Escuchó el molesto pitido del despertador. Se giró para verlo. Las 7:30 de la mañana escritas en números rojo color sangre. Se levanto con dificultad y fue al baño. Se miró ante el espejo y observó su rostro. AgustÃn era un joven de veintipocos pero ya aparentaba tener el de uno de 50. Era lo que tenÃa despertarse tan temprano y trabajar durante muchas horas. Que toda tu juventud se va desvaneciendo como el Sol al atardecer.
AgustÃn se lavó la cara, se afeitó y luego, volvió a su cuarto a vestirse. Desayunó un café bien cargado y un paquete de galletas rancias y tras esto, se preparo para otro anodino dÃa de trabajo en el supermercado. Salió del edificio de apartamentos donde vivÃa y se dirigió a la parada del bus.
El autobús llegó un cuarto de hora tarde, como siempre y AgustÃn entró con pesadez. Se sentó en una de las butacas y echo la cabeza hacia atrás, intentando no pensar en el coñazo de dÃa que le esperaba. Poco a poco, el cansancio acumulado en su cuerpo, empezó a adormecerlo, y como si alguien le hubiese suministrado un calmante o una anestesia, cerró los ojos y respiró profundamente, ansiando descansar.
Notaba la comodidad de aquella cama. No solo eso, sino además lo grande que era. Su cama, en la que habitualmente dormÃa, era estrecha y de colchón muy duro que te dejaba la espalda hecha pedazos. Esta en cambio, era un paraÃso de comodidad y placer. Notó a alguien a su lado, revolviéndose. Ladeó la cabeza a su derecha y vio a una hermosa chica joven, de pelo largo rubio, completamente desnuda. Quedó estupefacto. No sabia que hacia allÃ, como habÃa llegado ni porque, pero no le importaba. De repente, un estridente sonido le golpeó el interior de su cabeza con violencia. Era un móvil sobre la mesilla de noche.
-¿Diga?- dijo él con gesto de fastidio al coger el teléfono.
-Señor DÃaz, menos mal que esta despierto- habló una voz femenina con urgencia.-. Los alemanes le esperan en la sucursal desde hace media hora para la reunión. ¡¡¡Debe ir allà ya!!!
La voz sonaba en cierto modo autoritaria. Sin tiempo que perder, AgustÃn abrió el armario. Estaba plagado de un gran número de trajes. Sin tiempo para decidirse, cogió el primero que vio a mano y se lo puso. Lanzó una última mirada a la cama, donde la hermosa damisela con la que habÃa despertado, dormitaba tranquila, enroscada en las sabanas, él querÃa quedarse allÃ. Bajó y vio la limusina esperándole.
-Vaya, esto se pone interesante- pensó para sus adentros.
Entró en el amplio coche y se acomodó en el sillón. El chofer, de forma muy cortes, le preguntó adónde iba y este le dijo a la sucursal. La limusina inicio su marcha y AgustÃn pudo ver la ciudad donde se encontraba. Un sitio ajetreado, donde personas, coches y demás, se arremolinaba en una marabunta de prisas, caos y palabras malsonantes. Los rascacielos se alzaban imponentes sobre todo. No tenÃa ni idea de que hacÃa en medio de todo eso, pero por lo visto le habÃa tocado la loterÃa. Era jefe de una importante empresa, o sea, rico hasta las trancas, y encima dormÃa con un pibón de esos que solo tendrÃa en sus sueños más húmedos. El coche se detuvo y AgustÃn salió. Alzó la vista ante el imponente edificio que debÃa ser la sede de la compañÃa. Un gigante de metal y cristal que parecÃa observarlo como si de una criatura insignificante se tratara. Trago saliva y entro dentro. Nada mas poner un pie en ese lugar, tres o cuatro asistentes le asaltaron con informes de la empresa, llamadas urgentes de la otra punta del mundo y citas ineludibles a las que tenia que ir. AgustÃn se sintió abrumado ante todo eso y a punto estuvo de echar a correr, sino fuera porque una chica de unos veinticinco años, esbelta y con una coleta negra, los ahuyentó a todos.
-Menos mal que esta aquÃ, sino hace rato que los alemanes habrÃan montado una 3ª Guerra Mundial- dijo la muchacha con una sonrisa rota.
