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Mis cuentos inmorales (2ª entrega)

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Aquellos besos "en la Bombilla"

Se denomina La Bombilla a los márgenes del río Manzanares que transcurre por el Paseo de la Florida.  

En una de las orillas había unos espacios en donde hacían baile los veranos, y allí se concentraban gran cantidad de chachas (Hoy llamadas empleadas de hogar) y modistillas con deseos de encontrar un novio, o simplemente para ligar.

Tenía 18 años cumplidos, quizás, (o sin quizás) la edad años más esplendorosa de este mozo: (vean la foto y digan si miento), y ya era todo un don Juan en las artes amatorias. ¡Bueno! Limitado a la época y el lugar, ya que echar “un polvete” a la salida del baile, y acabado de conocer a una chica normal no prostituta, no es que fuera difícil, ¡era un milagro!

Aquellas niñas no fornicaban a las primeras de cambio, había que prometer y prometer, para llegar a conseguir colocársela entre los muslos, o que hiciera “una manuela” ¡cómo mucho! Pero metérsela era más complicado; primero, por la moral que reinaba, y segundo, porque no tenías un sitio donde poder hacerlo tranquilamente. O sea, que cuando lo conseguías, a una tapia oscura o al campo.

Salía entonces con una chavalilla que no recuerdo su nombre, pero los besos a tornillo que nos dimos allí si que los recuerdo perfectamente, porque fueron sin duda la envidia de decenas de chicas que sentadas alrededor de nuestra mesa, esperando ser invitadas a bailar por los mozos que pululaban por el lugar; y que miraban entre estupefactas y excitadas, (porque en sus pueblos no se imaginaban presenciar tal escena), como la moza y un servidor, nos “comíamos los morros” de una manera desaforada.

¡Muy buenos recuerdos me trae La Bombilla! Cada vez que voy ahora a Casa Mingo, que está situado precisamente allí a tomar una sidriña con un pollo asado, no puedo evitar acordarme de aquellos momentos tan maravillosos.

¡Qué pena que sólo se puedan cumplir los 18 años una vez nada más en la vida!

 

 Como conocí a Petri, en el Café de Levante

 El café de Levante se encontraba en la Puerta del Sol y fue inaugurado aproximadamente en 1860. Estuvo en funcionamiento hasta 1966. Era el más discreto café de los ubicados en el centro a finales de siglo. Tranquilo y silencioso, por esta razón era frecuentado por militares retirados, gente mayor huyendo del bullicio de otros cafés. A pesar de todo tenía tertulias. Este café servía comidas y era famoso su bistec de la casa. Manuel Fernández y González escribió su novela titulada El cocinero de su majestad (1857) en este establecimiento.

La primera vez que entré en este café de fama en Madrid fue el año 1960, tenía diecinueve años. Decían que las mejores prostitutas frecuentaban el local de una forma muy discreta, que no se les notaban lo que eran.

Esa idea me gustó, ya que lo me daba asco era al ambiente creado alrededor de la prostitución, y lo que me deprimía; por lo que un buen día y con unas pesetillas en el bolsillo, decidí entrar a conocer el ambiente.

Sentada en uno de aquellos bancos junto a la pared estaba la que al momento me acerqué en demande de sus favores sexuales, ¡bueno! de favores es un decir, ya que había que pagarlos.

De unos treinta años; y aunque se suponía que era una prostituta, porque en aquellos años era impensable que una mujer decente estuviera sola en un establecimiento de hostelería, no lo parecía. Además como me recordaba a mi vecina Mari Luz (página 55) que me gustaba cantidad, fue lo que me animó.

No puedo recordar el diálogo que utilicé para iniciar el contacto, pero recuerdo perfectamente que me pidió doscientas pesetas de las de entonces, casi el sueldo de un mes.

Lo más gracioso "del cuento" es que al ser la mayoría de edad a los veintiuno años, y yo solo tenía diecinueve, no me dejaron entrar en los tres establecimientos hoteleros (pensiones) de los aledaños de la Puerta del Sol que me llevó.

