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Los crímenes de Laura: Capítulo séptimo

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Un anciano senil.

 

Nivel de violencia: Bajo

 

Aviso a navegantes: La serie “Los crímenes de Laura” contiene algunos fragmentos con mucha violencia explícita. Estos relatos conforman una historia muy oscura y puede resultar desagradable a los lectores. Por lo tanto, todos los relatos llevarán un aviso con el nivel de violencia que contienen:

                   

-Nivel de violencia bajo: El relato no contiene más violencia de la que puede ser normal en un relato cualquiera.

-Nivel de violencia moderado: El relato es duro y puede ser desagradable para gente sensible.

-Nivel de violencia extremo: El relato contiene gran cantidad de violencia explícita, sólo apto para gente con buen estomago.

 

 

 

Laura colgó el teléfono y miró a su alrededor, intentando esclarecer los últimos acontecimientos de la noche anterior. Recordaba la cena con Karen, las copas, los bailes, y después… Joder, que experiencia, nunca había compartido un tío con otra mujer, pero debía reconocer que no había estado nada mal. Miró alrededor y pudo comprobar que tanto su amiga como el ligue de ambas seguían placidamente dormidos. Dudó durante unos instantes si debía despertar a la forense o dejarla allí, al final pensó que la mejor opción era no abandonarla.  Rodeó la cama y zarandeó con suavidad a la chica que dormía resacosa. Karen entreabrió los ojos asustada, pero sonrió al reconocer el rostro de su amiga.

 

-¿Qué hora es? –Preguntó con la mirada vidriosa.

 

-Es hora de irnos –susurró Laura posando un dedo sobre los labios de la otra mujer para evitar que siguiera hablando-. Levántate y vístete, pero hazlo en silencio, mejor que nuestro amigo no se despierte.

 

Karen asintió, la sala entera le daba vueltas y sintió unas terribles náuseas que la obligaron a levantarse rápidamente para correr al baño de la habitación de hotel. Laura, aún desnuda, siguió a su amiga y cerró la puerta del servicio tras ella para proporcionarle intimidad y para evitar que el hombre que dormitaba se despertara. Con la pericia que da la experiencia, buscó su ropa en la penumbra, y comenzó a vestirse. Cuando Karen salió del servicio, con la cara mojada, se intercambió con ella y se lavó también con abundante agua.

 

Las dos amigas salieron de la habitación tambaleantes y recorrieron el pasillo del hotel, apoyándose la una en la otra sin decir nada. Cuando finalmente llegaron a la calle, Laura palpó sus bolsillos en busca de las gafas de sol, que afortunadamente seguían allí.

 

-¿No llevarás otras de esas? –preguntó Karen esperanzada entrecerrando los ojos.

 

-Lo siento –negó Laura encendiendo un cigarrillo y tirándolo casi de inmediato-. Sólo llevo unas, y las pierdo más a menudo de lo que me gustaría. ¡Taxi!

 

El vehículo se detuvo junto a las muchachas que se acomodaron en el asiento trasero, dando la dirección del local de copas donde habían dejado el coche la noche anterior.

 

-Necesito una aspirina –sentenció Laura.

 

-Si encuentras alguna yo también quiero –replicó Karen dolorida-. Yo ya estoy mayor para estas cosas.

 

-Pues anoche no lo parecía –dijo la detective sonriendo. Su amiga le devolvió la sonrisa.

 

-¿Te gustó?

 

-Pues sí… No sé, fue –Laura dudó-. Interesante. Pero a mí es que no me van las mujeres, ya sabes…

 

-Que tonta eres, a mí tampoco me van las mujeres, bueno, en la universidad tuve alguna experiencia, cuando tú sólo eras una mojigata que pasabas el día colgada del cuello de Fernando. Lo siento –Karen fue inmediatamente consciente, al ver la tristeza reflejada en los ojos de su amiga, de que había metido la pata-. No pretendía…

 

-No te preocupes, sé que no hay maldad en tus palabras, sólo que… Le extraño mucho.

 

-Lo sé, pequeña, lo sé –intentó consolarla Karen mientras la abrazaba-. Sabes que me tienes para lo que quieras, incluso si quieres repetir lo de esta noche, o ir más allá.

 

-Te lo agradezco –rió Laura-. Pero creo que con esta noche ya he tenido tríos más que suficientes por una temporada.

