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Tiempo extra (capitulo 6)

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                          * * * * *

 

 

 

A pesar de tener el día libre, esa mañana José Luis me despertó muy temprano y de manera apremiante. Medio dormida y sin comprender nada le mire a la cara y supe que algo grave había pasado.

—Date prisa y vístete, hay que ir al hospital.

—¿Al hospital? ¿Qué pasa?

—Un avión se ha estrellado contra una de las torres gemelas.

—Pero… ¿cómo es posible?

— No sé, es todo muy extraño y las noticias son muy confusas.

La televisión estaba puesta y la CNN, junto con el resto de las cadenas transmitía en directo la noticia. Salí del dormitorio, eran las 8'45 del 11 de septiembre de 2001. De repente y delante de mis ojos, un segundo avión apareció al fondo de la pantalla y se dirigió directo a la otra torre. Una enorme nube de fuego y terror la atravesó de lado a lado. La escena me impacto tanto que casi me quede grogui.

—¡Esto no es un accidente, es un atentado! —dijo José Luis.

—Pero ¿cómo pueden…? —comencé a decir, pero no pude, las palabras no me salían.

—Esto solo lo puede hacer Al Qaeda. Ángela date prisa que el tráfico se va a poner imposible, —me apremió.

Intentamos salir hacia Harlem pero el tráfico estaba ya colapsado y no pudimos sacar el coche del parking, y eso que estábamos a unos cuantos kilómetros del distrito financiero. A la carrera nos dirigimos a Columbus Circle, donde cogimos el metro para bajarnos en la estación de la 135 que esta junto al hospital. Por el camino, envuelto en cientos de comentarios, rumores y habladurías, nos enteramos que una de las torres había caído, arrastrando en su terrorífica caída, cientos de víctimas, entre empleados de las oficinas, bomberos, policías y paramédicos.

Las urgencias del hospital casi se colapsaron, pero el sistema funcionó bien y aguantaron. A mitad de la mañana llegaron a estar los tres turnos trabajando juntos, incluso José Luis, se colocó un chaleco de emergencias y colaboro empujando camillas, sillas de ruedas, trasladando heridos y dando ánimos. Traumatismos de toda clase, quemaduras, asfixias por inhalación de elementos extraños, lesiones oculares y muchos trastornos psicológicos y de ansiedad, muchos de ellos derivados desde el Mont Sinaí y otros hospitales privados más cercanos a la Zona Cero. Desde primer momento entré en quirófanos y durante doce horas operé sin interrupción. Cuándo terminé estaba agotada, aun así, seguí atendiendo heridos seis horas más bajo la atenta vigilancia de José Luis que sin yo apercibirme, no me quitaba ojo. Dieciocho horas después, el profesor Jacob, de manera tajante e inflexible, me mando a casa a descansar. Cinco horas después estaba de regreso, casi no podía dormir recordando las terribles imágenes que había presenciado en el hospital. Este terrible atentado me sacó definitivamente y de golpe de mi burbuja de felicidad de una manera brutal, y me recordó hechos no del todo olvidados. Recordé lo que desgraciadamente sabía muy bien: que el horror y el espanto, pueden aparecer en nuestra vida cuando menos te lo esperas, y que da igual que sea por avaricia, política o motivos religiosos o étnicos. Por nuestro hospital no apareció ningún representante político para visitar a las victimas, todos prefirieron hacerlo en los hospitales privados para hacerse las fotos pertinentes.

Ese fue nuestro último año en Nueva York, mi formación había concluido, y ya teníamos ganas de regresar y tener cerca a la familia. Reconozco que era lo que peor llevaba, estar separada de mis padres y mi hermana, mi mejor amiga. A primeros de diciembre llegamos a Madrid y nos instalamos en Alfonso XII, la casa de la que me enamore desde que aparecí en su puerta con el carné de identidad en la boca, hace ya nueve años, y que a partir de este momento era definitivamente mi hogar. Esas navidades fueron muy especiales para mí, fueron maravillosas. Me volví a introducir en la burbuja de felicidad, rodeada de los que sé, con toda certeza, que me quieren y nunca me fallaran. Uno de los días más felices de mi vida fue la Nochebuena de ese año, mi madre, mi padre, mi hermana, junto con mis tíos, mis primos y José Luis. Todos en casa de mis padres, riéndonos por cualquier cosa, cantando como tontos, bailando, jugando a las cartas, y queriéndonos.

