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La Atalaya (capitulo 10)

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—¡Hay coña que susto!

—¿Qué ha sido eso?

—Yo que sé, parecía una explosión, —las dos hermanas, visiblemente alarmadas se interrogaban mientras su padre se levantaba y se acercaba al balcón. Pepe, el hermano pequeño siguió comiendo cómo si tal cosa, aunque ellas lo habían dejado por el ruido de la explosión.

—Padre, por la ventana de la cocina se ve humo, —dijo Pepita, la tercera hermana, mientras salia cojeando por la puerta de la cocina. Al oírla, José, su padre, rápidamente se dirigió a la cocina. 

—Eso parece por plaza Nueva.

—Y eso que son, ¿petardos? —preguntó Rosario, la mayor, que junto a los demás abarrotaban ya la cocina.

—Que cojones petardos: eso son tiros, —afirmo José. Lo sabía muy bien, lo había oído muchas veces.

—¿Tiros padre? —preguntó Trini mientras Pepe se habría paso hasta la ventana repentinamente interesado por el suceso—. Pero son muchos.

—Niña, dame el sombrero, —le dijo a Pepita que estaba junto a la puerta—, voy a acercarme al Gobierno Militar, a ver de que me entero.

—¿Cómo que va a ir al Gobierno Militar? Usted padre está tonto, se lo digo yo, —saltó Rosario poniéndose delante de la puerta con los brazos en jarra.

—¡Venga niñas! Quitad de en medio que no pasa nada. Solo voy a ver.

—Desde luego que esta usted tonto ¿Qué quiere, que le peguen un tiro? —intervino Trini—. Eso que se oye no son cuatro tiros, eso parece una guerra.

—¡Hala, hala!, no exageréis: mujeres teníais que ser.

—¿Qué no exagere? A ver si no le han pegado un tiro en cuarenta años de servicio, y se lo van a pegar ahora por fisgón, —intervino otra vez Pepita que con sus quince años era la más joven de las tres hermanas. Su cojera era producto de una malformación del pie izquierdo a causa de una polio que la enfermó cuándo tenía nueve—. Padre, esta usted mal de la cabeza. Se lo digo yo.

—¡He dicho que voy al Gobierno Militar y no hay más que hablar! —zanjó José.

—Di que si padre, —dijo Pepe que andaba por los doce años.

—¡Tú a callar! —saltó Rosario—. ¿Será posible en joio por culo este? Cuándo los mayores hablan los mocosos de callan.

—No soy un mocoso.

—Cómo te pegue una guantá vas a ver chiribitas y se te van a quitar las ganas de hablar durante un ratito. Te lo digo yo, —amenazó Trini enseñándole la mano. El niño salió huyendo hacia el salón consciente de que su hermana no amenazaba en vano. Mientras, José abría la puerta de la casa y se escabullía por ella. Después de descender por la escalera de gastados peldaños de mármol, salió a la calle de Adriano y girando a la izquierda se encaminó hacia el postigo del Aceite para salir a la zona de la catedral. Podría haber ido directamente por la calle Arfe hasta el Gobierno Militar, pero quería salir a la catedral para ver el ambiente. Desde allí tendría a la vista, no solo en propio Gobierno Militar, también la plaza Nueva y el Ayuntamiento.

 

En 1.930, José Villa García decidió jubilarse después de cuarenta años de abnegado y ejemplar servicio en la Guardia Civil. Un año antes, había fallecido su esposa Rosario de la que su hija mayor había heredado el nombre. Cómo sargento primero, llegó a ser comandante del puesto de Écija durante cuatro años, y tuvo a sus ordenes a ocho números y dos cabos. A diario, cómo una rutina inexcusable, patrullaba a lomos de su caballo blanco por los alrededores de la localidad. Después recorría las calles principales hasta que finalmente llegaba a la Casa Cuartel y se metía en su despacho para atender el ingente papeleo que generaba un puesto cómo el de Écija. Su matutino paseo a caballo era motivado porque creía que era bueno que los vecinos tuvieran en el una referencia visual, y sabía, porque así se lo había dicho los más allegados, que a los vecinos les gustaba. De hecho, la delincuencia en el pueblo se había reducido desde que él estaba de comandante del puesto, y se limitaba a algún esporádico robo de gallinas y a alguna bronca tabernaria producto del alcohol y los naipes.

Pero ya estaba harto, las exigencias por parte de la comandancia, en manos de lo que el calificaba cómo “chusma”, cada vez eran mayores. La gota que colmó el vaso fue la llegada de un tenientucho chusquero y arrogante, casi recién salido de la academia, que solo llevaba un año de servicio, y que cómo merito principal tenía el saber maniobrar por la comandancia adulando a los superiores. Se hizo cargo del puesto y cómo José Villa consideró inaceptable estar a las ordenes de semejante botarate, decidió pedir la jubilación. Toda la familia se trasladó de Écija a Sevilla dónde alquiló un piso en el Arenal, en la calle Adriano, frente a la capilla de la Piedad, sede de la hermandad del Baratillo, a espaldas de la Maestranza.

