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¡Qué buena suerte!

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Navidad 2.014

Abres el frigorífico y ves que apenas quedan alimentos. Si tu jefe no te paga en su fecha, no vas a tener más remedio que volverte a poner en la  cola del banco de alimentos. Otra vez a tragarte tu orgullo, otra vez a sentirte menos que nada.  Si no fuera por Irene,  seguro que no te humillabas tanto. Pero, ya se sabe, una madre hace por una hija todo lo que haga falta, ¡y más!

¿En qué maldito momento se destrozaron  todos tus sueños? ¿Fue cuándo os despidieron a tu marido y a ti de la inmobiliaria en la que trabajabais? ¿O el día que, cansada de verlo naufragar en la ginebra, tuviste que pedirle, entre voces,  que se marchara?

Os vendieron una mentira y la comprasteis sin leer la letra pequeña. Os contaron que sin preparación, porque vosotros lo valíais, os podíais comer el mundo. Al final se os consideró culpable de todos los cargos; el delito: vivir por encima de vuestras posibilidades y la pena: una vida condenada al fracaso.

Dicen que mal de muchos consuelo de tontos. Sin embargo, saber la enorme cantidad de gente que se encuentra en tu misma  situación hace que, cada mañana al levantarte, no te sientas la persona más fracasada del mundo, sino una de tantas  en un océano de miserable mediocridad.  

Sin ni siquiera terminar los estudios básicos, te pusiste a trabajar en una inmobiliaria. En un principio, cogiendo el teléfono y un poco de “corre ve y dile”. Mas tu simpatía, tu belleza y tu saber estar hicieron que tu jefe se fijara en ti y,  al poco, ya estabas enseñando viviendas a los clientes. Lo que llevó que a tu sueldo de chupatintas se viera aumentado en gordo por las respectivas comisiones.

Eran los tiempos del “España va bien”, del despilfarro y en el que los bancos, por tu “cara bonita”,  se fiaban de ti durante  cuarenta largos años. Los pisos, los dúplex, las casas, los chalet..., cualquier propiedad inmobiliaria se vendía sola. Ganabas más dinero del que podía gastar y te hicieron creer que estabas en lo alto de la pirámide social. Te pensaste ganadora y en cada mano de la partida, subías la apuesta.

A tus veinte años, tu cuerpo era un manjar de lo más apetecible y aunque no te faltaban candidatos para meterse bajo tus faldas, tú querías picar alto. De flirtear con tu jefe, pasaste a que él, seducido por tus encantos,  te prometiera el oro y el moro con la única intención de  mojar la croqueta.

Lo que comenzó siendo un desahogo sexual, terminó sacando a relucir sus sentimientos. A cada día que transcurría se prendaba más de ti y tú te dejabas querer. No solo era bueno en la cama, era amable, buena persona y, lo mejor, lo tenías comiendo de tu mano.

¿Realmente estabas enamorada de aquel hombre? ¿O era la ambición la que te movía? Aun hoy te lo preguntas. Sin embargo, el día que, tras dejar a su esposa, te pidió matrimonio,  te sentiste la mujer más dichosa en la faz de la tierra.

En la época de vacas gordas, la obligación de pagar una pensión a su ex y a sus hijos, lo considerasteis un gasto más.  No obstante, ambos caísteis en la trampa del vive hoy y paga en cómodos plazos  (una casa enorme,  buenos coches, vacaciones de lujo,…). Sin temor a nada,  habíais  hipotecado vuestro futuro, tanto  que, para mantener vuestro ritmo de vida, no tuvisteis más remedio que seguir trabajando los dos y cuanto más mejor.

Tendrías que  haberte dado  cuenta de cómo todo estaba cambiando y para peor, debiste ser más espabilada. Una  premonitora señal  fue cuando, a pesar de ser la esposa del director de la sucursal, te despidieron el día que descubrieron que te habías quedado embarazada. No obstante, tu marido y tú lo visteis como un pequeño socavón en el camino y no le disteis mayor importancia. Era evidente que la dicha de ser padres os tenía cegados y no os dejó ver la enormidad de lo que se avecinaba.   

