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La polla tatuada

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PUES CLARO que tengo la polla tatuada. Desde los veintitantos años. Como sabes, durante una noche de borrachera épica, me hice tatuar la polla y los cojones. Me decoraron el pene con una espiral de alambre espinoso que, después de anudar mis testículos, subía hasta el final del prepucio. Lo hizo un buen artista. De tal manera que, cuando mi verga alcanza una erección sostenida, los pinchos del alambre logran un detalle increíble. Son tan reales que ofrecen un aspecto amenazador, agresivo, intimidatorio.

La verdad es que, desde entonces, a este tatuaje debo el éxito de un 80% de mis polvos. Casos concretos. Por ejemplo, Amelia, la vecina del piso de al lado, del que he tenido que soportar durante un mes el coñazo de las obras, en el ascensor va y me pregunta:

-¿Quieres ver cómo me ha quedado la cocina?

Ya en su casa, yo le digo:

-¿Quieres ver el tatuaje de mi polla?

Entonces, me la acabo follando en su nueva cocina. Quizá sobre la misma mesa que utilizará luego para preparar una empanada para Juanma, su marido

En cuanto a éste, en el párking del edificio, me ofrece satisfecho:

-¿Quieres ver mi nuevo coche?

Ya sentados en los asientos delanteros, yo le digo:

-¿Quieres ver el tatuaje de mi polla?

El muy cabrón quiere y acaba haciéndome una mamada, tan poderosa que casi me borra el tatuaje.

Tú ya sabes que, en este sentido, yo no tengo muchos problemas. Tanto me da que sea Amelia o Juanma quien me haga disfrutar de buen orgasmo. Cada uno de ellos tiene sus virtudes. En realidad, lo más probable es que, tarde o temprano, acabemos montándonos un trío memorable. Follándonos en la cocina, en la sala de estar, en el dormitorio, en la terraza o/y en el flamante coche nuevo. Y corriéndonos una y otra vez hasta el agotamiento.

Mira, la cosa va así. Ella se lo confiesa a él o viceversa. Primero, ambos se acusan de desleales. Luego, admiten que no hay para tanto. Como se trata de una pareja práctica, al final deciden llamar a mi puerta e invitarme a una buena cena.

Y así sucedió.

Fui a su casa. Amelia y Juanma habían cocinado algo especial. Una cena ligera y con ingredientes tradicionalmente considerados afrodisíacos. Consomé con yemas de huevo y un variado surtido de mariscos. También habían preparado adecuadamente el ambiente, con candelabros y velas en la mesa. Un excelente vino. Un cava brut nature para los postres. Es decir, un primoroso ritual erótico, ¿no crees?

Durante la cena, me expusieron su interesante plan sicalípico que, naturalmente, yo acepté sin condiciones. Tomamos café y whisky en la sala de estar. Alguno de ellos puso música chill out. Amelia y Juanma bailaron, magreándose a conciencia. Luego, Amelia y yo, achuchándonos libidinosamente. Y al fin, los tres, en pleno subidón cachondo, nos fuimos desnudando, más o menos al compás de las melodías, mientras nos metíamos en el dormitorio.

Amelia fue la primera en quedarse en cueros. Realmente estaba buena. Era casi una cuarentona de tetas grandes, mullidas y colgantes, con pezones muy gruesos y, en aquel momento, ya muy túrgidos. Desde nuestro polvo en la cocina, sabía que, si eran bien sobadas, Amelia se liberaba enseguida de toda atisbo de inhibición. Entonces, se convertía en una especie de ninfómana desmesurada que besaba, mamaba y follaba frenéticamente. 

También desde ese día, yo conocía el poder lujurioso de su coño, cuya raja se adivinaba bajo un vello oscuro, ligero, muy rizado, y ahora mojado. Pero lo más fascinante de ese cuerpo que ya comenzaba a madurar era su formidable culo, del que, por cierto, no había podido disfrutar en el polvo de la cocina. Desde luego, ella confiaba en el poder provocador de su trasero, porque mientras se dejaba besar y manosear por su marido, se había colocado de espaldas a mí para excitarme. Hacía bailar las caderas, agitando sus nalgas anchas, carnosas, y voluptuosas. O, a veces, se doblaba un poco sobre su cintura, a fin de que se abriese fugazmente el canalillo del ano, como invitándome a una inevitable sodomía.

Tanto Juanma como yo nos despojamos finalmente de los calzoncillos bóxer. Allí estábamos ambos, en pelotas, furiosamente rijosos y enarbolando sendas erecciones. Aunque, ¡joder, tú!, el tío estaba bien dotado. A sus cuarenta y algunos años, mantenía una picha de buen calibre, algo más gruesa y larga que la mía, y la exhibía con prepotencia. Por un momento, me entró una cierto complejo de inseguridad. Pero, con la ventaja del tatuaje desplegado al máximo, recuperé inmediatamente la confianza en mi polla. Y como en otras ocasiones, mi verga se convirtió en el inevitable centro de todos los deseos. 

