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Las gemelas (1 de 3)

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Mi hermana Jaznat y yo, Dehit, éramos sacerdotisas de la diosa Erfhat, Madre de la vida, la belleza, el placer y el fuego. Nacimos bendecidas como “hermanas de reflejo”, es decir, éramos gemelas físicamente idénticas. Del mismo modo que las leyendas describen a Erfhat, nuestros cabellos eran platinados, nuestros ojos de un azul similar al del cristal de mar, nuestras pieles claras, bronceadas por el implacable sol del Desierto Rojo y nuestros cuerpos de proporciones iguales a las utilizadas por los artistas del Imperio Caído para representar en estatuas ala diosa.

Descendíamos de una antigua casta de sacerdotisas que rigieron sobre todos los clanes del desierto durante las Eras De Abundancia y las Eras De Penuria. Fuimos dedicadas al culto desde nuestro nacimiento; crecimos aprendiendo los misterios de las plantas y la curación de enfermedades y heridas, los secretos de la fertilización de la tierra y las bendiciones de la cosecha. Aprendimos los rituales del fuego, del agua y de la vida.

Al crecer, decidimos afirmar nuestro cariño mutuo volviéndonos Socias De Lecho y consolidamos nuestra relación cazando un león negro para comer sus órganos genitales en un banquete ritual; cada una comió un testículo y ambas comimos la mitad longitudinal del falo. Compartimos la carne y la sangre de nuestra víctima sacrificial con las mujeres del Clan Del Fuego Azul, reservando la piel, suavemente curtida, para formar el lecho que algún día compartiríamos con el compañero que Erfhat destinara para nosotras. Nuestro padre, nuestra madre y su socia de lecho nunca conocieron un día más gozoso.

Dos años después de nuestra unión, el momento que tanto habíamos deseado se aproximaba. La noche anterior a la dádiva de Erfhat, el fuego ceremonial chisporroteó de modo inusual. Leímos entre sus llamas que el compañero destinado para nosotras se aproximaba, cruzando el desierto en solitario. El péndulo de cristal de mar nos indicó la dirección y la distancia y, ahora, Jaznat y yo mirábamos expectantes el cumplimiento de la promesa ígnea.

El viajero caminaba con paso cansino, al lado de una yegua blanca de alta alzada. El tono de su piel, la camisola, el jubón y las botas de cañón alto lo identificaban como habitante de las Tierras Altas. Las dádivas de Erfhat casi nunca venían sin intervención de La Opositora, escupamos sobre su sombra. Doscientos pasos adelante, al noreste de donde el hombre marchaba, había un grupo de salteadores esperándole, camuflados entre la arena de una alta duna. Sentí la tentación de bajar de la meseta donde nos ocultábamos y advertir a nuestro futuro compañero, pero Jaznat, siempre más juiciosa, me lo impidió con gesto autoritario.

—¡Camina directo a una emboscada! —exclamé en voz baja—. ¿Permitiremos que lo maten?

—Normalmente no deberíamos —respondió Jaznat abrazándome—, pero él es nuestro regalo del destino. Si intervenimos, nunca sabremos si es un guerrero digno de nosotras. Lo siento, deberá luchar; sea cual sea el resultado, será la última vez que combata solo. Puede morir y no conocernos o vencer y contar con nuestro apoyo de hoy en adelante.

Ignorando nuestra presencia y el asecho de sus enemigos, el hombre detuvo su andar para tomar el odre de agua que colgaba junto a las alforjas. Lo destapó y ofreció el preciado líquido a su montura, quien se relamió los belfos ansiosamente. Tras atender a la yegua. Él bebió un trago moderado y, tapando el odre, oteó en el horizonte. El gesto me conmovió, pues muchos hombres habrían reservado el agua para sí mismos, habrían montado y reventado a su cabalgadura con tal de travesar el desierto. Extrajo de su bolsillo una pequeña talega y una pipa e arcilla. Vertió tabaco cuidadosamente y lo encendió mediante el fuego amplificado de un cristal de agua que colgaba de su cuello. Fumó en silencio recargando la espalda contra el flanco derecho de la yegua.

Jaznat y yo nos miramos sonrientes. Me estremecí pensando en las historias que, si Erfhat lo decretaba, podríamos vivir con él. Abracé a mi hermana y busqué sus labios con mi boca mientras acariciaba sus nalgas. Ella respondió al beso y apretó mi seno izquierdo. La furia masculina estaba por desatarse, el placer femenino debía equiparársele.

Rugiendo, los seis salteadores abandonaron su escondite y corrieron hacia el viajero. Él, asintiendo como si ya los esperara, vació la cazoleta de su pipa sobre la arena y desenvainó la cimitarra. Los atacantes venían armados con largas espadas de hoja recta, que blandían en alto mientras la furia marcaba sus rostros.