 

Estuvimos poco en Madrid, finalizadas las Navidades, salimos temporalmente de España a un nuevo destino mucho más exótico, la India. En Nueva York conocimos a un extraño personaje durante un congreso medico en la Universidad de Columbia: Sadhvi Modi. Sadhvi, que en idioma hindi significa, «virtuoso, honesto», y aunque pueda parecer pretencioso, lo cierto es que lo era, además de un gran maestro en medicina tradicional. Al principio, todos le tomamos por el «pito del sereno», pero sin maldad y con mucha paciencia, nos fue tapando la boca a todos los sabiondos congresistas que en un principio tomamos sus técnicas a la ligera. Rápidamente se fijó en mí y de lo especial que yo era. Notó el gran potencial científico y humano que poseía, y el enorme sufrimiento que padecía. Me dijo que el me podía ayudar.

—¿En qué sentido puede ayudarme? —le pregunté suspicaz.

––Tienes que educar tu mente para poder controlar su potencial, —me respondió sonriente—. Si no lo haces, será como tener un Ferrari pilotado por un chimpancé, —yo le miraba en silencio, veía la sinceridad de sus ojos, y el profundo amor que irradiaban— pero principalmente tienes que erradicar todos los terrores que te agarrotan y aprisionan. El amor y la dedicación de tu pareja, no valdrá para nada si no pones de tu parte y te liberas.

Me quede helada ¿cómo era posible que insinuara saber algo que casi nadie sabe?, y los que lo saben, son tan cercanos, tan íntimos, que jamás dirían nada. Estaba muy impactada, con mí supermente científica no era capaz de entender que ocurría. ¿Cómo era posible que lo supiera? No conocía los detalles, pero descubrió que un terrible y espantoso secreto atenazaba mi mente, no mi corazón que era en exclusiva propiedad de José Luis. Muy asustada lo hable con él. Se sorprendió, se cabreó y rápidamente llamó a España a nuestros hermanos, únicos que estaban al corriente de nuestro secreto junto con mis padres, y le aseguraron categóricamente que de ellos no había salido, algo que de antemano ya sabíamos, pero había que cerciorarse. En los años que estuvimos en Nueva York, José Luis se relacionó con mucha gente, y fruto de esas relaciones fueron sus contactos en ciertos estamentos de investigación y de seguridad norteamericanos. Solo tuvo que hablar con uno, la agente especial Thomson. La conoció un año antes por mediación de un amigo común. Madre soltera y de sexualidad poco clara, aunque discreta, no le resultaba fácil ascender profesionalmente en un FBI preñado de conservadurismo moral y machismo. En un momento determinado, su calidad profesional solo necesitaba un empujoncito para ser reconocido y José Luis se lo dio moviendo los hilos necesarios. Habló con ella y la pidió que investigara a Sadhvi Modi: procedía de Calcuta, en la Bengala Occidental, donde era considerado un hombre santo. Tenía un centro de acogida y un precario hospital que siempre estaba abarrotado. Calcuta, donde la pobreza extrema alcanza a la mitad de la población, no es una de las zonas más pobres del país, sino del planeta. También disponía de una especie de escuela donde impartía enseñanzas a sus discípulos. En definitiva, nada que le hiciera pasar por sospechoso.

En Calcuta nos alojamos en su casa, un gran caserón perteneciente a su familia y reflejo de épocas anteriores mucho más propicias para ellos. Único heredero de la fortuna familiar, labrada en los tiempos del colonialismo británico, utilizaba todos sus recursos económicos en atender a los enfermos y a las familias necesitadas.

El choque cultural para mí fue brutal, nada que ver con mi vida en Nueva York llena de placeres y comodidades. Como siempre, a José Luis no le afecto el cambio: le ayudo su experiencia africana. Me admira la capacidad que tiene de adaptarse a todo, algo natural en él, y como una esponja, empaparse de lo que le rodea y de asimilándolo. Le veo feliz integrándose en culturas supuestamente extrañas, pero no inferiores, solo diferentes.