 

Las chicas pidieron al taxista que se detuviera cuando vieron el coche de Karen, aparcado en una de las calles cercanas al local de copas donde todo se había desmadrado. Laura decidió permanecer abordo para que su amiga pudiera ir a casa y tuviera algo más de tiempo. El taxi reanudó la marcha y la llevó a su apartamento. Bajó del vehículo pagando la carrera y subió hasta su piso, con la única idea de encontrar algo que aplacara su punzante dolor de cabeza. Lo primero que hizo al entrar en casa, fue servirse un dedo de ginebra en un vaso ancho y bebérselo de un trago, sintiendo como el ardor bajaba por su garganta para detenerse en el estómago. Con el cuerpo un poco más a tono fue al servicio y se lavó los dientes, cogiendo unos cuantos analgésicos del botiquín y tragándoselos de una sola vez.

 

Ginebra y aspirinas, pensó Laura, si esto no me mata, seguro que me hace más fuerte. Bajó en ascensor hasta el garaje de la finca y subió en su coche de policía secreta prendiendo un nuevo pitillo. Pocos minutos después detenía el vehículo frente a la comisaría, justo en el momento que el subinspector Germán García salía del edificio.

 

-¿Una mala noche? –Preguntó el compañero abriendo la puerta del copiloto y sentándose junto a ella.

 

-Como todas –contestó Laura-. ¿Y tú? ¿Un mal turno? Haces mala cara.

 

-Demasiadas putas horas de servicio. Cuando me marchaba nos ha llegado el aviso del nuevo cadáver, estaba esperando a que llegaras para verlo juntos, pero joder, después me voy a dormir, ya te apañas tú sola.

 

-¿Dónde vamos? –Inquirió la detective.

 

-A casa de Pablo Perea, ex fiscal, ahora jubilado, le ha llegado una maleta con sorpresa.

 

-¿Y eso dónde es?

 

-Tú conduce que yo te indico.

 

Laura puso al día a su compañero sobre las pesquisas de la tarde anterior, enseñándole la foto de la mujer misteriosa y relatándole la experiencia en el desguace. Por su parte, el subinspector García transmitió la entrevista con el presunto novio de la primera chica asesinada y la del resto de compañeros de trabajo, de las que no había obtenido nada útil.

 

Tras un viaje no demasiado largo, Laura detuvo el sedán negro frente a un edificio de nueva construcción situado en los suburbios de la gran ciudad. La pareja de policías bajó del vehículo de forma sincronizada, como si fuera una maniobra que llevaran ensayando durante semanas, cerrando las puertas al unísono. Atravesaron el cordón policial sin demasiados contratiempos, dado que el subinspector García sí mostraba su placa a los agentes encargados de custodiar la zona.

 

Cuando llegaron a la séptima planta, las puertas del ascensor se abrieron revelando ante ellos un espectáculo dantesco. Justo frente a la entrada del apartamento había una maleta abierta, teñida de rojo, y el cadáver de una joven caído en el suelo junto a ella. Los dos policías que montaban guardia junto al cuerpo, al reconocer a la pareja, no se interpusieron y les permitieron examinar de cerca la escena.

 

-No hay duda –dijo Laura acercándose al macabro paquete-. Es obra del mismo perturbado. Esto empieza a no gustarme nada. Dos mujeres jóvenes asesinadas, enviadas primero a casa de un juez y ahora a casa de un fiscal.

 

-No tiene buena pinta –corroboró el subinspector-. Me cago en la puta. ¿Crees que habrá más victimas?

 

-La primera es la más difícil, una vez das el paso…

 

-Joder, entonces nos enfrentamos a un asesino en serie –comentó el hombre-. Esto es más gordo de lo que pensábamos.

 

El ruido del ascensor interrumpió la conversación y ambos se giraron en redondo para ver quién llegaba a la escena.

 

-También ha debido tener una mala noche –dijo el subinspector al ver salir a la forense Krasnova del elevador con bastante mala cara.

 

-No lo sabes tú bien –contestó Laura sonriendo a su amiga.

 

La doctora se acercó a la pareja de policías y saludó lacónicamente. Sin prestarles mayor atención abrió su maletín de trabajo y dispuso sus útiles forenses. El subinspector García y la detective Lupo entraron en el apartamento para permitir a su compañera examinar el cuerpo.

 

-El señor Perea, supongo –dijo el subinspector dirigiéndose a un hombre mayor que permanecía sentado en el sofá temblando ligeramente.