-¿Que ocurre?- preguntó AgustÃn con nerviosismo.
-No lo recuerda, ayer concertó una reunión con la empresa alemana Geondrex para hablar de una posible fusión- dijo ella con voz tranquilizadora.
Subieron a un ascensor y pasó un pequeño rato hasta que llegaron al último piso. AgustÃn estuvo tentado de preguntar más cosas a esa chica, que parecÃa saber más de la empresa que él pero decidió no hacerlo. Las puertas del ascensor se abrieron y dieron a una amplia sala donde habÃa una gran mesa redonda. Sentados, a su alrededor, un grupo de hombres trajeados y de porte impoluta. AgustÃn sentÃa sus piernas flojear y por un minuto, se pensó lo de entrar. La insistencia de la chica lo empujó a avanzar, como si lo estuviesen arrojando a los leones. Todos lo observaron con escrutinio y uno de ellos se levanto. Era mas alto que el, robusto, ya alzar su mano para que se la estrechara, parecÃa mas una columna de cemento que un brazo humano.
-Me alegra conocerlo, señor DÃaz- dijo el tipo con un marcado acento alemán.- Mi nombre es Hans Richtofen y estos son el resto de socios de Industrias Geondrex.
Los tipos asintieron con cortesÃa. AgustÃn se sentó en su silla y vio como aquellos tipos lo fulminaban con sus afiladas miradas. Se estremeció y temblaba como una gelatina que un niño se fuera a comer.
-Y bien, ¿que desean señores?- preguntó AgustÃn cagado de miedo.
Todos estaban en silencio. Richtofen habló.
-Bien Señor DÃaz, venÃamos para discutir con usted las condiciones sobre la futura fusión de su empresa, Algernon Asociados con nuestra compañÃa, Industrias Geondrex.
Hablaba de un modo informal. AgustÃn asentÃa con cada palabra que salÃa de la boca del alemán.
-Esto le reportará grandes beneficios Señor DÃaz, hablamos de cifras cercanas a los 1800 millones de euros para el siguiente año fiscal de producirse la fusión.- Prosiguió el alemán.
De haber bebido algo, AgustÃn lo habrÃa escupido. ¿Lo decÃa en serio? 1800 millones. Su cabeza rebotaba de emoción. Si por el fuera, se habrÃa levantado del asiento y le habrÃa plantado un beso en la boca al alemán. Pero no, habÃa que mantener la compostura. Aquello era demasiado serio y tenÃa que ser cuidadoso. No tenia ni idea de números, economÃa o asuntos bursátiles, pero tanto dinero era algo que habÃa que manejar con delicadeza.
-Bueno, esa es una buena cifra- dijo AgustÃn entrelazando sus manos para dar una pose más interesante.
Richtofen sonrió. Esa expresión no le gustó nada.
-Ya, pero a cambio usted deberá hacer ciertas cosas.- El tono de su voz sonó mas grave.
-¿Que tipo de cosas?- preguntó AgustÃn con temor.
Una sonrisa malévola y fantasmagórica se habÃa formado en el rostro de Richtofen, al igual que en el resto de los hombres. Todos tenÃan un aura de siniestralidad que a AgustÃn le incomodaba cada vez más.
-Vera, amigo mÃo, queremos que usted lleve a cabo una serie de despidos masivos en su empresa- El alemán inclinó sus grandes brazos sobre la mesa.
-¿De cuantos despidos estamos hablando?- preguntó AgustÃn, que aun seguÃa en estado catatónico.
-Bueno, de unos 15000 empleados aproximadamente.- La mirada del alemán se volvió gélida.
AgustÃn sintió su estomago revolverse, como si quisiera vomitar. Se encontraba muy intranquilo. Sudaba mucho y un leve temblor recorrÃa todo su cuerpo. Richtofen lo observo cono unos ojos que denotaban la superioridad que este poseÃa.
-Y bien, ¿va a hacerlo o no?- preguntó Richtofen, cada vez mas impaciente.
Respirando, intentando contener el poco aliento que le quedaba, AgustÃn se levantó y comenzó a caminar por la sala. Dio la espalda a los alemanes, que lo observaban en silencio. Tragó saliva, carraspeó un poco, cruzó las manos por detrás y se quedó observando la gran ventana que tenÃa justo delante. Desde allÃ, veÃa aquella gran ciudad, con sus descomunales edificios, el constante jolgorio del tráfico y la opresiva atmosfera que se formaba. De repente, y tras una larga pausa se giró hacia sus espectadores.