Inmediatamente me puse a trabajar en el hospital, mientras José Luis aportaba su enorme experiencia en la organización de los campos de ACNUR. Me enseño a educar mi mente, a controlar su potencial, pero principalmente a abrirme a la gente, a confiar en ella, a amar al prójimo. Me ayudo a desembarazarme de las cadenas que, a pesar del esfuerzo y amor de José Luis, seguían teniéndome apresada en recuerdos antiguos y terribles. Conocí personalmente la pobreza norteamericana y cualquier pobre de Bengala se hubiera cambiado sin pensarlo por ellos. Aquí, los pobres padecen enfermedades terribles como la lepra, sufren desnutrición y las condiciones higiénicas no existen. Enfermedades fácilmente curables en occidente, aquí no se tratan por falta de medios, y los enfermos simplemente se mueren. Una idea de lo compleja que es esta sociedad, es que las elecciones se realizan durante cuatro semanas, en un país donde hay varias lenguas oficiales y un montón de dialectos. Es la paradoja de esta gran nación, la gente pasa hambre en un país perteneciente al club nuclear.

 

Una vez al mes recorríamos los más de 600 kilómetros que nos separaba de Benarés en el estado de Uttar Pradesh, donde Sadhvi tenía un centro de atención de moribundos. Para un occidental es difícil comprenderlo, pero para ellos es muy importante. Según sus creencias, una de las cuatro cabezas del dios Brahma descansó en esta ciudad cuando llego a ella. Igualmente, la mano izquierda de Satí, esposa del dios Shiva, cayó en la ciudad cuando se suicido prendiéndose fuego. Benarés, es por lo tanto una ciudad doblemente santa y según la tradición, todo el que muera a menos de sesenta kilómetros de la ciudad queda dispensado de estar reencarnándose eternamente, además es obligatorio peregrinar una vez en la vida. A lo largo de las orillas del Ganges se suceden decenas de centros de acogida de moribundos, uno de los cuales era de Sadhvi, así como incontables lugares de cremación de cadáveres. Que sensación tan terrible cuando un ser humano muere en tus brazos. Estas experiencias y las valiosas enseñanzas del maestro me convirtieron en una mujer mucho más espiritual, pero igual de atea. Siempre que íbamos a Benarés me bañaba en la escalinata, semidesnuda envuelta solo en mi sari, junto a otros miles de seres humanos. Necesitaba impregnarme de ellos, de convertirme en una más, y mientras me lavaba, meditaba y me concentraba. No llegaba a la abstracción, pero me quedaba cerca; aunque podía, no quería montar un espectáculo y que me convirtieran en una diosa viviente.

—¿No te pondrás a levitar? —bromeaba José Luis.

—No seas tonto, menudo espectáculo iba a montar.

—¿Podrías hacerlo? —preguntó mi maestro.

—No sé, ¿podría?

—No me lo preguntes a mí, pregúntatelo a ti misma.

—No sé, me da miedo.

—Solo lo harás si destierras tus miedos y estás convencida de tu potencial.

—Siempre, desde pequeña, me han hablado de mí «potencial», pero nunca de esta manera.

—¿Insinúas que podría hacerlo? —intervino José Luis un poco preocupado— lo de levitar.

—Claro que podría, pero solo si ella esta convencida.

—Pues cuándo vayas a hacerlo, avísame, —bromeo viendo la cara de susto que tenía—para atarte una cuerda al tobillo, no sea que te vayas a elevar como un globo.

Incluso Sadhvi se rió, entendía perfectamente la relación que teníamos los dos y afán protector de José Luis. La Ángela que regresó de Calcuta era una mujer nueva, más capaz, más centrada, incluso más inteligente puesto que sabía, definitivamente, controlar mi enorme potencial mental.