 

-¿Quiénes son ustedes? –El anciano levantó la mirada asustado tomando conciencia de sí mismo-. ¿Qué hacen aquí?

 

-Somos policías, venimos a preguntarle por la maleta  -anunció el subinspector agarrando por el brazo a su compañera con la clara intención de evitar que abriera la boca.

 

-¿Quién es usted? –preguntó el ex fiscal mirando a Laura con ojos vidriosos.

 

-Soy la detective Lupo, de la Policía Nacional.

 

-A bien, bien, la policía, tengo que denunciar un robo… Esa maldita mujer me ha robado mis zapatillas, no hay forma de encontrar mis zapatillas, quiero mis malditas zapatillas. ¿No ha visto mis zapatillas? Son azules, con rayas verdes, son mis zapatillas.

 

-¿Las que lleva puestas? –Inquirió el subinspector.

 

El anciano miró sus pies, enfundados en unas zapatillas azules con rayas verdes, sus zapatillas.

 

-Las han encontrado, gracias a dios. Ya no sabía dónde buscarlas.

 

-No conseguirán gran cosa de él –dijo una mujer apareciendo por una puerta tras la pareja sosteniendo una taza humeante-.Alzheimer. En sus momentos de mayor lucidez no es más que un crío. Soy Rosa Robles, su mujer.

 

-Encantado, yo soy el subinspector García y mi compañera, la detective Lupo, de la UDEV. Dimos por hecho que su marido encontró el cuerpo.

 

-No, fui yo. Yo les llamé. Esta mañana salí a comprar el pan temprano, antes de que él se levantara, como todos los días, y me encontré la maleta frente a la puerta. Llevaba una etiqueta con el nombre de mi marido y la dirección, así que la abrí. No debería haberlo hecho, pero no lo pensé.

 

-Un pato, un pato grande. Tan grande como un pato grande –murmuró el senil anciano.

 

-No le hagan caso, pobre hombre, con lo que ha sido, y en lo que se ha convertido.

 

-¿Ha visto algo sospechoso? –Preguntó Laura.

 

-¿A parte de la maleta con el cadáver? No, nada.

 

-¡Mis zapatillas! ¿Dónde están mis zapatillas?

 

-Las tienes puestas, querido, mira, aquí.

 

-¿No habrá visto a esta mujer? –dijo Laura mostrando la foto de la misteriosa pelirroja obtenida del vídeo de seguridad de casa del juez Alonso.

 

-Nunca- respondió la mujer.

 

-¿Y usted?

 

-El pequeño Hugo nos lo dijo –la mirada del anciano se endureció al posarse sobre la foto-. Nos dijo que su padre la mató, que él había acabado con la muchacha de ojos aceituna y melena carmesí, nos lo dijo, pero no podíamos hacer nada, él era un hombre poderoso, tenía contactos…

 

-¿Quién? ¿Quién mató a la muchacha? ¿Quién es el pequeño Hugo? –Preguntó Laura.

 

-Me gustan las piscinas grandes, en cada una puedes meter piscinas más pequeñas –sentenció el viejo con solemnidad.

 

Estaba claro que aquello no les iba a llevar a ninguna parte, pero no podían darse por vencidos. El interrogatorio se alargó una hora más, pero no pudieron sacar nada en claro. La mujer salió, encontró la maleta y la abrió, nada sospechoso, nada fuera de lo común, ningún indicio, ninguna pista. Nada. Excepto aquel momento de lucidez del anciano que tal vez, y sólo tal vez, podría conducir a algo.

 

Durante el transcurso de la conversación, el cadáver fue levantado por el juez de guardia y llevado a las dependencias policiales escoltado por la médico forense. Así que allí había poco más que hacer. Aún se demoraron unos instantes mientras el agente uniformado transmitía la información que había recabado interrogando a los vecinos, básicamente, ninguna.

 

La pareja de policías regresó a la comisaría con poco más de lo que tenían al salir, pero ya era algo con lo que trabajar. El subinspector García cedió el relevo a la detective y se retiró a descansar, un turno doble puede ser agotador, e incluso los policías más abnegados necesitan su descanso. Laura se sentó en su mesa e intentó recapitular.