 

Tenía buenas relaciones con los compañeros del Gobierno Militar, por dónde se pasaba de vez en cuando, y con los de la Maestranza de Artillería, que también estaba próxima y a tiro de piedra de su casa. Frecuentaba los cafés de los alrededores y charlaba con ellos, por eso, sabía que algo se estaba preparando aunque nadie soltaba prenda, y sospechaba que, lo que fuera, se había puesto en marcha. El tiroteo lo ponía de manifiesto.

Vio mucha actividad de afiliados a organizaciones de izquierda que a la carrera se encaminaban hacia la plaza Nueva con algunas armas. Se acercó con cierta precaución, y desde el Archivo de Indias vio que el Gobierno Militar estaba cerrado a cal y canto, y no había guardias en el exterior: algo totalmente inusual. El edificio estaba rodeado por un gran gentío que gritaban cosas incomprensibles desde la distancia. Prefirió no arriesgarse y cambiando de intención, se encaminó también a la plaza Nueva. Mientras se dirigía allí, y ya próximo, una columna militar procedente de la cercana Maestranza de Artillería le sobrepasó y comenzó a desplegarse en torno al ayuntamiento. Desde el otro lado de la plaza, desde el hotel Inglaterra y la Telefónica, guardias de asalto leales a la República, que disponían de cuatro ametralladoras, comenzaron a disparar contra los sublevados dando comienzo a la batalla. José se metió por las calles laterales intentando asomarse a la plaza por la calle de Barcelona, pero se encontró por un nuevo contingente de tropas sublevadas que llegaban. Reconoció a uno de los suboficiales que le aconsejó que se retirara de allí y regresara hacia la zona de la catedral. Los refuerzos, después de romper la resistencia exterior, irrumpieron en el ayuntamiento con cierta facilidad y apresaron al alcalde al tiempo que asaltaban la sede del PCE que se encontraba próxima. Un par de horas después, los cañones de los sublevados aplastaron la poca resistencia que quedaba en la plaza y acto seguido se encaminaron al Gobierno Civil, situado detrás del hotel, que se rindió rápidamente. Eran las 17,45 de la tarde y los militares sublevados controlaban toda la zona. Queipo de Llano era dueño del centro de Sevilla y sus órganos de gobierno. Había tardado cuatro horas.

 

Cuándo Roberto Iribarren llegó a Sevilla procedente de Andújar, su familia hacia unos meses que estaba en la casa del número 16 del paseo de Colon. Tuvo que salir apresuradamente de Villa Juanita cuándo Rafael le avisó de la intención de los milicianos del PCE de ir a pasearle. Aun así, le dio tiempo en terminar de enterrar en la dehesa un par de baúles con objetos de valor, más sentimentales que económicos aunque estos no faltaban, que no había tenido tiempo de enviar a Sevilla. No quería que cayeran en manos de los milicianos cuándo arrasaran la hacienda.

Sin lugar a dudas, fue el peor viaje de su vida. Tardó ocho días en llegar a Córdoba. Lo hizo por el monte y por los campos de olivos. De ahí, otros cuatro a Sevilla en la desvencijada camioneta de un buhonero que se ofreció a llevarle a cambio de una suculenta recompensa. Durante esos días, todo eran rumores y habladurías: no se sabía a ciencia cierta lo que ocurría. Y lo peor, no se sabía cuál era la situación real en Sevilla, porque aunque desde el primer momento había la certeza, de que Queipo de Llano controlaba la ciudad, también se sabía que había habido combates y que durante algunas horas las milicias de izquierdas habían hecho de las suyas es ese lado del río, dónde estaba su casa.

Cuándo llegó a la capital hispalense, después de pasar los puestos de control rebeldes fue conducido al Gobierno Militar, dónde tuvo que dar muchas explicaciones. Por fortuna para él, allí se encontró con un brigada al que conocía del pueblo, su padre había sido jornalero del suyo en Villa Juanita. Le ayudó a aclarar su situación, e incluso, en un vehículo militar le acompañó a su casa. Sucio y agotado, entró en ella. El encuentro con su familia fue, cómo no podía ser de otra manera, muy especial y emotivo: muchas lágrimas, muchos besos, muchos abrazos. Su esposa, sus tres hijos, su madre y sus suegros, hicieron piña con él durante un buen rato a pesar de que apestaba. Incluso los sirvientes que se habían trasladado con la familia desde Andújar también le abrazaron.