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-Ni de coña- dijo con tono desafiante.
La expresión de la cara de Richtofen y sus compañeros cambió de una seriedad total a una de sorpresa inesperada. Luego, AgustÃn se giró y corrió contra el cristal. Su Rolex de oro macizo impactó contra la superficie resquebrajándola en mil pedazos, al apoyar su brazo contra el pecho. El aire le dio en la cara mientras sentÃa su cuerpo flotar. Era una experiencia casi mágica, sentirse suspendido en aquella atmosfera, pero enseguida el cuerpo comenzó a reaccionar a la gravedad y empezó a caer. VeÃa como la minúscula ciudad aumentaba de tamaño a gran velocidad. AgustÃn cerró los ojos tratando de ignorar su destino. Al mismo tiempo que se meaba en los pantalones.
Abrió los ojos repentinamente. Sintió una agitación, pero no el de su cuerpo estrellándose contra el duro asfalto, sino una leve punzada en la cabeza, como si alguien le hubiese clavado un alfiler en la sesera. Cuando miró a su alrededor, era incapaz de articular palabra. Estaba en una amplia sala bien iluminada, donde unas 100 personas de entre 20 y 30 años estaban sentados, perfectamente alineadas. Todos tenÃan sus ojos posados en él y lo miraban inmóviles, sin ni tan siquiera pestañear. AgustÃn seguÃa temblando del miedo que tenia dentro. ¿Donde demonios estaba ahora? ¿Acaso era profesor universitario? Se hallaba en sus cavilaciones cuando uno de los alumnos se levanto.
-¿Profesor, va a continuar con la clase o no?- preguntó el muchacho.
Confuso, AgustÃn miró a la pizarra. En ella, habÃa pintada un cerebro humano abierto en sección transversal. Señalada con flechas, podÃa ver cada parte de aquel órgano encargado de todos los funcionamientos del cuerpo humano, además de pensar. Lóbulo frontal, occipital, parietal y temporal englobaban la corteza cerebral. El cerebelo se situaba justo debajo.
-¿Yo he pintado todo esto?- murmuró entre dientes. Miró a sus alumnos expectantes.
Sin más dilación, dio la clase por acabada, a pesar de las protestas de varios alumnos. Salió fuera y miró el cartel que colgaba al lado de la puerta. Clase de neurologÃa. El. Profesor de neurologÃa. AgustÃn DÃaz López. Que no sabia ni donde tenÃa la mano derecha. El, que dejó el instituto en plena ESO. No, aquello tenÃa que ser un sueño. O una alucinación o pesadilla. Aunque lo sentÃa tan real. Se acercó a una pared y notó su dureza y frialdad. Escuchaba el bullicio de aquel campus. Las personas ir y venir. Todo tan realista. Fue a un grupo de profesores que habÃa en torno a una maquina de café. Conversando alegremente, sin problemas ni preocupaciones. AgustÃn se abrió paso entre ellos y dio al botón de la maquina para pedirse un café. Bien cargado, como a él le gustaba. A ver si asà se espabilaba de una vez.
-Hombre, AgustÃn, ¿como tu por aquÃ?- preguntó uno de los hombres con una gran sonrisa.
-¿Como sabes mi nombre?- preguntó AgustÃn desesperado agarrando al hombre.
El tipo se apartó y miró a AgustÃn sorprendido. Lo mismo hizo el resto.
-Muchacho, te veo muy raro- dijo aquel hombre con preocupación. El resto también le miraba sorprendidos.
AgustÃn comenzó a caminar. Sintió esa punzada en su cabeza, ahora con más violencia. El dolor le atravesaba el cerebro, que parecÃa vibrar. Mas punzadas vinieron y sintió su estomago revolverse. Se estaba mareando. La gente a su alrededor de difuminaba y empezaba a dar vueltas. Su vista se nublo. Comenzó a tambalearse. El dolor era cada vez mayor. AgustÃn cayó al suelo, mientras escuchaba voces que se hacÃan más y más lejanas.