 

Dos muchachas asesinadas, enviadas a dos importantes juristas, un juez y un fiscal. Muchos restos biológicos, por lo menos en uno de los cuerpos, pero que no llevaban a ningún lado. Una furgoneta con matricula falsa, un punto muerto, aunque ya se había dado aviso al departamento de tráfico, allí había poco que rascar. Una empresa mensajera fantasma, otro callejón sin salida, y otro más, un desguace aparentemente sin conexión. Lo único a lo que podía aferrarse en aquel momento era a la foto de la mujer pelirroja, los desvaríos de un anciano senil y, la nueva línea de investigación, una maleta no dice nada, dos ya son un patrón, y si el asesino pensaba continuar con más asesinatos, quizás se podrían rastrear.

 

De repente, su vista se oscureció. No era fácil sorprender a la detective Lupo, había que ser muy sigiloso, o muy estúpido, o tal vez los dos requisitos fueran necesarios. Laura, pillada por sorpresa, agarró fuertemente la mano que le tapaba los ojos con la intención de apartarla, darse la vuelta, y hacérselo pagar a quién quiera que fuera. Pero no fue capaz de liberarse.

 

-No, no. No te soltaré hasta que averigües quien soy –aquella voz… Las palabras fueron cálidas, dulces, melodiosas. Laura respiró hondo, sabía quien era, y casi no podía creer las sensaciones que aquel hombre despertaba en ella.

 

-¿Qué haces aquí? –preguntó Laura, ya no intentaba zafarse, ya no intentaba revolverse. Simplemente se quedó quieta, sintiendo aquel contacto que tanto la reconfortaba.

 

-He venido a ver al comisario, ya sabes, cosa de familia.

 

-Me alegro mucho de verte… Bueno, de verte no, porque aún no me has dejado mirarte.

 

El hombre misterioso, dándose cuenta, liberó a Laura que inmediatamente se levantó de la silla para darse la vuelta y observarlo. Sebastián y Fernando habían sido unos hermanos peculiares, aunque cada uno era hijo de un padre distinto, el parecido entre ellos era asombroso. Los dos hermanos siempre habían estado muy unidos, y Laura, eterna compañera de Fernando, había llegado a querer al hermano de este casi tanto como a su propio marido.

 

No fue hasta la muerte del joven y condecorado guardián de la ley, que pasó lo que pasó. Los dos sentían la pérdida más que ningún otro, y ambos se hicieron mutua compañía durante aquellos días turbulentos. Laura se sentía abandonada por el hombre al que amaba y Sebastián odiaba a su hermano por haberle dejado a él, y sobre todo a ella. Unas copas, unas lágrimas, unas risas, caricias, abrazos, besos, un hermano y una viuda mitigando su dolor. Después de aquello ambos se habían sentido terriblemente culpables, pero comprendieron que no habían hecho nada malo. Fernando no estaba, y ellos se hacían felices. No había traición, nunca la hubo.

 

Aún así su relación nunca pasó a mayores, porque eso, tal vez, sí podría considerarse un golpe bajo a la memoria del amado esposo y adorado hermano. Quizás si en aquel momento ambos se hubieran decidido a dar el paso sus vidas habrían sido diferentes, pero no fue así. Lo cual no quiere decir, que cada vez que se encontraban por casualidad, o se buscaban por necesidad, no estuvieran dispuestos a homenajear al caído, a su manera.

 

Si aquel encuentro en particular era fruto de la casualidad o de la necesidad, es algo que ninguno de los dos preguntó. Lo único que hicieron fue mirarse el uno al otro, y al instante supieron que necesitaban un momento para estar a solas.

 

Laura le cogió del brazo, y sin decir palabra le estiró, obligándole a seguirla. El resto de los compañeros, ajenos a su historia, no prestaron mayor interés, nunca convenía prestar demasiada atención a Laura, podía ser peligroso.

 

Los amantes furtivos ascendieron por las escaleras del edificio hasta la segunda planta, donde prácticamente nadie subía, excepto para revisar los archivos. Allí encontrarían la complicidad de la soledad. Sólo para extremar las precauciones, Laura entró, seguida por Sebastián, en el único servicio que había en aquella planta, cerrando la puerta por dentro. No era ni de lejos tan espacioso como los situados en el piso principal, pero lo suficiente para sus intenciones.

 

La pareja se fundido en un lúbrico beso clandestino, diciéndose sin decir, hablando sin hablar, moviendo sus labios sin pronunciar palabra, no hacía falta. El hombre subió sus manos desde la cintura de la mujer, deteniéndose en los pechos de ella, acariciándolos sensualmente. Pero cuando hizo amago de desabrochar la camisa de la mujer, ella lo detuvo.