Pero como la "señorita" no quería perderse la oportunidad de echar "un polvo" con un chaval tan guapo y jóven como yo, ya que estaría acostumbrada a ir con vejetes de pieles arrugadas y "cataplines colgantes"; al  ver que desistía de intentar buscar una habitación por allí, le dije que se quedara con las doscientas pesetas, pero que yo me marchaba.

-Ni mucho menos chaval, tú hoy follas conmigo y siempre que quieras.

-Igual se cree usted que yo dispongo todos los días de doscientas pesetas para ir con señoras como usted. Le dije un tanto displicente.

-No niño bonito (recuerdo perfectamente que me llamó así) cuando quieras me llamas y tu amiga Petri te complacerá.

Este diálogo se desarrollaba en el taxi que tomamos para dirigirnos a su casa, que recuerdo que estaba en el Barrio de Argüelles, en la calle Fernández de los Ríos; el número si que no me acuerdo.

No las tenía todas conmigo; la sombra de la Venancia (página 18) y aquel olor de la habitación de la rubia (página 71) de la Avenida de Donostiarra, envolvían mi mente.

-Te veo un poco preocupado chaval. ¿Eres primerizo? Me dijo Petri al verme la cara.

-Un poco, porque la verdad va a ser mi primera vez.

-¿Descapullas? Me preguntó.

Afortunadamente desde muy jovencito me acostumbré a echarme "el pellejo" para atrás. Por lo que le dije muy resolutivo:

-Sí, sí, descapullo sin problemas. ¿Por qué lo pregunta?

-Sería un incordio, meterla la primera vez sin descapullar te puede hacer daño. Me figuro que te harás pajas ¿verdad?

-Sí, bastantes.

-Normal... A tu edad...

Llegamos a su casa, y ella pagó el taxi; acto que me satisfizo, y más al no hacer ninguna insinuación de que lo pagara yo, ya que no me quedaban ni dos pesetas; lo justo para volver en el tranvía a casa.

Debo decir en honor de la verdad, que Petri fue como una "madre"; seguro que me vio tan indeciso que en vez de haberme despachado en un santiamén, tuvo una paciencia infinita conmigo.

-Ven cielo. Me dijo a la vez que me llevaba al baño. Vamos a lavarnos los dos un poco, que aunque se nos ve muy limpios, y a ti como "un pincel", es recomendable lavarnos "esas partes".

Empezaba a sentirme bien; Petri me estaba tratando si no como "una madre", (como dije antes), sí, con una delicadeza extrema. Y cuando se bajó las bragas para lavarse "el chirri" en aquel bidé; (por cierto, que era el primer bidé que veía) me sobrevino una oleada del perfume de su entrepierna, que disipó de mi mente los fantasma de la Venancia y de la Rubia; porque me recordó al aroma de Carmencita; aquella fragancia parecida que si otrora me enervó los sentidos, ahora hizo que me empalmara a tope.

 -¡Caray chaval! Cómo se te ha puesto. Me dijo sonriente, al ver mis 18 centímetros "de arboladura".

Otra escena que me impresionó, es el ver como Petri se lavaba "el conejo". Bien abierta de piernas y con el pitorro del grifo por donde salía un chorro de agua que recogía con su mano derecha y se lo llevaba al centro de sus piernas. Centro que estaba cubierto de tanto pelo, que no se le veía "la raja".

También me impresionó la cantidad de pelos que tenía en las axilas. Debo aclarar, que no estaba de moda afeitarse las mujeres esa parte; es más, el hacerlo no estaba bien visto. Se lavó bien el "sobacamen" y a continuación se dio un desodorante que olía a jazmines.

-Ahora te toca a ti, cariño. Me dijo a la vez que me tomaba de la mano y me acercaba a su vera.

Me bajó los pantalones; acto seguido los calzoncillos cuarteleros (los slips todavía no se habían puesto de moda). Me tomó el "pito" que ya estaba como apunté antes, y con el glande bien descapullado; y con ambas manos empezó a lavarme, manos que se deslizaban por toda la superficie de la piel suavemente, porque previamente te había untado una especie de jabón transparente. 

