecía una muñeca de ojos azules.

-No deberíamos, Quique.

-Nadie se va a enterar.

Le desaté los cordones de los zapatones, se los quité y le quité los calcetines. Besé las plantas de sus pies. Soltó una carcajada, y después me dijo:

-Me haces cosquillas.

Dejé sus pies, y le dije:

-Lo que voy a hacer es que veas las estrellas.

Facilitó que le quitara el vestido. Tenía las piernas cerradas. Fui besando el interior de sus piernas, piernas que se fueron abriendo… Sus rodillas se flexionaron y su culo se levantó para que le quitara las bragas mojadas. Después le quité la blusa azul, se la quité botón a botón y beso a beso. Le siguió el sujetador. Sus tetas eran cómo naranjas, las magreé, lamí y chupé sus areolas marrones y sus pezones pequeños y duros… Salí de la cama y me desnudé. Elisa vio mis huevos hinchados y la polla tiesa. Se la puse en los labios, la cogió con su mano derecha y me la chupó. Estaba tan cachondo que no duré nada. La avisé:

-Sácala que me voy a correr.

Quitó la polla de la boca y me corrí mientras la frotaba en sus areolas y sus pezones.

Al acabar de correrme, me dijo:

-Dame las bragas para limpiar las tetas.

-Sé otro modo mejor de limpiarlas.

Le lamí las tetas, me preguntó:

-¡¿Qué haces?!

Lamí, chupe… Y me tragué mi propia leche. Elisa estaba anonadada.

-¡Mira que eres cerdo!

-¿Acaso tú no te chupas los dedos cuando te haces una paja?

No me contestó.

Después de comerle las tetas, me arrodillé entre sus piernas y froté mi glande en su coñito empapado y en su clítoris al tiempo que le magreaba las tetas. Elisa tenía las manos en la posición de la maja desnuda, me miraba cómo mira la del cuadro y se dejaba hacer. Quise meter la punta de mi polla en su coñito peludo, pero no entró… Seguí frotando, y a fuerza de rozar mi polla en su vagina y de besarla esta al abrirse y al cerrarse, logré meterle la punta. Rodeó mi cuello con sus brazos, me besó, y después me dijo:

-Pensé que la primera vez dolería más.

Con ella dentro, un rayo volvió a iluminar la casa. Esta vez el trueno sonó más cerca. Elisa se abrazó a mí, me apretó contra ella y la polla entró hasta la mitad. Exclamó:

-¡Ay! ¡¡Me dio!!

Sí que le había dado, y en todo el coñito, pero no el rayo. Ya no la quité. La seguí follando hasta que la polla se deslizó por el apretado túnel dándole solo placer. Cuando comenzó a gemir, le dije:

-¿Quieres subir y follarme tú a mí?

-Vas a pensar que soy una fresca.

-Lo que voy es ver a una preciosidad disfrutando.

Me empujó, sonrió con picardía, y me dijo:

-¿Crees que soy preciosa?

-Sabes que lo eres.

Me di la vuelta y se quedó encima. Me folló despacito, pero hasta el fondo desde la primera clavada… Me besó… Me dio las tetas a mamar, unas tetas con tacto sedoso, cómo toda su piel, que no se movían y que tenían los pezones tiesos y las areolas hinchadas. Cuando ya estaba a punto, me besó, y me dijo:

-Cierra los ojos. No quiero que veas cómo me corro

-¿Y eso?

-Me da vergüenza.

Cerré los ojos. Elisa, con sus manos apoyadas sobre mi pecho me folló a mil por hora. Sentía su culo yendo hacia atrás y hacia delante… Abrí los ojos y la miré.

-¡No me mires!

Su ceño se frunció, miró al techo, después cerró los ojos de golpe, y dijo:

-¡¡¡Oooh!!!

Sentí cómo su coñito desbordaba. Otro rayo iluminó la casa. No vio la luz del rayo ni sintió el ruido el trueno, ni el de la granizada que cayó después, ya que al correrse cerró los ojos y chilló cómo una coneja cuando folla.

Al acabar de correrse, saqué la polla, la cogí por la cintura y le puse el coñito en mi boca. Empapado y aun latiendo lo encontré delicioso. Le dije:

-Quiero que te corras en mi boca.

Se rio cómo una tonta, y después dijo:

-¡Ay, cómo eres! Vale, come, goloso. A ver si eres capaz a hacer que me corra otra vez.

Empecé lamiendo y follando su culo. La idea era excitarla a ver si me dejaba follárselo. Funcionó, ya que al rato, me dijo:

-¿Quieres meter un poquito en mi culo?

-Sí, pero mete tú. No quiero hacerte daño.

Elisa cogió mi polla con la mano izquierda y la frotó en su ojete mientras me metía las tetas en la boca. Sentía su culo latir cada vez que la ponía en la entrada… Estaba tan excitada que cuando metió la punta dentro no le dolió. Ni tampoco cuando metió el glande. Yo ya estaba tan cachondo que me iba a correr. Le dije:

-Te voy a llenar el culo de leche.

Quitó la polla del culo y la frotó en el coño. Derramé en la entrada y en sus labios vaginales. Cuando sintió que se iba a correr me volvió a poner el coñito en la boca. ¡Cómo lo tenía entre sus jugos y mi corrida! Lo frotó en mi lengua, y en segundos, exclamó:

-¡¡Qué corrida, madre, que corrida viene ahí!!

Quique.

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