Mi hermana y yo conocíamos a la banda; cincuenta noches antes habían traído a un herido a nuestra gruta, a causa de su lamentable estado no pudimos salvarle. No hicimos preguntas sobre las actividades del grupo y ellos no ofrecieron información. Se marcharon en paz, pero nosotras sabíamos que eran renegados.

Dos de los asaltantes se adelantaron al resto. El viajero ejecutó un floreo con su cimitarra y noté cómo en su mano izquierda relampagueaban dos destellos. Al instante, un par de dagas arrojadizas de bronce se clavaron en los esternones de sus primeros adversarios. Cambió de postura para encarar a los demás mientras sus primeras víctimas caían sobre la arena.

Un salteador se lanzó en tromba sobre el viajero. Las hojas chocaron y se repelieron en varios encuentros que insinuaban destrucción. Mientras los movimientos del morador del desierto eran toscos, más fuertes que precisos. Las posturas, fintas y ataques del desconocido parecían estudiados y elegantes. Durante el combate no lo vimos fruncir el ceño o mostrar temor. En un momento dado, la cimitarra chocó con el filo de la espada y se deslizó hacia arriba, aprovechando la curvatura de su arma, el viajero desvió la hoja de su rival y retrocedió girando y lanzando un tajo que cercenó desde el codo el brazo derecho del morador del desierto. Dando un sólo paso remató al forajido mientras otro ya se cernía sobre él.

Este nuevo rival contaba con la superioridad de su fuerza física, pero nuestro futuro compañero sabía luchar y parecía mantener la calma. Jaznat cambió de posición y me abrazó por detrás. Acarició mis senos sobre la túnica de ante y besó mi cuello. Correspondí a sus caricias deslizando una mano entre nuestros cuerpos para buscar su prenda intima y hacerla a un lado. Mis dedos se humedecieron con su savia de placer; mi gemela estaba tan excitada como yo.

—Si queremos mostrar misericordia debemos estar empapadas —susurró mi socia de lecho buscando mi vagina por debajo de la túnica.

Mi lubricación era la adecuada. Suspiré cuando me penetró con el índice mientras buscaba mi clítoris con el pulgar. Le brindé el mismo tratamiento y ambas gemimos quedamente. Abajo, los hombres intercambiaban mandobles.

El viajero combatía con movimientos bien equilibrados. Su adversario bufaba y maldecía mientras el otro forajido observaba el combate con los brazos cruzados sobre el torso. Las maniobras de mi hermana en mi sexo hacían retroceder mi pelvis involuntariamente, provocando que mi trasero se acercara y alejara del vientre de ella. Mi mano en su vagina aceleraba sus caricias.

—Se dice que los hombres de las Tierras Altas tienen la virilidad más desarrollada que los moradores del desierto —murmuró mi hermana —. Descienden de una mezcla entre la raza oscura de las Islas Boscosas y de nuestra misma raza. No me extrañaría que nuestro compañero comprobara el rumor.

Su comentario me hizo estremecer y sentí que el placer ascendía, Jaznat también vibraba expectante. No me sorprendió percatarme de que ella se refería al viajero como “nuestro compañero”, dando a entender que sobreviviría y aceptaría compartir su vida con nosotras.

El entrechocar de las armas se interrumpió. Ambos contendientes jadeaban por el esfuerzo y se miraban fijamente, como midiendo las posibilidades de salir con vida del encuentro. El otro forajido se mantenía impasible.

La tensión entre ellos se rompió cuando el orgasmo estaba a punto de desatarse en mi interior, por los jadeos de Jaznat, deduje que ella también estaba a punto de sentirlo.

El morador del desierto se lanzó sobre el viajero con un poderoso mandoble. Nuestro compañero ejecutó un quiebre de cintura y cayó en la arena sobre una rodilla. Girando el cuerpo contraatacó enviando un certero tajo entre las piernas de su rival. La hoja de la cimitarra rebanó el bajo vientre del individuo y el alarido de dolor pareció sincronizarse con el estallido orgásmico que recorrió todo mi cuerpo. Jaznat vibró al unísono empapando mis dedos con su preciada savia sexual.

—¡Acabas de matar a mi hermano! —exclamó con ira el último salteador.

—¡Me importa lo mismo que te importa a ti la cazoleta de tabaco que he desperdiciado por vuestra culpa! —respondió nuestro hombre poniéndose en pie.

El renegado desenvainó y realizó un par de fintas. El viajero no se dejó sorprender y recuperó su actitud de ataque estudiado. Mi hermana y yo nos sentamos a observar. Ambas estábamos sonrojadas y jadeantes por el placer compartido; pronto necesitaríamos la savia del clímax.