No lo pude evitar, pero media docenas de sacudidas bastaron para que derramara toda mi esencia en sus manos.

-¡Pero cielo! ¿Qué has hecho?

-Ya lo ves Petri, no he podido contenerme.

-¡Qué pena! Con lo que hubiera gustado tenerte encima de mí.

-Yo me recupero en 15 minutos. Le dije con ánimo de consolarla. Pues ya estaba totalmente convencido de que Petri estaba conmigo, no por las doscientas pesetas.

-Mira cielo. Son casi las ocho de la noche, y como estoy en casa, aquí me quedo, ya no vuelvo al Café Levante. ¿Tienes prisa?

-No, ninguna. No me espera nadie.

-¿Tampoco tienes novia?

-No, no.

-Estupendo, cariño. ¿Tienes hambrecita?

-Pues ahora que lo dices, si tengo algo de apetito.

Me llevó a su habitación; se puso una bata rosa transparente y salió de la misma hacia la cocina. Fueron suficiente los cinco pasos que dio de la cama en donde me dejó hasta la puerta para observar su trasero. ¡Joder! que pedazo de culo, parecía repujado. A cada paso, la nalga correspondiente se elevaba de la otra unos centímetros, por lo que los andares de Petri, a través de aquella bata de gasa o de tul, parecía que ambas caderas querían salirse de la caja que les contenía.

A los poco minutos me trajo una tortilla a la francesa de dos huevos en un plato, y una loncha de jamón a lado. Plato que devoré en escasos minutos.

¡Qué bien me sentía! Estaba totalmente relajado y sin temores. Petri olía a hembra en flor, a limpieza; y en la habitación se aspiraba cómo un aroma de rosas. Suficiente para que mi verga adquiriera otra vez la contundencia necesaria para penetrar en su "cuevita".

-¡Pero niño! ¿Ya estás dispuesto para la faena? Me dijo al ver el mástil que miraba hacia el cielo.

La tomé por ambos hombros (estaba sentada en el borde de la cama). La besé en la boca, y ella no rechazó la caricia, al contrario, se abrazó a mi cuello; con sus manos atusaba mis cabellos mientras las lenguas se entrelazaban en las cavidades de nuestras bocas.

-Ábrete de piernas, que no aguanto más.

Petri me ofreció su vagina, pues pude ver en su rostro el deseo. No era un cliente, en ese momento era su amante.

Mis manos se aferraron a sus caderas con la intención de que no quedara ni un milímetro de mi miembro sin alojarse allí; ella lo captó, y aupó el culo a la vez que con las piernas entrelazaba mi cintura con el fin de facilitarme la labor. Y así fue, sentía como mis testículos repicaban en sus ingles, y su pubis peludo junto al mío.

Me abrazaba con una delicadeza exquisita, por lo que pude observar a escasos centímetros toda la "floresta" de sus sobacos. No lo pude evitar, arrimé mis narices allí con la intención de oler los efluvios que emanaban de aquel lugar. Olían a jazmines, pues de aroma de jazmines es el desodorante que usa. Lamí aquella axilas con la complacencia de Petri, que a cada lametón por las profundidades de sus sobacos daba como un respingoncillo y emitía un suspiro de las cosquillitas que le daba mi lengua.

Al instante noté como me asía de mis nalgas y me las apretaba contra ella, dando unos gritos entrecortados, que aunque suponía que era un orgasmo, no estaba seguro; era la primera vez que sentía una mujer correrse.

Llegó un momento que no sentía mi pene dentro de su vagina; estaba la zona tan "suave" que se deslizaba sin apenas enterarme, pero no fue obstáculo para que yo descargara "un río de semen" dentro de ella.

Quedamos los dos rendidos, exhaustos, extenuados y postrados uno al lado del otro. Fue maravilloso.

Aquí comprendí la diferencia que existe entre el follar y hacer el amor. Y también entendí, que una prostituta, por muy materialista que sea, siempre le quedará un rincón de su corazoncito para amar como a mí me amo Petri ese día. ¡Al fin y al cabo es una mujer!

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