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Baby M.

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¡Por fin! Allí estaba ella, frete a mí, sentada en una silla y apoyada en la mesa, bella, bellísima, sensual, deseable. Su melena rubia y ondulada, muy al estilo del Hollywood clásico, le caía sobre los hombros y tapaba parte de su preciosa carita de muñeca. Con esos pómulos sonrosados, labios carnosos que invitaban al pecado, a ser succionados, mordidos, profanados. Ojos grades, redondos y azules. Y una sonrisa tan dulce, casi imperceptible, pero evidente. Vestida solamente con una blusa blanca de mangas largas, tipo colegiala, anudada por encima del ombligo, ombliguillo redondito en el que estaba deseando meter mi lengua, repasar sus contornos. La misma prenda que le confería ese aire sensual al tener los botones desabrochados, culpables estos de mostrar parte de los senos y de ocultar los pezones pero sin conseguirlo de todo, perfectamente perceptibles a través del fino tejido, duros y rosados, apuntándome, ¡a mí!, diciendo, ven, cómeme, devórame, somos tuyos.

Mis ojos siguieron bajando, escaneando todos y cada uno de los rincones de aquel voluptuoso cuerpo, sin dejar escapar ningún detalle, visualizando el campo de batalla sobre el que habría de desarrollarse la contienda, la hora se acercaba, ella lo deseaba y yo lo sabía.

En la cintura una pequeña minifalda azul de lycra que adornaba sus caderas, y prometía, o más bien insinuaba, unas jugosas nalgas donde clavar mis dientes, donde dar palmadas que resonasen por toda la estancia. Bajo ella asomaba sin pudor el broche del liguero negro, prenda de mi perdición, para enganchar unas medias de encaje rojo pasión. Las seguí hasta el final, donde me aguardaban unos zapatos brillantes, abiertos, abrochados al delicado tobillo con una cintita, y que terminaban en un tacón de aguja infinito.

En ellos rebotaron mis ojos y volvieron hacia arriba, subiendo por las torneadas pantorrillas de colorada tela cubiertas, hacia los muslos, los dos prietos y suaves muslos, bajo la corta faldita que no conseguía ocultar el tesoro más deseado, ¡mi tesoro! Esos dos agujeros del placer apenas cubiertos por el finísimo trozo de tela del tanga negro que yo mismo había pedido. Esos dos agujeros que iban a ser míos en breve, con los que me iba a deleitar haciendo todas y cada una de las perversiones que tenía en mente. Esos dos agujeros que sabía aun vírgenes, que eran sólo para mí, que aún no habían sido mancillados.

Me levanté y fui a por ella. ¡La había estado esperando tanto tiempo! ¡Y ahora estaba allí! ¡Sólo para mí! ¡Era mía, mi tesoro!

Y no era cara, 3000 euros y los portes desde Japón. Pero valía la pena, cubría todos mis deseos. Habían cumplido todas mis especificaciones. Era tal y como yo la pedí. La acababa de sacar de la caja y de vestirla, pero ya no podía más, le tocaba a ella satisfacer mis deseos. Así que le dije.

-Ven Muñeca, voy a enseñarte lo que es un hombre… ¡Nena!

Ni Humfhrey Bogart lo hubiese dicho mejor.

(8,00)