Despertó de nuevo. Sintió el duro muro en el que se apoyaba clavado en su espalda. El calor era sofocante. El aire tenÃa un olor a quemado. AgustÃn miró el edificio donde se encontraba. Estaba totalmente en ruinas. La pared de enfrente estaba derrumbada. El techo se habÃa derrumbado y sus restos se hallaban diseminados por toda la habitación. Del agujero dejado entraban los lánguidos rayos del Sol, que iluminaban toda la estancia. AgustÃn se incorporo y miro todo aquello. El realismo era atroz. Un tipo entró por el hueco de la pared derrumbada. VestÃa ropa militar de camuflaje con motas marrón verdoso entre claro y oscuro. Llevaba un casco marrón claro enfundado en su cabeza y unas recias botas. Unas gafas de sol le daban un tono mas desenfadado.
-Menos mal que estás aquÃ, te necesitamos ahora.- dijo el soldado con celeridad.
 Todo el mundo parecÃa necesitarle. AgustÃn nunca se habÃa visto tan solicitado. El soldado le agarró de un brazo y lo arrastró por el edificio ruinoso hasta llegar a una estancia más amplia. Miró su ropa y quedó horrorizado al ver que vestÃa igual que aquel tipo. Su pánico aumentó al ver lo que ocultaban un grupo de soldados que se habÃan arremolinado en torno a algo. El tipo que le habÃa traÃdo los esparció y AgustÃn abrió sus ojos de asombro ante lo que veÃa. Un artefacto cuadrado, abierto, del cual surgÃan cables y un marco atornillado con una luz roja titilante.
-¿ Rápido teniente, tiene que desconectarlo antes de que estalle!- dijo uno de los soldados desesperado.
-¿Queréis que desconecte la bomba?- preguntó AgustÃn con horror.- ¡¡¡Pero si no tengo ni puta idea!!!
-¡¡ Déjate de gilipolleces y desconéctala antes de que explote!!- le espetó el soldado que le habÃa llevado hasta ahÃ.
AgustÃn no tuvo más remedio que hacer de tripas corazón y se acercó al explosivo. Los soldados retrocedieron hasta ponerse a salvo. Estaba solo en la habitación, frente a aquella bomba cuya luz roja no paraba de parpadear. Se arrodilló y cogió los alicates. Miró cada cable. Pensó que no tenÃa que ser difÃcil. HabÃa visto muchas pelÃculas donde el prota desconectaba la bomba y siempre en el ultimo momento. Abrió los alicates y los fue acercando a uno de los cables. Respiró profundamente, coló el cable entre los alicates. El corazón le latÃa a un ritmo anormal. Comenzó a sudar, sintiendo gotas caer por su cuerpo a gran velocidad. Temblaba del terror que tenia. Tragó saliva y cortó el cable. Al hacerlo, cerro los ojos instintivamente, como esperando una explosión. Pero no pasó nada.
-Vaya, lo he logrado después de todo- pensó con mucha alegrÃa.
Respiró aliviado, dejó los alicates en el suelo y notó como un gran peso se le quitaba de encima. SentÃa una gran euforia aunque no mucha ya que en ese preciso instante, a la vez que notaba otra punzada en su cabeza, la luz roja apareció de nuevo.
-Mierda- pensó, justo cuando la bomba le explotó en las narices.
Escuchó un grito y cuando se dispuso a abrir los ojos para ver su cuerpo carbonizado, lo que notó fue un pasamontañas apretado contra su cara. Dos aberturas en sus ojos eran lo único que le permitÃan ver el exterior. Y lo que vio no le gustó nada. Estaba en un banco, con un montón de gente nerviosa y asustada de rodillas. A su lado, un tipo con pasamontañas, vestido todo de negro y blandiendo una ametralladora, apuntaba a todos.
-¡¡¡ A callarse o sus vuelo la puta cabeza a todos!!!- dijo el tipo con una voz agresiva y estridente.
Se movió con prisa por la sala y apuntó al encargado con ella.
-¡¡¡¡Haber, abre la puta caja fuerte o me cargo a todo cristo!!!!- gritó mientras el pobre hombre alzaba las manos tembloroso.
Lo agarró con violencia. AgustÃn era testigo de todo. Notó el peso de su arma entre sus manos y al verla la soltó asustado.
-¡¡DÃaz!!- gritó alguien desde el otro lado.