Recién nacida Irene, el olor a cuerno quemado empezó a invadir el negocio inmobiliario. Los bancos habían cerrado el grifo y cada vez era más difícil vender una vivienda. El fantasma de la crisis ya estaba  en boca de todos y, como siempre, todos hacían recaer la culpabilidad sobre la clase política en exclusiva.

Nadie entonó un mea culpa: ni los bancos que habían hecho su agosto concediendo préstamos a tutiplén, ni los empresarios que habían surgido bajo la sombra del “pelotazo” de la construcción… ¡nadie! Todos lo consideraron algo temporal y siguieron como si tal cosa. Al final la cuerda se terminó rompiendo por el lado de siempre: el más débil.  

La sucursal donde trabajabais cerró y Pedro, tu marido, fue puesto de patitas en la calle.  Con más de cuarenta años, sin unos estudios universitarios y con un curriculum bastante limitado, las entrevistas de trabajo eran escasas. Muy de tarde en tarde, tenía oportunidad de dejar que otros valoraran sus cualidades profesionales y, cuando esto sucedía,  él no podía menos que considerarse  denigrado, tanto por el tipo de empleo, como por el raquítico sueldo. Tal era su desmotivación, que ni  le preocupaba lo más mínimo,  no  llegar nunca a ser el candidato idóneo para el puesto.

¿Cuándo te diste cuenta de su problema con la bebida? Tomarse una copa pasó de ser algo relajante y divertido, a una imperante necesidad. Los ahorros menguaban y tus problemas conyugales crecían.  La gota que colmó el vaso fue una niña pequeña llorando,  pues no entendía porque sus padres se gritaban sin cesar.

El día que se marchó, a la falta de dinero, tuviste que sumar el vacío que quedó en tu cama y no tener nadie con quien compartir el día a día.  A tu fragilidad económica, tuviste que añadir la incertidumbre de saber si un día volvería con vosotras y de qué modo.

Sin embargo, Pedro te demostró que seguía siendo la buena persona en la que te fijaste y desapareció de vuestras vidas. Si no podía daros nada, tampoco quería haceros sufrir.  Lo último que supiste del padre de tu hija, es que se había marchado a trabajar al extranjero, no tenías muy claro si a Alemania o a Suiza.   

Si hubieras tenido estomago suficiente,  te habrías dedicado a la prostitución. Pese a  que los problemas habían hecho mella  en tu aspecto físico y parecías una mujer de cuarenta, aún  seguías siendo bastante atractiva. No obstante, abrirte de piernas ante un repugnante desconocido, no te parecía un modo tan fácil de ganar dinero. Si no tirabas definitivamente la toalla, con la ayuda de pastillas o una cuchilla de afeitar,  era por tu pequeña Irene.

Con veinticinco años, sin estudios y aptitudes profesionales destacadas. Los oficios que te consideraban acta, eran los que no hacía falta ninguna cualificación y, por tanto, estaban bastante peor pagados.

Servir mesas, limpiar oficinas, reponer en un súper…, fueron los tipos de empleos que te permitieron tu preparación académica. Un sueldo ínfimo y temporal con el que no conseguías  siquiera llegar a fin de mes. Irremediablemente, tuviste que seguir tirando de los ahorros para poder pagar los gastos de la casa  y la hipoteca.

Cuando la cartilla del banco se quedó a cero, tuviste que recurrir a la familia. Pero ellos tampoco estaban muy holgados de dinero y la pensión de tu madre tampoco daba para mucho.  Sin otra opción, tuviste que dejar de abonar la casa al banco.

Sabes que es cuestión de tiempo que vengan a desahuciarte, a quitarte aquello que tanto te costó ganar. Llegado ese inevitable día, deberás tragarte tu orgullo  una vez más e irte a vivir con tu madre. Lo peor de todo es que,  cuando crees haber tocado fondo de pleno, siempre descubres que hay un piso más bajo al que descender. Esta racha, que al principio consideraste un bache en el camino, se ha transformado en un  trepidante tobogán hacia la miseria.

Recurrir a la caridad de los vecinos para pedirles el importe del recibo de la luz, o para que te pagaran una bombona de gas, fue el siguiente escalón que descendiste.  Llegado el momento, ponerte en la cola del banco de alimentos, no te supuso demasiado trauma.