 

-No, esta vez no –dijo la joven con mirada lasciva-. Esta vez necesito que seas tú el que disfrute.

 

Laura impidió cualquier protesta cerrando los labios del hermano de su amado con los suyos. Al verse acorralado, no protestó, sabía que no tenía nada que hacer contra aquella mujer, siempre obtenía lo que quería, y al parecer en aquel momento lo quería a él. Cuando la detective comprendió que su amante no pensaba oponer resistencia, se separó de él ligeramente y comenzó a descender por su cuerpo, besando y mordiendo golosamente sobre la ropa, hasta acabar de rodillas a la altura de su entrepierna. Con los dientes, la lengua y los labios como aliados, Laura recorrió toda la tela que la separaba del caramelo que buscaba, notando como a cada pasada su dureza aumentaba.

 

Cuando el hombre intentó llevar su mano a la zona en la que Laura campaba a sus anchas, con la intención de desabrochar el pantalón para sentir más cercanas las caricias, la mujer le mordió con cariño, pero de forma dolorosa, advirtiendo con una mirada que cualquier nuevo intento sería recibido por dientes sin piedad. Sebastián no tuvo más opción que relajarse y dejarla hacer. Laura continuó torturando a su ansioso compañero de juegos durante un rato, hasta que decidió que era hora de avanzar. Las palmas de sus manos pasaron de apoyarse en el suelo a recorrer las piernas del joven, desde los tobillos ascendieron hasta las rodillas y finalmente, acariciando la parte interior de los muslos, llegaron al botón de los pantalones.

 

El hermano de Fernando suspiró al sentir como los vaqueros recorrían sus piernas, quedando en el suelo, enredados en los pies. Laura continuó con sus juegos y caricias, esta vez sobre los anchos calzones. Las manos de la mujer entraban subrepticiamente por los camales y acariciaban los huevos del hombre mientras con la boca recorría besando el tronco, cuya silueta ya se perfilaba perfectamente contra la tela. Finalmente, Sebastián no pudo soportar más aquella tortura y, evitando hábilmente los dientes de su felatriz, bajó los calzones bruscamente.

 

Ella lo miró durante unos instantes, considerando si aquella maniobra traicionera merecía o no castigo. Afortunadamente para el hombre, Laura desechó su afán vengativo y se dedicó a otros menesteres mucho más productivos. Con deliberada lentitud, continuó lamiendo el exterior del falo como si la tela aún se encontrará entre su lengua y su destino mientras masajeaba los testículos pausadamente. Cuando comprendió que la tortura comenzaba a ser excesiva, decidió poner toda la carne en el asador, o en este caso, comerse la carne directamente.

 

Para empezar, y con intención de aumentar el nivel de excitación de su pareja, Laura descubrió el glande y comenzó a repasarlo con la punta de la lengua, despacio, haciendo que Sebastián se estremeciera con cada pasada, consiguiendo un jadeo con cada lametón. Sus manos continuaban masajeando el escroto del chico ahora con mayor viveza, pero con ternura, como si lo estuviera ordeñando. La lengua de la chica se acercó al pequeño orificio que coronaba el pene y jugó el él, haciendo que los suspiros se intensificaran. Laura siempre disfrutaba mucho del sexo oral sin distinción, le gustaba recibirlo, pero casi le gustaba más proporcionar placer con su boca, sobretodo si el receptor era una persona querida.

 

Ahora la erección del Sebastián era ya absoluta. El miembro del hombre estaba totalmente endurecido por las atenciones recibidas, y Laura consideró que era el momento de demostrar todo lo que era capaz de hacer. Con lascivia, casi con glotonería, fue introduciendo lentamente el falo que sostenía entre las manos en su boca, apretándolo con su lengua contra el paladar, consiguiendo arrebatar de los labios de su amante un gemido gozoso. Laura quiso complacer a Sebastián haciendo algo que sabía que siempre deseaba, y que no todas las mujeres tenían habilidad para realizar. Con la soltura que confiere la práctica, abrió la garganta permitiendo que la polla, dura y larga como una viga de acero, se introdujera por completo en su interior.