AgustÃn se giró para verlo y se encontró con otro hombre tan ataviado como el. Aquello parecÃa una escena sacada de la peli Heat. Se acordó de la mÃtica escena del tiroteo y le temblaron las piernas.
-¡¡¡ DÃaz, cúbrenos joder!!!!- dijo el loco con voz estridente.
AgustÃn se volvió y fue hacia sus compañeros, empuñando el arma que habÃa recogido del suelo. En ese mismo instante, granadas de humo rodaron desde la entrada y una gran humareda se empezó a formar en la sala.
-¡¡¡ Mierda, vienen pa acá!!!- aulló el loco, quien lanzó al director del banco al suelo mientras apuntaba con su arma a la entrada.
El otro también se posicionó y AgustÃn no tuvo más remedio que imitarlos. Se cubrió tras el mostrador y apunto con su arma a la entrada. Rezaba para que esta situación se resolviera los más rápidamente posible. No le hizo falta esperar mucho. Una bala le atravesó la cabeza en ese mismo instante.
AgustÃn ya no querÃa despertar. HabÃa vivido tantas vidas que prácticamente habÃa perdido la noción de todo. Ya ni siquiera sabÃa quien era realmente. Tras ser atracador de bancos, fue pescador de boquerones del Mar Báltico, hasta que una ola lo arrastró al fondo del mar. Luego, actor de teatro, pero sus nervios al intentar realizar su papel le hicieron tropezar y caer del escenario, rompiéndose el cuello. Y lo ultimo de lo que se acordaba, es que habÃa estado atrapado en un sitio oscuro y opresivo, justo antes de que un montón de rocas lo aplastaran. ¿Tal vez habÃa sido minero? En realidad, ya nada de eso le importaba. Su cabeza no paraba de dar vueltas y en un momento despertaba en un sitio como en otro. Buscó toda clase de explicaciones: Estaba en un coma, tenÃa fiebre, habÃa tomado alguna droga. Incluso creyó que estaba en una suerte de simulación informática, como Neo en Matrix. Pero nada le satisfacÃa. Poco a poco, fue perdiendo el poco juicio que le quedaba.
La voz ronca de un hombre le hizo despertar de su letargo. Cuando abrió los ojos no le hizo falta demasiado tiempo para reconocer que estaba encerrado en una celda. Estaba en una prisión, vestido con un caracterÃstico mono azul de presidiario. ¿Por qué? Ni idea, pero ya no se extrañaba de nada.
-Eh tÃo, ¿estas ahÃ?- preguntó esa voz ronca que le habÃa sacado de su sueño.
-¿Que quieres?- preguntó AgustÃn.
-¿Como lo llevas? Llegaste aquà hace dos semanas y no has dado señales de vida- dijo el tipo tras toser un poco.
-¿Y por que estoy en este agujero?- preguntó AgustÃn, aunque no deseaba conocer la respuesta.
-¿Estas de coña, verdad?- respondió el personaje con otra pregunta con sorpresa.- Uno de los tipos mas sanguinarios de este paÃs esta aquà encerrado y no sabe por que.
AgustÃn arqueó una ceja. Decidió tirar más de la lengua a ese tipo. No le hizo falta.
-Te cargaste a esas 12 personas. Las torturaste durante dÃas de mil y una formas que ni el escritor de novelas de terror mas retorcido jamás podrÃa imaginarse. Dijiste que te sentÃas orgulloso de ello y si no es porque te atraparon habrÃas seguido matando.- Paró para tomar aire.- ¡¡¡Y aun te preguntas porque te encerraron!!!
Genial, pensó. Ahora era un psicópata sediento de la sangre de sus victimas, y peor aun, lo habÃan capturado.
-¡Je, pero no temas porque tu agonÃa va a acabar!- dijo el tipo con tono jocoso.
-¿Y eso?- preguntó AgustÃn muy sorprendido.
-Bueno, van a ejecutarte.- El tipo carcajeo al decirlo.
AgustÃn ya se lo veÃa venir, pero aun asà esperaba tener algo de suerte. Sin embargo, no era asÃ. El silencio de aquel lugar lo embargó en una engañosa tranquilidad. Se intentó relajar pero la inseguridad y el miedo le invadÃan reptantes y sigilosos. Respiraba intranquilo, con una gran ansiedad, y desesperado fue hacia su puerta cuando oyó los pasos. Ante él, vio a un hombre vestido con un traje azul escoltado por dos guardas. Abrió la puerta y los guardas entraron, inmovilizando a AgustÃn con unas esposas.