Si has descubierto algo con esta putada existencialista que está resultando ser  la crisis económica, es la capacidad de superación del ser humano. ¿Quién te iba a decir a ti que ibas a saber adaptarte a esta situación? En poco tiempo,  tus frívolas preocupaciones sobre si los  zapatos te hacían juego con el bolso,  han sido sustituidas por  hacer cábalas de  hasta cuándo durara el irrisorio sueldo que te pagan limpiado escaleras a media jornada. Has pasado de estar encantada de conocer a la mujer del espejo, a no querer saludarla.

Estas son las segundas navidades que vas a pasar sola con la niña. Una pequeña mujercita que cuando te ve triste te da todo su cariño, y a la que mientes piadosamente, cada vez que te pregunta cosas como: “¿Qué me van a traer los reyes este año? O “¿Cuándo va a volver papá con nosotros?”

Te sirves una taza de café (por llamar algo a esa aguachirri) y te sientas en la mesa. A pesar de que la mañana esta fría, no pones el brasero para ahorrar y te tapas las rodillas con una mantita. Ya lo encenderás cuando Irene se levante, mientras esté calentita en la cama no hay necesidad de gastar electricidad. ¡Qué está bastante cara!

Pondrías la televisión para entretenerte mientras desayunas, pero estas tan harta de oír como los poderosos se lo llevan todo calentito, o como el presidente y sus ministros hablan de  una recuperación económica que tú no vez de ningún modo. Es más, si en lugar de un país estuvieran hablando de un enfermo terminal, pensarías que es la mejoría previa a la muerte. Estás tan cansada  de que te engañen, que prefieres ser ignorante y no irritarte. Intentando alejarte de la realidad, recuerdas algo que te dijo ayer tu pequeña y no puedes evitar sonreír.

—¡Mamá, voy a  hacer una redacción para el cole de las Navidades!

—Pues tendrá que ser cuando termine las Navidades, no ahora.

—No, porque la seño ha dicho que puede ser inventada.

Recordar su carita al escribir, como se mordía la lengua tímidamente mientras dejaba que las palabras caminaran sobre las dos rayas del papel, te hacen sentir bien.

La curiosidad por saber lo que ha escrito nace en tu interior, te levantas de la silla y busca su libreta. Una vez localiza la dichosa redacción te poner a leerla.

Estas navidades papá ha buelto a casa. Mi mamá y el están muy felices y no les importa no tener dinerito para comprar y en vez de pelearse solo se dan besitos.

Aunque no tenemos mucho dinerito me llebaron los grandes almacenes como  acen  todos los papas de los demás niños. Yo sabia que no me iban a comprar nada pues la mala suerte de mis papas no se había acabado, pero me daba igual.

Fue entrar en el centro comercial y una alarma sonó. Toda la gente estaba pendiente de nosotros, yo creí que nos avia pasado algo malo pero no era asi. Eramos los clientes un millón y todas las compras que quisiéramos hacer nos saldrían gratis. ¡Que buena suerte!

Mis papas me compraron una bici y una PSP, mi mamá se compro ropa de la cara y mi padre un chándal  de marca muy bonito y un ordenador portátil.  

No habíamos salido del centro, cuando me dio por mirar en el suelo y me encontré una cartera con muchos billetitos. Mi mamá se la dio a un guardia de seguridad, que se la debolvio a su dueño. El hombre, por lo bien que nos habíamos portado, nos dio cien euros. ¡Que buena suerte!

Fuimos a celebrarlo al Burger y ¡Que buena suerte! Allí estaban mis compañeras de  clase celebrando un cumple y me invitaron a estar con ellas. ¡Me lo pase de bien!

Cuando el cumpletermino, nos seguía sobrando dinerito del que nos había dado el hombre rico y fuimos al cine. Había una película de dinosaurios de las que a mí tanto me gustan ¡Que buena suerte! Nos pusimos gafas de esa de 3D y todo. Mis papas como no paraban de reir con la película, ya no se peleaban. ¡que bien nos lo pasamos todos!

Terminas de leer la pequeña redacción ficticia de tu niñita y no puedes evitar desahogar tu frustración con lágrimas. Mas el timbre de la puerta suena y, para evitar  no dar  más lastima de la que ya das,  te tragas tus penas, como de costumbre.  