 

El hombre llevó sus manos a la cabeza de la chica, apretándola con fuerza contra su entrepierna, consiguiendo que incluso los huevos entraran el interior de aquella húmeda cavidad. Laura podía sentir su boca llena de polla, notaba como el glande le rascaba en la garganta, pero no era una sensación molesta, no para ella, más bien al contrario, sentir toda esa carne rellenándola era casi tan placentero como el mejor de los polvos. Sin apartar su mirada lasciva de los ojos lujuriosos que la contemplaban, fue retirándose lentamente, haciendo que aquel bálamo recorriera el camino inverso, proporcionando a su propietario tanto placer como cuando se lo había introducido.

 

Una vez la polla quedó fuera, volvió a sacar la lengua para recorrer el glande, esta vez con toda la superficie del lúbrico músculo. Y ahora ya, con mayor velocidad, comenzó un movimiento de vaivén con la cabeza, sin detener las caricias propiciadas por la lengua, buscando el máximo placer de su amante. Cuando, tras unos pocos minutos de frenético movimiento, sintió que Sebastián estaba al borde del orgasmo, permitió que él tomara el mando, volviendo a abrir la garganta y permitiendo que le follara la boca hasta el final. Él, comprendiendo su gesto, no se hizo de rogar y comenzó a envestirla con furia.

 

Algunos chorros de leche caliente inundaron su boca, desparramándose por la comisura de sus labios, pero la mayoría le impactaron directamente en la garganta, obligándola a tragar con deleite y consiguiendo que su estomago vacío se llenara de aquella mágica sustancia que tanto anhelaba. Sebastián se retiró con un suspiro y ella se puso en pie, utilizando los dedos para recoger los restos de lefa que se le habían escapado, y lamiéndoselos para limpiarlos.

 

-Ahora debo corresponderte –dijo él subiéndose los pantalones.

 

-No, esta vez no, me lo debes para nuestro próximo encuentro.

 

-Me has hecho una mamada espectacular, déjame compensarte.

 

-Necesitaba algo así, ahora quiero quedarme sólo con este recuerdo, la próxima vez me lo devolverás, te lo prometo. Pero ahora tengo mucho que hacer y ya he perdido demasiado tiempo contigo.

 

La pareja se despidió con un pasional beso antes de salir del aseo, y con un gran abrazo en el punto en el que sus caminos se separaban. Ambos se desearon lo mejor y quedaron en intentar verse más a menudo, promesa que siempre hacían y al final nunca cumplían.

 

Laura se sentó nuevamente frente a su mesa y revisó el informe de los dos asesinatos hasta encontrar los datos referentes a las maletas. Ambas eran exactamente iguales, misma maraca y modelo, sólo cambiaba el color. Ignorando ese pequeño detalle, llamó a la empresa que las fabricaba. Tras una serie de amenazas, consiguió hablar con uno de los responsables que le aseguro que las maletas eran prácticamente imposibles de rastrear. Todas se producían en serie, y no había nada que las distinguiera entre ellas. Además, se enviaban a grandes almacenes y pequeñas tiendas de todo el país. Otra vía sin salida.

 

Siguiendo con lo poco que tenía, revisó todos los expedientes del juez, incluyendo todos los que ya había descartado, intentando encontrar alguna referencia al tal Hugo que había mencionado el senil ex fiscal. No se sorprendió al no encontrar absolutamente nada. Su única opción, opción que no le atraía nada, era preguntar directamente al juez Alonso. Así que, haciendo de tripas corazón, marcó el número de teléfono.

 

-Soy la detective Laura Lupo –dijo cuando al fin consiguió que la pasaran con Alonso.

 

-Dígame, detective, ¿ya saben quién me envió un cadáver a mi casa?

 

-Aún no.

 

-¿Y qué se supone que están haciendo?

 

-Investigamos… ¿Sabe quién es el pequeño Hugo?

 

El silencio fue imperceptible, si Laura no hubiera estado esperándolo, tal vez no se hubiera percatado, pero ella esperaba esa vacilación, esa duda.

 

-No, no tengo ni idea de quien es. ¿A qué viene esto?

 

-Ha aparecido otra chica asesinada en casa de Pablo Perea, el fiscal.

 

-Sí, me he enterado, le conocía.

 

-Él nos ha hablado del pequeño Hugo, pensé que usted tal vez podría darnos algún dato más.