Amelia y Juanma, me tumbaron de espaldas sobre la cama y se lanzaron sobre mí, disputándose como dos fieras salvajes mis 16 o 17 centímetros de pene tatuado y empalmado.

-¡Eh! ¡Cuidado, tíos! -grité protegiéndome con la mano-. Habrá para todos -sonreí intentando poner orden.

Amelia fue la primera en agarrarme el cipote. Antes de metérselo en la boca, como también había pasado en la cocina le echó una rápida ojeada al tatuaje.

-¿De veras que no pincha? -dijo con una risotada nerviosa.

-Sabes que no.

-Lo sé, pero...

Como yo ya había visto en otras personas antes de la ineludible mamada, cualquier efímera precaución se transformaba inmediatamente en una lascivia incontenible.

-Sí, lo sé -se autoconvenció Amelia y, decidida, se engulló mi tranca. Se la tragó entera, casi hasta los huevos. 

Enseguida volví a experimentar esa sensación de placer violento, en la corona del capullo, como el día de la jodienda en la cocina. Amelia  chupaba, lamía, y volvía a chupar mi pene como si fuese a vaciarlo de sangre. Iba alternando la fuerza de sus succiones hasta exacerbar al límite todas mis terminaciones nerviosas. Pero lo mejor era cuando se introducía una y otra vez mi picha hasta la garganta, con fricciones en la úvula de su paladar, como si en lugar de campanilla tuviese un auténtico clítoris. La muy puta, con esas maniobras, arrancaba de mi frenillo un delirante cosquilleo que casi me dejaba sin respiración. Cada vez más intensamente, sentía en la piel, en los músculos, a lo largo de la espinal dorsal un  placer insoportable y unas ganas intensas de disparar la leche que hervía en mis cojones. Muy pronto, comencé a notar esa sensación brutal,  irreprimible, de una inminente eyaculación. Pero, cuando ya estaba en un tris de perder todo dominio, Juanma apartó autoritariamente a Amelia y le arrebató mi nabo, que chorreaba saliva y quizá alguna gota de semen.

¡Déjame a mí! -le ordenó.

También, antes de mamármelo, se lo miró indeciso, pero inmediatamente venció toda vacilación.

-Te vas a destrozar la boca con tantos pinchos, mariconazo -bromeó Amelia, disimulando así su disgusto. 

La felación de Juanma enfrió provisionalmente el hervor de la leche de mis testículos. Como yo ya sabía desde lo del asiento delantero de su coche nuevo, su estilo era más directo, más potente que el de ella. No se entretenían tanto en lametones barrocos a lo largo del tronco de mi falo. Principalmente se concentraba en el frenillo y en el entorno del glande. Pero, sobre todo, sujetaba con los labios la piel de mi prepucio y me daba fuertes y largos chupetones, mientras movía arriba y abajo la cabeza. En realidad, era como si me follase con la boca. 

Yo había cerrado los ojos, como suelo hacer cuando me la mama un tío. Las succiones de Juanma eran más lentas, pero más persistentes. Poco a poco, comenzaba a disfrutar de ese gusto especialmente morboso que me proporcionan las mamadas masculinas. Realmente, el muy maricón era un felador experimentado. Ni te imaginas con que destreza manejaba su boca, sus labios, la punta de su lengua, para mayor gloria de mi príapo hipersensible.

En un momento dado, noté que, simultáneamente, me estaban lamiendo los cojones y parte del perineo. Abrí los ojos. Mientras Juanma arrodillado a un lado continuaba su mamada, Amelia se había colocado en el otro para dedicarse a mis huevos tatuados. Los besaba suavemente o les daba largos lengüetazos salivosos. Con la visión de ese panorama, sentí que se incrementaban mis arrebatos de placer. Por otra parte, tanto él como ella se masturbaban a ratos y parecían disfrutar casi tanto como yo mismo, lo que resultaba muy excitante.