Tras limpiarte los ojos, vas a ver quién ha llamado. Es Aurora, tu vecina. Es curioso cómo ha cambiado tu percepción de esa mujer. En la época que tenías dinero, te parecía una metomentodo, siempre preguntándote por cómo te iban las cosas. Hoy,  en perspectiva, sabes que la buena mujer lo único que pretendía era ayudar.  Si te decía “niña tal” o “niña cual”, era porque le caías bien y se preocupaba por ti, no por cotillear. Es  abrir la cancela del recibidor y te encuentras con una de sus generosas sonrisas.

—Hola Marta, ¿Cómo estás?

—Bien, para que nos vamos a quejar, si nos van a dar lo mismo… ¡Pase usted!, el café está recién hecho.

Al entrar en la cocina, ves cómo la señora suelta una bolsa sobre la mesa.

—Mira… Yo he venido para dos cosas. La primera que si estos días tienes que trabajar, que no te importe dejar a Irene conmigo. ¡Así me hace compañía! —Aurora hace una pausa, como si lo que tuviera que decir lo tuviera largamente ensayado y prosigue hablando —Aquí te traigo unas cositas de Navidad. A mi chiquillo le han dado una cesta y la verdad que nosotros para tres que somos, la mitad nos sobra.

Miras a la mujer y no puedes reprimir una sonrisa de agradecimiento. Aceptar la caridad del prójimo te sigue dando mucha vergüenza, sin embargo con esta mujer es bien distinto: sabes que lo hace porque le ha terminado cogiendo cariño a la niña. No es para menos, pues cada vez que tienes que trabajar, en turno de tarde,  la dejas a su cargo.  

Mientras se tomáis el café, te habla de sus cosas, de sus achaques, de los preparativos de la cena de navidad, de lo cambiada que esta la vida… Hay tanto  desinterés en sus palabras que, donde en un principio solo veías ansias de chismorreo, has encontrado la mejor vecina que nadie pueda tener.

—¡Ah, una cosa que se me olvidaba! —Dice metiéndose la mano en el delantal —Mi Mariano este año no ha tenido tiempo para vender toda la lotería de Navidad que le han dado en su hermandad  y, como no puede devolverla, la está repartiendo entre lo más allegados…

Que esa mujer y su hijo, a los que solo te une las cercanías de unos muros,   te consideren alguien cercano, toca una fibra sensible en tu interior. Al darte  el décimo de  lotería, la miras y le dices visiblemente emocionada:

—Pues sí que le va a salir usted caro el café.

—No te creas, un euro más barato que al del anuncio de la tele —te responde la buena señora haciendo gala de ese buen humor  tan suyo.

Ineludiblemente te abrazas a ella y la besas con todo el cariño que eres capaz de dar.

Tras media hora de poner verde a los famosos de la tele, a los políticos y a los niños de la botellona,…  La mujer se marcha, no sin decirte que si tú y la niña vais a pasar la Nochebuena solas que no tengas reparos y vayas a su casa. Que  se juntan mucha gente y dos más, siempre son bienvenidos. “Mis nietos se lo pueden pasar muy bien con Irene” —Añade para darte la certeza de que cuentan contigo.

Una vez se va, abres  la bolsa para meter  su contenido en la alacena y al verlo, no puedes evitar cabecear de perplejidad, a la vez que piensas: “Esta mujer debería aprender a mentir mejor. Puede que yo sea un poco ignorante y me pudiera creer que a los funcionarios públicos le den cestas de Navidad, pero que estas además de los productos navideños incluyan, por ejemplo, pan de molde, macarrones, yogurt, leche, legumbres… ¡Ya es demasiado!”

No solo es increíble su generosidad, sino que hace todo lo posible porque no te sientas mal. Cosas como esa, te hacen pensar que  todavía hay seres humanos por los que vivir merece la pena.

Miras el décimo de lotería  que te ha regalado su hijo y las acaricias como si fueran tu salvación. Siempre has pensado que dejar en manos de la suerte el destino es la esperanza de los fracasados. Mas recuerdas la redacción de tu pequeña y te dices con total convencimiento: ¡Qué buena suerte!

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