 Durante los siguientes meses, después de nuestro regreso definitivo a Madrid, me dedique a recopilar todo lo aprendido en carpetas y fichas en un ordenador portátil, que varios años después se tradujo en mi primer libro científico, pero sobre todo me dediqué a holgazanear. Las ofertas para integrarme en los cuerpos docentes de universidades, sobre todo internacionales, así como de formar parte de hospitales famosos, se iban amontonando sobre la mesa sin que me parara a estudiarlos, o simplemente les prestara atención. Tenía al alcance de la mano convertirme en un médico estrella, uno de esos despreciables médicos multimillonarios que no mueven un dedo si no les pagas de antemano y a los que tanto desprecio. Quería intentar ponerme por mi cuenta, pero de esto José Luis no sabía nada, no quería que saliera corriendo soltando dinero para apoyarme, a pesar de que tenía un pequeño fondo fruto de mis aventuras en los casinos norteamericanos. La otra opción que me quedaba era reintegrarme en algún hospital de la Seguridad Social. Tenía la cabeza hecha un lío y me dedicaba a deambular por la casa o a pasear por el Retiro; ni siquiera me apetecía ir de compras por la milla de oro, algo inusitado en mí. José Luis permanecía al margen de mi lucha interior, o al menos eso creía yo: tengo que reconocer que me lee como un libro abierto.

En septiembre fuimos a Villaverde a celebrar mis 27 cumpleaños, y nuevamente nos reunimos en la casa de mis padres toda la familia, incluido Rafael. Ellos eran la razón por lo que no quería considerar las ofertas de trabajo, no quería volver a separarme de mis padres y de Almudena. Por la tarde fuimos a una terraza del paseo de Alberto Palacios, próximo a su casa. Mientras pedíamos las consumiciones, repare en un local comercial que tenía toda la fachada cubierta por papel de regalo y cruzado por un gran lazo rojo, que estaba a tres o cuatro metros escasos de nosotros.

—¿Has visto, Almu?

—Si, como para no verlo, —bromeó mi hermana.

—¡Joder! Hay que ser hortera para preparar algo así, —dije entre risas.

—La verdad es que sí, tienes toda la razón mi amor, —me respondió José Luis mientras mi hermana se partía de la risa, y Rafa estaba al borde del infarto— menuda horterada.

—¿De quién será? —y mirando a mi madre la pregunté—: ¿Sabes de quien es ese local, has oído algo?

—Sí, sí, lo sé muy bien, —y se echó a reír.

—¡Bueno!, ¿y de quien es?

—Tuyo mi amor, tuyo y de tu hermana, —respondió José Luis.

—¿Mio?

—¡Sí! Es tu regalo de cumpleaños.

—¡Pero…! —se me aflojaron la piernas del susto, si no hubiera estado sentada, casi seguro que me habría caído, mientras mi hermana seguía revolcándose y mis padres sonreían orgullosos.

—Nada de peros, —cogiéndome de la mano, José Luis me llevo hacia mi regalo mientras los curiosos, y mis tíos y primos se arremolinaban en torno a nosotros, y un fotógrafo, que salio de no sé dónde, comenzó a sacar fotos. Temblando como un flan, tire del enorme lazo, el papel cayo, y me quede casi sin respiración.

 

              CLÍNICA VILLAVERDE

              Doctora Ángela Gómez

 

—Es… precioso, —solo pude decir mientras las lagrimas me inundaban las mejillas y cogía las llaves que me tendía José Luis.

—Pero si solo es el cartel, —dijo José Luis riendo— espera por lo menos a ver el interior.

—Me da igual, sé que me va a gustar y el cartel es muy bonito, —y poniendo las manos sobre sus mejillas, añadí—: lo has vuelto a hacer.

—A ver si ahora nos vamos a poner a discutir.

—No, no mi amor, no lo vamos a hacer.

Introduje la llave en la cerradura, abrí y entramos, seguidos por mi familia y el fotógrafo que seguía sacando fotos. Era espacioso, luminoso y maravilloso. Sin saberlo, era el embrión de lo que, en unos años, terminaría convirtiéndose en el mayor y más importante centro hospitalario y de investigación científica del mundo, pero eso es adelantarme a los acontecimientos.

Ya de regreso a la terraza y mientras mantenía la mano de José Luis entre las mías, me vinieron a la memoria los terribles acontecimientos que marcaron mi vida al comienzo de mi relación con él. Como puse en peligro su vida, la mía y llene de desesperación y amargura a los que me quieren, mi familia. Aunque lo intente con todas mis fuerzas, no pude impedir que las lagrimas nuevamente inundaran mi rostro mientras me refugiaba en el pecho de mi único y posible amor.

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