Cuándo se bañó y comió un poco para reponer fuerzas, les contó su alocada aventura por los campos de Jaén y Córdoba a lomos de una vieja mula, comprada por un precio desorbitado, y luego a Sevilla con el buhonero parlanchín que solo dejó de hablar cuándo le abandonó en las afueras, al comienzo de los controles militares, mucho más intensos en los alrededores de la capital. También ellos le relataron su aventura: cómo cuándo se empezaron a oír los tiros y los cañonazos al comienzo de la tarde del día 18 cerraron las contraventanas de la casa y se refugiaron en el desván ante la evidente presencia de izquierdistas armados que pasaban por el puente desde Triana. Desde allí, vieron cómo un grupo de ellos, entraba en la casa de al lado, que estaba vacía, después de patear la puerta y la saqueaban al no encontrar a nadie. Un par de horas después, grupos de soldados rebeldes, procedentes de la Maestranza de Artillería, tomaban posiciones a lo largo del río y controlaban definitivamente los accesos a los puentes de San Telmo y Triana, que comunicaban el centro de Sevilla con el barrio de Triana y el incipiente de los Remedios, dónde los adeptos a la República se habían hecho fuertes.

Dos días después, el 21, la 5.ª Bandera de la Legión, apoyada por una batería de artillería y guardias civiles y de asalto rebeldes, atacaron y tomaron definitivamente Triana. Hasta entonces no pudieron salir de casa, porque desde la otra orilla se producían disparos esporádicos, alguno de los cuales impactaron en la fachada de la casa. La familia y los sirvientes se acostumbraron a vivir en la zona interior de la casa, en especial los niños, que tenían rigurosamente prohibido acercarse a las estancias que daban a la calle Colon. El 23, se acabó toda la resistencia en la ciudad con la eliminación de los últimos focos leales a la República en el barrio de San Bernardo, al otro lado de la vía del ferrocarril. 

Anteriormente, el día 19, un grupo de las milicias de las cuencas mineras de Huelva, que llegaban con varios camiones de dinamita para apoyar la resistencia de los republicanos, fue emboscado en la zona de La Pañoleta, a las afueras de Sevilla, por guardias civiles rebeldes. La dinamita de uno de los camiones estalló y 25 mineros murieron en la explosión. Otros 71 fueron detenidos y posteriormente fusilados. El resto logro huir.

 

Durante toda la contienda la vida en Sevilla fue bastante tranquila para la población civil, dentro de lo que era un país en guerra. Los rumores sobre que los mineros regresaban con sus camiones repletos de dinamita se sucedían sin ningún fundamento, posiblemente difundido por el mismo Queipo de Llano para mantener la tensión de la población. Todas las tardes, desde los estudios de Radio Sevilla en la calle González Abreu, el general lanzaba sus famosos alegatos de sangre, terror y odio, y leía el parte de guerra diario. Lo hizo desde el mismo día 18 de julio, hasta el 1 de septiembre de 1.938. Eran soflamas bravuconas, toscas y enloquecidas, inundadas de un patriotismo exacerbado e irracional.

Dentro de este ambiente crispado, Roberto y su familia sobrevivían con ciertas penurias, pero nada que ver con la situación del resto de la población. A pesar del racionamiento, gracias a su dinero accedían al mercado negro sin dificultad. Además, poco a poco supo crear un círculo de amistades valiosas, gracias a su relación con el brigada que le ayudo a su llegada y que posteriormente le abrió muchas puertas, y sobre todo a su asistencia diaria a la misa en la capilla de la Piedad. No es que el fuera muy creyente, se consideraba una persona normal en ese aspecto, pero se daba cuenta de que en ese ambiente ultracatólico que se respiraba en Sevilla, era lo mejor. A la capilla de la Piedad iban muchos mandos militares del Gobierno Militar y de la Maestranza de Artillería. Allí conoció a José Villa, en aquel año secretario 2.º de la hermandad, y su hija mayor, Rosario, era temporalmente camarera de la virgen, desde que los sublevados se llevaron a la que era titular: su marido estaba afiliado a la CNT. Los dos terminaron en las tapias del cementerio de San Fernando.