 

-¿Qué el señor Perea les ha hablado de qué? Ese hombre está gravemente enfermo. Es una lástima, era una gran persona, pero cualquier cosa que diga carece de sentido. ¿A eso se dedican? A investigar en base a desvaríos de un loco. Pónganse a hacer algo serio y déjense de tonterías.

 

-Tiene usted razón, señor Alonso, discúlpenos, comprenda que debemos investigar todas las posibilidades –contestó Laura tan mansa que hasta el juez comprendió que pasaba algo-. No volveremos a molestarle si no es absolutamente necesario, muchas gracias.

 

Y colgó sin esperar respuesta. Bueno, por lo menos ya tenían algo más, no era mucho, sólo un momento de duda, un momento de vacilación, pero para Laura Lupo, aquello era suficiente. El juez Alonso sabía algo, y era algo que no quería decir. Se levantó de la silla, bajó por las escaleras al semisótano y entró en la morgue. El doctor Dante Dédalos la saludó sonriente.

 

-Hola Laura.

 

-¿Qué me cuenta de la chica? ¿También la violaron antes de degollarla?

 

-Bueno, a decir verdad… No parece que la violaran.

 

-¿No parece? ¿Pero tuvo relaciones sexuales?

 

-Eso es más que evidente.

 

-¿Con el asesino?

 

-No.

 

-Con la asesina –sentenció Laura, percatándose del juego.

 

-Por el amor de Darwin, Laura, que rápida eres –rió el forense-. No sé si era la asesina o no, lo que si te puedo garantizar es que las relaciones las mantuvo con una mujer. Su cuerpo está recubierto de flujos, tanto suyos como de otra fémina. También hemos encontrado restos de flujo en la boca y en su sexo, lo cual nos indica que si hubo relaciones, y al parecer consentidas. No hay rastro de muestras masculinas por ningún lado.

 

-Cuénteme más.

 

-A ver, la hora de la muerte la sitúo sobre las tres y media de la madrugada. Así que el asesino, o asesina, debió de darse prisa para montar todo el número antes del amanecer. Debía haberlo preparado a conciencia, no parece que actúe al azar.

 

-No es un consuelo. ¿Marcas de violencia física?

 

-No, a esta no la maltrataron, seguramente no sufrió tanto como la primera, pero vete tú a saber. De todas formas hay algo curioso. Ven, acércate. Ves el corte en el cuello, fíjate. Ves como tiene varios cortes superpuestos, cada uno de distinta profundidad.

 

-Que forma más horrible de tortura, ¿querían que viera como se desangraba?

 

-No, parece más bien que la persona que asestó el corte tenía miedo, que no quería hacerlo, parece como si no quisiera hacer daño a la chica. Por eso los primeros cortes son menos profundos. Cada uno de los cortes es un poco más firme, pero todos ellos se hicieron con manos temblorosas.

 

-Esto cada vez se vuelve más rocambolesco. ¿Alguna idea?

 

-Yo sólo puedo decirte lo que me cuenta el cuerpo, averiguar lo que ocurrió es cosa tuya.

 

-Los restos fisiológicos del cuerpo de la primera chica han dado algún resultado.

 

-Nada, querida, sea quién sea, no está fichado.

 

-¿Y los de esta chica?

 

-Los estamos cotejando también, pero aún no tenemos nada. Es posible que tampoco podamos relacionarlos con nadie.

 

Laura salió de la morgue y subió las escaleras saltando los peldaños de dos en dos. Miró su reloj, casi las siete, ya era hora de irse, el subinspector García no tardaría en llegar, que se ocupara él desde este punto. Escribió esquemáticamente en un papel lo poco que había averiguado durante el día y lo dejó sobre la mesa de su compañero.

 

Media hora después, atravesaba la puerta de su apartamento con un cigarrillo entre los labios. Fue desvistiéndose por el camino hasta que llegó al baño. Se introdujo en la ducha sin esperar a que el agua alcanzara la temperatura adecuada y se frotó todo el cuerpo con ganas. Cuando salió de la ducha, se enrolló en una toalla, cogió una cerveza del frigorífico y se tumbó en el sofá, encendiendo la tele.

 

 

No llegó a terminar el contenido de la lata, los ojos comenzaron a pesarle y a los pocos minutos estaba profundamente dormida. Su último pensamiento fue para el asesino y las pobres chicas, pensó que tal vez, mientras ella permanecía tumbada en el sofá sin hacer nada, había un desalmado a punto de cobrarse su próxima pieza.

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