-Llegó la hora- dijo el tipo con una maliciosa sonrisa en el rostro.
AgustÃn comenzó a caminar con los dos guardias a cada lado, pasando cerca de las otras celdas. Los otros presos comenzaron a gritarle, cosas poco agradables. Una gran puerta se abrió con un fuerte chirrido y avanzaron por un angosto pasillo hasta unas puertas. Allà accedió a una sala. Esta tenÃa simplemente a una camilla, donde un hombre en bata blanca, probablemente un medico, manipulaba algo en una mesilla.
-AllÃ- señaló el hombre del traje azul.
AgustÃn se estremeció. Los guardias lo colocaron sobre la camilla y lo ataron fuertemente de manos y piernas. Los nudos le apretaban con fuerza y el dolor era terrible.
-¿Todo listo?- preguntó el hombre de azul al medico. Este asintió.
AgustÃn miró al cristal que tenia enfrente. Su reflejo se proyectaba en el, aunque sabia que al otro lado habrÃa un montón de personas observándolo. Periodistas en su mayorÃa, deseosos de contar al mundo como habÃa muerto el asesino que habÃa aterrorizado las vidas de las personas normales durante varios meses. Su historia. Su vida. Comenzó a gritar. Estalló en pánico y comenzó a revolverse. A luchar por liberarse de sus ataduras. Los guardias tuvieron que cogerlo con fuerza, aunque el empujaba decidido. El medico se acerco con la jeringa en sus manos. Lo ejecutarÃan con inyección letal.
-¡No podéis matarme, nunca moriré!- gritó desesperado- ¡Soy infinito! ¡Moriré, pero regresaré de nuevo!
El médico se acercó cada vez más. Golpeó con un dedo la punta de la aguja y de esta cayeron un par de gotas. AgustÃn temblaba horrorizado. Lo tensaron y uno de los guardias le agarró el brazo izquierdo. La jeringa comenzó su descenso hacia el brazo. AgustÃn miraba, acongojado por la situación.
-¡¡¡No moriré, despertaré en otro sitio, como una persona diferente!!!- chilló mientras parpadeaba rÃtmicamente.
-¡Oh, claro que vas a morir!- dijo el hombre de azul sonriente.
La aguja perforó la piel y entró en contacto con la vena. El médico bajó la válvula de la jeringa y el veneno entró en la sangre. Todos se apartaron. AgustÃn seguÃa forcejeando, creyendo que asà escaparÃa. Poco a poco, notó su cuerpo pesado. Sus parpados comenzaron a cerrarse. Sintió un gran alivio. Quizás todo terminarÃa ahora. También sintió esa dichosa punzada en la cabeza.
El laboratorio tenÃa una pinta impoluta. Blanco, hermético y completamente esterilizado, tenÃa la clase de aspecto que tendrÃa un lugar donde se hiciesen experimentos. En una mesa, un joven con bata blanca, una mascarilla y guantes de plástico, limpiaba el lugar. Eliminaba residuos, recogÃa y limpiaba el instrumental. Todo lo hacÃa con una mecanicidad perturbadora, como si lo hubiesen programado para ello. Las puertas del laboratorio se abrieron automáticamente. Un hombre se asomó por ella.
-¡Vamos hombre, que el profesor nos espera!- Dijo con tono alborotado.
El joven asintió. Fue a la mesa de enfrente y recogió el cerebro que habÃa ahà con sumo cuidado. Desconecto los electrodos, aparto las agujas hipodérmicas y desconecto la maquina que media las ondas cerebrales. El pitido de la maquina se desvaneció en el silencio del laboratorio. Llevó el cerebro hasta unas estanterÃas. AllÃ, habÃa recipientes llenos de lÃquido transparente, donde flotaban otros cerebros. Introdujo el que tenÃa entre sus manos en el recipiente vacÃo y lo dejo allà flotando. El hombre se quito los guantes y la mascara y apago las luces. En el recipiente, en una etiqueta, estaba escrito el nombre del propietario: AgustÃn DÃaz López. Â