Durante un tiempo, Juanma se fue inventando una serie de caricias bucales delicadas o contundentes, estimuló zonas de mi polla que sólo un tío sabe donde están, hasta que me puso al borde de un urgente orgasmo. Entonces,  paró en seco su mamada. Dejó mi pene suelto dentro de su boca, a su aire, sometido a una serie de convulsiones progresivas. Pero, como había hecho en la mamada del coche, lo siguió sujetando por su base con los labios. “Al maricón le gusta mi leche”, me dije. Mira por dónde, a mí también me venía de gusto correrme dentro de su boca. Pronto, sentí como deprisa me subía el cuajo desde los cojones, besados por Amelia. Y, entre espasmos delirantes, me corrí... me corrí... me corrí... con sumo gusto. Sentí cómo se vaciaba toda mi esperma dentro de ese espacio bucal húmedo y cálido. Mi polla palpitaba libremente a cada jeringazo de semen y me iba invadiendo una gozada intensa y contradictoria. Por un lado esa libertad que Juanma daba a mi cipote me hizo disfrutar de un delirio extraño, desconocido y muy intenso. Un goce que, en cierto modo, me resultaba desconcertante, al no padecer en mi picha la presión obstinada de un coño, de un ojete o incluso de alguna chupada, mientras era ordeñada hasta que quedaba inerte.

Pero lo cierto es que estuve disfrutando como nunca de ese placer nuevo, distinto y emocionante, pero tan efímero como siempre. Cuando abrí los ojos otra vez, me tropecé ahora con una realidad desencantadora. Juanma, por lo visto, se había tragado mi lechazo. Amelia se quejaba y le llamaba egoísta sin mucha convicción. Mientras ellos se besaban, mi herramienta comenzó a desmoronarse rápidamente. El tatuaje se encogía y estaba a punto de convertirse en un dibujo grotesco. Antes de que mi falo perdiese su glamur erótico, me escapé hasta el cuarto de baño.

Después de mear, eché un vistazo crítico al carajo. Me picaba. En el tatuaje tenía pringues de saliva y de semen. Ni corto ni perezoso, me metí en la ducha sin pedir permiso a nadie. El agua tibia era muy confortable. Me enjaboné el pene y, al enjuagarlo, inesperadamente comenzó a endurecerse. Pensé en la gozada que acaba de disfrutar y me entraron ganas de hacerme una paja. Abrí un poco más el grifo del agua fría.

Llevaba allí dentro un buen rato, cuando Amelia se metió conmigo en la ducha. Se estremeció de frío mientras me besaba. Su lengua tenía un sabor acre y dulzón como de rastros de semen. Abrió más el agua caliente y se enjabonó el chocho a fondo. Se dio vuelta para enjuagárselo mejor y tentarme así con su magnífico culo. 

-Bueno tío, espero que cumplas lo que me dijiste el otro día en la cocina.

-¿Yo? ¿Qué te dije?

-Que me ibas a follar mil veces por el culo.

-¿Dije eso?

-Por ahora, me conformo al menos con una.

Otra vez, se me había levantado la verga, desplegando los pinchos amenazadores en todo su esplendor. 

-¿Y Juanma? -pregunté sin ninguna lógica, sin ningún sentido.

-Déjalo dormir. Nos hemos echado un polvo de puta madre. Luego, siempre se amodorra durante un rato.

Le agarré las hermosas cachas para separarlas en busca de su ano fruncidísimo.

-Espera... -me contuvo.

Cerró la ducha. De entre los potingues que tenía a mano, tomó una crema hidratante. 

-Me pone a cien que me magreen el culo -me explicó, mientras me untaba el pene a conciencia-. Es mi vicio, tío. Acabo loca perdida cuando me follan por el culo.

Luego, se agachó para separarse las nalgas y meterse un par de dedos llenos de crema por su ano, abierto ahora como la corola de una violeta. Finalmente, me lo ofreció en posición perfecta para ser insertado.

Apoyé la punta del balano en su ojete y, apenas sin presión, se deslizó por el canal anal hasta el recto. Le metí toda mi tranca con una suavidad tan inesperada como prometedora. Hundida  entre aquellas nalgas de lujo, comenzó su bombeo copulativo con entusiasmo y sin pausa. Bien ajustada por el esfínter y las paredes peristálticas del recto, se me fue desmadrando. Me puse a follar aquel culo como si me fuese la vida. Amelia  gemía, se quejaba, insultaba, blasfemaba, gritaba. Finalmente, se había colocado a cuatro patas, sobre el suelo, con las ancas levantadas, en pompa, para facilitar la enculada. Me pedía que no parase de sodomizarla, que le azotase las nalgas y, sobre todo, que le trastease el clítoris. Y la azoté, la masturbé y aumenté el ritmo de la jodienda hasta donde fui capaz. 

Posiblemente, yo también estaba resollando y bramando obscenidades. Había deseado tanto tirarme aquel culo que actuaba ahora como un follador desesperado. Estaba disfrutando de tal manera de ese agujero que esperaba que nunca se acabase aquel polvo. Pero, al mismo tiempo, me embestía un gustazo tan doloroso que necesitaba correrme urgentemente. 