Entre los hombres, cada ataque era puntualmente respondido, cada finta descubierta y cada mandoble fuera de postura esquivado con maestría.

—¡Oh, Erfhat! ¡Tú lo trajiste a nosotras, no permitas que muera! —rogué, ejecutando una genuflexión y lamiendo los jugos vaginales de mi hermana entre mis dedos.

—Sea de ese modo —concedió Jaznat imitando mi gesto.

Las hojas e metal se trenzaron en un ataque detenido que acrecentó la tensión entre los combatientes. En un movimiento que pareció bien estudiado, el salteador giró hacia abajo su espada para mermar la guardia del viajero. Nuestro hombre retrocedió y, liberando la cimitarra saltó hacia su oponente y giró en el aire instantes antes de ser atravesado por la espada. En el giro descargó un brutal mandoble que cercenó el cuello de su último enemigo.

El guerrero vencedor clavó la punta de su cimitarra en la arena y se quedó de rodillas intentando recuperar el aliento. La deshidratación y los rigores del viaje se sumaban a la fatiga de la lucha que había emprendido. Los dos heridos por las dagas seguían vivos y gemían quedamente. Jaznat y yo descendimos de la meseta. Mi prenda íntima estaba empapada por la savia de placer nacida de la excitación.

El viajero nos miró con atención. A pesar de nuestros arcos y espadas, supo deducir que no le atacaríamos. Conservó la postura.

Me acerqué a uno de los heridos, procurando que la sombra de mi cabeza no coincidiera con la suya; esto habría sido como comunicar a Erfhat que yo autorizaba las fechorías del hombre y me convertía en aval de sus actos.

—Tu herida es grave —señalé sin dar énfasis a mi voz —. Si retiro la daga morirás en pocos segundos. ¿Quieres que oriente tu camino hacia Erfhat?

El moribundo hizo un gesto de asentimiento con su mano y extraje del ceñidor mi daga ritual. Jaznat hizo lo mismo, proponiéndose dar un tratamiento similar al otro herido. Con el filo del arma corté un mechón e mi cabello y lo introduje en mi boca para empaparlo de saliva. Con la lengua formé una apretada bola de pelo que puse entre mis dedos.

—Morirás debido a que rompiste las leyes del desierto y atacaste a un viajero cuando debiste brindarle agua, alimentos y paz —declaré la fórmula ritual adecuada—. Que Erfhat escuche las palabras que dirás en tu favor.

Acerqué la bola de pelo a su boca. Él abrió los labios y la atrapó entre sus dientes. Quizá no podía hablar, pero me dirigió una mirada de genuino agradecimiento. Me abrí la túnica y bajé mi prenda íntima para entregarla al viajero en señal de respeto y admiración. Jaznat hizo lo mismo, el hombre besó y olfateó las prendas contesto educado y las guardó en su bolsillo junto a la talega de tabaco. Mi hermana y yo volvimos con los heridos.

Mi sexo aún estaba húmedo. Recolecté entre mis dedos la mayor cantidad posible de flujo vaginal y me arrodillé sobre la arena, poniendo la cabeza del moribundo entre mis muslos. El forajido miró mi vagina depilada y se estremeció de placer. Unté sus labios y fosas nasales con mi savia.

—¡Que la diosa Erfhat perdone tus trasgresiones y te permita disfrutar de los placeres futuros! —sentencié en la fórmula ritual—. Lleva mi aroma y mi sabor ante ella, como prueba de que te libero de esta vida.

Coloqué la punta de la daga ritual sobre su corazón y, con un firme movimiento, la clavé hasta la empuñadura en su pecho. El bandido se sacudió y murió, llevando entre sus ojos la imagen de mi sexo. No me sentí capaz de hacer más por él.

Jaznat pareció conmoverse por el herido a su cargo, pues orinó sobre su rostro antes de rematarlo; llegaría ante Erfhat con la señal de que una sacerdotisa lo eximía de todas sus culpas.

Ambas nos incorporamos. El viajero recuperó sus dagas y nos entregó las nuestras después de limpiarlas con la capa de uno de los cadáveres.

—Soy Jaznat y ella es mi hermana, Dehit -informó mi gemela—. Somos sacerdotisas de la diosa Erfhat, ¿Quién eres y de dónde vienes? Espero que no trates de engañarnos; recuerda que las sacerdotisas estamos facultadas para detectar la mentira.

Mi socia de lecho podía estar emocionada por el encuentro, pero seguía rigiéndose por su cautela habitual.