 

Cuándo a los pocos días del triunfo del Frente Popular, Roberto mandó a su familia a Sevilla, no fueron solos. Una vez instalados en la casa de la calle Colon, gracias a uno de sus hombres de confianza, fue trasladando una parte importante de sus fondos en dólares y libras esterlinas, así cómo muchos objetos de valor de oro y plata (el resto se enterró en Villa Juanita). La mayor parte se ocultó en el sótano, en un hoyo grande excavado debajo de la escalera de acceso, que luego se cubrió con muebles y cachivaches. Difundió el bulo de que casi había salido de Andújar con una mano delante y otra detrás. Lo hizo para que no estuvieran sableándole a cada momento. Aun así, siempre se mostraba dispuesto a colaborar con la hermandad, y eso le labró una aureola de hombre devoto, que lo era, pero no tanto; digamos que no se le iba la vida dentro de una iglesia. Se inscribió en la Hermandad del Baratillo, titular de la capilla y en ella no solo tomó contacto con personas importantes del Gobierno Militar cómo ya he dicho, también de la Falange a los que aborrecía especialmente; pero hizo de tripas corazón, era gente muy influyente en los círculos de poder y en la alta sociedad sevillana, por dónde muchos guapitos de peinado “joseantoniano” paseaban sus impecables camisas azules. Pero un hecho le granjeó definitivamente el favor y la confianza de todos: la llegada de don Fidel a Sevilla.

Desde que llegó a la ciudad creó los cauces para mantener cierto contacto con Rafael en Andújar. Por eso, estaba al tanto de la situación del cura párroco, oculto en la escuela. Cuándo llego el momento, después de que las cosas se tranquilizaran después de la toma del santuario, personas de confianza enviadas por él, le recogieron en la serranía de Córdoba y le condujeron a Sevilla. Allí fue recibido cómo a un héroe y le abrieron las puertas de par en par. Roberto ya las tenía prácticamente abiertas, pero este hecho eliminó definitivamente cualquier suspicacia que pudiera haber. Lo primero que hicieron nada más encontrarse, fue acordar que nadie podía saber dónde había estado oculto, ni cómo había salido de Andújar. Si se llegaba a saber, no solo la vida de Rafael, la de más personas correrían peligro

Don Fidel no perdió el tiempo. Rápidamente comenzó a ascender en las esferas religiosas y beatonas de la sociedad. Le invitaban a las reuniones semanales de esposas de generales, coroneles, jefes de la Falange, y terratenientes huidos, a las que se unían también algunas marquesas o condesas, todas refugiadas en la capital fascista del sur. A los pocos meses se convirtió en el confesor de la esposa del general al mando y por lo tanto, su influencia en el gallinero femenino aumentó sustancialmente. 

 

José Villa le caía bien a Roberto. Hombre de costumbres y carácter sobrio, iba siempre al grano sin perderse en florituras dialécticas tan comunes en esos días. Él le presentó a personas claves del Círculo de la Unión Mercantil, una asociación de recreo en dónde se cocinaba la mayor parte de los negocios de Sevilla y de la Andalucía fascista. Cuándo el santuario cayó en Andújar, el ya estaba funcionando comercialmente, esos si, con precauciones para no desvelar el verdadero potencial económico de la familia Iribarren. Pasado cierto tiempo, comenzó a darse cuenta de que, a su pesar, la República no tenía muchas posibilidades de salir victorioso de la terrible prueba a la que le estaba poniendo los rebeldes fascistas. Las potencias europeas, asustadas ante la posibilidad de una próxima guerra mundial por el empuje de Alemania e Italia, rehuían cualquier apoyo practico a la República. Cómo ya he dicho, con mucha precaución, comenzó a comprar terrenos en el extrarradio de Sevilla, en torno al cementerio de San Fernando, tristemente famoso por ser el lugar dónde el general Queipo de Llano, mandaba fusilar a los republicanos, en ocasiones familias enteras incluidos los niños. Algunos historiadores elevan la cifra a 15.000. Eran terrenos de extrarradio, de poco valor, dónde brotaban pequeñas huertas familiares de subsistencia, generalmente ilegales, que eran toleradas por dos motivos: uno, por el desbarajuste administrativo que corroía la ciudad y que propiciaba la corrupción, y el otro, porque los excedentes terminaban en el mercado negro dónde las clases más pudientes las adquirían. Con estos hortelanos ilegales, Roberto llegó rápidamente a un fácil acuerdo: les dejaba seguir con su actividad con la condición de que le proveyeran de productos. Un empleado, se pasaba con un carro todas las semanas y hacia la recolección. Una pequeña parte terminaba en la despensa de José Villa, otra parte en la de su casa y el resto se destinaban a pagar la amistad de ciertas personas relevantes de la ciudad.

Cuándo termino la guerra, su familia estaba demasiado asentada en la vida de la capital andaluza cómo para plantearse el regreso inmediato a Andújar. Con el tiempo lo hicieron, pero no antes de reconstruir Villa Juanita, aunque siguió manteniendo la casa de la calle Colon dónde pasaban largas temporadas. No en vano, había que atender las múltiples propiedades que poco a poco había ido adquiriendo en la capital hispalense, gracias al desastre de la guerra.

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