De nuevo, todo mi cuerpo, pero sobre toda mi polla, estaba a punto de estallar en un orgasmo pirotécnico. Lo estaba sintiendo venir apresuradamente, cuando en aquel momento entró Juanma.

-Qué buen pedazo de culo tienes, tío -dijo, mientras me palpaba las nalgas, valorándolas-. Se merece un pollón como el mío. ¡Vamos a hacer el tren!

-No. Ahora, no. ¡Hoy, no! -le grité, indignado porque había interrumpido momentáneamente mi llegada al clímax.

-¿De verdad? -insistió, sin dejar de tantearme el trasero.

-¡Joder, tío, suéltame! -lo empujé violentamente-. (Qué te la mame tu mujer o hazte una paja, cabrón! (Pero déjame terminar, coño!

-Vale, vale...

Sin demasiado convencimiento, se arrodilló frente a la cara de Amelia, que parecía totalmente ida, y le metió su gordo pijote en la boca. 

A pesar de todo, yo me había mantenido terriblemente excitado. Así que, pocos segundos después, resoplando, casi ahogándome, sentí que iba a derretirme. Y, enseguida, disfruté de un orgasmo explosivo y, realmente, exuberante. A sacudidas incontroladas iba expulsando dentro de las entrañas de Amelia la leche que me quedaba. Me estuve estremeciendo durante algunos segundos, mientras que por todo mi sistema nervioso chisporroteaba un agudo placer lacerante, hasta que solté mi última gota de esperma.

Poco después, ya con la picha fuera y sentado en el suelo, estuve asimilando los breves instantes de profundo éxtasis, mientras mi cerebro y todo mi cuerpo iban regresando a la realidad. Por el ano de Amelia, asomaban blancos grumos de semen. Quizá también ella había tenido un orgasmo o quizá no se había corrido. De cualquier modo, seguía masturbándose, mientras estaba mamando aplicadamente el pollón de su marido. 

Allí sentado, los estuve contemplando sin apenas interés. Más rápidamente que antes, se me fue arrugando el pene hasta que el tatuaje se transformó en una sucesión de manchas sin gloria. 

-Me voy. Estoy muerto -anuncié, pero ninguno de los dos, metidos tenazmente en faena, me hizo caso.

Una vez en mi casa, me duché y me tomé un whisky, concretamente un Lagavulin de 16 años que guardaba para grandes ocasiones. Te aseguro que me sentía tan satisfecho y feliz que, de haber tenido una cintura muy flexible, me hubiese besado mi propia polla tatuada. Una vez más pensé que aquello del tatuaje había sido realmente un gran acierto.

Durante un par de días, no quise saber nada de Amelia ni de Juanma. Luego, cuando sí quise, no pude localizarlos. Algún vecino me comentó que estaban de viaje. Su piso permaneció cerrado todo ese tiempo. Finalmente, después de varias semanas, un día regresaron y me llamaron para invitarme a otra cena en su casa.

De nuevo, habían montado una escenografía y un ritual de lo más erótico. Después de la cena, otra vez bailamos, nos besamos y nos fuimos poniendo cachondos a marchas forzadas. Yo empecé a tomar el camino del dormitorio, mientras me desnudaba y enarbolaba orgulloso la polla tatuada. Pero, de  pronto, me pidieron que me esperase un momento y se metieron vestidos en el cuarto.

Regresaron, casi enseguida, completamente desnudos.

-¡Sorpresa! -gritaron, mientras se colocaban en una de las zonas de mejor iluminación.

Los muy hijos de puta se habían implantado varios piercings. Amelia se había anillado sus gruesos pezones y, con el coño rasurado, mostraba un aro de plata, adornado con una pequeña bola, que le atravesaba y sujetaba el capuchón del clítoris. Por su parte, Juanma, jactancioso, hacía ostentación de su gran tranca empalmada. Se había perforado el frenillo, bajo la corona del glande, con una barrita cuyos extremos estaban rematados con dos bolitas de plata.

-¿Qué te parecen los piercings, cariño? Ni te imaginas cómo te ponen -intentó venderme Amelia.

-Te dan un gustazo que te cagas -corroboró Juanma-. Cuando veas cómo funcionan, seguro que también te haces alguno -aseguró triunfalmente.

Enseguida comprendí que (“¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!”) me habían derrotado. Mi protagonismo y mis privilegios sexuales se habían esfumado de golpe. Se me encogió rápidamente la polla, con todo su tatuaje humillado, y me sentí en completo fuera de juego.  

No sé que estúpida excusa me inventé. Recogí mi ropa y, en pelota picada, me largué a toda prisa hasta mi piso.

¿Y ahora qué, tú? ¿Me pongo un piercing?

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