—Mi nombre es Reknyel —respondió el viajero—. Vengo del Altiplano y soy un guerrero sin estandarte. Soy hijo bastardo del emperador Samael, apodado "El Embustero" y de Layla, hechicera de la Costa Partida. No me juzguéis por las atrocidades que mis padres han cometido. Crecí con Oravocti, reina, guerrera y hechicera de las Montañas Del Alba. De pequeño me alimenté de su cuerpo y al madurar conocí el placer con ella. Me considero un buen devoto de la diosa Erfhat, sin importar que mi padre haya prohibido su culto en todos los reinos tributarios.

El hombre hablaba con sinceridad. Jaznat y yo asentimos imperceptiblemente. Reknyel había demostrado su valentía como guerrero, tenía en su historia el cierre de un círculo de placer al haber sido amamantado por la misma mujer que después lo inició en los misterios de Erfhat. Por sus venas corría la sangre de un noble y una hechicera; el que fuese o no un hijo bastardo era culpa y cobardía de su padre. Me pareció excelente como obsequio de nuestra diosa.

—¿Qué haces en este lugar? —pregunté con voz átona.

—Hace veinte noches estaba en una expedición, dando caza a una banda de forajidos —relató—. Me quedé dormido al lado de la hoguera y la diosa Erfhat me visitó en sueños. Compartió su cuerpo y sus placeres conmigo y después me indicó el camino a seguir para hallaros. Erfhat dijo que aquí, en el Desierto Rojo, encontraría la dualidad del placer.

—El fuego ceremonial nos indicó que vendrías —concedió Jaznat—. Si deseas cumplir con lo que has venido a hacer, acompáñanos a nuestra gruta.

Una vez quedando de acuerdo preparamos el trayecto. Mi socia de lecho y yo recuperamos los caballos que teníamos ocultos y nuestro hombre dio más agua a su montura. Reknyel se sorprendió al ver la fertilidad del huerto, por turnos le explicamos que poseíamos el secreto de dar vida a la tierra muerta. Pero más se maravilló al entrar a la gruta.

Muestro hogar era una oquedad en la pared del cañón, medía unos cien pasos de largo por cincuenta de ancho y en el fondo había un manantial cuyas aguas se acunaban en una poza poco profunda para filtrarse después entre las grietas de la pared. La gran estancia estaba bien dividida en dormitorios, área de curación y preparado de remedios (con una farmacopea botánica completa), cocina, biblioteca, un amplio cuarto de aseo con ducha hidráulica incluida y bañera, y una amplia sala común, alfombrada y llena de cojines para descansar cómodamente.

Reknyel atendió a la yegua y después tomó un prolongado baño. Durante ese tiempo, Jaznat y yo preparamos la comida. Cuando se reunió con nosotras lo instalamos en la sala común y corrimos a la bañera.

Nos sumergimos en el agua, agradecidas por su frescura y tallamos escrupulosamente nuestros cuerpos con jabón de tabaco.

—Estoy algo nerviosa —reconocí—. Nunca lo hemos hecho con ningún hombre.

—Estamos bien adiestradas —me consoló Jaznat—. Recuerda cuánto hemos practicado con los falos de cuarzo.

Sentí la tentación de abrazarla y nuestras bocas se encontraron como miles de veces antes. Nos arrodillamos una ante la otra, con el agua de la bañera al nivel de nuestras caderas. Mi hermana me abrazó y yo recorrí la redondez de sus nalgas. Nuestros cuerpos desnudos se estremecieron por el mutuo contacto. Encontré la entrada de su sexo y friccioné con suavidad sus labios mayores. Ella deslizó sus manos sobre mi espalda y, separando mis glúteos, hurgó con sus dedos hasta encontrar mi orificio anal.

—¡Te amo! —declaré en un suspiro.

—Como debe ser —concedió—. Nacimos idénticas, la una para la otra. No podría ser de otro modo.

Pegué un respingo cuando uno de los dedos de Jaznat se adentró por mi ano. Introduje un dedo en su vagina y ambas iniciamos un movimiento de entrada y salida de nuestras cavidades.

Mi mano libre se posó entre las nalgas de mi hermana y mi dedo índice se coló en su recto. Su mano libre atendió mi vagina y pronto cuatro manos atendieron cuatro orificios mientras cuatro senos se restregaban entre sí y dos bocas se devoraban en besos apasionados. Dos cuerpos idénticos encontraban su lugar natural dentro del orden de las cosas mientras nuestros gemidos debían escucharse en la estancia donde nos esperaba el hombre destinado a unirse a nuestras vidas. Este era el círculo perfecto del amor que vivíamos juntas.

Gemimos y gritamos al unísono cuando nuestros cuerpos fueron tocados por Erfhat y alcanzamos el orgasmo.

 

Continuará...

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